EL NIÑO SOLDADO
La paz se escondía detrás de los bambúes. Solo que en ese país no había bambúes. Pero la paz se escondía en algún sitio, debía estar haciéndolo en algún lugar. Si no fuera así no habría esperanza para el pequeño soldado que apenas unos meses antes había sido secuestrado en las cercanías del poblado de sus padres, junto a su hermano. Ninguno de los dos hubiera podido huir cuando, tras ser golpeados, encadenados y aleccionados, fueron por fin puestos en libertad con un fusil de asalto en sus manos. No sabían volver a su casa. Se habían adentrado demasiado en el espeso bosque que componía el preludio a la selva.
Ahora sólo aquellos rebeldes componían su “familia”. No conocían cuál era su causa de lucha. Sabían que existía un enemigo gubernamental, otro enemigo guerrillero y el hambre y las necesidades. Les mandaban avanzar por húmedos lugares de arroyuelos y vegetación que ocultaban traicioneras serpientes, cuando no algún animal más grande y temible. Ellos llevaban sus armas. Si encontraban al enemigo se lanzaban al ataque avanzando siempre de frente, sin táctica. Daba igual. Disparaban y mataban. No importaba que les dispararan como blancos fáciles, aunque no solían acertarles. No es fácil acertar atemorizado por un enemigo compuesto de niños que avanzan como confiados en que tienen toda la vida por delante y su adversario adulto no. O tal vez avanzaban así porque se les pedía estar con los rebeldes o morir. Todos querían vivir, pero todos querían la muerte. Por eso avanzaban cara a cara, dejando ver sus ojos según se acercaban.
Cuando llegaban a un poblado preferían usar los machetes para ahorrar balas. Las balas a veces escaseaban, les decía su superior, un joven que tenía en su cuerpo el alma de un viejo retorcido en la sequedad de los más oscuros senderos del ser humano. Aquel joven capitán rebelde había sido un joven lleno de sueños. Uno que reía y bailaba en las fiestas de su poblado. Uno que iba a cazar y a pescar con su familia. Pero hacía tiempo que le hicieron empuñar un arma que asesinó al joven que en el pasado fue. Aquello ocurrió el día que le hicieron asaltar el poblado donde creció. El día que hubo de violar con otros rebeldes a chicas con las que él mismo había compartido juegos infantiles en otras épocas, otras que ahora parecían de otro tiempo, de otro siglo, o quizá de una fábula, de una mentira.
Ahora estaban allí el niño soldado y su hermano, formando en el bosque junto al resto de niños. Iban a entrar en combate contra un destacamento militar bien provisto de armas. Se iba a requerir de mucho esfuerzo para mantener el combate sin que nadie desertara. La lealtad o el miedo debía permanecer en las horas que seguirían. Ahora era el tiempo de la arenga. Había que escuchar las palabras de combate, combatir por la vida o morir. Decir que se combatía por otra cosa hubiera sido incomprensible para aquellos niños de mirada muerta, alguna cargada de odio. Fue entonces, en medio de las palabras sobre la vida y la muerte, cuando el joven capitán dijo unas palabras esperanzadoras. Preguntó si había hermanos en sus tropas y ordenó que dieran un paso al frente. Uno de ellos podría regresar a casa y no volver a combatir. Nadie quería dar un paso al frente. Posiblemente muchos de ellos no tenían motivos para hacerlo ya. Pero el niño soldado, tras titubear, se acordó de las risas con su madre. Dio un lento paso al frente. Su hermano, apenas quiso desviar su mirada ni avanzar ese paso cuando el capitán le preguntó al niño soldado quién era su hermano y este le señaló con el dedo. El capitán le preguntó si era su hermano y ya no pudo menos que asentir con la cabeza y dar un paso al frente. El niño soldado estaba feliz de que su hermano admitiera ser su hermano. Uno de los dos podría irse de allí. El capitán, sonriente preguntó quién era el mayor. El niño soldado no sintió la misma felicidad, él era el menor.
Su hermano reclamó su primogenitura, mas la libertad no estaba en su edad, si no en sus manos. El capitán rebelde, alzando su cabeza y su voz por encima de las cabezas de todos los niños soldados, franqueado por varios de sus guerrilleros más leales y más veteranos, declaró entonces que el hermano mayor debía matar al hermano menor para demostrar su lealtad al ejército rebelde.
El niño soldado miró bruscamente a su hermano mayor, que seguía impasible en su postura de firme mirando al frente. Dos guantazos le quitaron la postura. Un empujón que le agarró por el hombro le volteó mirando a su hermano. Le despojaron de su fusil y le pusieron en la mano un machete largo bajo amenaza. El niño soldado miraba cara a cara a su hermano mayor. Sus ojos muertos de adulto cobraron una chispa de vida fugaz. Recobraron un pasado infante, un poblado, una madre y un padre comunes. Y la vida. Y la muerte. Un palpitar de corazón rápido. Un sudor incipiente. Unos gritos de órdenes macabras. Y de repente un disparo. La cabeza del hermano mayor reventó. Lo hizo por su frente, por el lado izquierdo. Impregnó de rocío rojo con su sangre a los niños soldado. Encharcó la hierba del suelo. El capitán cogió la mano del niño soldado que mantenía humeante la pistola de la detonación. La levantó y le ensalzó de entre los niños soldado como el mejor de los niños soldado.
Aquel día el niño soldado había matado sus lágrimas, su amor, su odio, su risa. Aquel día el niño soldado era otro ser invisible a los ojos de todo el planeta, otro ser que mataba sin parar como queriéndose matar él, sin matarse.
Daniel L.-Serrano.
Alcalá de Henares, 31 de agosto de 2010.