Los próximos días voy a publicar un relato largo cuyos personajes tienen los nombres de algunos amigos y lectores del blog que quisieron prestarlo junto con una descripción del personaje que deseaban ser a petición mía durante veintidós horas por medio de una red social. Espero que os guste.
Capítulo
1: Alcalá de Henares D. F.
La mirada inanimada de bronce seguía mirando la plaza desde lo alto de su pedestal. El hombre de pie eternamente sujetando una pluma, vestido con las calzas y la gola. El escritor antiguo al que la ciudad le celebró aquel homenaje de colocarle por los siglos por encima de ellos, observando sin ver sus actividades cotidianas. Al fondo el quiosco de música, fielmente reproducido, el ayuntamiento, viejo hospital de moribundos, y la Plaza Jalex Frutos, con las ruinas de una iglesia también de otros siglos. Por delante del hombre de bronce sobre el pedestal, los rosales. Las casas con los soportales medievales, la Calle Mayor, algunos barrios descolocados de su plano original, el río estancado con los farallones de arcilla y algunos árboles coníferos, pinos… y el espacio profundo. El oscuro espacio profundo salpicado de galaxias y resplandores lejanos de enormes columnas de gas verde rosáceo bailando ingrávidas. Los planetas y las estrellas cambiando su disposición en el firmamento de la ciudad.
-¿O
sea, que ahora somos Alcalá de Henares Distrito Federal? –preguntó Enrique
Bermejo acercándose a Código, que observaba las estrellas sentado en uno de los
bancos corridos que rodeaban la estatua de aquella plaza.
-Sí.
La alcaldesa lo acaba de formalizar –contestó Código.
-No
tendréis futuro. Por lo que a mí respecta seguís siendo el Área Metropolitana
de Madrid Federal –Enrique Bermejo se había sentado al lado de Código señalando
su insignia que le identificaba aún como gestor madrileño de la delegación de
Alcalá.
-Será
mejor que guarde eso en un cajón. No creo que sea conveniente que lo enseñe. De
momento no tengo ninguna orden de quitárselo, pero supongo que para usted puede
ser un bonito recuerdo conservarlo –le dijo Código mirando la insignia tras que
el depuesto gestor le hiciera mirarla tocándole en el codo.
-Habrá
reacciones -dijo Enrique Bermejo-. No nos quedaremos de brazos cruzados.
Además, nosotros construimos toda esta área metropolitana. Es parte de Madrid
D.F.
-No.
La estación gravitacional ya era de nuestra colonia cuando la unimos a la suya.
Ustedes sólo reprodujeron la ciudad madre en el espacio colonia de la zona
superior.
-Bueno,
y no le falta detalle, ¿no? Les pusimos hasta la estatua del viejo escritor
–dijo el antiguo gestor mirando al hombre broncíneo del pedestal.
-A
veces hay que escuchar a los administrados, incluso en las estaciones
coloniales.
-Deberíamos
haberles rechazado…
-Tal
vez, pero ahora ya está hecho -Código se levantó y añadió volviéndose al destituido
gestor a modo de despedida-. Ahora es un viajero colono de Alcalá de Henares
D.F., guarde sus recuerdos y entreténgase en algo cívico. No sé, juegue a la
petanca. La simulación gravitatoria que lograron crear debajo de la cúpula es
excelente. Disfrute del aire que nos crearon, pasee… En serio, es un buen
consejo: guarde sus recuerdos.
Enrique
Bermejo se quedó sentado apoyando su espalda contra el respaldo de metal del
banco corrido. Observaba meditabundo alejarse a Código. Metió una mano en el
bolsillo derecho de su gabardina. Allí estaba su bola metálica de petanca.
Fría.
Código
se metió por una de las calles que daban directamente a la estatua en sentido
contrario. Al otro lado estaba la fachada de lo que en La Tierra fue en otras
épocas una Universidad, un centro de estudios superiores. La original seguiría
allí, lejos, en La Tierra. Él, como cualquier otro de los ciudadanos, pensaba que
debía ser idéntica. Al menos la descripción cibernética que se había elaborado
entre millones de personas en la Enciclopedia Única coincidía bastante
bien con el cordón en piedra de una vieja orden religiosa enmarcando cuatro
pisos con ventanas bellamente enrejadas, viejos soldados de granito custodiando
con lanzas una ventana central, dos antiguos dioses de los inicios de la
Humanidad en lo alto, a los lados de un viejo escudo de armas de un imperio que
dejó de tener sentido hacía siglos, y un frontón con la imagen del Dios Lagarto
de la Iglesia Amalgamada.
Debajo
de uno de los cedros de la nueva plaza que contenía este magnífico edificio,
estaba la vieja Fátima tejiendo, como siempre rodeada de niños. Código a veces
se acercaba a escuchar sus cuentos. La vieja Fátima Littlefire parecía ajena a
todos los cambios que se habían producido esos días.
-Había
una vez una reina… -comenzaba con su voz acostumbrada a largos párrafos.
-¿Se
llamaba Anna la reina? -le interrumpió una niña rubia.
-No…
No se llamaba Anna… Se llamaba… María José, María José I Moreno.
-¿Era
reina de una estación gravitatoria? -le interrumpió ahora un niño castaño.
-No.
Era reina en un satélite. Un pequeño satélite de un pequeño planeta.
-¿Hemos
pasado ese planeta? -interrumpió otra niña.
-Es
posible… -Fátima se sentía cómoda con los niños pese a las interrupciones,
varias generaciones habían escuchado sus historias- Escuchad. La reina María
José I gobernaba en su satélite. Toda su Corte la quería mucho, porque si no la
querían los mandaba cocinar.
-¿Cómo
los cocinaba? -interrumpía ahora de nuevo la niña rubia.
-Pues
en una tarta. Los cocinaba en una tarta.
-¿Por
qué? –preguntó curioso un pequeño niño moreno con su dedo índice en el labio
inferior, si no fuera por su curiosidad, casi parecía pedir silencio.
-Porque
su amigo más querido era pastelero. La reina se enfadaba con su Corte sin motivos
porque ella quería mucho a su amigo y le mandaba gente para sus tartas. Las
tartas se las comían todos los mejores amigos de la reina; el sastre, el
joyero, el gobernador, el juez, el policía y el pastelero.
-¿Y
ella? –volvía a preguntar la niña rubia, que ya conocía el cuento.
-Y
ella, claro, porque en lo de comer tartas las reinas siempre están en la mesa.
Así poco a poco aquellas eran tartas de su Corte. ¿Y sabéis cuándo dejaron de
comer tartas?
Todos
los niños la miraban con los ojos bien abiertos negando con la cabeza en
tímidos movimientos.
-Dejaron
de comer tartas cuando ya no hubo Corte.
Código
abandonó el lugar siguiendo su paseo. Regresó por uno de sus extremos a la
plaza de la estatua del hombre de bronce en el pedestal.
-En
un lugar de La Mancha… -susurró quieto mirando como en el firmamento siempre
oscuro aún se veía la pequeña luz roja de Madrid D.F. alejándose.
Una
ligera y delicada sacudida en sus gafas de interacción estándar le indicaron
que tenía una llamada. Código se encaminó al lateral de la Calle Mayor, a la
entrada del Callejón de la Santa Compaña, y levantando una de las escotillas
reservadas para el personal oficial de la estación entró en las zonas de
navegación por debajo de aquella ciudad artificial.
El
hombre de bronce, entretanto, seguía allí en el pedestal presidiendo la plaza,
con las estrellas sobre él y los planetas con sus lunas. Alcalá de Henares D.F.
gravitaba con rumbo recto ignorando la señal electromagnética de una de las
sondas permanentes que reiterativamente, como un eco, lanzaban señales de
proximidad marcando los rumbos de un mapa galáctico.
Los
niños de Fátima jugaban a comer tartas.
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