ESTÁN
VIVOS
Iba
a amanecer dentro de poco tiempo. El cielo tenía ese color oscuro que apuntaba
ya al añil. Se notaba más allí, fuera de la ciudad. La carretera estaba a
varios metros. Ellos se habían adentrado un poco por la cuneta, hasta un claro
que tenía un hoyo natural marcado por una roca incrustada. Parecía que ya de
antemano hubiera marcado la naturaleza aquel lugar como el lugar idóneo para
ser una fosa. Los tres cuerpos que fusilaron cayeron como fardos ante el
impacto de las balas. Ahora los soldados simplemente debían moverlos y
arrojarlos a la fosa que habían cavado para los fusilamientos de los días
anteriores. Algo de cal haría el resto. Luego había que esperar a la siguiente
llegada de prisioneros. Era el trabajo matutino del piquete, que entremedias se
divertía jugando a las cartas con permiso de sus oficiales.
El
teniente y el sargento hablaban aparte sobre la toma de Alicante. La guerra
había terminado, había dicho la radio. Ahora simplemente estaban eliminando a
los oponentes. No querían rescoldos calientes que avivaran el conflicto. Buena
parte de los republicanos habían salido huyendo a Francia, decían, pero aún
había muchos más en esa España a la que acababan de llegar. Las prisiones se
habían quedado pequeñas. Peoneros, maestros, panaderos y otras personas se
agolpaban allí como piojos unos sobre otros. Por eso habían habilitado escuelas
y plazas de toros para acumularles. Era de lógica, decía el teniente, que
tuvieran que realizar una limpieza de esos centros. No cabían tantos. El sargento
le escuchaba alegando de vez en cuando cualquier anécdota bélica que usaba como
símil imposible y absurdo que más demostraba no escuchar a su teniente que
aportar ejemplos ejemplarizantes.
El
teniente fumaba un cigarro junto a su sargento durante la charla, que de vez en
cuando se subía de tono. Los soldados hacían más ruido que de costumbre
arrojando los cuerpos a la fosa.
-¡Qué
trabajo dan estos rojos, hasta muertos! –le espetó el sargento al teniente.
-¡A
ver! ¡Curro!, ¿qué pasa por ahí? –le alzó la voz el teniente a uno de los del
piquete.
-Perdone,
mi teniente –le contestó Curro afanado en sostener por los pies a uno de los
muertos-. Pero es que nos parece que uno de los cinco de ayer se ha movido.
-Hay
que joderse –dijo el sargento-, que los rojos no quieren estarse quietos en la
tumba, vamos.
-Baje
a la fosa y míreme eso –ordenó el teniente a Curro.
-Pero,
mi teniente…
-Baje
a la fosa.
El
teniente y el sargento siguieron hablando entre ellos, recordando ahora la hora
del desayuno como si la rememorarán como una de las horas más deseadas. El
fresco de la mañana y su rocío era realmente frío. El teniente se ajustó un
poco su capote, con el debido disimulo de que su sargento no notara su
debilidad. El sargento no la noto, se afanaba en describir el chocolate a la
taza que solía hacer su madre cuando era más joven. Los soldados seguían
haciendo mucho ruido, más que antes. Sus risotadas volvieron a llamar la
atención al teniente.
-¿Qué
pasa ahí? –les gritó ahora sin mirarles, como un trámite.
-Nada
mi teniente, que el Curro se ha resbalado con los rojos.
-¡Anda,
Curro, levanta que si no te hecho cal! –le gritó un compañero al de la fosa.
-¡Calla!
-Cabo
–llamó el teniente a Curro desde su elevación del terreno atareado en fumar con
el sargento-, ¿se mueve o no se mueve alguno?
-¡No,
mi teniente, aquí no se mueve nadie!
-Si
es que llevamos muchas horas aquí ya –le dijo el sargento al teniente bajando
la voz.
-Un
momento, mi teniente, creo que… -dijo Curro desde el foso abierto.
-¿Qué
pasa, Curro?
-Que
sí, que se ha movido uno… no, dos. Se han movido dos.
-Pues
remate, hombre, remate –le ordenó burocrático el teniente.
-Si
es que termina la guerra y se olvidan de la disciplina –dijo el sargento.
El
sargento y el teniente volvieron a su conversación mientras terminaban sus
cigarrillos cuando sonaron dos detonaciones de pistola desde la fosa. Sonaron
otras tres detonaciones de pistola, luego una de fúsil seguida de una ráfaga
corta de otros fusiles y muchos gritos.
-¡Pero
qué ostias…! –gritó enfadado el teniente volviéndose a su pelotón.
Unos
cuerpos acribillados, azules y secos se abalanzaban sobre su pelotón
arrancándoles la carne a mordiscos. Uno de los soldados detonó su fusil contra
el pecho de uno de aquellos rojos. Media caja torácica saltó en pedazos por la
espalda, pero aquel hombre avanzó con sus manos hacia el cuello del soldado. De
un mordisco le arrancó el antebrazo que sujetaba el fúsil. Del foso salían otros dos cuerpos de unos
republicanos que habían fusilado dos días atrás. Estaban embadurnados en sangre
fresca. No había rastro de Curro. Los pocos soldados del piquete caían uno tras
otro. Uno de aquellos seres de las profundidades del foso fijó sus ojos
amarillos en el sargento.
-¡Cojones…!
El
sargento sacó su pistola y disparó contra aquel, en otra época fue un
albañil que él conocía desde niño, y le disparó varias veces al pecho. Ni una
sola bala le contuvo. Sólo se hacían agujeros en su corazón, pero nada le
impedía avanzar hacia el sargento. El teniente le acertó un disparo justo entre
los ojos. El albañil cayó al césped que quedó manchado de su sangre negruzca y
cuajada. Los otros rojos salidos de su tumba se dirigieron hacia ellos sin
prisa pero sin calma. Sus movimientos eran toscos, el propio de las articulaciones
que han pasado días sin ser usadas. El sargento y el teniente corrieron a la
camioneta. Era imposible alcanzarla, una mujer de ojos amarillos les cortaba el
paso entre los árboles. Ni una sola bala la afectaba, como si fueran picotazos
de mosquito.
-¡A
estos los habíamos matado ya! –Gritó el sargento.
-¡Es
la resurrección de los muertos! –Gritó el teniente.
-Pues
si este es el juicio final, parece que ellos serán los jueces.
-O
los verdugos. ¡Dispare, dispare!
Retrocedieron
paso a paso buscando por donde escapar haciendo frente a los de ojos amarillos.
El sargento fue el primero en quedarse sin balas.
-¡Saque
el cuchillo, yo aún tengo un cargador! –le gritó el teniente.
El
fragor de la pelea poco o nada les dejó ver que también a sus espaldas unas
manos habían escarbado la tierra desde su interior. Estaban ya bastante
descarnadas. El hedor del nuevo cuerpo salido a andar al mundo era tremebundo.
Había sido enterrado a poca profundidad. Aunque se descoyuntó uno de sus
hombros saliendo del interior de la tierra, logró ponerse en pie y avanzar
hacia ellos por la espalda. Había sido un hombre bien vestido, aunque tenía
enormes manchas de sangre en la ropa. Sangre que no se correspondía con la del
disparo que presentaba desde detrás de la cabeza y que le había volado media
mandíbula. Eran ropas holgadas, símbolo de que el tiempo había comido ya sus
carnes muertas y que, en otras épocas, fue alguien corpulento.
-¡Andreu
Nin! –gritó el sargento volviéndose de súbito al distinguir su olor diferente
del de los otros -. ¡A este no le matamos nosotros!
-¡Cómo
si lo hubiéramos hecho! –gritó el teniente empujando a aquel cuerpo para
aprovechar aquel tramo de camino que había abierto el cadáver ambulante.
-¿Por qué no se quedan en la tumba? ¿Por qué caminan? Si están muertos, ¿cómo es posible que puedan caminar?
-¡Dispáreles a la cabeza, ahí tienen la memoria!
El
teniente saltó sobre el agujero que habían abierto los restos de Nin y llamó al
sargento para que le siguiera. El sargento estaba demasiado cercado entre los
primeros andantes y Nin. El breve tiempo de acción del teniente había servido
para que ser cerrara casi un círculo sobre él y su único cuchillo para
defenderse. Trató de saltar como el teniente sobre el agujero que contuvo a
Nin. La mala suerte hizo que chocara con el hombro descoyuntado de este. Casi
lo arrancó de cuajo. Se lo dejó colgando de un jirón de carne. Él, el sargento,
cayó dentro del agujero de tierra. Andreu Nin se volvió sobre sí y se dejó caer
tras él. El teniente le abandonó sin atender a sus gritos de auxilio. Nin le
estaba devorando el cuello.
Los
otros cuerpos caminantes, los que no estaban entretenidos en alimentarse de lo
que quedaba de los soldados del piquete, fueron a entretenerse en el festín del
sargento. El teniente corrió a la camioneta, ahora con el camino despejado.
Salió de allí conduciendo a toda velocidad por la carretera.
Aquellos
cuerpos de su delito quedaban atrás muy vivos, devorando los restos de sus
compañeros de cruzada.
“Hagan
explotar el polvorín A”, fue la orden que vino de arriba para limpiar el monte
días después. No se volvió a hablar de ello. Salvo en ese momento, ya anciano.
Su nieto era un joven fuerte que le solía visitar en la residencia contándole
las noticias de una España que tenía más que aprendidas tras horas de
televisor. Habían ocurrido tantas cosas en aquellas décadas de silencio… La
bandera había cambiado, también las leyes y la sociedad. No podía negar que le
gustaban muchas de las libertades de las que ahora gozaba, como aquella del
divorcio que tanto disfrutó cuando ya nadie se esperaba que quisiera volver a
ser soltero. Les había dado un gran disgusto a sus hijos, pero él lo pasó limando
sus amarguras en una pequeña sala de juegos donde se gastaba muchas monedas en
las máquinas tragaperras. Su hija era dueña de una pequeña empresa de venta de
ropa, no le iba mal. A él le gustaba su espíritu emprendedor, porque su
independencia económica le daba la seguridad de que su yerno no abusaría de
ella haciéndola infeliz. Claro que su yerno era realmente el que había cuidado
del hogar. No había otro como él. Al principio le caía mal, le tomó por
homosexual al verle empeñado en realizar todas las tareas que por mucho tiempo
él creyó propias de la esposa. Los años le hicieron ver que simplemente los
tiempos habían cambiado. Eso había sido una ventaja, sobre todo cuando le
dejaron decidir sobre su futuro. Respetaron sus decisiones. Le trataron como el
adulto que era. No tenía claro quien había ganado la guerra.
Ahora
había mucha gente que hablaba de la memoria histórica, con la idea de recuperar
los cuerpos de los fusilados por la dictadura. Su nieto le contó que quería
participar de una excavación donde creían que estaba el cuerpo de la abuela de
su novia. Él no paró de decirle que no había que remover a los muertos. Habían
discutido muchas veces. Su nieto le quería, pero estas cosas les llevaban a
tener broncas. Su nieto se enfadaba, pero luego pensaba en su edad en exceso
extensa y reculaba. No cambiaba de opinión, pero suavizaba la tensión, la
eliminaba.
-Para
ellos estos muertos están vivos –le dijo su nieto un día para recibir el visto
bueno de su abuelo en su tarea de ayudar a la familia de su novia.
-Esos
muertos están vivos –le dijo el olvidado
teniente en recuerdos de anciano a su nieto.
Aquella
noche el desconocido teniente se levantó de su cama en la residencia, se calzó
sus zapatillas en chancla y abrió la puerta. No había nadie en el pasillo,
aunque se oía la radio de la enfermera de guardia al otro extremo, en el
cuartillo del mostrador de entrada al comedor. Volvió a su habitación y miró
por la ventana. La noche era tranquila, los coches pasaban lentos, parando en
los semáforos. Una voz le llamó lejana.
-¡Teniente!
Una
pareja caminaba bordeando un parque. Tenían los ojos amarillos. El imposible
conductor de un autobús tenía los ojos amarillos. La chica que paseaba a su
perro tenía los ojos amarillos. Se apartó de la ventana. Volvió al pasillo. La
enfermera salió de su mostrador al oírle.
-Eusebio,
¿necesita algo? –le preguntó aquella mujer de ojos amarillos.
El
viejo teniente olvidado cerró la puerta rápidamente. Tropezó con una silla.
Allí no había pistolas ni fusiles. Ni siquiera tenía un cuchillo de los de
cortar mantequilla. Volvió a la ventana. Había ojos amarillos por todas partes.
Abrió el pistillo y dejó entrar el aire. Regresó al lado de la cama. Abrió su
mesita de noche y sacó una pequeña libreta. Anotó unas palabras para su nieto.
Saltó del primer piso de la residencia cerca de la medianoche. Su cabeza se
rompió contra el asfalto. No se pudo hacer nada por él.
La
policía dio permiso a las enfermeras para que entregaran sus efectos personales
a sus familiares. Su nieto recibió la libreta con fotografías viejas de su
abuelo de joven vestido de teniente y otras anteriores a la guerra. En una de
aquellas estaba su abuela, a cuyo hermano le mataron en Alicante, como le había
contado muchas veces. Ella y su abuelo se habían conocido muchos años después
de la guerra. Ella se moría de hambre por las calles de Valencia hasta que su
abuelo se dedicó a cortejarla regalándole cupones de racionamiento de más. Lo
había pasado muy mal, porque la familia de su abuela habían sido de Izquierda
Republicana. Al padre le mataron de los primeros, su madre murió de pena. La
anécdota más dolorosa de la familia ocurrió el día que su esposo tuvo entre sus
prisioneros a custodiar a su primo, único varón que les quedaba en la familia.
El viejo teniente había cumplido todas las órdenes pertinentes sobre los
interrogatorios a aquel anarquista. Aunque en realidad de lo máximo que sabía
era de arar la tierra, llegó a confesar su anarquismo militante, su masonería y
mil planes de atentar contra un puesto de la guardia civil que jamás había
vivido más apacible en realidad desde el final de la guerra. Su primo se había
quedado tuerto de un ojo, su cara se deformó. Tenía una parálisis lateral desde
aquellos días y una pierna rígida como la pata de un jamón. El viejo teniente
nunca le comentaba a su esposa cómo se obtenían las confesiones, tan sólo le
decía que su primo estaba bien. No quería darle mayores penas. Órdenes eran
órdenes, él tenía que obedecer. Su primo fue mandado a una cárcel muy lejana,
salió diez años más tarde. Cuando murió el viejo dictador mucho tiempo después,
fue a verla. Le contó todo lo ocurrido. Hubo entonces en la familia un negro
mundo, como una niebla imposible, que impedía hacerles ser la familia que
fueron. También el divorcio fue para ella una bendición de libertad. El nieto
ojeó la libreta hasta encontrar la última nota de su abuelo.
“Están
vivos, no se quedaron en la tumba”, había escrito el viejo y olvidado teniente.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”.
Alcalá de Henares, 4 de mayo de 2015.
Alcalá de Henares, 4 de mayo de 2015.
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