lunes, mayo 05, 2014

NOTICIA 1335ª DESDE EL BAR: EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL (capítulo 1)



En uno de mis trabajos pasados de archivero me tropecé con un expediente judicial del corrigimiento de Alcalá de Henares en el siglo XVIII que hube de catalogar y describir, ya que dormía el sueño de los justos y desconocidos probablemente desde que se incendió el Archivo Central de la Administración en 1939 y fue salvado del fuego siendo trasladado en bruto al actual edificio del Archivo Arqueológico Regional de Madrid. En aquel inmenso lote de expedientes que me tocó trabajar había algunos expedientes muy llamativos e importantes entre otros más comunes. De algunos simplemente no digo nada, reservo un poco la información, de otros algo he comentado con algunos amigos investigadores, y con otros creo que se podría trabajar alguna cosa. De hecho, la Historia local y social de Alcalá de Henares podría cambiar ligeramente cuando los investigadores se inmersen en ellos. Cuando decidan hacerlo, algún día, de manera seria, no de forma superficial; esto es: invirtiendo varios años de su vida, que esa es la tarea del historiador. Desde la subrogación de la Universidad de Alcalá a finales del siglo XVIII atendiendo a las necesidades económicas despilfarradoras de Carlos IV (auténtico antecedente para su cierre provisional por los acontecimientos revolucionarios europeos y españoles del momento y finalmente estocada letal para su cierre en 1836), a la invasión Napoleónica en 1808 en la ciudad, la presencia de revolucionarios franceses en la ciudad en 1793, las testamentarias de los vecinos, la trayectoria notarial de determinadas familias muy conocidas y de los corregidores de la ciudad desde el siglo XVI al XIX (de la que ya adelanté un listado de corregidores que confeccioné), las costumbres sociales y los delitos que nos indican que había una sociedad no tan religiosa en el XVIII como se nos suele vender, la extensión de la lectura y las simpatías ideológicas a través de los inventarios de bibliotecas familiares (a menudo de una decena de libros), los conflictos de rentas entre Iglesia, Universidad y vecinos, la extensión de la jurisdicción del corregimiento alcalaíno y como se nota ya que la ciudad tiene en el siglo XVIII una importancia regional más judicial y administrativa que universitaria (aunque esta pervivía), los pormenores que ocasionaron los militares del XVIII en la convivencia municipal, los censos de establecimientos de hostelería y las adulteraciones del vino, los escándalos públicos, los conflictos de mercado, las aportaciones de grano en modo de impuesto a los silos y otras muchas cosas están allí. Como sea, yo dije al empezar el párrafo que me tropecé con un expediente concreto, no porque no haya otros que me parezcan mucho más sustaciosos o importantes, sino porque aquel expediente judicial que se cursó por la vía de lo criminal con el reinado de Carlos III dio el caso de que estaba relacionado con otros dos o tres más perdidos en otros lotes que, por casualidad, igualmente me tocaron a mí también, por lo que pude relacionarlos en su descripción para facilitar la tarea a futuros investigadores. A mí me inspira el escribirle un relato literario uniendo todas las partes del proceso que derivó en tres o cuatro casos abiertos. Doy comienzo hoy a ese relato corto basado en hechos reales con el primer capítulo. Espero que os guste.

EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL

Capítulo 1: El Buhonero.

El cementerio de Valencia estaba bañado por la llovizna nocturna aquella mañana. Pedro Viviel y su hija, María, enterraban a su esposa y madre dentro de un ataúd sobrio y pobre, apenas mal lijado. Antonio Blasi, un alto italiano piamontés, les acompañaba en el silencio. Sólo las letanías roncas en latín del sacerdote se dejaban oír. Los dos mozos enterradores habían acabado de bajar el ataúd y comenzaban a echar tierra sobre él con sus palas. Blasi tenía su sombrero entre sus manos sin decidirse a tener un gesto con María Viviel de consolarla pasando su brazo por sus hombros. No lo hizo. Había sido amorosamente rechazado por ella y no contaba tampoco con la aprobación de su padre, allí presente, para esa relación. Sin embargo ambos consentían su presencia. Había sido su dinero ganado como vendedor ambulante el que los había mantenido prácticamente desde el comienzo de la enfermedad que llevó a la tumba a aquella mujer. Pedro Viviel ya se sentía muy viejo y fatigado para seguir trabajando, aunque lo intentaba. No quería que su hija mantuviera la vida de perdición que había iniciado siendo prostituta, pero no le quedaba más remedio que aceptar los hechos, no podían vivir sin este trabajo de ella. Últimamente la aparición por Valencia del buhonero italiano les había sido muy útil para sobrevivir y para sobrellevar los gastos de la enfermedad y la muerte familiar. Le valoraban por ello. Pero Pedro Viviel no podía consentir el matrimonio de María con el italiano. Del mismo modo que ya le dijera ella a Antonio Blasi, cuando vino a pedirle su mano a su padre, éste le informó que ella estaba casada.

Antonio Blasi, que había habituado los servicios de ella casi desde que llegó a aquella ciudad, no hubiera imaginado entonces que aquella preciosa mujer de la que se enamoró estaba casada pese a ser prostituta. Pero ya no era sólo la afirmación de ella, si no también la del padre de ella la que la confirmaban como casada. Aceptaban su presencia y apreciaban su ayuda en aquellas semanas últimas de la vida de la que en esos momentos estaba siendo enterrada, pero no podían consentir añadir a la prostitución la bigamia. Vivían en un pecado profundo que apesadumbraba a Pedro Viviel.

Los mozos acabaron de echar toda la tierra que debían echar en la tumba. Se retiraron a la vez que el sacerdote recibía unas monedas del italiano. Aquella difunta mujer no supo de la vida de su hija. Hubiese sido un disgusto mayor en sus últimos días.

El padre y la hija se dirigieron con el buhonero al carromato de este. Estaba en la puerta del cementerio. Las mulas que lo llevaban esperaban pacientemente. Primero subió ella, ayudada por su padre y por Blasi. Su falda larga y sus enaguas le dificultaban subir por sí sola. Luego subió Pedro Viviel y por último Antonio Blasi, que cogió las riendas para comenzar un lento camino hacia la casa de ellos. No había ya lágrimas. La larga y dolorosa enfermedad que habían padecido en la familia las había secado ya todas a la vista. Aunque padre e hija llorarían a solas cada uno en sus respectivos cuartos esa noche. El dolor se compartía mutuamente con el silencio, ya no con los sollozos. El camino en el carromato era silencioso. El silencio de la muerte. Ni siquiera leves roces queriendo decir algo, ni miradas en el camino. Sólo el silencio.

-Quiero que te reformes –dijo lacónicamente Pedro Viviel a su hija sin volver la cabeza al fondo del carromato, donde ella estaba-. No me encanezcas más perdiendo tu alma.

María Viviel levantó la cabeza para mirar a su padre, del cual sólo veía la nuca.

-Lo haré –dijo ella.
-Antonio –le dijo ahora él al italiano sin cambiar su postura estática-, nos has ayudado bastante. Nos pagas hasta los gastos de la casa y vives con nosotros, cuando no tenías por qué hacerlo. Si mi hija viviera contigo llevaría mala vida, seguiría siendo una concubina.

El italiano escuchaba a aquel hombre en silencio mientras llevaba el carromato, aunque sus palabras eran plenamente atendidas. Aquel no era el momento para contradecir a un hombre que acababa de enterrar a su esposa.

-Eres un hombre mayor que mi hija –prosiguió Pedro-. Eres buhonero y eres piamontés. Mi hija no puede llevar buena vida contigo aunque dejase de ser puta y no tuviese esposo. Ella es española y joven, y para ser honrada debe tener una casa.

María escuchaba a su padre sin interrumpirle, igual que el italiano, pese a que no creía que necesitase a alguien para valerse por sí misma y ser honrada.

-Su esposo la abandonó cuando supo que era puta –continuó el padre-. El muy cretino estuvo siete meses casado con ella sin saberlo. Lo supo cuando la encontró en la cama con Luis Tesón, ¿y sabes quién era Luis Tesón?

Antonio Blasi negó ligeramente con la cabeza.

-Su sargento –prosiguió Pedro Viviel sin haber atendido al gesto del italiano para contestarle-. El cretino de mi yerno es un soldado de la infantería de Flandes que se casó con mi hija sin saber que era puta y tuvo que saberlo porque ella se acostó con su sargento –Pedro Viviel, paró de hablar un instante, tragó saliva y se volvió a dirigir a su hija-. ¿Quieres reformarte? Pues busca a tu marido. Hazlo por ti o por tu madre. Busca a tu marido y vuelve a convivir con él. Deja la mala vida.

-Sí, padre –dijo ella a media voz.

Pedro Viviel puso sus manos sobre las manos del italiano, que sujetaba las riendas del carromato, y parando el viaje le dijo mirándole a la cara.

-Antonio, has sido bueno con nosotros. No puedes casarte con mi hija, pero consiento en que vivas con ella como si fuera tu esposa para que busques a su esposo. Eres buhonero y tienes pasaportes para viajar por las Españas. Contigo le será fácil –el italiano, mirándole a los ojos, asintió con la cabeza-. Pero cuando le hayáis encontrado, vete. Desaparece. Sigue tu vida y no molestes en la de ellos.

Pedro Viviel puso especial dureza en el tono de su voz de sus últimas frases. Antonio Blasi volvió a dar movimiento al carromato.

-Así lo haré –dijo.

Pedro Viviel no volvió a hablar en el resto del viaje. Todos compartían un silencio sumido en el dolor familiar que trascendía la reciente muerte vivida. Pedro Viviel quería acabar sus días con la conciencia de haber encauzado la vida de su hija. Antonio Blasi tenía la esperanza de conseguir que ella acabara viviendo con él, pese al encargo de su padre, funesto para sus sentimientos. María Viviel no creía que necesitara a nadie, ni que la vida errante fuera mala o deshonrosa, sin embargo, los últimos días de vida de su madre la hicieron pensar. No quería seguir siendo prostituta. Quería asentarse y volver a comenzar su vida. Retomarla. Eso implicaba reencontrarse con su esposo y hacerle comprender que iba a reformarse. Debía pedirle perdón y reconquistarle. No podía empezar de nuevo divorciada de él. Los divorcios quedaban reservados para excepcionales nobles de alta cuna. La separación era prácticamente inaccesible, requería de una Real Cédula del Consejo Real de Castilla, casi nadie la obtenía y ella no estaba en posición de solicitarla, pues aunque su padre podría mandar la solicitud al Rey en nombre de ella, por abandono del hogar del cónyuge, nunca podrían haber explicado ni justificado la profesión de María a Carlos III. Debía atravesar España en busca de su marido desaparecido y reanudar su matrimonio. Reencontrarse con él pasaba por convivir con aquel italiano que tan unido a ella y su padre había estado en esos últimos meses.

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