Capítulo 13: Prometeo
Era de noche, si es que acaso los cielos de Alcalá de
Henares D.F. no eran una noche permanente, pero era de noche, porque las
franjas horarias del sistema de iluminación de la ciudad flotante lo habían
dictaminado así siguiendo los precisos programas de mantenimiento de la
compañía Galaxia Eléctrica. De noche a lo largo de la avenida que daba al
vivero. De noche en las puertas del invernadero, precintado por Código desde
que le intentaron matar allí dentro. Era de noche y hacía frío. Un frío que
hacía bailar los vahos de las respiraciones. Blanquecinos. Como fantasmales
testimonios de vida, precisamente de la vida de tres personas.
La ciudad vivía un episodio de leve pandemia, aunque
nadie lo contemplaba como tal. Algunos ciudadanos y foráneos estaban como
atontados, siguiéndose los unos a los otros, besándose en escarceos a las
miradas. La gran mayoría de la población estaba indemne, pero el atontamiento
generalizado en un sector de la gente había llamado la atención a varios grupúsculos
ciudadanos que siempre buscaban más respuestas de las que se daban. Lo que en
general bien pudiera ser efecto simple de la combinación de una población galáctica
recibiendo a gente nueva que apenas iba a durar unos días de vacaciones por la
ciudad, era observado por algunos pocos ojos como algo más trascendental con
tildes de conspiración. El mero hecho del desfogue natural entre extraños con
la promesa exacta de no volverse a ver, era de repente un acto sospechoso por
cuanto había sobrevenido de la nada. Todo había ocurrido tras el encuentro
deportivo anunciado hasta la saciedad por todos los medios de comunicación de
Alcalá de Henares D.F. y de Indonesia, lo que hacía de él algo altamente
alevoso. Los pequeños grupos de gente vigilante en pro de la libertad y la
democracia habían observado abrazos y estados en Babia, habían ido relacionando
los movimientos ocurridos tras el encuentro deportivo y habían rastreado
rumores nunca comprobados acerca de que habían desaparecido personas notables
en la vida y desarrollo de la ciudad, como el antiguo gestor Enrique Bermejo.
Todo era oscuro y frío.
Así que, ante las puertas del invernadero precintado, se
encontraban tres personas vestidas de negro y bien protegidas cualquier parte
de su cuerpo que pudiera desprender una pista a Código acerca de quienes eran,
pues era su intención entrar en aquel lugar, que, según sus cálculos, había
sido cerrado sin explicaciones tras el regreso de la Nereida de Indonesia, por
lo que debía ocultar una pieza importante que explicara qué estaba ocurriendo,
porqué estaba ocurriendo, y qué se deseaba hacer con ellos, los ciudadanos. Tras
la declaración federal de la ciudad, bien pudiera ahora procederse al
atontamiento de su ciudadanía para que, alejados del estado de alerta, lejos,
en los confines de la nada, la alcaldesa Anna Guillou hiciera de aquel magnífico
lugar, un lugar que fuera su señorío particular, tal como si fueran tiempos
feudales. El exceso empático abobaba, era su tesis. Se estaba envenenando a la
gente de exceso empático, hasta el estado más mameluco del enamoramiento hasta
la enfermedad. Lo ocurrido a una pequeña parte de la población tras el
encuentro deportivo era para ellos la prueba de que sus tesis iniciales no podían
estar equivocadas.
Ellos tres en su conjunto eran conocidos de los informes
confidenciales de Código desde que la ciudad era un distrito federal. Pertenecían
a un grupo llamado Prometeo. Su identidad individual no era conocida, pero la
alcaldesa le había proporcionado datos de su existencia a través de su
secretaria, Doxa Grey. Código había ignorado todos esos informes. No les dio ni
importancia real, ni prioridad. En aquellos momentos él estaba más pendiente de
que no existiera confrontación institucional con el antiguo poder de Enrique
Bermejo. Luego le habían enviado a Indonesia, desde entonces, con la muerte de Grisóstomo
y la búsqueda de la polizonte, preciosa, Esther Claudio, con su intento de
asesinato y otras cuestiones, como aquel polvo amarillo de la planta indonesa, Código
apenas les había dedicado un pensamiento. Pero ahora ellos, libres en todos sus
movimientos, estaban allí, ante las puertas de aquel lugar que debía
reportarles las respuestas sobre el abovinamiento de la ciudadanía.
Prometeo era una organización que se había gestado desde
hacía relativamente bastante tiempo. Sus miembros no eran muchos, pero eran
constantes. Habían celebrado reuniones conocidas, actos, propaganda, alguna
publicación cibernética, todo sobre temas diversos, aunque siempre dentro de
una dinámica: el sistema político de la ciudad galáctica manipulaba a la gente
y las adoctrinaba en la creencia de estar viviendo en libertad, cuando en
realidad no era así. Según sus tesis eran controlados como meras piezas
reemplazables de una máquina para que consumieran dentro de un orden
preestablecido y altamente promocionado, para que convivieran dentro de unos cánones
sociales elevados a la calidad de únicos garantes de seguridad en las vidas
individuales, para que se comportaran y pensaran en las direcciones más
convenientes, para que amaran cuando tuvieran que amar y odiaran cuando
tuvieran que odiar, para que cobraran o pagaran, para que tuvieran los hijos
exactos, para que eligieran por sí mismos lo que en realidad otros habían hecho
que eligieran por inducción. Todos los esquemas posibles que manejaban sus
conciudadanos eran en realidad todos los
esquemas posibles para el gobierno. Anna Guillou había dado un paso abismal en
sus ansias de poder cuando se independizó de Madrid D.F., y probablemente, según
sus tesis, Galaxia Eléctrica le había ayudado. El aturdimiento general de la
sociedad era necesario si deseaban conseguir la consecuencia lógica de todo
aquello: el poder absoluto que les permitiera alcanzar una vida llena de
comodidades cuyas vidas de los demás estuviera al servicio de la suya, en lugar
de hacer de aquella sociedad una sociedad participativa donde todos se
sirvieran socialmente de todos mutuamente para la comodidad de todos. Las
consecuencias de una política así, basada en el egoísmo personal de los
gobernantes, sólo podría llevar algún día a la petición del sacrificio de la
sociedad gobernada o de una buena parte de la misma si circunstancias futuras
lo requirieran. Ese sacrificio sería ofrecido por los propios individuos,
engañados en la creencia de que era por el bien de ellos mismos o de sus seres
queridos, de sus familias, de sus amigos, de sus conciudadanos, y nada que les
pudiera disuadir de lo contrario les disuadiría jamás. Nunca serían capaces de
admitir lo corrupto del sistema donde se sentían cómodos por estar
acomodados. Lo corrupto del sistema era el epicentro de un gobierno personal. Eran las ambiciones de unos pocos las que habían logrado convencer en falso de las conveniencias de unos muchos, conveniencias que sólo eran en realidad suyas, de nadie más que suyas, de los que gobernaban.
Fuera lo que fuera que encontraran en aquel invernadero
precintado tenían claro que iba a ser una prueba, una respuesta, de las
manipulaciones encubiertas sobre la sociedad. Pensaban ponerlo en el
conocimiento de toda Alcalá de Henares D.F., incluso de Indonesia, utilizando
el encuentro que había organizado la directora de turismo de la ciudad, Ma Ría
Ría, junto a aquel magnate de vida derrochadora que era “el Oso” Yogui. La
exhibición del cuerpo criogenizado del centenario músico Borja Montero iba a
ser el momento oportuno para dar a conocer aquello que se había ocultado bajo
los precintos. Habían usado sus contactos personales para lograr ser
contratados como los músicos oficiales del evento. Iban a tocar temas clásicos
de aquel personaje mítico, que dormía por los siglos de los siglos. O eso se
esperaba de ellos. Les habían dicho que Tamara Rojas, la cantante del grupo,
debía salir de una tarta. Era allí donde iban a ocultar la prueba preciada de
la que estaban distanciados en ese momento por una simple puerta cerrada.
-Ábrela –le dijo Tamara Rojas a Pablo Lambea, uno de sus
acompañantes.
Pablo Lambea hizo saltar los precintos electrónicos tras
haber estado un rato trasteando en ellos. Un ligero chispazo hizo caer la
resistencia del precinto. La puerta estaba abierta. Mark Rojo, su otro acompañante,
la abrió. Cuando entraron había una gran cantidad de polvo amarillo por todas
partes. Depositado como si alguien hubiera aventado un saco de harina.
-¿Qué es esto? –pronunció en voz alta Mark Rojo.
-Parece una especie de polen –dijo Tamara Rojas.
Avanzaron hacia el interior hasta encontrar la planta
derribada y bastante destrozada que lo había producido.
-Parece que esta es la causante –dijo Pablo Lambea.
-¿Por qué estará así? –preguntó retóricamente Tamara
Rojas.
-No lo sé –dijo Mark Rojo-. Tampoco sé si esto es lo que
buscamos.
-No parece que haya nada más que sea anómalo, sólo eso –dijo
Pablo Lambea que estaba dando vueltas por el oscuro invernadero.
-Está bien, cojamos la planta y algo de ese polvo –dijo Tamara
Rojas-. Ya veremos de qué se trata. Hay que irse de aquí antes de que Código
venga. El precinto ha tenido que enviarle la señal de su desconexión.
Así era. Código lo había recibido. Ellos rápidamente
tomaron lo que pudieron del invernadero. Salieron precipitadamente hacia su
automóvil flotante. Ni siquiera cerraron la puerta sin precinto. Al montar en
el vehículo los tres vacilaron. Se sentían repentinamente alterados. Sus
pulsaciones aceleradas y el sudor frío les hicieron comprender que aquella
planta era realmente su respuesta. El coche se alejó fugaz de aquel lugar, pese
a que les era imposible mantener una trayectoria firme, sin zigzagueos. Tuvieron
que parar no muy lejos, donde unos niños leyeron claramente las letras recién
pintadas en una de las puertas anunciándoles con su nombre como banda de música
para la exhibición de Borja Montero: Pandora.
Era de noche, hacía frío y la gente dormía.
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