lunes, mayo 04, 2015

NOTICIA 1479ª DESDE EL BAR: ESTÁN VIVOS

ESTÁN VIVOS

Iba a amanecer dentro de poco tiempo. El cielo tenía ese color oscuro que apuntaba ya al añil. Se notaba más allí, fuera de la ciudad. La carretera estaba a varios metros. Ellos se habían adentrado un poco por la cuneta, hasta un claro que tenía un hoyo natural marcado por una roca incrustada. Parecía que ya de antemano hubiera marcado la naturaleza aquel lugar como el lugar idóneo para ser una fosa. Los tres cuerpos que fusilaron cayeron como fardos ante el impacto de las balas. Ahora los soldados simplemente debían moverlos y arrojarlos a la fosa que habían cavado para los fusilamientos de los días anteriores. Algo de cal haría el resto. Luego había que esperar a la siguiente llegada de prisioneros. Era el trabajo matutino del piquete, que entremedias se divertía jugando a las cartas con permiso de sus oficiales.

El teniente y el sargento hablaban aparte sobre la toma de Alicante. La guerra había terminado, había dicho la radio. Ahora simplemente estaban eliminando a los oponentes. No querían rescoldos calientes que avivaran el conflicto. Buena parte de los republicanos habían salido huyendo a Francia, decían, pero aún había muchos más en esa España a la que acababan de llegar. Las prisiones se habían quedado pequeñas. Peoneros, maestros, panaderos y otras personas se agolpaban allí como piojos unos sobre otros. Por eso habían habilitado escuelas y plazas de toros para acumularles. Era de lógica, decía el teniente, que tuvieran que realizar una limpieza de esos centros. No cabían tantos. El sargento le escuchaba alegando de vez en cuando cualquier anécdota bélica que usaba como símil imposible y absurdo que más demostraba no escuchar a su teniente que aportar ejemplos ejemplarizantes.

El teniente fumaba un cigarro junto a su sargento durante la charla, que de vez en cuando se subía de tono. Los soldados hacían más ruido que de costumbre arrojando los cuerpos a la fosa.

-¡Qué trabajo dan estos rojos, hasta muertos! –le espetó el sargento al teniente.

-¡A ver! ¡Curro!, ¿qué pasa por ahí? –le alzó la voz el teniente a uno de los del piquete.

-Perdone, mi teniente –le contestó Curro afanado en sostener por los pies a uno de los muertos-. Pero es que nos parece que uno de los cinco de ayer se ha movido.

-Hay que joderse –dijo el sargento-, que los rojos no quieren estarse quietos en la tumba, vamos.

-Baje a la fosa y míreme eso –ordenó el teniente a Curro.

-Pero, mi teniente…

-Baje a la fosa.

El teniente y el sargento siguieron hablando entre ellos, recordando ahora la hora del desayuno como si la rememorarán como una de las horas más deseadas. El fresco de la mañana y su rocío era realmente frío. El teniente se ajustó un poco su capote, con el debido disimulo de que su sargento no notara su debilidad. El sargento no la noto, se afanaba en describir el chocolate a la taza que solía hacer su madre cuando era más joven. Los soldados seguían haciendo mucho ruido, más que antes. Sus risotadas volvieron a llamar la atención al teniente.

-¿Qué pasa ahí? –les gritó ahora sin mirarles, como un trámite.

-Nada mi teniente, que el Curro se ha resbalado con los rojos.

-¡Anda, Curro, levanta que si no te hecho cal! –le gritó un compañero al de la fosa.

-¡Calla!

-Cabo –llamó el teniente a Curro desde su elevación del terreno atareado en fumar con el sargento-, ¿se mueve o no se mueve alguno? 

-¡No, mi teniente, aquí no se mueve nadie!

-Si es que llevamos muchas horas aquí ya –le dijo el sargento al teniente bajando la voz.

-Un momento, mi teniente, creo que… -dijo Curro desde el foso abierto.

-¿Qué pasa, Curro?

-Que sí, que se ha movido uno… no, dos. Se han movido dos.

-Pues remate, hombre, remate –le ordenó burocrático el teniente.

-Si es que termina la guerra y se olvidan de la disciplina –dijo el sargento.

El sargento y el teniente volvieron a su conversación mientras terminaban sus cigarrillos cuando sonaron dos detonaciones de pistola desde la fosa. Sonaron otras tres detonaciones de pistola, luego una de fúsil seguida de una ráfaga corta de otros fusiles y muchos gritos.

-¡Pero qué ostias…! –gritó enfadado el teniente volviéndose a su pelotón.

Unos cuerpos acribillados, azules y secos se abalanzaban sobre su pelotón arrancándoles la carne a mordiscos. Uno de los soldados detonó su fusil contra el pecho de uno de aquellos rojos. Media caja torácica saltó en pedazos por la espalda, pero aquel hombre avanzó con sus manos hacia el cuello del soldado. De un mordisco le arrancó el antebrazo que sujetaba el fúsil.  Del foso salían otros dos cuerpos de unos republicanos que habían fusilado dos días atrás. Estaban embadurnados en sangre fresca. No había rastro de Curro. Los pocos soldados del piquete caían uno tras otro. Uno de aquellos seres de las profundidades del foso fijó sus ojos amarillos en el sargento.

-¡Cojones…!

El sargento sacó su pistola y disparó contra aquel, en otra época fue un albañil que él conocía desde niño, y le disparó varias veces al pecho. Ni una sola bala le contuvo. Sólo se hacían agujeros en su corazón, pero nada le impedía avanzar hacia el sargento. El teniente le acertó un disparo justo entre los ojos. El albañil cayó al césped que quedó manchado de su sangre negruzca y cuajada. Los otros rojos salidos de su tumba se dirigieron hacia ellos sin prisa pero sin calma. Sus movimientos eran toscos, el propio de las articulaciones que han pasado días sin ser usadas. El sargento y el teniente corrieron a la camioneta. Era imposible alcanzarla, una mujer de ojos amarillos les cortaba el paso entre los árboles. Ni una sola bala la afectaba, como si fueran picotazos de mosquito.

-¡A estos los habíamos matado ya! –Gritó el sargento.

-¡Es la resurrección de los muertos! –Gritó el teniente.

-Pues si este es el juicio final, parece que ellos serán los jueces.

-O los verdugos. ¡Dispare, dispare!

Retrocedieron paso a paso buscando por donde escapar haciendo frente a los de ojos amarillos. El sargento fue el primero en quedarse sin balas.

-¡Saque el cuchillo, yo aún tengo un cargador! –le gritó el teniente.

El fragor de la pelea poco o nada les dejó ver que también a sus espaldas unas manos habían escarbado la tierra desde su interior. Estaban ya bastante descarnadas. El hedor del nuevo cuerpo salido a andar al mundo era tremebundo. Había sido enterrado a poca profundidad. Aunque se descoyuntó uno de sus hombros saliendo del interior de la tierra, logró ponerse en pie y avanzar hacia ellos por la espalda. Había sido un hombre bien vestido, aunque tenía enormes manchas de sangre en la ropa. Sangre que no se correspondía con la del disparo que presentaba desde detrás de la cabeza y que le había volado media mandíbula. Eran ropas holgadas, símbolo de que el tiempo había comido ya sus carnes muertas y que, en otras épocas, fue alguien corpulento.

-¡Andreu Nin! –gritó el sargento volviéndose de súbito al distinguir su olor diferente del de los otros -. ¡A este no le matamos nosotros!

-¡Cómo si lo hubiéramos hecho! –gritó el teniente empujando a aquel cuerpo para aprovechar aquel tramo de camino que había abierto el cadáver ambulante.

-¿Por qué no se quedan en la tumba? ¿Por qué caminan? Si están muertos, ¿cómo es posible que puedan caminar?

-¡Dispáreles a la cabeza, ahí tienen la memoria!

El teniente saltó sobre el agujero que habían abierto los restos de Nin y llamó al sargento para que le siguiera. El sargento estaba demasiado cercado entre los primeros andantes y Nin. El breve tiempo de acción del teniente había servido para que ser cerrara casi un círculo sobre él y su único cuchillo para defenderse. Trató de saltar como el teniente sobre el agujero que contuvo a Nin. La mala suerte hizo que chocara con el hombro descoyuntado de este. Casi lo arrancó de cuajo. Se lo dejó colgando de un jirón de carne. Él, el sargento, cayó dentro del agujero de tierra. Andreu Nin se volvió sobre sí y se dejó caer tras él. El teniente le abandonó sin atender a sus gritos de auxilio. Nin le estaba devorando el cuello.

Los otros cuerpos caminantes, los que no estaban entretenidos en alimentarse de lo que quedaba de los soldados del piquete, fueron a entretenerse en el festín del sargento. El teniente corrió a la camioneta, ahora con el camino despejado. Salió de allí conduciendo a toda velocidad por la carretera.

Aquellos cuerpos de su delito quedaban atrás muy vivos, devorando los restos de sus compañeros de cruzada.

“Hagan explotar el polvorín A”, fue la orden que vino de arriba para limpiar el monte días después. No se volvió a hablar de ello. Salvo en ese momento, ya anciano. Su nieto era un joven fuerte que le solía visitar en la residencia contándole las noticias de una España que tenía más que aprendidas tras horas de televisor. Habían ocurrido tantas cosas en aquellas décadas de silencio… La bandera había cambiado, también las leyes y la sociedad. No podía negar que le gustaban muchas de las libertades de las que ahora gozaba, como aquella del divorcio que tanto disfrutó cuando ya nadie se esperaba que quisiera volver a ser soltero. Les había dado un gran disgusto a sus hijos, pero él lo pasó limando sus amarguras en una pequeña sala de juegos donde se gastaba muchas monedas en las máquinas tragaperras. Su hija era dueña de una pequeña empresa de venta de ropa, no le iba mal. A él le gustaba su espíritu emprendedor, porque su independencia económica le daba la seguridad de que su yerno no abusaría de ella haciéndola infeliz. Claro que su yerno era realmente el que había cuidado del hogar. No había otro como él. Al principio le caía mal, le tomó por homosexual al verle empeñado en realizar todas las tareas que por mucho tiempo él creyó propias de la esposa. Los años le hicieron ver que simplemente los tiempos habían cambiado. Eso había sido una ventaja, sobre todo cuando le dejaron decidir sobre su futuro. Respetaron sus decisiones. Le trataron como el adulto que era. No tenía claro quien había ganado la guerra.

Ahora había mucha gente que hablaba de la memoria histórica, con la idea de recuperar los cuerpos de los fusilados por la dictadura. Su nieto le contó que quería participar de una excavación donde creían que estaba el cuerpo de la abuela de su novia. Él no paró de decirle que no había que remover a los muertos. Habían discutido muchas veces. Su nieto le quería, pero estas cosas les llevaban a tener broncas. Su nieto se enfadaba, pero luego pensaba en su edad en exceso extensa y reculaba. No cambiaba de opinión, pero suavizaba la tensión, la eliminaba.

-Para ellos estos muertos están vivos –le dijo su nieto un día para recibir el visto bueno de su abuelo en su tarea de ayudar a la familia de su novia.

-Esos muertos están  vivos –le dijo el olvidado teniente en recuerdos de anciano a su nieto.

Aquella noche el desconocido teniente se levantó de su cama en la residencia, se calzó sus zapatillas en chancla y abrió la puerta. No había nadie en el pasillo, aunque se oía la radio de la enfermera de guardia al otro extremo, en el cuartillo del mostrador de entrada al comedor. Volvió a su habitación y miró por la ventana. La noche era tranquila, los coches pasaban lentos, parando en los semáforos. Una voz le llamó lejana.

-¡Teniente!

Una pareja caminaba bordeando un parque. Tenían los ojos amarillos. El imposible conductor de un autobús tenía los ojos amarillos. La chica que paseaba a su perro tenía los ojos amarillos. Se apartó de la ventana. Volvió al pasillo. La enfermera salió de su mostrador al oírle.

-Eusebio, ¿necesita algo? –le preguntó aquella mujer de ojos amarillos.

El viejo teniente olvidado cerró la puerta rápidamente. Tropezó con una silla. Allí no había pistolas ni fusiles. Ni siquiera tenía un cuchillo de los de cortar mantequilla. Volvió a la ventana. Había ojos amarillos por todas partes. Abrió el pistillo y dejó entrar el aire. Regresó al lado de la cama. Abrió su mesita de noche y sacó una pequeña libreta. Anotó unas palabras para su nieto. Saltó del primer piso de la residencia cerca de la medianoche. Su cabeza se rompió contra el asfalto. No se pudo hacer nada por él.

La policía dio permiso a las enfermeras para que entregaran sus efectos personales a sus familiares. Su nieto recibió la libreta con fotografías viejas de su abuelo de joven vestido de teniente y otras anteriores a la guerra. En una de aquellas estaba su abuela, a cuyo hermano le mataron en Alicante, como le había contado muchas veces. Ella y su abuelo se habían conocido muchos años después de la guerra. Ella se moría de hambre por las calles de Valencia hasta que su abuelo se dedicó a cortejarla regalándole cupones de racionamiento de más. Lo había pasado muy mal, porque la familia de su abuela habían sido de Izquierda Republicana. Al padre le mataron de los primeros, su madre murió de pena. La anécdota más dolorosa de la familia ocurrió el día que su esposo tuvo entre sus prisioneros a custodiar a su primo, único varón que les quedaba en la familia. El viejo teniente había cumplido todas las órdenes pertinentes sobre los interrogatorios a aquel anarquista. Aunque en realidad de lo máximo que sabía era de arar la tierra, llegó a confesar su anarquismo militante, su masonería y mil planes de atentar contra un puesto de la guardia civil que jamás había vivido más apacible en realidad desde el final de la guerra. Su primo se había quedado tuerto de un ojo, su cara se deformó. Tenía una parálisis lateral desde aquellos días y una pierna rígida como la pata de un jamón. El viejo teniente nunca le comentaba a su esposa cómo se obtenían las confesiones, tan sólo le decía que su primo estaba bien. No quería darle mayores penas. Órdenes eran órdenes, él tenía que obedecer. Su primo fue mandado a una cárcel muy lejana, salió diez años más tarde. Cuando murió el viejo dictador mucho tiempo después, fue a verla. Le contó todo lo ocurrido. Hubo entonces en la familia un negro mundo, como una niebla imposible, que impedía hacerles ser la familia que fueron. También el divorcio fue para ella una bendición de libertad. El nieto ojeó la libreta hasta encontrar la última nota de su abuelo.

“Están vivos, no se quedaron en la tumba”, había escrito el viejo y olvidado teniente.


Por Daniel L.-Serrano “Canichu”.
Alcalá de Henares, 4 de mayo de 2015.

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