Una vez tuve un tatuaje de jena en el dorso de mi mano derecha. Era broncineo, como dorado. Cubría el dorso en forma de lineas que recordaban un ataurique musulmán. De hecho era una especie de ataurique que venía a recordar un tanto conceptualmente un mundo enrevesado y lleno de vida vegetal. Era muy bonito. Me lo hizo una chica argelina, sería en 1998 más o menos. Yo aún no había comenzado la carrera de Historia en la Universidad de Alcalá de Henares, si no que ese año yo cursaba la de pedagogia en la Universidad Complutense. Fue un año un tanto confuso y revuelto. Habíamos ocupado la facultad de educación reclamando el cese de la masificación de alumnos en las aulas. Hicimos una asamblea gigante de muchas horas, y luego estuvimos haciendo carteles. Sólo habíamos tomado café negro por alimento y las horas pasaban cansadas mientras de algún aula cerrada se oía algún gemido estudiante. Mi desubicación vital en ese momento se confundió con mi desubicación de todo aquello. Entonces vi a la chica argelina haciendo tatuajes a sus amigas y le pedí que me hiciera uno sin conocerla de nada. Me cogió la mano y me hizo un ataurique. Me contó entre tanto una vieja leyenda del Sahara y una tarde tomando té con su familia en una jaima en el desierto. Ignoro que habrá sido de ella, si ya será pedagoga o si cambió de carrera como yo. Ignoro su nombre y no recuerdo su cara. Recuerdo que no hizo preguntas, ni se molestó en saber quién era yo. Me cogió la mano y me pintó aquella especie de ataurique broncineo, me contó una leyenda y me habló de un recuerdo personal de su niñez. Aquel tatuaje duró apenas una semana. El recuerdo aún lo tengo.
Que la cerveza os acompañe.
Que la cerveza os acompañe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario