La Tercera Sinfonía de Beethoven (Sinfonía nª 3, en mi mayor, opus 36, "Heroica") fue la ruptura total con todo lo preestablecido hasta ese momento. Musicalmente nadie se había atrevido a ir tan lejos como llegó Beethoven para acabar con el neoclasicismo. Se puede decir que con esta obra el romanticismo ya es pleno y total también en lo musical, por tanto: aún más maduro para llegar a los corazones y mentes de las personas. Esta sinfonía, de hecho, fue la obra que Beethoven consideró lo mejor que había compuesto nunca, hasta que compusiera la novena.
El embajador francés en Austria, Bernadette ya le había sugerido a Beethoven en 1798 que compusiera una sinfonía para ensalzar la revolución francesa que igualaba y liberaba a las personas, esa revolución estaba encarnada en esos momentos en la figura de Napoleón Bonaparte, que había traído orden dentro de la revolución y ahora la exportaba al resto de Europa. Beethoven era partidario de las ideas de la revolución francesa y era admirador de Napoleón por ser precisamente quien consideraba él que había acabado con la etapa de caos y miedo. Ahora, en una serie de guerras europeas contra los revolucionarios, el gobierno francés había encontrado como solución a su defensa y supervivencia llevar la revolución misma a todas las demás naciones para que sus pueblos despertaran y se acabaran los privilegios de los nobles y la Iglesia. Debían crearse Estados de Derecho, con sus Constituciones y Códigos Civiles y Penales, tal como había hecho Francia. Beethoven deseaba a la vez su emancipación económica de los nobles y poder vivir de su trabajo de músico sin más, se sentía encadenado a los deseos de los nobles. Veía también en la revolución el final de las pleitesías y de las cadenas que ataban económica y socialmente a las viejas jerarquías por derechos de nacimiento. Estaba, como muchos jóvenes y también muchos intelectuales de su época, atraído totalmente por la idea de crear un nuevo mundo, un nuevo estado social.
Desde aquel 1798 los franceses habían invadido Austria hasta en dos ocasiones en las guerras mantenidas entre franceses y austriacos cuando la monarquía austriaca trató de invadir Francia en vano. Austria había perdido ante los franceses liderados por Napoleón. En 1802, cuando como dije en las anteriores entregas, Beethoven sufrió en primavera los primeros síntomas de su enfermedad crónica que le dejaría sordo, y en otoño estuvo al borde de la muerte en Heiligenstadt, no sólo había compuesto varias sonatas y la Segunda Sinfonía, dedicada a la alegría de vivir, ya por entonces tuvo la idea de retomar la sugerencia de Bernadette sobre crear una sinfonía dedicada a Napoleón como encarnación misma de la Revolución, de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Fue la enfermedad en sí y su gravedad y el haberla superado en aquel primer gran choque lo que hizo que Beethoven, ya con problemas de sordera que se irían agravando, se encerrará en sí mismo y se entregara al trabajo compositivo y de dirección musical dando como resultado una elevada productividad. A la par, se le irá agriando el carácter, pero ese agriamiento se debió sobre todo a que se sintió cada vez más independiente y libre de hacer la música tal como él la concebía y de comportarse socialmente sin rendir códigos jerárquicos preestablecidos. La vida era frágil y él deseaba no malgastarla ya por más tiempo haciendo o tratando de hacer justo lo que no quería hacer o como no lo quería hacer. Quería su libertad y la libertad musical.
Beethoven era lo que se llamaría un afrancesado, firme creyente de los valores democráticos y sociales de la revolución. Empezó a componer la Tercera Sinfonía de súbito entre los meses de primavera de 1803 y mayo de 1804. No fue una obra premeditada ni largamente trabajada y refinada. Fue casi una obra repentina. Todo le vino a Beethoven por una inspiración lúcida e inmediata. Una característica más del espíritu romántico, creyente en las extrañas fuerzas del alma y las pasiones, de lo inmediato, de la pasión, del arrebato. Algo que en el siglo XX retomarán los psicodélicos para su rock. La obra estaba dedicada originalmente a Napoleón. Beethoven la interpretó en público por primera vez en agosto de aquel 1804, dentro del palacio del príncipe elector alemán Lobkowitz, para un público privado muy limitado, invitados de este príncipe. En un principio la obra no tuvo la repercusión que iba a tener, pero antes de comentarlo hay que explicar que en mayo de aquel 1804 Napoleón se autoproclamó y autocoronó emperador, transformó así la República Francesa en Imperio. Beethoven había recibido la noticia y borró la dedicatoria a Napoleón. Sufrió un gran enfado y un fuerte desengaño con su figura y significado. Creyó que había pisoteado los ideales por los que había muerto tantísima gente y por los que luchaban tantos aún. Había creado una nueva aristocracia, pero aristocracia a fin de cuentas. Por eso, cuando en agosto la interpretase para el príncipe alemán Lobkowitz, la obra estaría dedicada a este y no a Napoleón. En la partitura original se conservó la tachadura del nombre por el propio Beethoven.
La obra fue presentada al gran público el 7 de abril de 1805, en Viena, en el Theater an der Wien. Beethoven dirigió la obra ante una gran audiencia que más que admirados se quedaron conmocionados y perplejos. La obra era, como ya he anotado, totalmente impulsada por los ideales del romanticismo, no del neoclasicismo. No tenía nada que ver con todo lo que se había compuesto antes, ni tampoco con las dos primeras sinfonías de Beethoven. Nada que ver con Haydn, ni con Mozart, ni con Liszt, con nadie. Muy pocos entendieron la obra. Muy pocos se atrevieron a alabarla con entusiasmo en ese momento. Casi nadie advirtió en ese momento que después de aquello ya no sólo Beethoven había cambiado su rumbo, había cambiado el rumbo de la música en general, el resto de músicos sí que comenzarían a componer en el mismo rumbo abierto: la libertad musical.
La Tercera Sinfonía seguía contando con cuatro movimientos, pero la primera cuestión que alteraba todo lo compuesto anteriormente y que debió dejar al público extrañado es que rompía los tiempos clásicos que se consideraban inalterables, que se creían dentro de una lógica de orden de la belleza casi en relación mística con el mundo, aparte de que se creía que nadie querría o podría escuchar nada que durase más tiempo que la media hora, a lo sumo, que podía durar una sinfonía. Duraba entre cincuenta y cinco y sesenta minutos, el doble de una composición sinfónica hasta entonces. Esto nos podrá recordar a una creencia similar en los años 1960 en la que las discográficas creían que nadie querría escuchar un álbum de música más a allá de la media hora, ni una canción de más de tres minutos. Bob Dylan rompió con esto con canciones y álbumes el doble de largos. Pero volvamos a la obra de Beethoven. La larga duración se debía a un sentimiento profundo de Beethoven de poder desarrollar todo lo que sentía tardase lo que debiera tardar para poder contarlo con la música. Además, como la primera intención era una sinfonía dedicada a la revolución encarnada en Napoleón, Beethoven creía que esta sinfonía debía ser algo grandioso e incomparable, pues la revolución estaba cambiando el mundo y liberando a los pueblos, creando un nuevo orden social de libertad. Debía, pues, estar a la altura. Del mismo modo, la música debía ser liberada para que se pudiera expresar como necesitaba expresarse. La libertad de la música y del músico será algo que también transcenderá en el resto de los músicos.
Los instrumentos empleados seguían siendo los mismos que se habían usado en las sinfonías hasta ese momento, con la novedad de introducir una tercera trompa, lo que también chocó a la gente del momento más entendida. Era algo insólito. Respetó los motivos y tonalidades clásicas, incluso los principios clásicos, pero los llevó al extremo máximo que pudo. Ya desde el comienzo la obra comienza con rotundidad y con ímpetu. Empezaba con un primer movimiento "allegro con brío", que era realmente un comienzo muy largo de casi veinte minutos y realmente tocado con brío, pero con brío de verdad. El segundo movimiento era un "Adagio assai", que era una marcha fúnebre. Esta "Marcha fúnebre" Es uno de los pasajes musicales más famosos de la Historia. Por excelencia, además, es la marcha fúnebre propia del neogoticismo romántico del siglo XIX, así por ejemplo para ilustrar algiunas de las historias de teror de Edgar Allan Poe. El tercer movimiento volvía a ser, como en la Segunda sinfonía, un "Scherzo: Allegro vivace", lo que probablemente podría provocar de nuevo a los seguidores de Haydn, Y el cuarto movimiento acababa la obra con un "Allegro molto", al que llamó "Finale". Todo estaba al extremo. Todo era apasionado. Como la revolución. Y a pesar de que se respetaran principios clásicos, al llevarlos al extremo todo cambiaba, eso era lo que la transformaba paradójicamente en una obra completamente innovadora.
La Tercera Sinfonía se propagó por todas partes. A pesar de que el primer público tuvo muchas reservas porque no sabían qué opinar, impactados ellos mismos entre su intelecto y su pasión, apremiados a tener que pensar por ellos mismos si aquella obra era buena o no, y declarar si les gustaba o no a pesar de que no fuera como el resto de sinfonías, el nombre de Beethoven ahora se expandía por todos los lugares. Todo el mundo hablaba de él y de esta composición. Toda Alemania supo de él, pero también el resto de Europa y América. Le consideraban sinfonista, aunque tenía una gran cantidad de composiciones de otro tipo, como las sonatas, que también estaban sufriendo en sus manos cambios agigantados. Su nombre era mencionado junto al de Haydn, justo el autor por el que tanto le habían criticado con las dos anteriores sinfonías, pero también junto al de Mozart. Los jóvenes románticos le tuvieron aún más como uno de los más destacados de los suyos.
En 1806 se imprimió la partitura para que pudiera ser vendida e interpretada con más facilidad en otros lugares. Beethoven le puso título: "Heroica". Y la intituló. En el frontispicio de la primera página se leía: "Sinfonía Heroica, compuesta para celebrar el recuerdo de un gran hombre". La referencia a Napoleón y el origen de la sinfonía estaba ahí. Pero Napoleón ya no era la encarnación de la revolución. La revolución pervivía a Napoleón. Se resistía al Napoleón emperador. La revolución existía más allá de líder alguno, más allá de Napoleón. Era heroica. Por ello la sinfonía heroica, revolucionaria, se acordaba de un gran hombre, alguien que fue y ya no era, alguien que había ayudado a ser posible la revolución, lo heroico, pero que ya no era tal hombre.
Yo accedí a la Tercera Sinfonía por primera vez en la infancia, a través de un disco de vinilo que compró mi padre junto a otro de Isaac Albéniz cuando compró para la familia una cadena musical con tocadiscos en los años 1980. No fue el disco más escuchado en casa, pero ahí estaba. En los años 1990, en mi adolescencia, me lo puse alguna vez cuando estuve solo y podía usar el salón familiar, que normalmente era ocupado por películas de vídeo en la televisión. A comienzos de diciembre del año pasado, 2018, la iglesia de San Francisco de Asís en la avenida Reyes Católicos de Alcalá de Henares organizó un mercadillo popular para recaudar dinero para beneficencia. Pasé por allí por ver qué vendían y encontré tres discos compactos con cuatro de las sinfonías de Beethoven. Me los compré. La Tercera Sinfonía la tengo en uno de esos discos. Se trata de un disco de una colección que editó Teldec Classics con conciertos ofrecidos por el director Daniel Barenboim.
La Tercera Sinfonía de Beethoven que yo tengo en disco pertenece a la dirección de la Berliner Staatskapelle por Barenboim en julio de 1999, para la GDR Radio Studios, de Berlín, editado en 2000. Baremboim, que sigue vivo y en activo, nació en Buenos Aires (Argentina), en 1942. Sus padres eran pianistas de ascendencia judía rusa. A los 8 años de edad, en 1950, dio un concierto en Buenos Aires, es otro niño prodigio de la música. Debutó como pianista para el gran público en París con 10 años, en 1952. Con casi doce años, en 1954, le llevaron a Salzburgo para recibir clases de dirección musical de parte de Markevitz. Allí conoció al mítico director musical Furtwängler. A los quince años tocaba todas las sonatas de Beethoven y de Mozart. A los veinticinco años, en 1967, tocó y grabó los cinco conciertos de Beethoven que ofreció Otto Klemperer, muy admirado en esa década. Ese mismo año fue director de su primera gran orquesta, la Orquesta Sinfónica de Londres. Y en poco tiempo grabó con su juventud los veinticinco conciertos de Mozart hasta en dos ocasiones. Le ofrecieron ser el director de casi todas las grandes orquestas sinfónicas del mundo. Viajó y vivió por una infinidad de países, Israel, Francia, Italia, Austria, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos de América... Fue director musical y artístico de la Ópera Estatal, en Berlín (Alemania) y de la Orquesta Sinfónica de Chicago, en Estados Unidos.
Es una figura inquieta, aunque comenzó con la obra completa de Beethoven y de Mozart, se podría haber seguido especializando en ellos, pero también lo ha hecho con Bach, Haydn, Schubert, Chopin, Schumann, Berlioz, Liszt, Verdi, Wagner (del que tocó sus grandes obras en Bayreuth, el lugar por excelencia de este autor alemán del siglo XIX y donde nadie se atrevió antes a tocar su obra allí, por veneración), Bruckner, Brahms, Tchaikovsky, Strauss, Debussy, Ravel, Bartók, Stravinsky, Schönberg, Alban Berg, Albéniz, Falla e incluso del jazzista Duke Ellington, de la música brasileña y clásicos del tango (que suele tocar en Buenos Aires como tangos sinfónicos en Navidad). Desde 1975 también hace ópera. Así pues es un autor prolífico y curioso de la música. Le anima además acercar la clásica a los públicos más populares y entiende la música como un disfrute, por lo que tiende a interpretar de manera alegre y facilitar al menos dado a esta música a que se acerque a ella.
En 1987 murió su esposa por esclerosis múltiple. Volvió a casarse un año después. Por otro lado, fundó junto al escritor Edward Said la West Eastern Divan, una orquesta compuesta por israelíes y palestinos para fomentar la convivencia y la paz en Israel y Palestina. En 2002 recibió el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia por ello. Había solicitado la nacionalidad española en 2001 y ese mismo 2002 también obtenía esta. Tocó en varias orquestas aparte de las suyas, recibió numerosos premios y condecoraciones, pero su labor por acercar a israelíes y palestinos hace que desde 2011 se baraje su nombre como Premio Nobel de la Paz, sin que aún se le haya dado.
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