jueves, febrero 25, 2010

NOTICIA 755ª DESDE EL BAR: ME DESPACHO LIBREMENTE SOBRE LO QUE DIJISTEIS DEL RELATO


***La Nao Victoria en el río Guadalquivir (reproducción de 1992 de este buque del siglo XVI), fotografía personal de mi viaje a Sevilla en marzo del 2009.

Pues este espía del bar ya ha terminado de escribir este relato largo que nos ha acompañado por, lo que yo calculo sin mirar la fecha en el panel de control, unos 24 a 26 días, Balada Triste de una Dama. Ha sido un relato largo que ocupa unos 80 páginas de folio tamaño DIN-A4, o como he descubierto en mi actual trabajo de archivero: lo que se llama medio folio (aunque lo conozcamos como folio hoy día). No descarto incluirle relatos que ya no publicaré aquí, y terminar así creando mi siguiente libro. De momento, y de acuerdo a la ley de propiedad intelectual (que NO a la SGAE, puesto que la ley de propiedad intelectual es pública de todos los ciudadanos y la SGAE es una entidad privada) la obra se certifica mía no sólo por su creación, demasiado llena de guiños a mi entorno y vida como para poder ser falseada por otra persona, sino también por ser registrada en este blog al publicarla con fechas determinadas y porque, como dije al comienzo de ella, este blog usa una licencia de propiedad intelectual Creative Comons, consultable en sus términos en la columna de enlaces de la derecha. Me parece triste tener que decir estas cosas, pero uno lleva ya unos años en el mundo de la blogosfera para saber que hay mucho "vampiro" aprovechado que se cree impune de hacer lo que le venga en gana en su propio y único beneficio. Yo no reclamo dinero, pero sí que se reconozca mi autoría. Mi trabajo no tiene porqué ser reivindicado por alguien ageno a él. En breve, también será registrado en el Ministerio de Cultura, para tener un triple seguro legal frente a terceras personas mal intencionadas. Y para completar el formulismo Canichu, mi pseudónimo, tiene detrás a mi nombre que es Daniel L.-Serrano.

Dicho todo esto, quisiera contestar por escrito en esta bitácora algunas preguntas que surgieron entre la gente que ha leído "Balada Triste de una Dama" y que me conocen en persona. La pregunta que más se ha repetido es una pregunta meramente de conocimientos, ¿qué diferencia a piratas, corsarios, filibusteros y bucaneros? Bueno es una pregunta comprensible, ya que desde hace siglos, y más con los sucesos de piratería actuales, se les confunde. El año pasado, en aguas de Somalia, los sucesos de los cuales la prensa los ha mencionado usando en un mismo párrafo todos estos términos, ignorando vergonzosamente que no son lo mismo, se puede rastrear por ejemplo en los números del diario ABC de esos días, aunque en otros también. Muy escuetamente: Piratas: son los criminales del mar que existen desde más antiguo. Actúan por libre. No tienen fidelidad a patria, soberano, ley, religión (al menos no estricta)... sólo se mueven por su interés y son capaces de cometer toda clase de crímenes para obtener su beneficio. Se pueden asociar en campañas de saqueo puntuales, pero era anómalo, normalmente actuaban en barcos independientes, no en flotas. Filibusteros: son parecidos a los piratas, sólo que estos han elaborado sus propias leyes, las famosas (por el cine y la literatura) leyes piratas. Formaban cofradías entre ellos. Aparecieron a partir del siglo XVII con origen francés y holandés en principio. Son estos los que vivían en la Isla de la Tortuga. Si tuviéramos que clasificar a los piratas de Somalia, en vista de que tienen leyes y normas entre ellos y forman una especie de cofradía pirata, podríamos decir que no son piratas estrictos, si no filibusteros. Bucaneros: son gente que empezaron siendo de origen holandés, pero que terminaron siendo hasta españoles contra los propios intereses de España y en favor de sus intereses individuales. Se trata de gente que se formó en el siglo XVII también. Son contrabandistas de carne. Cazaban ilegalmente en suelo español americano y preparaban las carnes al estilo indio para poder venderla a los marinos, ya que resistía más por precios más baratos que si se usaban especias y se compraban en el mercado legal. Con el tiempo tuvieron problemas de ventas y combinaban su economía con acciones piratas propiamente dichas, aunque hacían remilgos a algunos de los crímenes piratas más salvajes (como las violaciones). Y por último los Corsarios: son gente que realiza acciones piráticas en grandes flotas que casi parecen escuadrones militares, pero no son militares ni tienen su formación y estrategias. Son gente que actúa bajo una patente de corso, esto es una autorización legal y secreta (por escrito) de un Rey, que les autoriza a realizar toda clase de piraterías contra las posesiones y barcos de sus naciones enemigas. Muchos jefes corsarios acabaron siendo premiados con títulos de nobleza en Inglaterra y en Holanda. Generalmente atacaban a los españoles. Aunque España tuvo un intento nulo de crear corsarios vascos.

Dicho esto así de brevemente, paso ahora a comentar sobre el relato y lo que ha suscitado. En primer lugar diré que lo escribí porque me gusta escribir y me entretengo mucho haciéndolo, teniendo vivencias que de otro modo jamás viviría en mi propia vida real, y porque me gusta compartir lo que escribo. El relato cuenta en los nombres de sus personajes, salvo en los estrictamente históricos, con los nombres de muchas de mis amistades y personas conocidas. Es algo que deseaba hacer a modo de homenaje. Pero también es algo que ya había ocurrido desde mi tercer libro de poesía, "Poemas de un Hombre Consigo Mismo", donde aparecía un largo poema con nombres de mis amistades interpretando metafóricos personajes de una historia de pistoleros en el Oeste Norteamericano del siglo XIX. O bien, en relatos cortos (compilados en "Relatos Desajustados"), o en otros relatos largos ("Los Treinta"), o en la novela "Adversidad y otras Historias". Así que estos homenajes, que no se dan en todos mis escritos, no son nuevos. Quizá sí es nueva la idea de hacer que todos los personajes ficticios homenajeen a amistades teniendo su nombre. Siento no haber podido escribir a todas mis amistades, pero algunas ya salían en otras historias y otras, las que no han salido, pues sólo decirles que lo siento mucho, ya habrá otros escritos en el futuro donde podrían salir en homenaje, pero he atendido a la historia y no al listado entero de nombres de gente a la que aprecio.

Dicho esto también he de salir al paso en cuanto a las personas que han dicho que tienen mejores personajes quien mejor me cae o con quien más me trato... no es real. Hay amistades que conozco desde la guardería cuyos personajes apenas salen en un capítulo, otros con los que he compartido momentos muy delicados como la muerte de mi padre apenas salen un párrafo... y sin embargo otros que conozco desde hace un año se han llevado varios capítulos y alguno de ellos personajes bastante desarrollados. Es injusta esa afirmación que se hizo, porque no es real. A cada uno le tocó el personaje que les fui acomodando porque lo creí mejor, pero no atendiendo a mi relación personal con esa persona. Tampoco es muy correcto decir, como hay quien ha dicho, que cada personaje tiene un poco de la persona real que lleva su nombre. Habrá algunos en los que sí, pero en esos casos siempre he escogido los aspectos positivos, jamás, y subrayo jamás, los negativos. Quien haya querido ver otra cosa, no ha visto bien. En el relato hay violaciones, por ejemplo, con ello no digo que conozca a violadores. No hay que olvidar que es un relato de ficción, no un catálogo de amistades. Por ello aparecen actitudes ficticias en los personajes, no he descrito amistades, he descrito personajes. Algunos pueden tener guiños a la persona real que le da el nombre al personaje, pero siempre positivos o graciosos positivamente, según caso, pero no deja de ser personaje ficticio con actitudes más ficticias que reales. No es, no hay que tomar, el relato como una guía de cómo veo a la gente cercana. Esa idea no está presente. Quien la vea, se confunde al verla.

Otra cuestión que surge a raíz de esto es el de los personajes buenos y malos... Es un relato con acción, a alguno le tenía que tocar el bueno y a alguno el malo, aunque en general creo que dejo claro que esa línea de buenos y malos es demasiado difuminada y endeble. La corrupción del ambiente, moral, religiosa, ética, económica, etc., está patente en todo el relato, o eso he querido hasta el último momento. He querido retratar una historia en un ambiente Histórico, una historia que, por otra parte, fuese verosimil, que no cierta. Mis conocimientos de Historia y de archivos han ayudado mucho a esto, sumado a las consultas a los archivos estatales en PARES y en AGA. Así por ejemplo otra crítica que ha venido ha sido el tratamiento de los personajes femeninos... Asunto delicado en nuestros días.

Ante esto sólo anoto que ante todo quería hacer una historia lo más ajustada posible a la realidad, aunque en algún sitio haya alguna licencia mínima. Y lo cierto es que no es real lo que el cine y la literatura actual, que no la existente hasta hace unas décadas, nos quieren vender y mentalizar de mujeres emprendedoras, que combatían como hombres, que eran libres como hombres... No es real. Las mujeres tenían un papel limitado en la época, aunque menos limitado de lo que las corrientes feministas nos quieren hacer creer (invito a que vayan a mirar los archivos históricos, sobre todo los judiciales, para que vean que no era la sociedad tan machista como se ha vendido desde esas posturas). ¿Había mujeres piratas? Sí, pero no tantas como el cine actual fomenta. ¿Se defendían las mujeres ante ataques piratas?... pues la verdad es que aunque opusieran resistencia está no era militar, sino personal... puesto que no hay relato en los documentos auténticos de los archivos, y en los testimonios de las épocas, donde no se hable de violaciones cuando venía un ataque de estos. Como se sabe que algunas de las que acababan raptadas terminaban siendo enviadas a burdeles. ¿Podían tener las mujeres sus propios trabajos? Sí, mientras no estuvieran casadas o estuvieran viudas, o en todo caso si era una clase popular muy pobre y ayudara a su marido en su negocio, si tenía negocio, o bien cultivando huertas pequeñas en sus casas. Quien lea expedientes judiciales de ese siglo leerá siempre que cuando se menciona a una mujer, aunque pueda tener un negocio, este negocio lo heredó de su esposo. Siempre se dirá de ella que es "viuda de", "esposa de" o "hija de", a continuación nombre de varón en todos los casos. Cosa que no ocurre cuando se menciona a un hombre, que se dirá su profesión, o quienes eran sus padres o de qué pueblo o ciudad es, pero nunca jamás si es "marido de", "hijo de" (madre) o "viudo de" (esposa difunta). Dentro de esa mentalidad de la época, donde nos podríamos explayar más, algunas mujeres supieron moverse. Entre las clases pudentes, por ejemplo, muchas esposas supieron manejar el arte del cortejo... del cortejo a su esposo. Suena mal decirlo hoy día, pero era así y también han quedado registros, unos explícitos y otros se intuyen entre lineas de aquellos que escribían, por ejemplo, su testamento. Había mujeres que lograban manejarse en el mundo de los negocios, de los altos negocios, gracias a saber manejar a su esposo. Yo en todo caso no comparto las ideas machistas, pero a la hora de escribir un relato de ficción histórica me quise atener a esas realidades para escribir algo verosimil, y no un producto falseado donde todas las mujeres se comporten como la harían ahora en el siglo XXI y no en aquel XVII. Espero que mis amistades femeninas sepan comprenderlo, a pesar de la queja de alguna. Aún con todo, dentro de esos parámetros, creo que describí algunos personajes femeninos con caracteres fuertes, para nada mujeres objeto... porque una sociedad machista puede ser machista, pero sus mujeres no tienen porqué resignarse con ser meros floreros. Y, por cierto, la protagonista es una mujer.

Otro tema relacionado ha sido la queja de una frase de un amigo acerca de su personaje, un jesuita que practica sexo con un indio. Destacando lo anteriormente dicho de que se trata de un personaje de ficción, digo que en absoluto estaba llamándole o insinuando nada con ese pasaje. Que le quede bien claro a todo el mundo, ya que parece que eso es lo que se espera que diga. Y lo digo, porque es verdad. Él es un chico heterosexual, con buen sentido del humor y muy inteligente. Yo pretendía escribir un pasaje de ficción donde se criticaba la doble moral misionera, pero a la vez que sirviera de trampolín esa escena que contempla David el portugués, personaje, para comprender porqué viola a Patricia cuando llega a la cabaña. Es decir, que viendo eso, al llegar a la cabaña está excitado previamente para querer violarla. No era un pasaje gratuíto, como se ha dicho. Pero también sé que la crítica a este pasaje me la han dicho varias personas con la misma frase y palabras exactas a cuando me lo dijo este chico... con lo cual me hace pensar que no han usado tanto de la reflexión propia al leer, sino de la reflexión, legítima, de este amigo al creer que era algo gratuíto para con el personaje que llevaba su nombre. Era una cuestión ficticia que pretendía dar ese trampolín explicativo a la violacíón de la escena siguiente, y una crítica, a la vez a la doble moral de la predicación en Indias. Bien es cierto que podría haber sido el jesuita y una india, en lugar de un indio, la postura sexual del misionero no se llama así en vano, pero a esas alturas me habían calentado la cabeza tanto con el asunto de las mujeres en el relato que pensé: "bueno, y ¿por qué no? que la relación sexual sea homosexual, así incluso retorcemos más la personalidad oscura de David, personaje, y le hacemos caer en cierta homosexualidad reprimida o en una bisexualidad reprimida". Sea como sea, y puesto que todo daba luego a una violación heterosexual, me pareció bien incluir una nota, acabado ese capítulo, acerca de mi rechazo a la violación, a la violencia sexual contra la mujer... Nunca creí que eso escandalizase a varias amistades. Primero, esa nota, puesta además fuera de capítulo pues era nota del autor, no hacía mal a nadie. Segundo, condenaba la violencia sexual pues era la que se daba en ese capítulo, por descartado condeno el esclavismo, los asesinatos, el robo... pero eso es ya rozar los límites del absurdo si se me pide que ponga notas por todo el relato... ¿por qué no se las piden a las películas que se ven en el cine? Quizá se ha sido más duro conmigo en ese sentido por ser alguien cercano a quien dirigirse, no les veo yo mandando cartas a sus escritores favoritos quejándose de la violencia sin criticar en sus obras. En cuanto a quien dijo que porqué me metía con la homosexualidad... ¿pero dónde me meto con la homosexualidad? La relación homosexual que se describe en el relato no se dice en ningún momento que sea forzada, violenta o de sometimiento, sino aceptada entre el indio y el jesuita, hubiera dado igual hacer que fuera el jesuita y una india, pero elegí la via homosexual por lo ya dicho. Quizá esta persona pensó que al ser el jesuíta el que da en el relato y el indio el que recibe es sometimiento... Es hilar con hilo fino, ya está escrito como está escrito, pero si sé que hay tanto retorcimiento de ideas me hubiera dado igual que el indio es el que da y el jesuita el que recibe... y si sigue dando problemas, hubiera dado igual escribir un genérico hombre o mujer, indio/a o jesuita masturbándose a solas... Pero, si llegamos a ese punto, amigos míos ¿no estaríamos entonces forzando mucho la máquina para que me autocensure hasta alcanzar aquellas expresiones y escenas que más agraden? Y ante esta pregunta al aire y retórica, quiero destacar que se trata de un pasaje de ficción, entre personajes ficticios con actitudes ficticias... que no se trata de hechos verídicos, ni de actitudes verídicas entre personajes con nombres de las personas reales correspondientes... De todos modos, pese a la queja, yo creo que este amigo es lo suficientemente inteligente, porque me lo ha demostrado, como para saber que es una mera ficción. Y su sentido del humor es valioso en esto, pues sus críticas han sido con él, por lo que sé, sabemos ambos sobre nuestras posturas respectivas, sin conflicto.

El asunto de las muertes... eran necesarias. No hay muerte en el relato innecesaria. Ahora, ciriticar a medio relato el relato entero, o criticar un capítulo sin haber leido los anteriores publicados... pues no hace ver una visión correcta. Hay muchas muertes, pero ninguna innecesaria. del mismo modo que la primera parte del relato predominan hombres y la segunda mujeres. Y las muertes tienen relación con esas partes, y no es algo dejado al azar, lo aseguro.

El relato, pese a lo dicho, ha gustado bastante, o eso parece, según la gente que ha comentado en el enlace que facebook hace a las entradas en mi blog mediante Networkedblogs. Eso me alegra. Ahora, si fuera un autor clásico, quedaría releer, corregir, ampliar en descripciones, pasajes, meter capítulos que dibujen mejor a los personajes o las situaciones, etcétera, hasta crear una novela de más de 150 hojas... pero como dije yo lo dejaré como está aquí, escribiré otras cosas, que no publicaré en blog, y haré mi siguiente libro con ello... en busca de editorial, como el resto de libros... si hay algún editor por ahí... ya sabe.

Cabe destacar también varios guiños al margen de los nombres. Algunas amistades salen asociados a algo característico a ellos, sólo unas pocas amistades, como por ejemplo la obra de Calderón en el último capítulo. Pero creo que esto ya es algo personal entre nosotros y cada amistad que reconozca algo propio que haya compartido conmigo públicamente pues sabrá reconocerlo. Sí hay, por otra parte, guiños más allá. Hay un guiño a Edgar Allan Poe, otro a George Orwell y otro a William Golding. Os dejo buscarlos.

Así que hemos asistido a cómo se va formando día a día un relato largo que podría dar a una novela. Ha tenido la limitación de que por mucho que me explayase en algunos capítulos nunca podía hacerlo demasiado, pues sabía que era para el blog, y artículos extensos ahuyentan de leerlos. Así que he tenido que hacer como los autores del siglo XIX que publicaban capítulos semanales de sus novelas en los periódicos, y marcarme unos topes, lo que crea deficiencias a la hora de dibujar personajes, por ejemplo, pero no deja de ser un reto interesante para el escritor y, creo, para el lector.

Espero que lo hayáis disfrutado al leerlo como yo al escribirlo. Un saludo y que la cerveza os acompañe. A partir de aquí recupero el ritmo normal de esta bitácora.

miércoles, febrero 24, 2010

NOTICIA 754ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (21 y fin)

Capítulo 21: fin del viaje.

“¿Qué os admira? ¿Qué os espanta,
si fue mi maestro un sueño,
y estoy temiendo, en mis ansias,
que he de despertar y hallarme
otra vez en mi cerrada
prisión? Y cuando no sea,
el soñarlo sólo basta;
pues así llegué a saber
que toda la dicha humana,
en fin, pasa como sueño,
y quiero hoy aprovecharla
el tiempo que me durare,
pidiendo de nuestras faltas
perdón, pues de pechos nobles
es tan propio el perdonarlas.”

El actor terminó así la obra sobre el escenario en aquel patio encerrado entre casas de vecinos. El toldo extendido a modo de techo en aquel corral de comedias sofocaba bastante el calor aquella calurosa tarde de verano en Madrid. Aunque el tema había sido extraño, por tratar temas más metafísicos que de acción, la obra había gustado. Llevaba unos pocos años interpretándose y cosechaba éxitos. Su autor, un hombre con traje negro, media melena y un bigotito que quedaba muy bien con una pequeña perilla puntiaguda que nacía de su labio inferior, salió a saludar junto a todo el reparto de actores. Los hombres del patio se habían levantado de sus diferentes tipos de asiento a aplaudir. Las mujeres también aplaudían. La gente de atrás, y las mujeres de la cazuela, en pie, los llamados mosqueteros, no vociferaba ni lanzaba verduras apelotonada entre sí, cansados de las tres horas de sesión, con calor que no llegaba a calmarles ni el toldo ni estar cerca de un pozo de agua, también ovacionaban la obra. Aplaudían también las gentes nobles y ricas de los balcones, de los enrejados y ventanas.

Uno de aquellos reservados lo había pagado un noble castizo llamado Carlos Julián Arguedas. Era un caballero de la Orden de Santiago. Su, esposa Rebeca Triguero, había alojado en su casa esas semanas a unas italianas amigas suyas. Estas damas, María Gento y Catalina Perazzo, eran de la isla de Cerdeña. La una rubia, la otra morena, habían conocido a su vez a una joven dama española nacida en Las Indias españolas, Patricia de Santamaría, cuya historia, contada en breves y enigmáticas frases por ella, les había fascinado. Ocultos a las miradas molestas de las clases populares, exactamente en un balcón enrejado, se encontraban aplaudiendo también aquella obra teatral. El autor ya tenía fama en esos días y eso era otro aliciente que les había atraído aquella calurosa tarde madrileña al corral de comedias, aparte, claro está, de querer encontrar Carlos Julián y Rebeca distracciones apropiadas para sus invitadas.

-¿Y dices que Calderón se irá a la guerra? –preguntó a media voz Rebeca a su esposo acercándole la cabeza mientras aplaudían.
-Eso dicen –contestó Carlos Julián-. Los catalanes se han levantado en armas del lado de los franceses y los portugueses también. Él se siente dispuesto a combatir, como hace dos años.
-Pues qué entero se le ve reverenciándose ante tanta gente sabiendo que podría morir en el frente –dijo Rebeca, que era una mujer joven y hermosa, de rasgos españoles, y curiosa de las novedades de su época.
-¿Teniendo tanto éxito irá a exponer su vida? –preguntó María Gento, mientras los aplausos generales de todo el corral comenzaban ya a menguar.
-Pues ya lo ve, señora –dijo Carlos Julián-. En los Reinos Hispánicos de nuestro Rey común no sobran aún hombres gallardos como él, aunque sí nos falten en número para alimentar tantos frentes abiertos.
-Pues es una lástima -dijo Rebeca-. Yo también creo que debería quedarse aquí, dirigiendo comedias. No sólo en el corral de la Cruz o en el del Príncipe, haciendo comedias, simplemente. Si hasta el Rey le pide sesiones privadas, es motivo más que suficiente para que el propio Rey le pida que no combata.
-Mi dama –dijo Carlos Julián cuando ya todos dejaban de aplaudir y comenzaban a dejar el lugar-, estas cosas son cosas complejas y de honor. Ya veréis como Calderón vuelve de esa guerra con más honra que con la que ahora se va.
-Pero no lo entiendo –intervino Catalina-, si en esta obra… ¿Cómo se llamaba?
-“La vida es sueño” –contestó rápida Rebeca, que era gran consumidora de obras de teatro y lecturas.
-Gracias. Si en “La vida es sueño” habla de hacer el bien en todo momento, ¿acaso matar no es hacer un mal y no un bien?
-No es lo mismo –siguió la conversación Carlos Julián-. La guerra no es lo mismo que matar. Se mata, pero no como asesinos. Es una causa justa… y más en estos tiempos donde toda España tiembla y corre riesgo de resquebrajarse.
-Pero… -Catalina dudaba de esas razones imprecisas.
-Pues yo creo que la muerte es horrible y matar es horrible –dijo Rebeca a su esposo.
-No hay nada justo en matar –apuntilló María.
-Estamos pasando unos tiempos… -comenzaba su discurso Carlos Julián cuando fiue interrumpido por su esposa.
-No hay excusa, ¿por qué no vais vos si tanta gloria hay? –Rebeca metía así el dedo en la llaga a su esposo, sin querer ofenderle, sino queriendo ganar la conversación, sin darse cuenta de que a su esposo aquello le dolió, pues entre ellos sabían íntimamente que él pagó a la Corona para que uno de sus vasallos combatiera en la guerra en su lugar.
-¿Y vos, doña Patricia? –desvió los tintes de la conversación María Gento, cuando intuyó cierta turbación de herida en el amor propio de aquel hombre-. ¿Qué opináis vos?
-Yo… -dijo avasallada inesperadamente por aquella pregunta que ahondó en su ser más profundo-. Yo de la muerte sólo sé que quiero olvidarla.
-No podemos olvidarla –dijo Carlos Julián-. Es parte de la vida.
-Claro –dijo Rebeca, su esposa-. Todos estamos en esta vida para morir e ir con el Señor. No podemos olvidar nuestra muerte en esta vida.
-Yo quiero olvidarla, quiero olvidarla en mi vida –contestó Patricia de Santamaría.
-Pero no podemos –insistió Carlos Julián.
-¿Os estamos incomodando? –preguntó María Gento atenta al mutismo en el que cayó aquella dama española.
-No quiero hablar de la muerte…
-Cariño –dijo Rebeca inclinándose hacia ella condescendiente y poniendo sus manos sobre las rodillas de María Gento-, sabemos que lo pasaste mal cuando aquella terrible de los piratas, no queríamos incomodarte.
-Los piratas deben ser gente terrible, ¿verdad? –preguntó Catalina, interesada en este tema que aún no habían abordado en toda la tarde.
-Pero también debió ser algo apasionante –dijo María Gento.
-Los piratas son criminales que asolan, matan y violan en Las Españas –dijo contundente Carlos Julián creyendo dar así cierto apoyo moral a aquella joven dama que empezaba a palidecer ante lo que parecía una turba de recuerdos viniendo en tropel a su mente.
-Oh, sí –dijo la italiana María Gento-, pero viajar de lado a lado, arriesgando la vida por ganar mejor fortuna…
-Sí, deben ser gente brava. Yo nunca he estado en Las Indias, pero deben ser apasionantes aquellos lugares… ¿Cómo era aquello de los indios que conoció? –preguntó Catalina Perazzo.
-Los piratas no son gente brava, son gente vil y merecerían morir así, a garrote vil –continuó Carlos Julián en aquella actitud entre el rechazo a la piratería y el apoyo a Patricia de Santamaría, cuyos recuerdos eran ya demasiado dolorosos.
-Oh, basta –interrumpió Rebeca-. Dejad que nuestra invitada respire, la pobre –y dirigiéndose otra vez condescendiente a ella-. No os torturéis. Pensad en la muerte como si fuera un cuento si os agrada más. Tal vez así os sea más fácil soportar su recuerdo. Como los antiguos griegos, que imaginaban que la muerte llegaba en barca y la gente viajaba en aquella barca de la orilla de la vida a la orilla de la muerte. Pensad así, como si fuera un cuento agradable, como si la muerte fuese un agradable paseo en barca.

Patricia de Santamaría lloró. Lloró y no supieron consolarla. La dama española sabía que la barca de Caronte cobraba un precio para poder llevar a los muertos, y que lo muertos caídos al lago extendían sus brazos desde el agua intentando llevarse consigo a los embarcados. Patricia de Santamaría lloró, porque era una dama y aún no había llorado como persona lo que como dama no lloró desde Paul Muys a su cárcel española. Lloró, porque la muerte que viajaba en barca la depositó al fin en una orilla con aquella conversación. Porque la vida era un sueño, y aún no la había disfrutado. Era un sueño donde las vidas se cruzaban con múltiples posibilidades y lloró porque sólo había mirado el fondo de la barca y nunca a la orilla cercana donde comenzar una nueva vida. Lloró, porque en adelante, tenía mucha vida que disfrutar fuera de aquella barca.

(Este relato completo tiene registro de autor bajo licencia creative commons, al igual que el resto del blog según se lee en la columna de links de la derecha de la página. De este relato no está permitido su reproducción total o parcial sin citar el nombre del autor, y aún así no estará bajo ningún concepto ni forma permitida la reproducción si es con ánimo de lucro).

lunes, febrero 22, 2010

NOTICIA 753ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (20)

Capítulo 20: una dama española.

Las calles de Veracruz eran frescas. Al fin Patricia de Santamaría podía volver a caminar por ellas libre. José Luis de Cardenete cumplió su palabra de darla la libertad declarándola inocente si era la hidalga que era. Nada más ser reconocida por sus antiguas sirvientas el propio juez la llevó a su casa, donde la dio alojamiento. Allí, la sobrina del juez, Esther Claudio, la dio vestidos. Sus antiguas criadas la ayudaron a asearse después de pasar por aquella infecta mazmorra de la que acababa de ser sacada. Bien comida y descansada en una cama elegante y mullida con dosel, tuvo al día siguiente los propios documentos de su libertad. El juez los redactó mientras dormía. Sin embargo, aún quedaba un asunto, hacerse reconocer en la casa de su padre. Ya nadie podría tirarle verduras y huevos podridos para burlarse de ella por no creerla su palabra, pero mientras su madrastra Alana Chamorro siguiera en su casa no era libre del todo. Nadie es libre si se le niega su existencia. Ella se sabía ser la hija de su padre, hidalga de Veracruz, no podía permitir el robo de su ser. La negación de su existencia era la negación de su ser. Debía imponer su presencia, luchar por ella, pues sólo así restituiría no sólo su honor, si no también la memoria digna de su padre, tan usurpado de su condición de persona al ser manejado por esta mujer en sus últimos años en los que trató en vano de buscar a su hija mayor. La casa de los Santamaría debía ser casa de los Santamaría.

El juez Cardenete y el alcaide Camacho acompañaron a Patricia de Santamaría a la casa de su padre. También les acompañó Laura, que apreciaba en mucho a su Señora. Pero no fueron con ellas aquellas mujeres, Sonia y Sofía, que habían demostrado gran valentía yendo a reconocer a la prisión a la hija de su antiguo señor, contradiciendo así a la declaración de su actual señora, Alana Chamorro. Tenían miedo de perder su empleo si las veían con ella cuando llegaran a la casa. Patricia de Santamaría así lo comprendió y, agradeciéndoles mucho lo que habían hecho por ella, las pidió que marcharan a la casa antes que ellos para que no pudieran ser relacionadas con su libertad.

Alana Chamorro se encontraba en el mismo salón donde en el pasado conjurara para matar a los hermanos Martín, evitando así ayudar a rescatar a su hijastra. Tomaba un chocolate caliente a la taza sentada en una butaca. Hablaba con Javier Oliver cuando entraron sin por la puerta, sin llamada previa, Patricia de Santamaría y su séquito acompañante. Alana Chamorro interrumpió sorprendida su conversación, pero haciendo alarde de demostración de que aún creía que podía controlar la situación, dejó la taza de chocolate en una mesa, sin levantarse de su asiento, y les miró con entereza a sabiendas de que la presencia del juez y de su hijastra no podía significar menos que se sabía de su mentira.

-Bienvenidos, ¿qué les trae por aquí? –saludó Alana Chamorro.
-Creo que lo sabe, Señora –contestó el juez.
-¡Y bien que sí! –gritó Laura, que fue callada con un leve gesto de la mano del juez.
-Hola, Laura, ¿os va bien desde que no trabajáis para mí? –preguntó a su antigua sirvienta.
-Más decentemente –dijo desde su más profundo interior Laura.
-Supongo que en esta sala reconocerá a alguien más que a su antigua criada –dijo el juez.
-Por supuesto –dijo Alana Chamorro levantándose a besar la mejilla de Patricia de Santamaría-. Me alegro de veros de vuelta, querida hija.
-Ya me habíais visto antes –dijo Patricia de Santamaría.
-Ciertamente, Señora –apostilló el alcaide Camacho-, bajo mi prisión.
-¡Ah!, ¿erais la dama de la torre? –dijo falsamente Alana-. Oh, cuanto lo siento, mi pequeña, no os reconocí. Qué fatal error… tanto tiempo… y os creíamos muerta… vuestro pobre padre…
-No ahonde, Señora –dijo el juez poniéndose entre ellas.
-No pretendo hurgar en la herida de esta pobre, seguro que ya la habéis informado del infortunio de su padre, mi esposo, mi amado esposo –Alana cogió con sus manos la dama de su hijastra-. Pequeña mía, siento mucho mi confusión al no reconoceros, gracias a Dios que todo se ha resuelto para vos, al menos felizmente.

Patricia de Santamaría retiró sus manos de las de su madrastra y caminó hacia el asiento donde había estado sentada su madrastra.

-No sois mi madre –dijo-. Sois la viuda de mi padre… a pesar de todo. Os debo ese respeto. Y la felicidad de este encuentro se debe a la buena gente que se crió con mi padre. Decid al juez, quien soy yo.
-Mi hija querida, por supuesto –dijo Alana.
-Diga su nombre, Señora –dijo el alcaide Camacho.
-No creo que sea necesario, ella es…
-Dígalo –dijo el juez suave pero con autoridad.
-Oh… bien… Mi hija se llama Patricia de Santamaría.
-Mi padre fue Patricio de Santamaría, mi madre Alicia Fajardo. Soy hidalga por fin y muerte de mi padre, hidalga por derecho propio.
-Hija…
-Señora –interrumpió el juez-, ¿es usted la segunda esposa, y viuda, de don Patricio de Santamaría, hidalgo y vecino de esta ciudad de Veracruz?
-Sí… -dijo Alana Chamorro comenzando a descomponer la sonrisa que había mantenido.
-¿Es ella –dijo el juez- Patricia de Santamaría, hijastra de vos?
-Sí…
-Patricia de Santamaría es hidalga de Veracruz, heredera de su padre. Esta casa le pertenece. Habremos de revisa la testamentaría de su difunto esposo, Señora. Se le podrá devolver la dote que aportó al matrimonio, pero la casa, tierras y negocios de los Santamaría son de la Señora que tenéis ante vos –dijo el juez colocándose hombro con hombro a Patricia de Santamaría frente a Alana Chamorro-, doña Patricia de Santamaría, hidalga de esta villa.

Alana Chamorro, sabedora del final de sus pretensiones se acercó a una de las ventanas para ver jugar a su pequeña hija Sara en el jardín con su ama de cría.

-¿Cuándo he de irme? –preguntó fingiendo estar distante, y en realidad casi comenzando a estarlo.
-Señora, vos mintió contra la hija de su esposo, casi muere condenada por mí por ello si no llega a ser por la buena fortuna y la buena gente que la conoció –dijo el juez-. ¿Sabe lo que eso significa?
-Sí…
-Sin embargo, Señora –añadió el juez-, es cierto que al dar testimonio de su mentira no la hice jurar la cruz, como me era obligado. Confié en vuestra sinceridad… equivocadamente. No debí hacerlo. No ha cometido perjurio, aunque haya expuesto a la muerte a la hija de su esposo por intereses propios. Por esa razón creo que la Justicia esta vez residirá en que sea doña Patricia quien me pida cómo debo trataros a vos.

Patricia de Santamaría se acercó a la ventana desde donde miraba Alana Chamorro a su hija pequeña jugar en el jardín. La pequeña Sara reía con Sofía. Corría alrededor de ella y de vez en cuando ella la atrapaba entre sus brazos y la levantaba dándola una vuelta como si volara. Recordó a la pequeña niña india, a la pequeña Natalia, que tan bien la había hecho sentir cuando era presa de aquel siniestro portugués al que quería borrar de sus recuerdos, de modo imposible. Su hermanastra tenía la inocencia de una vida que aún no conocía la maldad y corrupción del mundo adulto.

-Quiero que mi madrastra siga viviendo en esta casa – Patricia se giró hacia el juez para decir esto.

Alana Chamorro se volvió hacia ella. Patricia de Santamaría prosiguió.

-Quiero que siga disponiendo de la misma, de sus tierras y de los negocios de mi padre. La nombro cuidadora de todo ello, pero no en nombre de ella.
-¿En nombre vuestro, Señora? –preguntó el juez.
-No. Será como albacea de mi hermana Sara. Nombro a mi madrastra, Alana Chamorro, albacea de todo lo que he dicho. No sólo albacea de su parte legítima, sino también albacea de mi parte, que deberá usarse en provecho de las dos. Quiero que para que no se vea privada de nada de lo que han disfrutado, sigan siendo consideradas en calidad de la persona hidalga que ha disfrutado hasta ahora.
-Pero, Señora… ¿y vos? –dijo laura acercándosela.
-Yo me iré a España –dijo Patricia tomando una de las manos de Laura entre las suyas-, y vos conmigo, os tomo a mi servicio… Y quiero que nadie que haya trabajado con mi padre y siga trabajando en esta casa pueda ser despedida de ella. De todas las rentas que los negocios y tierras de mi padre den, se me dará una parte para poder mantener mi vida acorde con mi posición, para ello, si no os importa –dijo volviéndose hacia el juez- os pido a vos que veléis por ello.
-Lo acepto, Señora, lo haré –dijo el juez.
-Patricia –dijo Alana- yo… os lo agradezco.
-No me lo agradezcáis a mí, hacedlo a una niña india… que es mi vida que hoy tengo.

Nadie entendió estas últimas palabras. Patricia de Santamaría salió de la casa para montarse en el carruaje del juez acompañada de Laura. Allí esperaron a aquel hombre, que ultimaba aquellos asuntos con Alana Chamorro. El alcaide Camacho paró su paso al ser frenado por Javier Oliver en la puerta.

-Esta mujer –dijo el caballero de fortuna- se merece todos los respetos. Dígale que como serví a su padre la serviré a ella por siempre.
-Esa mujer –contestó el alcaide siguiendo su paso hacia la salida de la casa- es una dama española.

domingo, febrero 21, 2010

NOTICIA 752ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (19)

Capítulo19: la muerte de Patricia de Santamaría.

Los cuerpos colgaban del travesaño del patíbulo como frutas en árbol. Hacía rato que habían muerto. Ni siquiera se movían ya como consecuencia de la caída que tensó las sogas. Las cabezas aparecían mal ladeadas, quedando un gesto forzoso y obsceno de los cuellos. La plaza de aquellos condenados a muerte estaba llena de gente ese día para contemplar las ejecuciones, pero hacía rato que la multitud estaba abandonando el lugar.

Las celdas de la prisión de Veracruz resentían ese ambiente. Los presos notaban las ausencias de los compañeros. Sabían quien de ellos ya no estaba allí porque hubiera alcanzado la preciada libertad vivo, y quien muerto. Entre los presos de aquellas habitaciones con rejas, inhóspitas, frías estancias que eran, había una mujer. Patricia de Santamaría había sido trasladada a aquel sitio desde su prisión en lo alto de una torre. El propio alcaide la había extrañamente acompañado. Cuando dejó de ser considerada una mujer de sangre hidalga, desapareció en el trato con ella la habitación con una buena cama, espejo, las camareras a su servicio y los trajes variados. Siguiendo las leyes al respecto la llevaron a las feas y austeras celdas comunes de la prisión de Veracruz en un coche de caballos que no hacía honor a persona alguna. El alcaide, con pesar, iba junto al cochero en la parte delantera de aquel transporte que para los presos alojaba en su trasera una jaula de metal a los ojos de toda la ciudad. Camacho pensaba que aquella mujer era realmente hidalga. La había tratado en todo momento desde que llegó presa. Sus modales eran cuidados, también su lenguaje. No había visto esa esmerada educación en ninguna mujer que llegó a pasar por su presidio. Sus manos, su piel, tampoco se asemejaban a la de aquellas presas. Si bien su carácter era distante, en un mutismo constante, y seco, no creía que esto la hiciera asesina. No obstante, era confesa de una muerte y la que se suponía su madrastra, doña Alana Chamorro, no la había reconocido como la hija de su difunto esposo. Era él a quien correspondía cerrar la nueva celda donde se la encerraba. Así lo hizo de nuevo, pese a sus dudas.

Patricia de Santamaría se encontraba sentada en su jergón de paja, aunque sus agujeros habían echo de él un jergón famélico en el que más que las personas eran las pulgas quienes se sentían más a gusto. Ya no le quedaba esperar más que la muerte anunciada. Se sabía traicionada con una mentira llena de oprobio por la esposa viuda de su padre. Había sido así desde el principio. Ella lo sabía desde que lo oyó en boca de aquel portugués, pero nunca creyó que, cara a cara, la una frente a la otra, llegara a tanto. No sólo era que la hubiera abandonado a ella a su suerte con los piratas, si no que la había mandado a morir, faltando así al respeto, memoria y al amor, si alguna vez había existido, hacia su padre, su esposo. Comprendía cosas que ya poco importaban. Alana Chamorro había buscado una posición social y una fortuna que no esperaba compartir con nadie más. Así lo comprendía Patricia de Santamaría en sus horas de desamparo. Había robado junto a la fortuna y el título familiar algo más aún, su existencia al negarle ser quien era ella. Ahora moriría como la ley sentenciaba que debía morir.

Le mandaron un monje franciscano para tomarla su última confesión, pero en aquella última confesión sólo confesó estar sola. Había pasado mucho tiempo estando sola. Presa de un matrimonio convenido con un interesado personaje de Buenos Aires que buscaba casarse con su hidalguía. Presa en los camarotes de un corsario holandés que la apostó jugando a las cartas. Presa de unos ingleses que no buscaban su libertad a cambio de dinero. Presa de un portugués oscuro con el que cometió y sufrió atrocidades inconfesables que prefería no recordar, como si no hubieran existido ni en las horas cercanas a sus últimos momentos. Presa de las propias autoridades que deberían haber velado por ella, que la encerraron en Miami, que la olvidaron y pasaron de mano en mano en Cuba, que la encerraron en cárcel de plata y luego en un agujero allí, en Veracruz. Pero sobre todo pensaba en esos momentos que había sido presa de los designios de su madrastra. Y que su muerte se debía a ella, había sido buscada por ella. Pudo morir en cualquier momento desde que Paul Muys la raptara, y sin embargo pensaba en el jergón que su muerte siempre estuvo presente sin necesidad de que la hubieran raptado en aquel viaje a Buenos Aires.

Vendrían a llevarla al patíbulo al alba del día siguiente. Su madrastra la había sentenciado a muerte, no tanto la ley, pensaba. Pero en parte la había matado ya al robarle su ser quien era. Al no reconocerla ante el juez, ya había matado a Patricia de Santamaría. Toda esperanza se fue de ella en ese momento. Se rindió. Se rindió ante la vida. Ni siquiera le importó ser exhibida dentro de una jaula deleznable en un carro de caballos por las calles de Veracruz cuando fue trasladada a aquella cárcel hedionda. La muchedumbre se arremolinaba en torno a su paso, curiosa de poder ver a quien parecía una dama como si fuera un animal. No importaba. Ella estaba presa para ser ahorcada, nada podía importar.

La ciudad creó el rumor de la mujer que se hizo pasar por dama. Todos sabían que iba a ser ahorcada. Todos esperaban ver semejante espectáculo. Por ello, cuando se supo que la trasladaban, todo el mundo trató de verla en el carro. Hubo quien la insultó y lanzó verduras y huevos podridos. Otros simplemente miraban con curiosidad morbosa. Algunos simplemente querían verla. Entre la multitud se encontraba Laura, una mujer joven que había servido en la casa de Patricio de Santamaría por muchos años. Casi tenía la edad de la triste dama española. Entró a trabajar de niña en las cocinas. Su padres la entregaron a la casas de aquel hidalgo buscando para ella un por venir que ellos no podían darle. Así, había crecido teniendo por familia a aquella gente, aunque nunca olvidó ni dejó de estar en contacto con sus padres y hermanos naturales. Lo sintió mucho y le dolió cuando murió don Patricio, pues él no sólo la albergó en su casa, dándola techo y comida, sino que también se preocupó de que pudiera escribir y leer. Pero no soportaba a Alana Chamorro, quien, a la muerte del señor, la echó a la calle. Desde entonces se había buscado la vida como bien podía, trabajando a veces en mesones, a veces de lavandera. Cuando escuchó las noticias de la falsa dama tenía tanta curiosidad como el resto de la ciudad por verla. Allí estaba, en la calle por donde pasó aquel carruaje. Aquella mañana le daba exactamente igual si debía o no debía cumplir con un trabajo para el que no había crecido, que ni le gustaba, ni la hacía sentir bien.

El carruaje pasó muy cerca de ella. La gente de alrededor se burlaba de la mujer enjaulada. Era la esquina de una de las calles. Cuando el carruaje torció pasó la caja de la jaula muy cerca de su cara. Entonces la vio. Vio a la mujer. Y no era una farsante, era una dama, era hidalga, era doña Patricia de Santamaría, hija de sus padres. Con lo ojos bien abiertos, la trató de llamar, mas acostumbrada a llamarla Señora, no pronunciaba su nombre. Intentó andar aceleradamente a la par del carro tratando de atraer la atención de la dama, pero Patricia de Santamaría estaba demasiado absorta en su mundo de desgracias. Camacho, que no le gustaba aquel ambiente, apartó con el pie a aquella mujer que andaba gritando a la rea. El carro se alejaba con Patricia de Santamaría.

Laura era una mujer que no se rendía en la vida. Tenaz y madurada se fue corriendo de aquel lugar hacia la casa de los Santamaría. Sabía que allí había más personas que la ayudarían a salvar a la Señora. En las rejas de la puerta de entrada al jardín de la fachada principal encontró a dos de aquellas personas, Sofía Larrea, ama de cría de la pequeña Sara, y Sonia Mora, mujer con la que trabajó en las cocinas. Les contó lo que había visto y quien era aquella mujer. Sin pedir permiso a nadie, salieron todas inmediatamente a la casa del juez José Luis Cardenete.

Cuando llegaron a la casa no las dejaron entrar. Un oficial de guardia se lo impedía, considerando que aquella gente humilde no podía ser gente que realmente pudiera hacerlo. Sonia Mora, mujer de carácter fuerte, comenzó a alzar la voz. En un instante se formó una trifulca donde el guardia cada vez se ponía más duro e inaccesible, intentando mantener la compostura al verse cada vez más acosado por aquellas mujeres que no paraban de increparle y gritarle. El escándalo comenzaba a subirse de tono cuando por la misma calle apareció una joven que se bajó frente a la casa de un carro de manos. Al verles se les acercó logrando que su presencia impusiera cierta relajación al intervenir.

-¿Qué está ocurriendo? –dijo la joven, que no era otra que la sobrina del juez, Esther Claudio.
-Estas mujeres, señora, quieren entrar y no pueden –dijo el guardia.
-¡Porque tú no nos dejas! –le gritó Sonia.
-Eso, porque tú no nos dejas –repitió Sofía.
-No pueden… -dijo el guardia siendo interrumpido por la joven Esther.
-Vale, vale. Díganme –se dirigió la joven a aquellas mujeres-, ¿por qué quieren ver a mi tío?
-No sabíamos que es su sobrina –dijo Laura-, a sus pies, Señora. Necesitamos ver a su tío con urgencia.
-Es de vida o muerte –interrumpió ahora Sonia.
-¿Tan importante? ¿Pues de qué se trata? –preguntó condescendiente e interesada la joven sobrina.
-La mujer que van a ahorcar no está mintiendo. Ella es una dama como vos, Señora. Es inocente –dijo Laura aceleradamente.
-¿Una inocente va a ser ahorcada? –preguntó casi confirmando lo oído la joven dama.
-Sí, señora, una injusticia –dijo Sonia.
-Déjenos ver al juez –dijo Sofía.
-¿Cómo no habría de hacerlo cuando la Justicia llama a la casa del juez haciéndole ver que no ha sido justo? Entrad conmigo –dijo Esther Claudio.

Entraron todas en la casa y vieron a José Luis de Cardenete, que albergaba la certeza de estar condenando a muerte a la desaparecida Patricia de Santamaría desde que Alana Chamorro negara que fuera ella. Aquel asunto había ocupado su mente en los dos últimos días. Había tramitado la causa debidamente. Sabía que esa mañana se producía el traslado de prisión para mandarla a la correspondiente al pueblo, sabía que a la mañana siguiente la ejecutarían por, y con, su propia orden y firma.

Cuando entraron en la biblioteca de la casa, donde él estaba, hubo un gran alboroto y jaleo. Sonia Mora venía dando grandes voces de injusticia. Con calma logró tranquilizarlas con ayuda de su sobrina para saber lo que ocurría.

-Señor –dijo Laura cuando se logró que hablaran ordenadamente-, esta mañana me acerqué a ver el carro con la mujer que habéis mandado a la cárcel. Me llamaba la atención, como a mucha gente, ver a alguien que se hizo pasar por noble.
-¡Pero no era así! –interrumpió Sonia.
-No, no era así –reanudó Laura-. Fui a ver aquello, como os digo, y el carro pasó tan cerca de mí que lo podría haber tocado sin estirar mi brazo –Laura alargó su brazo tratando de escenificar-. Y reconocí en aquella mujer una gran injusticia. Esa mujer es Patricia de Santamaría, hija y heredera de su padre, Dios tenga en su Gloria, don Patricio de Santamaría. Con quien…
-¿Quién habéis dicho? –dijo de repente más interesado aún en todo aquello el juez.
-Doña Patricia de Santamaría, señor –contestó Laura- . La vi con mis propios ojos como le veo ahora a vos, señor. He trabajado desde niña en su casa y sé muy bien que ella es quien dice ser.
-¿Y vosotras, la habéis visto?
-No, señor –dijo Sofía.
-No, no lo hemos hecho –dijo Sonia-, pero si nos dejáis ir a la cárcel estamos seguras que la reconoceremos. Conocemos a esta mujer de muchos años y sabemos que si ella dice que ha visto a la Señora, no estará mintiendo.
-Yo creo que dicen la verdad, tío –dijo Esther Claudio, que se había implicado emocionalmente en la vivacidad con la que las tres mujeres defendían a aquella presa.
-Y yo creo que ustedes han sido enviadas para aclarar mi cabeza –dijo el juez tocando la campanilla para que viniera a la biblioteca el servicio de su casa-. Ahora mismo partiremos todos en mi coche hacia las cárceles. Es imprescindible que todas vean a esa mujer y me digan quien es.

En muy poco tiempo todas las mujeres montaron en el coche de caballos del juez. Raudo atravesó la ciudad con peligro incluso de volcar en alguna esquina. La situación era de vital importancia, literalmente. Cuando Camacho supo de la llegada de aquel carruaje a la prisión, sin que le dijeran nada ya sabía por quien venían a la prisión. También en su mente llevaba tiempo pesando el intuir que se iba a cometer un crimen contra una inocente y la Justicia. Llevó a todo el grupo a la celda de la dama española. La luz llenó los huecos que había cubierto la penumbra de aquel horrible lugar donde Patricia de Santamaría les vio entrar sentada en su jergón. Aquello fue como un renacer.

jueves, febrero 18, 2010

NOTICIA 751ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (18)

Capítulo 18: la hidalguía de un crimen.

Camacho era un hombre joven y alto. Tenía media melena rubia. Ojos claros. Con una barba igualmente rubia. De modales intachables y refinados. Hijo de una modesta familia de nobles. Era un hombre que trabajaba como alcaide de la prisión de Veracruz. Pero en esos momentos no se encontraban en aquellos pasillos de muros gruesos y celdas de las que venían los olores de los excrementos de los presos, si no que se encontraba en una de las torres donde el gobernador de Veracruz solía alojar a sus visitas, entre ellas al Virrey de México. En lo más alto de aquella, habían albergado a la prisionera más recientemente llegada, la hidalga doña Patricia de Santamaría, extraditada por doble asesinato desde la Gobernación y Capitanía General de La Habana.

La mujer era joven y bella. Camacho, quería que se sintiera a gusto. Por ello la había hecho traer varios trajes, peines, algunos polvos para la cara, un espejo, incluso él mismo le había regalado una mantilla con tela de China que había comprado para otra dama que, en esos momentos, ya nunca la recogería de sus manos. Aún más, había puesto a su servicio a dos camareras que eran hijas de la aya que él tuvo de niño, Laura y Silvia Vega. Así, Laura solía encargarse de las cuestiones de la cámara más propiamente, como era poder hacer la cama, limpiar el suelo, mantenerla aireada, limpiar la ropa de la dama y otras cuestiones de este estilo, mientras Silvia ejercía en la cámara con unas funciones más cercanas a la propia Patricia de Santamaría, la vestía y desvestía, la preparaba y traía las diversas comidas de día, preparaba sus baños, incluso hubiera entregado su correspondencia si Patricia hubiera creído que le quedaba alguien en Veracruz a quien poder mandar una letras. Sin embargo, cerrar la puerta con llave y cerrojos era tarea de Camacho.

Desde que se había instalado a la dama allí se había interesado por su bienestar. Preguntaba por ella con frecuencia e iba a verla cuando tenía tiempo. Para él no había duda de que se trataba de una mujer de sangre pura y azul. Sin embargo, bien sabía de qué se la acusaba. Precisamente ese día la propia dama española le vio llegar a su torre prisión desde su ventana acompañada de un hombre de piel seca y enjuta, pelo cortado con gran esmero y ojos vivos, más inquietantes. Le conocía bien, era el juez especial para asuntos de la nobleza al que habían asignado su caso, don José Luis de Cardenete, caballero de la Orden de Alcántara. Era este un hombre de gran prestigio social, su nombre causaba respeto no por miedo, si no porque no había nadie en Veracruz que le encontrara tacha alguna en su contra. Era hombre respetabilísimo, aunque seco en su trato, franco con todo el mundo. Corría el rumor en la ciudad que decía que en caso de problemas bien valía tener a este hombre como testigo a su favor, pues sólo su palabra derrumbaba cualquier prueba que se pudiera aportar. Respetado al sumo, se decía, era el hombre que más menores de edad tenía a su cargo. Todo aquel que moría temprano sin demasiados medios en su vida, solía dejarle a él a cargo de sus hijos, como curador ad litem, y a todos los había aceptado bajo su amparo.

Camacho abrió la pesada hoja de madera doble de la cámara donde alojaron a Patricia de Santamaría. Asomó primero él por la puerta, mostrando los vivos colores verdes y rojos de su traje, seguido por el austero color negro del traje de Cardenete, clara señal, aquel oscuro color, de ser hombre de muchos caudales y poder. Saludaron a la dama con una pequeña reverencia de cabeza y haciendo el gesto de besar su mano. Camacho salió de la estancia, dejando a solas a la mujer y a su juez.

-Ya he llegado el día, señora, en el que sabremos quién es vos –dijo respetuoso, y tan austero como el negro de su traje, aquel juez.
-No me inquieta. Soy hija de mi querido y difunto padre. Hidalga.
-Así os avalan desde Cuba. No tengo porqué dudarlo más de los necesario en este caso. Pero su muerte, la de Patricia de Santamaría, se anunció en esta ciudad hace mucho tiempo. Por ella murió don Patricio de Santamaría.
-Mi padre murió por una insidiosa negligencia, por una fatal mentira de alguien infame. Yo soy yo, Patricia de Santamaría, y estoy en Veracruz.
-Si lo sois lo veremos en breve después de tantos días encerrada en este feo lugar. Siempre es feo el lugar donde uno no está libre, ¿no cree?
-Llevo tanto tiempo sin ser libre… -Patricia de Santamaría se sentó en una pequeña butaca de detalles cuidados de artesanía.
-Si sois quien decís, desde hace más de dos años.
-Yo soy.
-Aún con todo, si sois doña Patricia, aún quedará pendiente dilucidar sobre vuestros crímenes.
-Vuelvo a confesar: sólo maté a un hombre, no era mi marido. Aquel era un hombre vil y falaz…
-Ya, lo sé. Tengo su confesión escrita en su causa criminal. Yo mismo estoy ejerciendo de escribano en este caso. Si todo es cierto está en buenas manos, no se preocupe. Soy juez especial para asuntos nobiliarios, pero también abogado de los Reales Consejos de las Audiencias de su Majestad. Creo que sobre el segundo crimen que os imputa las declaraciones del padre jesuita Alejandro García y del comandante de la plaza de Miami, Raúl Armenteros, así como el informe trasladado del corregidor de La Habana, don Juan Manuel Jordán, con firma del gobernador y Capitán General de ese lugar, no tiene base. Ni siquiera sé porqué han pretendido juzgaros por algo que se basa en suposiciones. No me cabe duda, por la dignidad social de esas personas y por la cantidad de sangre que se dice que había en el bote, de que se salvo con ustedes una tercera persona que murió. Pero no sé de qué ni cómo murió. Así que estoy dispuesto a dejar fuera de vuestra mano ese crimen. Sin embargo, cerca de una decena de soldados españoles, más un jesuita, declararon y firmaron haber visto como mataba a un hombre de una forma brutal. De ese crimen no os puedo eximir.
-Pero ese hombre era mi raptor… era un hombre brutal… fue él quien… -Patricia de Santamaría ahogó sus palabras, a su mente vino el recuerdo de la lancha cuya existencia ella se negaba a querer admitirse a sí misma. No podía decir algo que la ahogaba en su ser reconocerla.
-Fue él quien ¿qué? –dijo interesado el juez acercándose a donde ella estaba sentada.
-Nada… Los holandeses me entregaron a los ingleses y este portugués, no sé porqué, viajaba con ellos… estaba en su barco, era un pirata.
-No era eso lo que iba a decir sobre él. Diga, declare. Sálvese.

Patricia de Santamaría ahogó en su garganta también el recuerdo de aquel portugués forzándola, violándola, vejándola, destrozando su vida quien se suponía que apareció en ella para llevarla a reconstituirla en Veracruz.

-Calla, sólo calla. No parece que se dé cuenta de la gravedad de su posición –dijo el juez Cardenete.

-Aquel hombre me tenía raptada… Decía que iba a traerme, pero quería extorsionar a mi padre… Era un pirata… y me hizo mal… mucho mal.
-Le hizo mal… -dijo el juez pensando la gravedad del tono de la voz en la última frase de ella-. ¿Sabe?, yo conocí a su padre. A vos no, no siendo consciente de sí, era vos una niña muy pequeña, demasiado pequeña, pero a su padre sí lo conocí bien. Hace muchos años. Ya no nos tratábamos, nos distanciamos, pero nunca tuvimos nunca afrenta el uno con el otro, simplemente la vida, a veces… puedes apreciar a alguien y por circunstancias de la vida dejar de ver a ese alguien sabiendo que si te lo encontrases sería como si fuera ayer… Somos ingenuos pensando así, pensando que te encontrarás a alguien mañana, la Muerte es taína, nunca sabremos cuando llegará. Era un buen hombre… Creo que Patricio no la criaría mal… su madrastra… No sé qué ocurrió e aquel bote donde llegó a Florida. Pero si usted es quien dice que es, yo mismo la avalaré para que sea libre. La muerte de aquel portugués la firmaré como un acto de necesidad para liberarse de un raptor pirata que la forzó –el juez inventó esta parte sin saber lo acertado que estaba en ella en cierto modo. La miró y vio como ella le miraba fija y blanca, se convenció entonces de la inocencia de la dama española a raíz de que realmente la hubieran forzado.

Camacho entró en ese momento en la cámara anunciando la llegada del testigo que esa mañana debía dar final a aquella parte de la instrucción del caso.

-Al fin sabremos quién es vos –dijo el juez, y mandó a Camacho hacer subir al testigo a aquella cámara en lo alto de la torre-. Espero que seáis doña Patricia de Santamaría, mi ofrecimiento sólo está hecho para esa jovencita hidalga, no para otra persona.

Patricia de Santamaría permanecía sentada en la butaca, junto al juez Cardenete, cuando entró de nuevo en la habitación Camacho y una dama, doña Alana Chamorro, la segunda esposa de su padre, su madrastra. Patricia de Santamaría la observó vivamente. Sentía la sangre alborotada por dentro, sin moverse de su asiento. Sabía, por boca de aquel odiable portugués, que ella había impedido que al buscasen, ignoraba la razón, pero era su madrastra, ahora allí, no tenía más remedio que identificarla.

-No es ella –dijo tan sólo aquella mujer de piel cuidada y traje bello.

El juez le dio las gracias mientras se iba acompañada del alcalde Camacho. Tan sólo esos segundos de reencuentro familiar sirvieron para que Patricia de Santamaría no fuese Patricia de Santamaría. Para que se abatiese en su pequeña butaca, sin apenas exteriorizarlo. Para que se sintiese traicionada y condenada. Para que se encontrase perdida con un destino tenebroso.

-Lo lamento mucho, señora. No nos dijo la verdad, parece –dijo el juez asumiendo una respuesta que debía registrar en la causa de modo legal, mientras sentía en su interior que la expresión de la dama antes de llegar doña Alana Chamorro a la cámara ya se había hecho identificar por sí misma. Pero había un procedimiento que respetar.
-¿Qué me ocurrirá? –preguntó Patricia de Santamaría regresando a su mutismo-. ¿Me decapitaréis por asesinato?
-No –contestó el juez especial para asuntos nobiliarios-. La decapitación es una muerte rápida reservada a la nobleza. Os ahorcaremos.

miércoles, febrero 17, 2010

NOTICIA 750ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (17)

Capítulo 17: jurisdicciones.

La Capitanía General de Santiago de Cuba recibió a los evacuados de Miami con gran pereza. Ni siquiera dejaron desembarcar a la gente del barco. Su mayor preocupación en esos momentos consistía en mantener a raya tanto a los filibusteros de la Hermandad de la Costa en el mar, como a los propios españoles cubanos que traficaban con ellos secretamente en tierra. Era una administración demasiado sobrecargada de problemas de defensa, tanto militar como económica, llena de corrupción por otro lado. Tomaron la decisión de mandar el barco a la Gobernación y Capitanía General de La Habana. Allí se dirigió el barco. Por ello Patricia de Santamaría se encontraba ahora en una mazmorra de las fortalezas de La Habana. Insalubre y húmeda, llena de suciedad y ratas en la penumbra; la dama se encontraba allí en un mutismo tal que era como si no se encontrara.

El Gobernador y Capitán General de La Habana, don Francisco Riaño y Gamboa, había aceptado a los evacuados de Miami, pero tenía los mismos problemas acuciantes que el Capitán General de Santiago de Cuba. No deseaba entretenerse en el caso enmarañado de una mujer desquiciada cuyo crimen se había producido muy lejos de la isla de Cuba. El expediente de pleito criminal al que se dio inicio ya tenía en su comienzo varios folios, rellenados sólo intentando dirimir qué autoridad debía instruir la causa. En los últimos tiempos su gobernación no sólo tenía problemas con toda especie de piratería o con los traficantes y contrabandistas de entre los propios españoles de la isla, las guerras en Europa cada vez tenían más consecuencias en el Caribe. Hasta los portugueses, se rumoreaba, podían terminar siendo un peligro en ese momento. Eran demasiadas preocupaciones de Estado para sumarle un inconveniente y enmarañado caso penal. Era un regalo envenenado de Miami, plaza a la que ni siquiera se le podía devolver a la prisionera. Nadie confiaba en que se pudiera mantener aquel lugar para finales de año. Finalmente, varios meses después de la llegada a La Habana de aquella mujer encerrada en las mazmorras de la ciudad, el Gobernador y Capitán General de La Habana decidió darle poderes a un corregidor de la ciudad, Juan Manuel Jordán, para llevar el caso.

Juan Manuel visitó a Patricia de Santamaría en su mazmorra. Volvía de ella a su casa en un carro de mano llevado por dos siervos negros suyos. Le costó bajar de ella. Hacía un par de semanas que creía tener gota. Le costaba caminar un poco, pero no se lo había comentado a su esposa. Precisamente había regresado de la fortaleza que retenía a la dama española de manera precipitada hacia su casa cuando le hicieron llegar la noticia del nacimiento de su nueva hija en esos momentos. Cuando entró en su casa, renqueando un poco, su ama de llaves le recibió con un gran recibimiento de felicidad. Subió la escalera principal hacia el dormitorio matrimonial, donde estaba Ana Pescador, su esposa, con la recién nacida Araceli en sus brazos. Las comadronas salieron cuando él entró, todas sonrientes y dándole sus felicitaciones.

-¿Cierro la puerta? –preguntó Cristina Luna, el ama de llaves.
-Sí, pero quédese, por favor –le contestó el corregidor acercándose a su esposa intentando disimular su cojera.

El ama de llaves cerró la puerta mientras él se sentaba en una silla colocada cerca de la cabecera de la cama. Ana Pescador le acercó con ternura a la pequeña Araceli, que había dejado de llorar tiempo antes de la llegada de su padre al hogar. Juan Manuel Jordán la cogió en brazos con gran cuidado. Sus movimientos torpes, afectados por el efecto de los dolores al caminar para haber llegado hasta su esposa e hija, se dejaron llegar hasta sus brazos. El ama de llaves se acercó a ellos y le ayudó al corregidor a coger en brazos a la niña. Ana Pescador no había tenido tiempo para sospechar de los dolores de su esposo, pero hacía días que todo el servicio de la casa tenía la intuición de su existencia.

-Se parece a ti, Ana –dijo el corregidor después de besar a su hija.
-Aún es muy pequeña para parecerse a nadie –Ana le cogió de la mano sin inducirle a soltarla del bebé-. Nuestra pequeña Araceli en muy guapa… ¿se llamará Araceli, verdad?
-Sí, te lo prometí. Se llamará como tu hermana.
-¿Dónde fuiste? No estabas en casa.
-Me llamó el Gobernador para que instruya un caso en su nombre.
-Eso fue ayer. ¿Por qué no estuviste hoy?
-Ana, me hubiera gustado estar. Mírala, parece que supiera que no tiene nada que temer con sus padres, ¿has visto como se acurruca en mis brazos?
-Acaba de nacer.
-Sí…

Ana miró a su esposo con cierta ternura mientras él miraba a la niña, queriendo rellenar su autoestima ante el prodigio de la vida dijo:

-Seguro que ya sabe que su padre es la ley.
-La ley… la ley es delicada, Ana –dijo el corregidor cambiando de postura con un ligero gesto de dolor.
-Permítame, señor –dijo Cristina Luna cogiendo a la pequeña Araceli al comprender que su señor no lo estaba pasando bien-. Si me permiten los señores voy a lavarla bien. Es hora de su primer baño.
-Sí, ves –dijo Ana desde la cama.

Cristina Luna abandonó la habitación con la niña, dejando que así pudieran hablar.

-¿Por qué no estuviste en casa? –preguntó de nuevo Ana Pescador.
-Tenía que ir a las mazmorras… el pleito que me ha dado es especial.
-¿No es otro pirata o un ladrón?
-No. Es una mujer. Según un jesuita que la rescató del mar en Miami mató a su esposo y a otra persona que no conocemos.
-Una mujer… y en esas mazmorras llenas de…
-Ella también ha matado.
-Entonces no es un caso muy distinto, es una mujer, pero también es una asesina, ¿por qué tenías que ir a verla justo hoy? Hubiera querido que estuvieses aquí, esperando en la sala de al lado… o aquí, conmigo.
-¿Contigo? ¿Y qué haría yo con las comadronas?
-Nada, sólo estar conmigo.
-Ana –el corregidor besó la frente de su esposa cogiéndola mejor de la mano-, tenía que ir. No es normal encontrar mujeres asesinas. Además, ha servido de algo verla. La he reconocido. La vi hace muchos años, era muy joven, pero la reconocí, y ella lo confirmó. Y tú también la conociste, de niña.
-¿Y quién es?
-Doña Patricia de Santamaría.
-¿Patricia de Santamaría? Pero si estaba…
-Sí, muerta. Pero como ves no es así. He sido el primero en identificarla. Nadie más lo sabe aún, pero debo escribirlo. Daré fe esta noche, cuando me hagan llegar toda la documentación del pleito a mi despacho con el escribano.
-Le dijiste…
-Sí.
-Y…
-Mal.
-¿Qué ocurrió?
-Cuando dije su nombre ella se levantó y vino a la reja. Se agarró a ella y me miró. Dijo: “sí, soy yo”. Me presenté como me corresponde y la saludé como la dama que es, pues aunque sea una rea es noble y se la debe un respeto. Ella se veía ya libre, pero le dije las acusaciones que pesaban sobre ella.
-Claro…
-Confirmó que mató al hombre que iba con ella, pero no que fuese su marido. Tampoco confirmó la muerte de la persona del bote en la que se salvaron. En ese momento se perturbó, se mutó. Eso no es buena señal. He interrogado ya a muchos criminales, hijos de mala madre, y buena parte de ellos cambian así su carácter cuando les mencionas un crimen que al final se resuelve que realmente cometieron.
-Es una asesina, pues.
-Fue secuestrada por los piratas cuando iba a su casamiento hace algo más de un par de años. El hombre que admitió matar no podía ser su marido, sin embargo…
-Sin embargo…
-Sin embargo ese hombre no era holandés ni inglés, era portugués. ¿Qué hacía con un portugués? Tengo mis dudas. La liberaría por falta de pruebas y testigos. No sé quién era el portugués, pero lo cierto es que nuestras últimas noticias es que estaba raptada por los Jimis. Si esa mujer hubiese hablado más… Después de mutar su carácter al mencionar a la persona que murió en el bote, dijo que quería volver con su padre en Veracruz.
-Y se lo dijiste entonces…
-Sí. Le dije que un barco de Santiago de Cuba trajo hace mucho tiempo la noticia de su muerte a su padre y que este murió al conocerla. Entonces se fue al fondo de la celda, se sentó y no volvió a hablar ni ha hacer gesto alguno.
-Pobre.
-Deberías haberla visto. Era una auténtica alma en pena. Allí, en aquel lugar tan…
-Pero ahora estás conmigo y con Araceli –le dijo cariñosamente Ana besándole la mano.
-Me preocupa esa hidalga. Yo conocía a su padre.
-Indúltala.
-¿Indultarla? ¿Me has escuchado su historia y mis dudas?
-Indúltala. Hazlo como regalo para mí, por el nacimiento de nuestra hija. He leído que los antiguos Césares indultaban presos.
-Yo no soy César –dijo sonriendo el corregidor-. No puedo indultarla. El Imperio tiene sus leyes…
-¿Y qué es la ley si no contiene justicia? Dices que la conoces, y que conocías a su padre. Dices que la liberarías porque no crees que mató a su marido, piensas que ese portugués era su raptor. Y el otro crimen, no sabes nada sobre él y se lo imputas…
-Lo dijo un sacerdote.
-¿Y qué?
-Es un hombre de Dios.
-Y vos, mi esposo, y vos, y todos los días tomáis decisiones de justicia.
-Ana, estáis débil aún. Tú no conoces el funcionamiento preciso de nuestras leyes, no es tan fácil… Hay que aclarar muchas cosas, y todas llevan un proceso minucioso…
-Como os gusta a los hombres perderos en palabrerías y no observar las evidencias.
-No es eso… ni siquiera sé si corresponde a La Habana juzgarla, pero Miami no podría hacerse cargo de ella. Ni tan siquiera sé si yo tengo jurisdicción sobre ella, es noble y mi autoridad nunca ha llegado hasta ellos… sólo el gobernador.
-Pero el gobernador delegó en ti el caso.
-Sí, pero él no sabía quien era ella.
-¿Por qué no se lo dices ahora y que se haga cargo él?
-Debería, pero temo por esa dama si lo hago. Creo que quiere quitarse el caso lo antes posible de encima. Se podría cometer una injusticia.
-Ah, ah, ah… querido esposo, acabo de dar a luz y no paráis de marearme con vuestro trabajo.
-Pero si has preguntado tú…
-No para recibir sólo problemas y objeciones a todo lo que os propongo para ayudaros.
-Ana…
-No –Ana Pescador le soltó la mano-. Queréis dejar de quejaros. Acabáis de ser padre.
-Es cierto. No te enfades.
-No me enfadaré si nos hacéis un regalo a Araceli y a mí.
-Está bien.
-Ya que no podéis devolver a esa dama a Miami, ni queréis devolverla al Gobernador, y ya que es noble y dudáis de vuestra jurisdicción, extraditadla al único lugar al que podéis y dejad de preocuparos para disfrutar de vuestra familia.
-No puedo hacer eso…
-¡Ni siquiera habéis estado en casa mientras daba a luz a vuestra hija! ¡No me regateéis!
-Está bien, está bien –dijo el corregidor queriendo tranquilizar a su mujer y volviéndola a coger de la mano-. ¿Y a qué lugar os referís?
-Es hidalga de Veracruz. Mandadla a Veracruz.

Cristina Luna volvió a entrar en el dormitorio con un pequeño refrigerio en una bandeja de plata. Los esposos se lo agradecieron. Patricia de Santamaría volvería a Veracruz, donde ya no vivía su padre.

martes, febrero 16, 2010

NOTICIA 749ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (16)

Capítulo 16: un problema en Miami.

Raúl Armenteros, el Comandante del fuerte de Miami, llevaba un tiempo escuchando las explicaciones del teniente Daniel Andrinal de porqué había regresado antes que su capitán a la plaza fuerte de la zona. Le dolía la cabeza de soportar además al jesuita Alejandro García con toda clase de razonamientos en defensa de proteger a unos indios tequestas que, probablemente a esa hora, según lo que el teniente había informado que ocurrió, se habrían sumado a la rebelión con el resto de tequestas y miamis del lugar. No le gustaba aquel destino. Pensaba que le habían mandado custodiar el interior de un avispero y no un emplazamiento que protegiera la costa de acceso al Caribe. Estaba ya cansado ya de tantos blablablá, verborrea repetitiva. El teniente parecía repetir una y otra vez las mismas frases, mientras el jesuita parecía tener una frase diferente para toda clase de objeción cada vez que él mismo le preguntaba. Estaba cansado y ya sólo les escuchaba dándoles la espalda. Mirando a través de un ventanuco hacia una de las empalizadas de madera, mientras algunos civiles trataban de realizar varios trabajos manuales.

-Déjenlo ya, esos vizcaínos probablemente ya le estén causando problemas al capitán Casquete –dijo hastiado.
-Comandante, no lo creo –dijo el jesuita-. Debería conocer a la gente de ese poblado. Son mansos. Se defendieron porque creyeron que les íbamos a agredir, pero si ni tan siquiera usaron sus armas…
-Nos apuntaron con sus armas –interrumpió el teniente.
-Porque vos se les acercó con las suyas propias –replicó el jesuita-. Créame, señor Armenteros, mi compañero, el padre Luis, les ha debido explicar ya la situación y seguro que ellos, que nos son fieles, habrán…
-Habrán… habrán… habrán… -cortó el comandante dándose la vuelta para volverles a mirar mostrándoles su oscuro pelo rizado ya con alguna cana solitaria-. Sólo habla de hipótesis, padre. Por lo que a mí respecta me atendré a lo que informe el capitán Casquete cuando regrese… pero no creo que le guste. ¿Sabe que mis informadores indios me hablan de la llegada de otros indios del norte para apoyar la rebelión? Sí, de indios de mucho más al norte de Florida. ¿Sabe quiénes hay al norte de Florida? Los mismos con los que se enfrentó Hernando de Soto, y si estos no han cambiado vendrán a miles a combatirnos.
-Pero…
-Padre, basta, no me atosigue más. Me va hacer estallar la cabeza… Díganme otra vez lo de aquella mujer.
-Cuando estábamos en plena algarada –comenzó a relatar el teniente- la señora mató a su esposo, señor. No había razón aparente. No pudimos hacer nada, ya tenía los sesos fuera cuando nos dimos cuenta.
-Perdió la razón… -dijo el jesuita-. Cuando estaban en el campamento no parecía que esto pudiera ocurrir… Nunca pensamos que…
-No intuyeron esto y quiere que le haga caso con lo de los vizcaínos –dijo el comandante.
-Pero eso es distinto, vos no lo entiende, eso… -quiso defenderse el jesuita.
-Basta, padre. Quiero saber sobre el asunto de la mujer.
-Creo que debe estar trastornada desde su naufragio –dijo el jesuita.
-Vaya, no sospechaban nada y ahora dice que pudo estar trastornada desde el naufragio.
-Bueno, eso creo –reafirmó el jesuita cruzando sus brazos y metiendo las manos por debajo de sus mangas anchas-. No les preguntamos nada, nos parecía una situación delicada, pero en el bote donde se salvaron había mucha sangre. Ellos no estaban tan heridos, hubieran muerto, debía haber alguien más…
-¿Y había alguien más?
-No. No en la barca. Cuando veníamos al fuerte tuve ocasión de hablar sobre el asunto con el difunto, que a estas horas goce de Dios. Confirmó mis sospechas, había una tercera persona. Dijo que estaba malherida por la tragedia que les hizo naufragar. También dijo que trataron de salvarle, pero que no pudieron evitar la muerte. Sin embargo…
-¿Sin embargo…?
-Sin embargo… no importa, le absolví.
-¿Es secreto de confesión, padre?
-No. No lo es.
-Entonces…
-Creo que pudieron matarlo, no sé porqué… Pero pudieron… Tenían un machete manchado de sangre.
-¿Los dos?
-No lo sé… tal vez no. Él hablaba más en el poblado, ella parecía ausente, siempre con una niña india, y luego aquel asesinato tan horrible...
-¿Qué quiere decir, padre? Sea claro. ¿Cree que fueron los dos o uno de ellos?
-No lo sé. Tal vez fue ella… mató a su marido, tal vez mató al tercero en la barca. Él hablaba bastante, parecía agradable, pero ella…
-¿Y quién pudiera ser ese tercero para tener que matarlo?
-No lo sé, hay algo que no entiendo… pero –prosiguió el jesuita- si tuviera que señalar a alguien la señalaría a ella… mató a su marido tan fríamente… y no lloró… se quedó sentada a su lado cuando la descubrimos en tan… en tan horrible escena –el jesuita bajó la cabeza compungido y afectado.
-Y sin embargo no hay pruebas de nada de lo que ocurriera en aquel bote –el comandante volvió a darles la espalda.
-Señor –se aventuró a expresar su opinión el teniente-, sabemos que mató a su esposo con frialdad.
-Sí, lo hizo, está trastornada… incluso cuando la estaban arrestando dijo que ella no había matado a su marido –dijo el jesuita aún afectado-. Pero allí estaba el cuerpo inerte de él… con aquella cabeza tan… se le veían los… estaban una parte por el suelo, pero salían de su cabeza…
-Ya, ya, padre –dijo el comandante paseando por la sala, pensando-. Me han ido a traer un problema al fuerte justo en el momento en que todo el territorio va a estallar de un día a otro. ¿Qué debo hacer? ¿Meterla en un calabozo y malgastar hombres de guardia cuando probablemente necesite a todos disparando desde la empalizada? ¡Pero si hasta creo que vamos a tener que abandonar de nuevo esta posición! ¿Padre, sabe cuántas veces hemos abandonado el río Miami y vuelto sobre él por culpa de estos indios? Ni una ni dos, se lo aseguro. Por mí el Rey se podría olvidar de una vez de esta plaza. Ya tenemos otras plazas bien asentadas en Florida… ¡y se empeña en este lugar!... Me duele la cabeza. Todo esto me está levantando jaqueca. Sólo me han traído problemas.
-Comprendo sus problemas, comandante –dijo el jesuita-, tal vez pudiera meterla en un calabozo hasta celebrar un juicio o tal vez podría celebrar un juicio rápido… solventar este problema sin perjuicio para la defensa de esta plaza para su Majestad, y a la vez tener más tiempo y la cabeza más despejada para volver sobre el asunto de los tequestas de la misión…
-Padre, no vuelva sobre eso, me cansa… No voy a celebrar un juicio rápido… Creo que es un caso delicado. Salgan de aquí, necesito pensar.

El teniente y el jesuita salieron de la estancia despidiéndose cada uno a su forma, una militar y otra religiosa. Al abrir la puerta para salir entró un soldado que esperaba poder hacerlo desde hacía rato. Era un veterano de piel curtida, flaco como si hubiera pasado varios años seguidos de hambre y sólo se hubiera alimentado de vino. Con la voz extraña a las voces de las personas serenas se presentó ante el comandante con un saludo debido.

-¿Qué ocurre, Luengo? -le preguntó el comandante lleno de hastío.
-Su esposa quiere verle –contestó de modo que se delató en su ebriedad.
-¿Ha estado bebiendo en la guardia de mi despacho? –preguntó Raúl Armenteros confirmando en realidad lo que preguntaba.
-No señor –respondió el soldado volviéndose a delatar.
-¡Teniente Andrinal, vuelva! –llamó a voz el comandante al teniente, que volvió a entrar en la sala-. Haga pasar a mi esposa y arreste a Luengo un día en el calabozo… si hubiera problemas con los vizcaínos indúltele en ese momento para incorporarle a la empalizada. Luengo, le estimo, le tengo en mi tropa desde hace años, pero siempre tenemos este problema. Le quiero sereno estos días. Despéjese en el calabozo.

El teniente Andrinal cumplió las órdenes. La esposa del comandante Raúl Armenteros era una mujer vasca, Marta Iraola, de cuya fama se decía que tenía un carácter más fuerte que cualquiera de los veteranos de las guerras en Holanda. Nunca se conformó en quedarse en una casa esperando a su marido. Le había seguido en cada uno de sus destinos, así como había hecho en Europa algunas personas de oficio y un ejército de mujeres, no tan señoras como ella, habían seguido a muchos tercios. No era tan normal ver en las tropas profesionales, no mercenarias como los tercios, a esta caterva peregrina. No era normal que alguien quisiera seguir a las tropas más oficiales. Era esto lo que le hacía peculiar a Marta Iraola. Ella tomaba por sí sus decisiones. Sabía cómo hacer ver a la tropa que su marido tenía gran autoridad, aunque en numerosos asuntos, como el de permanecer a su lado, era su voluntad la que se cumplía en aquel matrimonio. A Raúl Armenteros nunca le pareció mal del todo. Mostraba cierta reticencia, pero lo cierto era que en el fondo para él era su esposa su descanso en sus peores días. Encontraba en ella el sosiego en los momentos más complicados y preocupantes. Era su estabilidad y una de las razones de resistir en el ejército profesional con la cabeza estable.

-Le he dado vestidos –fue lo primero que dijo aquella vasca de pelo fuerte y voz ronca, como si su timbre huyera de los tonos más femeninos.
-¿A quién? –preguntó Raúl Armenteros, que pensaba en algunos de los colonos civiles.
-A la prisionera.
-¿A la prisionera?
-Sí, a ella. Tenía curiosidad y fui a visitarla al calabozo.
-¿Que tenías curiosidad de conocer a una asesina?
-Sí. ¿De qué te extrañas? No es normal conocer a una mujer así. Además, necesitaba vestidos de mujer. Le he dado dos de los míos. El rojo y el verde con azules. No eran gran cosa, pero le vendrán bien –Marta Iraola se puso a mirar los papeles de la mesa de su marido.
-No tenías que haber ido a verla. Podría estar loca.
-¿Loca? No me hagas reír, amor. Esa mujer está muy cuerda.
-¿Hablaste con ella?
-Apenas.
-¿Qué te dijo? –el comandante estaba bastante interesado en esto, se acercó a su esposa, tal vez podría conseguir más pistas sobre qué hacer con ella.
-Que no mató a su marido.
-¡Qué no mató a su marido! Por el amor de Dios, Marta, esa mujer está loca. Toda una expedición de mis hombres vio como le machacaba la cabeza a ese pobre condenado.
-Bueno, ¿y qué? Es algo horrible, pero no creo que esté loca. No dijo mucho más. De hecho sólo dijo eso. Pero lo dijo convencida. Su silencio no me pareció de loca.
-Dejémoslo. ¿Qué querías?
-Nada, sólo decirte que fui a verla.
-Marta, tengo muchas cosas que pensar… Los indios pueden saltar sobre nosotros de un momento a otro.
-¿Y qué vas a hacer?
-¿Y qué voy a hacer? ¿Yo qué sé? Estoy pensando en desalojar la plaza.
-No.
-Soy yo el comandante.
-Y la plaza es de su Majestad. Te quedarás a defenderla, como te corresponde.
-Podrían ser miles…
-Pues muere como un hombre.
-Marta…
-¿O prefieres morir colgado del patíbulo por traición al Rey de España?

Raúl Armenteros tenía cada vez una jaqueca mayor. Sobre sus hombros pesaban muchas vidas, y la suya. Lo sabía bien, sin necesidad de aquel recordatorio.

-Te voy a desalojar. Tenemos un barco. Montaré a los civiles y os evacuaré a Cuba.
-Yo me quiero quedar.
-Marta, esta vez no.
-Soy tu esposa.
-Vendrán miles, tú no debes morir como un hombre –dijo el comandante parafraseando a su esposa con tono de amor. La abrazó. Era un abrazo intenso, profundo, cargado de tanto significado como de adiós. Se prolongó varios minutos en silencio, en un silencio que decía todas las cosas.
-Monta a la prisionera –deshizo el momento Marta Iraola sin dejar de abrazarse a su esposo-. Será un problema menos para ti. Que decida Cuba. No tendrás que preocuparte de nada más que de los indios.

El silencio volvió a inundar el despacho. Ellos se abrazaban. Todo estaba decidido en aquella despedida que envolvía el ambiente de “adiós”. Ninguno pensaba en “hasta el regreso”.

lunes, febrero 15, 2010

NOTICIA 748ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (15)

Capítulo 15: una muerte en el camino.

La expedición no había contado con tropezarse en su camino con un pequeño grupo de soldados españoles. Venían en dirección contraria justo por su misma senda. Les dieron el alto nada más encontrarse. Venían del fuerte en el río Miami e iban en dirección a la misión de donde ellos habían salido, precisamente. Su marcha no llevaba excesivos pertrechos. Iban, eso sí, con pesados mosquetones y molestas picas para andar por aquellos caminos, pero se notaba que habían pretendido hacer de su marcha una marcha ligera para ganar tiempo. Su capitán, un hombre de cara afable, montaba a caballo, el único de estos animales que llevaban consigo. Era el capitán Iván Casquete, un hombre de mediana edad que había hecho la carrera militar íntegramente en América. En diferentes destinos. Hacía tiempo que esperaba poder servir en cargos mejor asentados, por ejemplo en Portobello, pero esa destinación no llegaba, ni con ella un ascenso tras muchos años de servicio. Florida era para él un destino ingrato e infructuoso donde no creía que pudiera avanzar en sus metas. Había ascendido por méritos, y el demérito que le negaba aspirar a una mejor vida militar era no ser de familia noble. Cuando le destinaron al fuerte de Miami pensó que debería mantener desde esa posición a ingleses y franceses lejos del Caribe, nunca llegó a plantearse que sus principales problemas vendrían de los indios del interior de aquella península. Tribus que consideraba totalmente salvajes, semidesnudas y belicosas, gente que vivía en cabañas y en una especie de tiendas, nómadas según la época del año, nada receptivas a los españoles salvo en contadas épocas y zonas determinadas. Ahora se encontraba allí, con su pequeña patrulla de hombres, de frente a un grupo de gente que, en principio, iba a buscar. Hombres del Imperio que se encontraban acompañados de indios tequestas. Un dilema.

-Hola, padre Alejandro –dijo lacónico desde lo alto de su caballo a aquel jesuita bajo él.
-Sea con Dios, capitán. No esperaba encontrarlo aquí.
-Yo tampoco. Esperaba encontrarlos a todos en la misión. ¿Quiénes son ellos que van con vos? –preguntó señalando con la barbilla a Patricia de Santamaría y a David el portugués.
-Son náufragos, capitán. Los rescatamos hace unos meses de la playa. Vienen conmigo al fuerte para buscar ayuda.
-Pues vienen en momentos complicados al fuerte. ¿El padre Luis está en la misión?
-Sí, este año le tocaba a él cuidar de aquel rebaño del Señor.
-Pues su rebaño va a tener que ser desatendido. Tengo orden de llevarles al fuerte. Los vizcaínos se están uniendo a los miami y otras tribus para hacernos la guerra.
-Pero los indios tequesta de nuestra misión son pacíficos. Son dignos hijos de Nuestro Señor.
-Las órdenes vienen del comandante de la plaza. Dijo que trajera al fuerte a los padres jesuitas de la misión del Norte. No dijo nada de sus indios vizcaínos.
-No podemos abandonar a esta gente, ellos no se han levantado en armas.
-Dudo incluso que deba dejar libres a los que van con vos. Son vizcaínos, podrían ser sediciosos.
-Son fieles a su Majestad –dijo firmemente el jesuita Alejandro García.
-Nosotros no guerra –dijo el indio Borja.
-Vizcaíno no estaba hablando contigo –contestó el capitán Casquete-, pero ahora sí: ¡vizcaínos, soltad en el suelo vuestros arcos y lanzas! –espetó alzando la voz y su cabeza.
-Esta gente es amiga, no cometáis un error –dijo el jesuita.
-No me fastidie, padre –dijo el capitán con aire de fastidio-. Yo no le digo a vos cómo dar misa. ¡Soltad las armas! –añadió otra vez en voz alta a modo de orden a los tequestas.
-Abandonar a esta gente es un grave error. El gobierno de su Majestad no los abandonaría. Ellos no son los que combaten contra las tropas.
-La autoridad de su Majestad está representada por Raúl Armenteros, comandante de la plaza de Miami en este lugar de Florida. Yo tengo órdenes precisas de él y hablan de llevar conmigo a los jesuitas, por lo que yo sé todo vizcaíno es un potencial enemigo en esta zona. Además, padre, en tiempo de guerra no me fío de estos indios, he visto ya demasiadas guerras en las Indias –y volviendo a alzar la cabeza y la voz añadió-. ¡He dicho que soltéis las armas, vizcaínos! Tú, el que habla castellano, díselo a tus compañeros.

El indio Borja no dijo nada. Titubeante intuyó que debía como menos dar un paso atrás para juntarse más corporalmente a los otros tres tequestas de su tribu. No eran un peligro alguno a los españoles, pero la actitud del español sobre el caballo les ponía a la defensiva. Asistían a la escena, algo retirados, Patricia de Santamaría y David el portugués. Para el portugués esta situación era un mero retraso en su marcha. A él le daba igual la situación de los indios. Sin embargo, a ella, aquella era una situación que estaba tensando en su interior cierto nerviosismo.

-Teniente –le dijo el capitán Casquete a su teniente Daniel Andrinal-, desarme a estos hombres y engrillételos para su marcha al fuerte.
-¡No hagáis tal, teniente, u obraréis contra la Justicia! –clamó el jesuita.
-No me tiente, padre, que esto puede ser delito de insurrección contra su Majestad.
-Antes pasaréis sobre mí que tocar a gente inocente para cargarles de cadenas –el jesuita parecía impasible colocado justo delante de la cabeza del caballo que montaba el capitán español.
-Si hay que pasar se pasará. ¡Teniente, acate las órdenes!

El teniente Andrinal avanzó con tres soldados hacia los indios. El jesuita se colocó delante de ellos vanamente. Tras un breve forcejeo fue tirado al suelo sin que su resistencia hubiera supuesto un grave problema. El indio Borja exclamó algo en su lengua natal y todos los tequesta se juntaron más entre ellos, estando casi hombro con hombre, con sus arcos cargados con flechas y tensos, y sus lanzas dispuestas a su frente. No pensaban realizar descarga alguna, sino provocar cierto distanciamiento de aquellos que, intuían, les iban a causar un mal injustificado. El teniente se paró en su avance con sus hombres con el cuerpo alerta, como buscando un resquicio o una oportunidad para saltar sobre aquellos indios. El capitán Casquete hizo adelantarse a su caballo y lo puso en pie sobre sus dos patas traseras tan cerca de los indios que cuando bajó el cuerpo estos sintieron la respiración de aquel animal sobre ellos. Impresionados del susto de que el caballo pasara sobre ellos, se habían medio agazapado de modo casi autorreflejo. Al verlos desbaratados en su formación, el teniente, y ya no sus tres soldados, sino todos los soldados españoles de aquella expedición, se lanzaron contra aquellos cuatro indios tequesta empezando un forcejeo de pelea cuerpo a cuerpo donde aquellos desdichados trataban de zafarse de las manos de los soldados que tan sin saber el porqué se venían contra ellos. El jesuita, levantado del suelo se lanzó a luchar con los indios, intentando separar a los españoles de estos.

A todos estos sucesos, el portugués sólo miraba. No pensaba intervenir. No era asunto suyo. Para él le era indiferente llegar al fuerte español con los indios encadenados o sin cadenas. Aún más, incluso pensaba, dada la situación, que los indios debían estar en cadenas o muertos, pues de otro modo realmente aquel capitán español los podría considerar insurrectos a la autoridad imperial de Felipe IV en aquellas inhóspitas tierras. Pensaba, fríamente, en esto y en que la mejor postura era no hacer nada, en todo caso, si fuera necesario, ayudar a los soldados, si fuera preciso hasta reduciendo al jesuita. Era quizá aquel momento el mejor momento de librarse de aquel Alejandro García que había iniciado un inquietante interés por la sangre de la lancha. Si llegaba a exponerlo al comandante del fuerte de Miami este podría tomar otras medidas que podían acabar no muy bien con él y la española. No había iniciado aquel negocio para acabar en un presidio. Observaba la pelea, y valoraba aquellas cosas con sus pros y sus contras, como quien observa el mejor lugar para vadear un río o el mejor momento para plantar una cosecha. Todo estaba sucediendo muy rápido. Si iba a matar al jesuita, de forma que pareciera a modo de ayuda a los españoles, debía hacerlo ya. Debía encontrar el momento de la pelea que pareciera patente a ojos de los soldados que aquella fuera una acción necesaria contra un pretendido facineroso contra el Rey de España. Debía inventarlo, simularlo, lo que podía ser quizá fácil ante tanta confusión de forcejeos.

Patricia de Santamaría, a cada instante más nerviosa y tensa, acumulaba con aquella pelea una sensación desagradable. Un desasosiego se apoderaba de ella. Venía a su mente un estado de inquietud que se había venido acumulando desde hacía mucho tiempo, en silencio. Había crecido dentro de ella sin que se hubiera manifestado hasta ese momento. Los indios a los que forzaban eran las únicas personas con las que se había sentido bien en mucho tiempo. Incluso aquellos jesuitas, de los cuales uno estaba siendo agredido en ese momento, habían sido buenos con ella. La situación de violencia y caos, de injusticia, removía en su corazón pasiones negras que habían ido creciendo dentro de ella como si fueran espinos que aferraban y desgajaban su ser herido y maltratado. No era la violencia contra los indios lo que la estaba poniendo en estado de nerviosismo, era otra cosa. Algo callado que quería gritar dentro de ella en ese momento. Lo que estaba viendo no le estaba sobrecogiendo, si no excitando una gran cantidad de tensiones, de silencios mudos que querían florecer en un algo que los hiciera visibles al mundo. Así, agarrando una gran piedra de aquel lugar la alzó sobre su cabeza y acercándose por la espalda a David el portugués, absorto en encontrar su momento, le partió el cráneo estampándola con gran violencia contra él. El portugués se desplomó al suelo cayendo primero sobre sus rodillas. La dama española siguió machacando aquella cabeza con la piedra. Poco a poco el barullo de la pelea se fue silenciando. Los ruidos de los animales volvían a cobrar el protagonismo mientras los indios aprovechaban para huir desembarazados de los españoles. Los soldados miraban estupefactos y asombrados a aquella mujer que machacaba la cabeza de aquel muerto.

-Su marido… -acertó a decir en voz baja y sesgada el jesuita, perplejo.

Ella paró soltando la piedra al lado del inerte y desangrado portugués, pues la sangre ya brotaba, y de rodillas a su lado volvió a su estado de calma silenciosa. Como si nada hubiera ocurrido. Como si nada hubiera pasado.

-Teniente –dijo el capitán desde su caballo igual de perplejo que el jesuita-, detenga a esta mujer y póngala cadenas.

Ya nadie pensaba en los indios.

-Ha matado a su marido… -dijo el jesuita aún atónito mientras el teniente cumplía las órdenes.
-No lo he hecho –dijo triste la dama.
-Ha perdido la razón… -volvió a musitar el jesuita.

El capitán Casquete dio la orden al teniente Andrinal de llevarla a ella y al jesuita al fuerte de Miami, mientras él se dirigía a la misión. Ella iba en cadenas, el jesuita rezando. En la tumba que le cavaron al portugués en aquel lugar, apenas se colocó una cruz de madera y una piedra. Nadie le conoció de entre los presentes.

sábado, febrero 13, 2010

NOTICIA 747ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (14)

Capítulo 14: camino de Miami.

Habían pasado dos meses antes de que el jesuita Alejandro García se decidiera a salir del poblado indio hacia el fuerte de Miami. Los días habían pasado tranquilos entre aquellos árboles. Patricia de Santamaría apenas se había separado de la pequeña Natalia. Habían adquirido entre ellas un gran afecto. La niña le confería a Patricia una especie de tranquilidad, de evasión. La dama española casi se sentía lejos de todo lo que la había ocurrido en aquel lugar, con aquella niña india, pero quería regresar con su padre. Sentía que sólo regresando con él podría acabar por siempre aquel mal sueño que constantemente le recordaba la presencia de aquel portugués… para su desgracia tan necesario en su regreso. Por ello, haciendo acopio de entereza, con cierta tristeza, se despidió de aquella niña durante horas el día que partieron del poblado. Casi se había relacionado sólo con ella en todo ese tiempo. Le había dedicado gran tiempo. Era su sosiego, su mundo alternativo a sus miserias. Pero debía regresar a Veracruz. Aquel fue otro sacrificio.

Habían partido hacía una semana, ella vestida con ropas de hombre. Con ella, el portugués, y el jesuita Alejandro, viajaba el indio Borja y tres tequestas más. Los espacios de vegetación se iban combinando con otros menos abundantes en árboles. Atravesaron numerosos espacios con pequeñas lagunas. Aquel lugar, lleno de flores enormes, era sin duda como un pequeño Paraíso. Sin embargo, eso mismo hacía del viaje a pie una dura prueba que superar. Paraban para descansar cada tanto de tiempo, pero aún con todo debían caminar y caminar en aquel ambiente húmedo y caluroso, lleno de ruidos de animales. Los indios sabían detectar si había peligros cercanos en su camino, como grandes serpientes y caimanes, incluso aquellos peligrosos pumas que podían saltar sobre ellos desde la maleza. Caminaban por delante y por detrás de ellos aquellos tequestas, a modo casi de escolta. Borja encabezaba todo el grupo, era sin duda el guía más experto de todos ellos. Los tequesta habían aprendido a fabricar y manejar los arcos y las flechas con la llegada de los españoles hacía muchas décadas. Ahora eran expertos arqueros. Era con aquellas armas, que solían usar para cazar, con las que pretendían defender a todo el grupo. Raramente conseguían tener alguna punta de metal, comprada por los jesuitas, así que su defensa estaba en manos de indios con puntas de piedra. David el portugués llevaba consigo el machete largo de hoja ancha que llevara siempre consigo, era esa la única arma de metal que la que podían contar en caso de algún encuentro con una animal salvaje que amenazara sus vidas. No obstante, el camino, aunque arduo, no había planteado mayores problemas que cierto cansancio y algunas ampollas en los pies del jesuita y de Patricia de Santamaría.

Todos los años uno de los dos jesuitas bajaban al fuerte del río Miami en busca de proveerse de algunas cosas necesarias. Sólo se proveían dos veces al año de objetos que no eran capaces de fabricar ellos. Una en aquellas expediciones y otra con la llegada de un barco a su zona. Con el barco solía venir algún otro jesuita para saber cómo iba la misión para poder informar a sus jerarquías, que era el principal objeto de aquellos barcos anuales. Las idas al fuerte de Miami solía servir más para adquirir cosas cotidianas, como ropa, vino para las liturgias, papel para escribir o tinta. De paso servía, indirectamente, para que las autoridades civiles de la zona supieran que la misión se encontraba bien. Ese año serviría también para ayudar a regresar a su casa a los que el jesuita creía un matrimonio.

Solían montar campamentos antes del atardecer, que entre aquella espesura a veces era demasiado pronto. Por las noches tenían más posibilidades de ser atacados por bestias salvajes. Los indios montaban guardias cuidando el campamento, que, al anochecer, tenía en su centro un fuego que ayudara a ahuyentar cuando menos a los pumas que tanto temían. Con un ancho capote montaban una especie de tienda como las que usaban los tercios en sus campañas, pero más pequeña y sencilla, donde podían descansar todos los miembros de la expedición, salvo el que le tocaba la guardia. Habían cenado frugalmente aquella noche. Patricia de Santamaría, que había permanecido en silencio aquellos días, hablando sólo lo justo, se fue a dormir pronto. David el portugués se quedó hablando con el jesuita sobre los viajes por mar. Una conversación intrascendente donde ambos encontraban un poco de descanso, al menos hasta que el jesuita mencionó algo que hasta entonces parecía haber flotado en el ambiente como si no existiese.

-Hay algo que no nos han contado –dijo aquel sacerdote.
-¿Perdón…? –contestó el portugués que se había sorprendido con aquella frase que cortaba en seco lo que él comentaba acerca de la vida en las islas del Caribe.
-Usted lo sabe.
-¿A qué se refiere?
-Ocurrió algo, ¿verdad? Algo que les ha cambiado.
-¿Cambiado?
-Me refiero a cuando llegaron, cuando les encontramos. No quisimos mencionarlo. Imaginamos que su naufragio debió ser muy duro, pero ya ha pasado un tiempo… y su esposa descansa en la tienda.
-¿Qué quiere saber del naufragio?
-Había otro naufrago, ¿no es cierto?

David el portugués al fin comenzó a comprender la intención de aquello. La favorable discreción y falta de interés de aquellos misioneros de la que habían disfrutado había llegado a su fin en ese momento. Pensó que debería haber previsto esta situación.

-Cuando les recogimos en la playa vimos el bote. Su fondo estaba cubierto de sangre, seca, pero sangre –dijo el jesuita ante el silencio momentáneo del portugués, que interpretó como afección y no como lo que era: la urdimbre de un modo de salir del paso-. ¿Había alguien más, verdad? Ustedes no tenían heridas como para sangrar así.
-Sí. Había alguien más.
-Cuénteme, ¿qué pasó?
-Murió desangrado.
-Desangrado…
-Sí. Desangrado.
-¿Cómo fue eso?
-Lo embarcamos vivo con nosotros en la lancha cuando ocurrió la terrible tragedia del hundimiento, pero estaba gravemente herido. El barco sufrió destrozos en una tormenta y le había caído parte de la verga encima. Le destrozó en gran parte.
-Pero su machete, también tenía sangre –dijo el jesuita bastante directamente.
-Sí, sí, la tenía… -el portugués trató de ganar tiempo fingiendo pesar en un pequeño silencio que hizo para buscar un nuevo escape, Alejandro García le miró y movió la cabeza para transferirle un sentimiento de comprensión trascendente por su parte-. Logramos que viviera varios días. Mi esposa supo hacerle unos vendajes que taponaron en principio la sangre, pero no pudimos evitar la gangrena. Le amputé una pierna.
-Le amputó una pierna… pero no tenían nada para cerrar el corte, no tenían fuego, ¿cómo lo cerraron?
-Bueno, no corte toda la pierna… Yo no soy médico, padre, la verdad es que le corté un buen trozo de su carne creyendo que así evitaría la expansión de la cangrena. Confiaba en que, vendando también aquello, la herida se cerraría.
-Desde luego usted no es cirujano. Pero le comprendo. ¿Murió de aquello?
-Sí… lo confieso. Creo que murió de aquello. Desangrado. Lo enterramos al estilo del mar, lo arrojamos al agua… la lancha era pequeña…
-Entiendo. ¿Rezaron?
-¿Por su alma?
-Claro… también por ustedes, por supuesto, pero ¿rezaron por su alma antes de enterrarlo en el mar?
-Sí, padre, rezamos por su alma –el portugués trató de ser lo más convincente que pudo en sus mentiras.

Alejandro García se levantó y le bendijo haciéndole el signo de la cruz con la mano.

-Ego te absolvo –dijo el jesuita sin convicción real de las palabras increíbles de aquel portugués-. Comprendo el drama vivido. A veces es mejor que el alma descanse de sus pesares. Dios lo quiere. Ahora, si me disculpa, voy a retirarme a dormir. Hemos andado mucho hoy, me encuentro realmente cansado. Necesito irme a soñar ya.

El jesuita Alejandro García se fue dentro de la tienda de campaña. El portugués intuía que su explicación de la sangre en la lancha había sido aceptada, pero no creída. No había sido una buena mentira. Él mismo lo sabía. Pero necesitaba al jesuita y a los indios para llegar a aquel fuerte español. Tal vez, cuando estuvieran cerca, debería plantearse la conveniencia de eliminarlo antes de que pudiera ser un problema ante las autoridades civiles de aquel lugar. Debería matarlo.