Capítulo 9: En la ciudad.
Código soñó que un colibrí volaba delante de su
cara, estático, mirándole. Aquel pájaro era tan preciso como un
robot. Siglos de evolución había transformado la constitución de aquel precioso
animal en una perfecta máquina para comer del interior de las flores más altas
y más inaccesibles. Sabían buscar aquello que querían. Era una especie misteriosa,
por mucho que se sabía de ella. Para él era misteriosa. Allí estuvo, con sus
vivos colores, delante de él en su sueño. Era imposible no verle. Su mente se
lo mostraba. Era lo que quería ver.
Código se levantó de su cama. El día comenzaba sin ningún
encargo ni misión que realizar. Los días en la ciudad galáctica se regulaban
por las horas. A falta de gravitar alrededor de una estrella, se veían
necesitados de controlar las luces de la ciudad subiendo y bajando su
intensidad imitando las horas del día y de la noche del planeta madre, La
Tierra. Hasta el punto que incluso imitaban la variación de las horas de luz
del día según las estaciones, a pesar de que no imitaban la temperatura
variable de las mismas. El cielo siempre era en general oscuro, con las
estrellas rodeándoles, como aquel nuevo día en el que salió a la calle, pero la
intensidad de las luces en las calles imitaban un día soleado.
El automóvil gravitatorio de la autoescuela del robot
Sergio Pérez le pasó cerca sin detenerse. Iba en dirección al ayuntamiento.
Código observó como se alejaba. Era temprano, quizá iba a recoger a un alumno.
Daba igual, era un robot empático, cualquier cosa podría haberle motivado a
empezar a trabajar tan temprano. Quizá ni estuviera trabajando. Puede que
simplemente quisiera dar un paseo antes de empezar a dar clases. Aquel robot
manumitido era muy curioso. Sus circuitos empáticos habían hecho de él un
ciudadano normal y corriente más. Era el mejor amigo de Enrique Bermejo, lo que
le hacía pensar a Código en la inmensa soledad del antiguo gestor madrileño.
Sabía que también era amigo de don Juan Manuel, pero aquel capo sólo era amigo
de sus socios. Por cuestiones de gobierno podría haber sido amigo, o al menos
entenderse bien, con la alcaldesa Anna Guillou, sin embargo había un abismo
entre ellos lleno de ambiciones personales. Al menos, pese a la soledad de
Enrique Bermejo, este tenía un amigo, aunque fuera el robot Sergio Pérez, que
había desaparecido con su coche entre las calles que iban al ayuntamiento. Él,
Código, apenas podía decir que tuviera un amigo. Mucha gente le conocía por su
trabajo, pero nadie era alguien al que pudiera llamar amigo. Lo más parecido
fue Grisóstomo. El anuncio de su muerte hace unos días le había borrado de
aquel mundo. Fue un accidente. Cuando pulsó el lanzamiento de la cápsula
unipersonal no sabía que él estuviera allí.
Código atravesó un par de calles cuando apareció sobre él
un carrito gravitatorio con el logotipo “Cafés Álvarez-Dardet”. La chica rubia
que lo pilotaba descendió hasta poder estar mirándose ambos a la cara. Todas
las mañanas se encontraban en la misma calle a esas horas.
-Hola, Santi –le saludó Código.
-Buenos días, Código –le devolvió el saludo la chica
rubia y de pelo ondulado.
-Dame lo de siempre –pidió Código.
Santi, la chica rubia, comenzó a preparar un café en la
máquina del carrito mientras calentaba algo de leche. Era un pequeño negocio
bastante especial. Era la única vendedora ambulante de cafés de la ciudad
flotante. Le había quitado el carrito a su pareja en un divorcio bastante
reñido. Ahora su expareja se encontraba muy lejos, rehaciendo su vida en un
planeta distante, mientras ella llevaba mucho tiempo feliz con aquella pequeña
venta de cafés que le permitía conocer a múltiples personas. Tenía su
clientela fija, como Código, gente fiel a un estilo de consumo.
-¿Cómo va tu cuadro? –preguntó Código mientras le dejaba
el dinero en una bandeja del carrito. Santi pintaba cuadros desde aquel
divorcio, no se le daba mal.
-¿El de la cabra? Bien, a mi me gusta cómo va quedando
–contestó-. El otro día conocí a un tipo que insistía en darle una explicación,
pero le dije que sólo era una cabra. Creo que no le gustó la explicación. Pero
no había nada más detrás. Es muy realista, se parece mucho a las de las
imágenes de la Enciclopedia Única. Cuando la acabe te la enseñaré.
-A veces se buscan demasiadas explicaciones –Código cogió
su café y le dio un sorbo mientras Santi le devolvía las vueltas de su dinero-.
Anoche soñé con un colibrí. Era bonito. Rojo, azul, con el pico amarillo…
Estaba volando delante de mi cara. No se apartaba.
-Qué bonito. ¿Lo tocaste?
-No. Sólo lo miraba.
-No hubieras podido tocarlo. Pueden volar estáticos en el
aire, pero no creo que se dejen tocar. ¿Has visto alguna vez alguno real?
-No… ni siquiera en los planetas. Tal vez en La Tierra…
-Sí, tal vez –dijo Santi con una sonrisa-. ¿Si quieres te
pinto uno?
-No hace falta, gracias –Código de repente recordó a
aquel eremita de Indonesia, le había venido a la memoria con el recuerdo de
aquel sueño-. Oye, Santi, ¿qué crees que significa que el viento acerque
palabras de voces conocidas?
-Aquí no hay viento, salvo cuando se conectan los
imitadores de brisas para favorecer a nuestros organismos –dijo Santi algo
desprevenida por la pregunta, pero al ver la cara ausente de respuesta de
Código añadió-, pero quizá te pueda ayudar Raquel, la escritora… Raquel… ¿cómo
era?
-La escritora… Raquel Hernández Luján –resolvió Código.
-Sí. Ella. Dice que puede comunicarse con el pasado
–contestó la rubia de pelo ondulado mientras recibía dos clientes nuevos.
-Gracias, Santi. Sólo era una tontería. Adiós –Código se
alejó mientras Santi se despedía y recibía a los nuevos clientes.
Código había recordado de la nada las palabras del
eremita. No sabía muy bien qué querían decir, pero tampoco parecía que fuera
buena idea optar por visitar a una mujer que decía comunicarse con el pasado.
Ahora se le mezclaban los pensamientos del sueño del colibrí, con los del
recuerdo del eremita. En realidad nunca le había abandonado aquel recuerdo.
Poco a poco se acercó a la Calle Mayor. En buena parte, desde que regresó le
había entretenido la devolución de la polizonte y la muerte de Grisóstomo. Esta
mañana era la primera que había descansado bien y soñando. La Calle Mayor
reproducía perfectamente una calle medieval de la región europea del viejo
planeta La Tierra. Imitaba un núcleo comercial como se suponía que lo fue en la
ciudad madre. A esas horas algunos comercios comenzaban a abrir. Otros ya
estaban abiertos. Código terminó su café y entregó su vaso a una de las cajas
de reciclado instantáneo que había en una de las innumerables columnas del
porticado de ambos lados de la calle. La calle era larga, recta y plana. Reproducía
adoquines de piedra en el suelo de su zona central, que dejaba ver el cielo
galáctico. A los lados los soportales de columnas al estilo medieval soportaban
la reproducción de las casas que se suponía estaban ahí en la ciudad madre.
Eran casas de una o dos alturas, no muy altas, con gran variedad de estilos
arquitectónicos. A los jóvenes estudiantes les solían llevar allí a pasear para
darles clases de arquitectura y Arte. Código paseaba para iniciar una mera
ronda mientras esperaba algún encargo de parte del gobierno local. No tardó
mucho en encontrarse delante del escaparate de “Especialidades Siglo XX”, una
tienda de anticuario que trataba de vender objetos preferentemente del siglo
XX. Su dueño se llamaba Juan Manuel Peña. Este hombre, alto y calvo, tenía
cierta fijación con ese siglo. En su tienda cabían antigüedades de otra época,
pero prácticamente todos sus anaqueles los ocupaban ordenadores, televisores,
radios, libros, teléfonos y otros objetos del siglo XX. La gran mayoría no eran
antigüedades reales. Eran reproducciones de la más alta gama, de un lujo
exclusivo por su fidelidad absoluta. Objetos que se habían fabricado en las
mismas condiciones que los originales para garantizar un mercado de
coleccionistas. Había otros objetos que imitaban las antigüedades, pero en
realidad se adaptaban a las necesidades de su época actual, estos otros eran
más zafios, según el vendedor. A esas alturas y en una ciudad galáctica era
difícil encontrar auténticas antigüedades del siglo XX, pero alguna había. Eran
pocas, pero sin duda las más admiradas, deseadas y caras. Prácticamente no
encontraban compradores en la ciudad, cuyos ciudadanos se acercaban a la tienda
sólo para verlas como si fuera una sala de exposición. El señor Juan Manuel
Peña se contentaba con tenerlas allí porque le gustaba tenerlas, sólo cuando se
acercaban a un planeta se vislumbraba la posibilidad de tener nuevos clientes
con nuevas capacidades. Precisamente la llegada del señor Yogui a la ciudad
podía suponer una oportunidad única. Además, traía una exposición temporal con
la exclusiva pieza de Historia que suponía el cuerpo crionizado de Borja
Montero. Había colocado ya una guitarra eléctrica y un par de discos en el
escaparate. Ahora, al lado de Código, abría la puerta del negocio portando un
enorme retrato del músico, del primer Borja Montero, y una caja llena de
camisetas de algodón que reproducían un logotipo que sin duda fue de la época
de aquel que ahora dormía. Pero no eran los únicos que estaban allí. Código no
sólo se detuvo para mirar la guitarra del escaparate. “El Carbonilla” y Liliana
Sáez habían madrugado para esperar la llegada de Juan Manuel Peña.
-Buenos días –se saludaron todos.
“El Carbonilla de Alcalá” abrió la conversación con Juan
Manuel Peña, que terminó de abrir la puerta.
-Me gusta la guitarra –dijo mirando el escaparate-,
deberías poner al lado la del almacén, la española.
-Sí, lo pensé anoche –dijo Juan Manuel Peña-, aún no he
traído lo tuyo. Mis proveedores llegan a esta ciudad de tarde en tarde, ya lo
sabes. Quizá lo tenga para el próximo mes.
“El Carbonilla de Alcalá” asintió de forma
automáticamente. Llevaba tanto tiempo esperando un teléfono móvil original sin
recibirlo que tenía asimilada la respuesta. Él no era coleccionista.
Simplemente desconfiaba de todos los aparatos transmisores de su época. Creía
firmemente que su función que los conectaba con el ciberespacio era una forma
más de mantener un control sobre la vida individual por parte de la Federación
o de las grandes compañías, como Galaxia Eléctrica, cuyos ejecutivos habían
comprado parte importante de esos sistemas hacía apenas unos meses. “El
Carbonilla” recibía su apodo de la portada de un viejo disco de un cantante de
flamenco; disco que le vendió el propio Juan Manuel Peña. Su parecido era enorme.
Piel aceitunada, pelo largo y moreno con unas puntas blancas en el flequillo,
ojos penetrantes y oscuros. Se diría que él mismo era el cantante, pero uno de
ellos no era del siglo XX. “El Carbonilla” tenía un trabajo modesto y mecánico
en la zona mecánica del subsuelo de la ciudad galáctica. Había sido siempre muy
celoso con su vida. No tenía actividades comprometedoras, pero recelaba de ser
espiado. Había comprado un par de teléfonos móviles en tiendas de antigüedades para poder
comunicarse con su familia. Tenía en su casa incluso una pequeña antena y un
equipo moderno que permitía distribuir las señales de los antiguos aparatos.
Sin embargo, el suyo había recibido un golpe no hacía mucho. Fue en la calle.
Tropezó con una personalidad conocida de la ciudad, el abogado de la alcaldesa
y de Galaxia Eléctrica, Juanca López. La caída del aparato supuso su rotura.
Desde entonces esperaba que Juan Manuel Peña le consiguiera un nuevo aparato, o
al menos piezas para reparar el que tenía averiado. No podía ser difícil, era
una tecnología básica para lo que ahora usaban.
El caso de Liliana Sáez no era diferente. Ella era
escritora, no se fiaba de nada que fuera electrónico. Veía en ellos un espía en
su vida. Buscaba denodadamente papel y un lapicero, como si fuera un tesoro
reservado sólo para pocos habilidosos en la técnica de escribir a mano, en un
mundo donde la electrónica ya había barrido con ello en buena parte. Ella se
sentía una especie en extinción, a la que le gustaba escribir su prosa como se
acostumbraba “antes”. Lo cierto es que el papel y los instrumentos para
escribir en él nunca habían desaparecido de la vida de la Humanidad. En
numerosas ocasiones, por catástrofes o conflictos, se había demostrado que la
información más importante debía guardarse en soportes físicos, por mucha copia
y originales que hubiera en modo electrónico. Aún más, las batallas de las
grandes empresas por el control de las ventas de sus productos electrónicos
habían provocado entre los siglos XXI y XXII la pérdida de más de la mitad de
la producción escrita de las sociedades del momento, ya que los formatos
incompatibles para guardar datos habían llegado a alcanzar la desaparición de
libros y documentos incluso anteriores a aquellos siglos. En ocasiones parecía
que se tenía más información de un siglo tan retrasado como el siglo XIX que
del más cercano siglo XXII. Sin embargo, el papel y cualquiera de sus productos
de escritura, ya fueran lapiceros, bolígrafos, estilográficas, máquinas de
escribir o impresoras de papel, eran productos de lujo. Eran altamente caros.
No era común que los tuviera gente ordinaria. Ella los buscaba y gastaba el
dinero que fuera necesario, defendía la necesidad de regresar a esa
costumbre. Además, el acto de la escritura a mano era un acto íntimo. Leer un
texto manuscrito suponía leer el trazo del pulso de alguien. Era lo más
cerca que se podía estar de una persona, fuese de la época que fuese ese
alguien. Coincidía con “El Carbonilla” en el recelo contra las nuevas
tecnologías, que imperaban. No obstante, el precio del papel y la producción de
bolígrafos era mayoritariamente propiedad de algunas grandes empresas que en
realidad se dedicaban a generar suministros mecánicos para las grandes
compañías energéticas. No había una industria papelera específica. Ella y él
habían quedado esa mañana para desayunar juntos y aprovechar para visitar
“Especialidades Siglo XX”.
-Creo que para ti sí tengo algo –le dijo Juan Manuel Peña
a Liliana Sáez-. Aún no se ha agotado la caja de cuadernos que me llegaron
cuando éramos área metropolitana de Madrid D.F., si los quieres, los tengo en
la tienda. Esta vez te duró algo más el otro cuaderno.
-Sí -dijo ella-. No tenía mucho que escribir. Pero hoy se
me ocurrió una historia terrible. ¿Sabes lo de Grisóstomo?
-Sí, ¿cómo no saberlo? –contestó Juan Manuel Peña
mientras todos asentían. Código sólo miraba la guitarra, pero les escuchaba
como un añadido a la conversación.
-Pues creo que podría escribir una historia de misterio
–dijo ella.
-Pues ya la leeremos cuando la acabes… en nuestras
pantallas –bromeó Juan Manuel Peña.
-Yo tengo una historia mejor –dijo “El Carbonilla”.
-¿Cuál? –chismoseó Liliana.
-Pat Patri, la botánica –dijo enigmático al parar un
segundo-, desde que regresó de Indonesia dicen que no se la ve. Entró en su
invernadero, y… ¡zas!
Código se interesó por esto.
-¿Cómo que “zas”? –dijo
-Pues eso, zas –rió “El Carbonilla”.
-Desde luego es inquietante –dijo Liliana.
-Yo le cantaría aquello de:
“En sus
cabellos se enredaron las enredaderas,
que florearon flores blancas, flores rojas,
flores llenas de primavera,
y ahora ella besa, que besa y besa…”
Todos menos Código rieron.
-O sea que está enamorada –dijo sonriendo, Juan Manuel
Peña.
-Sus amores rebosan “zas” –bromeó “El Carbonilla”.
-Somos humanos –dijo sonriente Liliana mientras Código se
despedía con la mano y ellos entraban en la tienda.
Código tuvo una intuición. Pat Patri pudo haberse
envenenado de la misma planta que Grisóstomo. A fin de cuentas, ella era la que
más la manipulaba y, como el pobre Grisóstomo, también parece que estaba como
desaparecida, abandonada a sí misma, dentro de un espacio. Grisóstomo lo hizo
en la bodega de carga y ella, como era lógico, en su invernadero. Se encaminó
directamente para allá. Debía comprobar su sospecha. De ser cierta, quizá había
que hacer algo con aquella planta. Un enamoramiento, en principio, no era algo
peligroso, pero los enamoramientos de aquella planta habían conducido a la
muerte a Grisóstomo, y a Pat Patri parece que la encaminaban hacia la dejadez.
A toda prisa abandonó la Calle Mayor y pasó de largo la
Plaza de los Santos Niños. El invernadero estaba a unos quince o veinte minutos
andando, justo en la reproducción de un vivero natural de la ciudad madre, por
donde también pasaba parte del río artificial. Prefirió no regresar a por su
vehículo oficial. A buen paso podría llegar pronto. A la entrada de la llamada
calle de Andrés Saborit, en un cruce en cruz de calles, con un precioso parque
infantil enfrente suya, encontró un tráfico de vehículos un tanto fluido, y
entre el tráfico un taxi gravitatorio. Código lo llamó y subió a él. En menos
minutos de los pensados estaba ante el invernadero. Código encontró allí a Pat
Patri sentada en la puerta.
-¿Estás bien? –le preguntó.
Pat Patri asintió con la cabeza.
-Me han dicho que no te ven desde hace días. Que no sales
de aquí.
-No salgo de aquí.
-¿Por qué no sales, Pat?
-Por si vuelve.
-¿Quién tiene que volver?
-Grisóstomo.
Código la miró pensativo. Cuando Grisóstomo se envenenó
ella estaba al lado. Debió envenenarse de amor también, pensó. La mayor parte
de aquella especie de polen la respiró él, pero algo debió contagiarla también
a ella.
-Grisóstomo no va a volver –le dijo-, no puede volver.
-Lo sé. Se ha ido.
Código se agachó para ponerse a su altura.
-Pat, vuelve a casa. Descansa. Duerme. Date un baño. Creo
que estás fatigada –de hecho la bióloga tenía un aspecto algo demacrado.
Pat Patri le miró.
-Pero y si…
-No va a volver, Pat. Sabes que se ha ido. Que se ha ido
para siempre.
Pat Patri asintió. Se dejó incorporar por Código. El
taxista seguía allí. Código la montó en el taxi gravitatorio y le dio la
dirección de la bióloga. El vehículo se alejó de allí. Código le dio dinero
extra para que se asegurara que ella entraba en su casa y cerraba la puerta
tras de sí, si era necesario para que la acostara. La visitaría más tarde. De
momento él tenía que entrar en el invernadero a por la planta que había
provocado aquello. El lugar era cálido y húmedo. Había varios pasillos con
cultivos y humificadores. La planta que buscaba estaba al fondo, en su campana
de aislamiento. Sin duda el envenenamiento debió ser dentro de La Nereida. Código
se acercó a observar aquel espécimen de cualidades tan peculiares. Allí estaba
aquel ser vivo, con su clorofila dándole la vida, provocando enamoramientos en
las otras especies vivas. Sus florecillas eran llamativas. Código no quería
abrir la campana de aislamiento, pero tampoco quería dejar allí la planta. Lo
mejor era esperar una mejora de la bióloga para tratar el asunto, pero entre
tanto, por si algún otro científico o personal de allí entraba, había que hacer
algo para que nadie tocara a aquel ser vivo, que no por inmóvil a costa de sus
raíces en su maceta era menos inofensivo, como lo había demostrado. Sólo se habían
dado dos casos, pero uno de ellos estaba muerto y la bióloga parecía fuera de
juego. Lo último que deseaba era una floración de aquellas esporas por todos
los jardines de Alcalá de Henares D.F. en vísperas de recibir multitud de
turistas y una gran actividad en la ciudad por un encuentro deportivo y una
exposición temporal.
Un ligero sonido llamó la atención de Código. Se agachó
creyendo que había pisado algo. Un montón
de cristales saltaron encima de él. La campana aislante había saltado
brutalmente y la planta había sido en parte destrozada. Una nube de polvillo
amarillo se expandía sobre su cabeza. Código reaccionó automáticamente huyendo
hacia un extremo del lugar agazapado y cubierto por una mesa en hilera con
plantas. Llegó hasta un armario pequeño. Se cubría la boca con la mano. Trataba
de no aspirar aquel veneno. Por debajo de las mesas distinguió las botas del
motero Paul Helldog avanzando hacia el lugar de la planta destrozada. Sin duda
había disparado contra él por la espalda. Sólo la fortuna le había salvaguardado
de la muerte. Y ahora la casualidad ponía ante sus ojos un trapo en una de las
mesas, lo cogió sin levantarse y se lo anudó tapando su nariz y boca.
Paul Helldog estaba fastidiado, era la segunda vez
consecutiva que fallaba su objetivo a la primera. Ahora tenía que buscar a Código
y matarle en un cara a cara. Esperaba que Código no llevara su arma
reglamentaria. De hecho no la llevaba. Don Juan Manuel había sentenciado a Código
por la muerte de Grisóstomo. Era el único agente de Anna Guillou que podía
haber cometido el asesinato. Con su muerte le quería mandar un mensaje a la
alcaldesa, antes de su propia muerte. Paul Helldog llegó hasta la planta. La
nube amarilla que había desprendido la planta y ahora se expandía por el invernadero
le cubría la cabeza. Miró a sus lados buscando a Código. Al fin lo encontró
agazapado a un extremo, como un animalito indefenso. Paul Helldog dio unos
pasos para terminar aquel asunto mientras cargaba de nuevo su rifle. Código
reaccionó rápido. Se escabulló agazapado hacia la entrada y cerró de golpe la
puerta. Debía impedir que aquel polvo saliera del invernadero, algo le decía
intuitivamente que eso era algo primordial. Rápidamente fue a ocultarse a otro
extremo, a la espera de tener una oportunidad para tomar por sorpresa a Paul
Helldog, que ahora avanzaba con cautela pero con altivez hacia la entrada, para
ver si podía ver por donde se había escabullido. Sabía que no había salido.
Paul llegó a la puerta y volvió a mirar lentamente a sus lados. Encontró de
nuevo a Código en un rincón, tras una mesa. Se dirigió hacia allí. De repente
un mareo comenzó a hacerle titubear en sus pasos. Una sudoración nerviosa empezó
a brotar rápidamente de su sien. El corazón de Paul se aceleró. Y justo en ese
momento, una bandeja de metal le golpeó con total contundencia en la boca del
estómago. Paul se retorció sin poder contestar al golpe. Al mirar hacia arriba encontró
a una bella joven de pelo corto y embozada incorporarse de su escondite debajo
de otra de las mesas. Paul la miró confuso y recibió otro golpe contundente en
la cabeza con una de las macetas del lugar. Paul Helldog se desplomó.
Código se levantó para mirar a la chica que le había
ayudado y que hasta ese momento estaba escondida.
-Tú… -dijo Código reconociendo a Marcela, la ahora Esher
Claudio.
Esther Claudio tenía polvos amarillos sobre su ropa. Sin
duda una buena parte de los depósitos de la nube estaban ahora sobre ella, que
continuaba mucho mejor embozada que él, ya que no sólo tenía un trapo, sino que
sobre él había una mascarilla.
-Yo –dijo la joven de voz dulce, a pesar de estar
resoplando en esos momentos por la acción.
-¿Qué haces aquí? –dijo Código entre sorprendido y
agradecido.
Esther Claudio se volvió y se fue corriendo cerrando tras
de sí la puerta del invernadero. Código debiera haberla seguido, pero tenía allí
a Paul Helldog en el suelo y una emergencia con la planta. Código se inclinó
sobre Paul y lo recogió para sacarlo de aquel lugar. Al salir cerró bien la
puerta. El lugar iba a permanecer en cuarentena, como mínimo. Afortunadamente
nada del polvo parecía haber salido al exterior. Salvo el polvo que Esther
Claudio llevaba en su ropa y el que ellos mismos tenían. Código colocó sus
dedos en la garganta de Paul Helldog, que permanecía demasiado quieto. Estaba
muerto. Lo volvió a meter en la entrada del invernadero. Cuando llegó allí una
unidad especial de socorro dictaminaron una muerte por infarto. No había sido
por los golpes. Quizá había respirado demasiado de aquel polvo amarillo. Se lo
llevaron en una caja sellada. Código dio orden de quemar el cadáver con sus
ropas lo antes posible. Él mismo había metido las suyas en la caja con el cadáver,
se había puesto otras de la propia unidad de socorro. El sellado del
invernadero fue inmediato. Pero en todo esto se había perdido tiempo, mucho
tiempo, para encontrar a Esther Claudio, que era tan… bella.