El séptimo relato por el cien aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial nos adentra en las trincheras de un frente con italianos.
EL
AGUJERO DE BARRO
Nuestra
artillería comenzó el ataque con puntualidad. Los arcos que dibujaban nuestros
morteros al surcar el aire se veían claramente. Su silbido terminaba en aquella
luminosidad refulgente que alumbraba más aquel cielo oscuro que en un par de
horas comenzaría a clarear para dar lugar al alba. Las explosiones pronto
fueron respondidas por las del enemigo. Disparaban contra nuestras posiciones
intentando aproximarse. No habría entre nosotros más de setecientos metros,
pero eran setecientos metros de muerte. Los agujeros de las bombas caídas en
días anteriores, como embudos, se iluminaban a cada explosión y con cada
bengala de luz que en grupos de tres solían lanzarse al aire. Entonces una luz
blanquecina lo iluminaba todo como si fuera de día y dejaba ver aquel campo de
cráteres con algunos cuerpos caídos que no pudieron ser recogidos. Buscaban
cuerpos moviéndose, nuestros cuerpos. No querían ser sorprendidos por un ataque
cuerpo a cuerpo en sus trincheras, nosotros tampoco. Ellos respondían con sus
bombardeos hacia las posiciones de nuestra artillería, desde donde también
había comenzado ya a sonar la fusilería como anunciando un asalto de trinchera
a trinchera. El engaño era bueno, pues nuestra artillería atacaba desde el
flanco izquierdo. El flanco derecho apenas estaba activo, era por allí que
nuestro grupo de quince hombres saltamos de la trinchera con un ligero apoyo de
la ametralladora de un puesto de tiro. Avanzábamos agachados, tirándonos a
tierra cada vez que una de esas bengalas nos iluminaba. Apenas eran unos
minutos, pero eran unos minutos en los que apretábamos el pecho contra el barro
como si no nos quisiéramos marchar jamás de él.
Pasamos
nuestras alambradas sin problemas. Delante de nosotros era donde estaban los
problemas. Algunas bombas eran tan pesadas que caían sobre el suelo removido de
tantas batallas y se hundían allí como si hubieran caído en mantequilla.
Explotaban cuando encontraban alguna piedra enterrada en su camino, entonces
levantaban unas columnas de tierra altas que podían despedazarte si tenías la
desdicha de estar en ese momento allí. Otras bombas acertaban en otros lugares
del terreno que no eran de barro, estas
estallaban elevando grandes campanas de tierra hacia arriba. El ruido era
ensordecedor. No oíamos las indicaciones de nuestro oficial al mando, que
avanzaba como uno más ocultando sus emblemas de teniente. No perdíamos la vista
del que teníamos delante.
En
el punto crítico del camino que nos separaba de ellos comenzaron a llover sobre
nosotros aquellas bombas que desparramaban múltiples bolas blancas
incandescentes capaces de penetrar en tus pulmones o piernas y abrasártelas por
dentro. Todos odiábamos esas bolas. Saltaban por todas partes, eran
incontrolables, podías distinguir el sonido de su proyectil y su trayectoria,
pero no podías saber cómo se comportarían aquellas malditas bolas blancas.
Saltaban como pelotas de goma, rebotando por donde encontraban, al menos que
las atrapase alguna buena cantidad de barro removido. Los austrohúngaros nos
disparaban a ciegas en la creencia de que algo se habrían propuesto nuestros
mandos con aquel ataque madrugador. Los restos de cadáveres de uno y otro bando
se agitaban entre las deflagraciones o bien nos miraban pasar mudos medio
enterrados por los combates mientras esperaban su podredumbre o nos mostraban
sus partes roídas por las ratas. A veces pasábamos por restos de tibias y
peronés con trozos de carne, jirones de uniformes, restos de paracaídas de seda
que algún soldado en alguna borrachera se arriesgaba a rasgar para mandárselo a
su hermana o su amada para que se hicieran vestidos. Un cabo me dirigió una
mirada desde el fondo de un embudo con la mandíbula arrancada y unos gusanos
moviéndose entre sus ojos blancos. El sonido de las bombas era muy potente.
Nuestros
primeros hombres del ataque de distracción saltaron de sus trincheras justo
cuando nosotros alcanzamos las alambradas enemigas. La cortamos con cierta
rapidez y pasamos casi sin problemas. El centinela de uno de sus puestos vigía
de su trinchera nos disparó. Se notaba que había disparado al bulto. Su bala
apenas nos pasó silbando y se perdió. Nuestro teniente ya había saltado cerca
de su posición. Lo ejecutó con su cuchillo de manera rápida. Un tajo firme por
debajo del oído, seccionando la arteria. La sangre brotó rápida como un río
caliente manchándole todo el uniforme.
El
túnel de trinchera donde estábamos era estrecho, aunque le habían reforzado las
paredes con maderos. El suelo tenía charcos importantes de agua de las lluvias
recientes. Como esperábamos casi todos los hombres de ellos se habían
concentrado en el flanco izquierdo para responder a nuestro ataque con la
máxima potencia que podían. Había que estar alerta, pues nadie abandona del
todo una posición. Tarde o temprano mandarían hombres a esta zona. Cada ciertos
metros, como toda trinchera, tenían pequeñas construcciones de soporte que nos
permitían avanzar en silencio ocultos mientras no hiciéramos demasiado ruido.
Alguien del mando italiano había dado orden de inspeccionar las trincheras
enemigas y traer al menos un prisionero de guerra. Nadie quería esa misión,
pero alguien debía recibir las órdenes. Al menos confiábamos en que los
supervivientes recibirían un buen permiso si lográbamos regresar. El teniente
Tonetti nos había hecho cargar en nuestros bolsillos todas las granadas de mano
que pudiéramos. Lo hicimos. También llenamos nuestras bolsas con todos los
cartuchos de munición que nos cupieron.
Llegamos
a encontrar alguna ametralladora sin sus tiradores. Pensamos en desatornillarla
para llevárnosla, pero cerca estaba algo más jugoso, la habitación escavada de
algún capitán que la había dejado
desierta con mapas y documentación sobre la mesa. Nuestro teniente entró con
dos hombres a coger de allí todo lo que pudiera. Sin duda se llevaría también
alguna cosa que le fuera útil de modo personal, como calcetines o calzones.
Todos lo hacíamos si podíamos. Ambicionábamos además poder agarrar alguna lata
de conserva. A mí me tocó estar fuera alerta ante el enemigo. No se hicieron
esperar. Hicimos un llamamiento a nuestro teniente en cuanto escuchamos las
primeras voces alemanas, debían ser austriacos. Lanzamos unas granadas hacia
donde se les oía. Tras la explosión se oyeron unos lamentos a los que siguieron
numerosos disparos hacia nuestra posición. El primero que acertó se llevó la
oreja de mi compañero de delante y se perdió tras unos sacos terreros. Soltamos
más granadas y comenzamos a correr por el pasillo. Encontramos una bifurcación.
Entramos en ella un tanto desorientados. Una nueva lluvia de disparos
atravesaron un camino recto entre nosotros. Ahora otro del pelotón que iba en
cabeza caía de bruces mientras un río rojo negruzco nacía de su cabeza
hundida en los charcos. Lanzamos más granadas y corrimos tras su estampido. A
nuestra derecha se abrió un agujero desde donde se oyeron voces de checos.
Aquellos debieran ser zapadores, que estarían cavando nuevos túneles. Unos
disparos de pistola salieron de allí y respondimos con más explosiones. Allí
dentro difícilmente pudo quedar alguien entero. Un montón de humo salía como
una chimenea. Más voces corrían hacia nosotros y ocurrió lo esperable. Nos
dividimos en varios grupos corriendo por los diferentes pasillos de manera
inconexa y sin planificación. Hacía tiempo que yo había perdido la referencia
del avance del teniente Tonetti. La confusión era máxima. Una granada de
aquellas con mango cayó muy cerca de mí y otro compañero. Dimos un salto hacia
atrás y tratamos de cubrirnos. La explosión le arrancó de cuajo al compañero un
jirón de cara. Le levanté del suelo y vi que su aturdimiento no le impedía
correr. Sin embargo yo sentí ciertas molestias. Un trozo pequeño del metal de
aquel artilugio había penetrado en mi muslo derecho. Sangraba, pero podía
moverme. Disparamos a ciegas varias veces. Creo que le dimos a alguien. Los
gritos de furia se redoblaron, ahora en una confusión de húngaro y polaco, volvió
a caer sobre nosotros una intensa lluvia de balas. Una de ellas me alcanzó
rajándome la mejilla, caí para atrás sin remedio y dejé caer a mi compañero por
el impacto. Él recibió casi todas las balas. El acribillamiento había hecho de
él un peso muerto. De repente un fuerte temblor elevó sobre mi cabeza un montón
de cascotes de tierra. La lluvia cayó cubriéndome. Otros impactos de artillería
cayeron cerca. Era la artillería italiana, el fuego amigo, que en esos momentos
no me era favorable.
Debieron
caer unas cinco granadas de mortero en aquella zona, las suficientes para que
mis perseguidores se hubieran agazapado. Milagrosamente ante mí se abrió un
agujero al removerse la tierra por las explosiones. Conectaba con uno de
aquellos estrechos embudos que de vez en cuando abrían los zapadores por debajo
de la tierra en dirección hacia nuestras líneas para poder colocar trampas y
bombas diversas que impidiesen nuestros avances. Sin dudarlo salté dentro y me
arrastré todo lo que pude tratando de ocultarme así de mis perseguidores. Era
corriente que esos túneles como de topos tuvieran salida. A veces lo hacían al
campo de batalla, otras veces habíamos descubierto que habían desembocado
dentro de nuestras propias trincheras, sin duda introduciendo espías y enemigos
bien a gusto. Eso explicaba cómo algunas mañanas descubríamos a varios de
nuestros centinelas asesinados, y las alambradas del enemigo repuestas
totalmente nuevas en los lugares donde nos habíamos dedicado a cortarlas. Pero
a veces también esos túneles simplemente facilitaban la conexión con otro
sector de la propia trinchera enemiga. Perdía sangre por la pierna y por la
cara. Lo que menos deseaba era verme atrapado en un túnel sin salida. Casi
podía tocar el techo con la espalda. Cualquier vibración fuerte me hubiera
sepultado vivo. Rezaba para que ninguna bomba cayera sobre la tierra bajo la
que me encontraba, pero también rezaba para que mis perseguidores no disparasen
por dentro del túnel ni lanzasen ningún explosivo. La honda expansiva me
hubiera triturado como si fuera comida de niño, al menos de estómago para
abajo. Aquello no era forma de morir.
Avanzaba
todo lo máximo que podía. Mis movimientos eran muy limitados. Mi pierna
comenzaba a dolerme hasta casi querer aullar, pero no debía hacer ruido. Los
austrohúngaros no habían disparado dentro del túnel y eso me hacía pensar que
no habían reparado en el agujero por el que huí. No quería hacer nada que les
pudiera llamar la atención, aunque lo más seguro es que aunque hubiera cantado
las óperas completas de Verdi a grito vivo no me hubieran oído afuera con la
gran cantidad de bombas que estaban lloviendo. Exhausto paré de avanzar. El muslo
me ardía. Con cierta dificultad intenté refrescarme la frente con mi propia
sangre de la mejilla. Todos habíamos dejado las cantimploras en nuestra
trinchera. Lejos de allí, pensé, estaría mi madre preparando ya el desayuno a
mi padre. Roma estaría preciosa. Amanecería con un ligero viento fresco
mientras el sol comenzaba a iluminar lentamente los restos milenarios del
Coliseo. ¡Quién estuviera en Roma! Yo podría poner un pequeño negocio, pensé, y
vivir apaciblemente con una dulce esposa. Ir al teatro. Tener niños. Pero los
estruendos lo desmenuzan todo. Una sacudida gigante hizo temblar el pasillo.
Comenzó a desmoronarse. El techo se desplomó sobre mi espalda y la tierra me
llenó la cara. Creía que así moriría en breve, asfixiado al no poder respirar,
enterrado vivo, a merced de las ratas que tantas veces habíamos visto corretear
entre los muertos. Ni siquiera me recogería una de aquellas ambulancias tiradas
por mulas de la Cruz Roja. ¿Quién sabe cuando me encontrarían?
Un
pequeño hueco de aire me dejaba respirar. Respiraba costosamente, pues casi no
tenía espacio para mover mis pulmones. Así pasé una hora hasta que hubo una
luz, un fino rayito de luz del amanecer que se filtró por entre la tierra
derrumbada delante de mí. Acumulando todos mis esfuerzos gasté una gran fuerza
por avanzar hacia él. Clavaba mis dedos en la tierra de delante intentando
hacer palanca para moverme. Alguna uña casi quedó desprendida. El dolor
desgarrador no era nada con la promesa de la vida delante. Tardé una media hora
en hacer un corto recorrido que al fin me liberó de mi prisión de tierra. Caí
rodando dentro del embudo de un agujero de bomba. Los combates ya cesaban y
apenas se oían algunos disparos sueltos y algunos tableteos de ametralladora.
Las explosiones eran mínimas.
Respiré
aliviado tumbado boca arriba lleno de barro y tierra seca por igual. Aquel aire
contaminado de los gases de las detonaciones era para mí el aire más puro que
podía gozar. Un aire de vida. En la otra pared de aquel embudo aprecié una gran
cantidad de masa encefálica desparramada. Era de otro italiano que yacía en una
postura deshonesta tirado como en una cabriola. Su casco estaba agujereado y de
él aún colgaba un trozo de cerebro que indicaba que de él era el resto de la
masa encefálica de la pared del agujero. Otro italiano más caído boca abajo con
su fusil en la base del agujero mostraba como sus intestinos estaban fuera de
su cuerpo. Se le habían salido, había caído sobre ellos. El barro humeante se había mezclado con la
sangre viscosa de estos compañeros de armas. Con mi cuchillo corté algo de la
tela del uniforme más limpio de ellos y me vendé como pude el muslo. De repente
saltó dentro del agujero un austriaco que no debía tener más de dieciséis años.
Muchos soldados creen que allá donde cae una bomba no volverá a caer otra.
Buscaba refugio en la batalla. Ni siquiera llevaba su fúsil. Se le habría
perdido. Estaba sucio, aunque no tanto como yo. Su cara de susto al encontrarme
vivo en aquel lugar es algo inolvidable, pero breve. Como un resorte le asesté
entre las costillas varias cuchilladas rápidas atrapándole en lo que en otras
circunstancias hubiera sido un fraternal abrazo y no uno letal. El instinto me
había llevado a ello, aunque nada me indicaba que ese chico hubiera reaccionado
con violencia tras el primer impacto de verme.
Cayó
sobre sus rodillas tratando de respirar, de que no se le perdiese el aire por
aquellos agujeros. Me miraba. Unos ruidos extraños apuntaban su muerte, tal
vez. O tal vez hubiera podido llevarlo como prisionero y le hubieran podido
curar. Busqué la cantimplora del muerto que había perdido la cabeza y me
acerqué al joven austriaco que aún se debatía en un combate personal por la
vida. Me acerqué lentamente hacia él con la cantimplora en una mano y tratando
de indicarle que se calmara con la otra. El austriaco abrió los ojos como
platos y se agitó intentando levantarse. Sólo logró caer hacia atrás apoyado
sobre una de sus manos. Di dos pasos lentos y vertí algo de agua en mi mano
libre para hacer un gesto de acercársela a la boca. Él me cogió la mano y, de
nuevo desequilibrado, como un resorte saqué mi puñal y le asesté otra serie de
cuchilladas, esta vez en el pecho. Debí rajarle el corazón, una bocanada de
sangre por su boca y cayó definitivamente de espaldas. Los ojos de aquel joven
no habían parado de mirarme.
Abrí
sus bolsillos. Encontré su cartera. Se llamaba Hans Haider. Su madre le había
mandado una fotografía con una nota detrás firmada con su nombre, Emil. Quizá
era huérfano de padre. Su padre no tenía rastro en sus bolsillos. Me guardé
aquello y recogí los documentos de los camaradas italianos. En cuanto pude
volví a arrastrarme hacia mi trinchera.
El
teniente y tres hombres más habían regresado heridos, pero con vida, antes que
yo. No tenían prisionero alguno, pero vivían. Un coronel disgustado llamó a
despacho al teniente. Le afeó el fracaso de la operación y le recriminó, con
unos planos elaborados con los informes de un avión, que no hubiera tomado los
pasillos correctos de la trinchera enemiga para poder saber con qué armas
contaban y cuántos puestos de tiro tenían. La falta de prisionero era algo que
le irritaba en su despacho de retaguardia. Dentro de dos días el coronel iría a
primera línea en persona para ver en el sitio la situación de la batalla. Quería
saberlo todo. Aún con todo concedió permisos a los supervivientes y medallas.
La mía me llegó al frente unos días después, el papel donde se reconocían mis
meritos para obtenerla estaba manchado de tinta, al coronel se le cayó encima
de los expedientes que tenía sobre la mesa. Todos los expedientes estaban
manchados.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 8 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Alcalá de Henares, 8 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
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