viernes, febrero 28, 2014

NOTICIA 1311ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 9)



Capítulo 9: En la ciudad.

Código soñó que un colibrí volaba delante de su cara, estático, mirándole. Aquel pájaro era tan preciso como un robot. Siglos de evolución había transformado la constitución de aquel precioso animal en una perfecta máquina para comer del interior de las flores más altas y más inaccesibles. Sabían buscar aquello que querían. Era una especie misteriosa, por mucho que se sabía de ella. Para él era misteriosa. Allí estuvo, con sus vivos colores, delante de él en su sueño. Era imposible no verle. Su mente se lo mostraba. Era lo que quería ver.

Código se levantó de su cama. El día comenzaba sin ningún encargo ni misión que realizar. Los días en la ciudad galáctica se regulaban por las horas. A falta de gravitar alrededor de una estrella, se veían necesitados de controlar las luces de la ciudad subiendo y bajando su intensidad imitando las horas del día y de la noche del planeta madre, La Tierra. Hasta el punto que incluso imitaban la variación de las horas de luz del día según las estaciones, a pesar de que no imitaban la temperatura variable de las mismas. El cielo siempre era en general oscuro, con las estrellas rodeándoles, como aquel nuevo día en el que salió a la calle, pero la intensidad de las luces en las calles imitaban un día soleado.

El automóvil gravitatorio de la autoescuela del robot Sergio Pérez le pasó cerca sin detenerse. Iba en dirección al ayuntamiento. Código observó como se alejaba. Era temprano, quizá iba a recoger a un alumno. Daba igual, era un robot empático, cualquier cosa podría haberle motivado a empezar a trabajar tan temprano. Quizá ni estuviera trabajando. Puede que simplemente quisiera dar un paseo antes de empezar a dar clases. Aquel robot manumitido era muy curioso. Sus circuitos empáticos habían hecho de él un ciudadano normal y corriente más. Era el mejor amigo de Enrique Bermejo, lo que le hacía pensar a Código en la inmensa soledad del antiguo gestor madrileño. Sabía que también era amigo de don Juan Manuel, pero aquel capo sólo era amigo de sus socios. Por cuestiones de gobierno podría haber sido amigo, o al menos entenderse bien, con la alcaldesa Anna Guillou, sin embargo había un abismo entre ellos lleno de ambiciones personales. Al menos, pese a la soledad de Enrique Bermejo, este tenía un amigo, aunque fuera el robot Sergio Pérez, que había desaparecido con su coche entre las calles que iban al ayuntamiento. Él, Código, apenas podía decir que tuviera un amigo. Mucha gente le conocía por su trabajo, pero nadie era alguien al que pudiera llamar amigo. Lo más parecido fue Grisóstomo. El anuncio de su muerte hace unos días le había borrado de aquel mundo. Fue un accidente. Cuando pulsó el lanzamiento de la cápsula unipersonal no sabía que él estuviera allí.

Código atravesó un par de calles cuando apareció sobre él un carrito gravitatorio con el logotipo “Cafés Álvarez-Dardet”. La chica rubia que lo pilotaba descendió hasta poder estar mirándose ambos a la cara. Todas las mañanas se encontraban en la misma calle a esas horas.

-Hola, Santi –le saludó Código.

-Buenos días, Código –le devolvió el saludo la chica rubia y de pelo ondulado.

-Dame lo de siempre –pidió Código.

Santi, la chica rubia, comenzó a preparar un café en la máquina del carrito mientras calentaba algo de leche. Era un pequeño negocio bastante especial. Era la única vendedora ambulante de cafés de la ciudad flotante. Le había quitado el carrito a su pareja en un divorcio bastante reñido. Ahora su expareja se encontraba muy lejos, rehaciendo su vida en un planeta distante, mientras ella llevaba mucho tiempo feliz con aquella pequeña venta de cafés que le permitía conocer a múltiples personas. Tenía su clientela fija, como Código, gente fiel a un estilo de consumo.

-¿Cómo va tu cuadro? –preguntó Código mientras le dejaba el dinero en una bandeja del carrito. Santi pintaba cuadros desde aquel divorcio, no se le daba mal.

-¿El de la cabra? Bien, a mi me gusta cómo va quedando –contestó-. El otro día conocí a un tipo que insistía en darle una explicación, pero le dije que sólo era una cabra. Creo que no le gustó la explicación. Pero no había nada más detrás. Es muy realista, se parece mucho a las de las imágenes de la Enciclopedia Única. Cuando la acabe te la enseñaré.

-A veces se buscan demasiadas explicaciones –Código cogió su café y le dio un sorbo mientras Santi le devolvía las vueltas de su dinero-. Anoche soñé con un colibrí. Era bonito. Rojo, azul, con el pico amarillo… Estaba volando delante de mi cara. No se apartaba.

-Qué bonito. ¿Lo tocaste?

-No. Sólo lo miraba.

-No hubieras podido tocarlo. Pueden volar estáticos en el aire, pero no creo que se dejen tocar. ¿Has visto alguna vez alguno real?

-No… ni siquiera en los planetas. Tal vez en La Tierra…

-Sí, tal vez –dijo Santi con una sonrisa-. ¿Si quieres te pinto uno?

-No hace falta, gracias –Código de repente recordó a aquel eremita de Indonesia, le había venido a la memoria con el recuerdo de aquel sueño-. Oye, Santi, ¿qué crees que significa que el viento acerque palabras de voces conocidas?

-Aquí no hay viento, salvo cuando se conectan los imitadores de brisas para favorecer a nuestros organismos –dijo Santi algo desprevenida por la pregunta, pero al ver la cara ausente de respuesta de Código añadió-, pero quizá te pueda ayudar Raquel, la escritora… Raquel… ¿cómo era?

-La escritora… Raquel Hernández Luján –resolvió Código.

-Sí. Ella. Dice que puede comunicarse con el pasado –contestó la rubia de pelo ondulado mientras recibía dos clientes nuevos.

-Gracias, Santi. Sólo era una tontería. Adiós –Código se alejó mientras Santi se despedía y recibía a los nuevos clientes.

Código había recordado de la nada las palabras del eremita. No sabía muy bien qué querían decir, pero tampoco parecía que fuera buena idea optar por visitar a una mujer que decía comunicarse con el pasado. Ahora se le mezclaban los pensamientos del sueño del colibrí, con los del recuerdo del eremita. En realidad nunca le había abandonado aquel recuerdo. Poco a poco se acercó a la Calle Mayor. En buena parte, desde que regresó le había entretenido la devolución de la polizonte y la muerte de Grisóstomo. Esta mañana era la primera que había descansado bien y soñando. La Calle Mayor reproducía perfectamente una calle medieval de la región europea del viejo planeta La Tierra. Imitaba un núcleo comercial como se suponía que lo fue en la ciudad madre. A esas horas algunos comercios comenzaban a abrir. Otros ya estaban abiertos. Código terminó su café y entregó su vaso a una de las cajas de reciclado instantáneo que había en una de las innumerables columnas del porticado de ambos lados de la calle. La calle era larga, recta y plana. Reproducía adoquines de piedra en el suelo de su zona central, que dejaba ver el cielo galáctico. A los lados los soportales de columnas al estilo medieval soportaban la reproducción de las casas que se suponía estaban ahí en la ciudad madre. Eran casas de una o dos alturas, no muy altas, con gran variedad de estilos arquitectónicos. A los jóvenes estudiantes les solían llevar allí a pasear para darles clases de arquitectura y Arte. Código paseaba para iniciar una mera ronda mientras esperaba algún encargo de parte del gobierno local. No tardó mucho en encontrarse delante del escaparate de “Especialidades Siglo XX”, una tienda de anticuario que trataba de vender objetos preferentemente del siglo XX. Su dueño se llamaba Juan Manuel Peña. Este hombre, alto y calvo, tenía cierta fijación con ese siglo. En su tienda cabían antigüedades de otra época, pero prácticamente todos sus anaqueles los ocupaban ordenadores, televisores, radios, libros, teléfonos y otros objetos del siglo XX. La gran mayoría no eran antigüedades reales. Eran reproducciones de la más alta gama, de un lujo exclusivo por su fidelidad absoluta. Objetos que se habían fabricado en las mismas condiciones que los originales para garantizar un mercado de coleccionistas. Había otros objetos que imitaban las antigüedades, pero en realidad se adaptaban a las necesidades de su época actual, estos otros eran más zafios, según el vendedor. A esas alturas y en una ciudad galáctica era difícil encontrar auténticas antigüedades del siglo XX, pero alguna había. Eran pocas, pero sin duda las más admiradas, deseadas y caras. Prácticamente no encontraban compradores en la ciudad, cuyos ciudadanos se acercaban a la tienda sólo para verlas como si fuera una sala de exposición. El señor Juan Manuel Peña se contentaba con tenerlas allí porque le gustaba tenerlas, sólo cuando se acercaban a un planeta se vislumbraba la posibilidad de tener nuevos clientes con nuevas capacidades. Precisamente la llegada del señor Yogui a la ciudad podía suponer una oportunidad única. Además, traía una exposición temporal con la exclusiva pieza de Historia que suponía el cuerpo crionizado de Borja Montero. Había colocado ya una guitarra eléctrica y un par de discos en el escaparate. Ahora, al lado de Código, abría la puerta del negocio portando un enorme retrato del músico, del primer Borja Montero, y una caja llena de camisetas de algodón que reproducían un logotipo que sin duda fue de la época de aquel que ahora dormía. Pero no eran los únicos que estaban allí. Código no sólo se detuvo para mirar la guitarra del escaparate. “El Carbonilla” y Liliana Sáez habían madrugado para esperar la llegada de Juan Manuel Peña.

-Buenos días –se saludaron todos.

“El Carbonilla de Alcalá” abrió la conversación con Juan Manuel Peña, que terminó de abrir la puerta.

-Me gusta la guitarra –dijo mirando el escaparate-, deberías poner al lado la del almacén, la española.

-Sí, lo pensé anoche –dijo Juan Manuel Peña-, aún no he traído lo tuyo. Mis proveedores llegan a esta ciudad de tarde en tarde, ya lo sabes. Quizá lo tenga para el próximo mes.

“El Carbonilla de Alcalá” asintió de forma automáticamente. Llevaba tanto tiempo esperando un teléfono móvil original sin recibirlo que tenía asimilada la respuesta. Él no era coleccionista. Simplemente desconfiaba de todos los aparatos transmisores de su época. Creía firmemente que su función que los conectaba con el ciberespacio era una forma más de mantener un control sobre la vida individual por parte de la Federación o de las grandes compañías, como Galaxia Eléctrica, cuyos ejecutivos habían comprado parte importante de esos sistemas hacía apenas unos meses. “El Carbonilla” recibía su apodo de la portada de un viejo disco de un cantante de flamenco; disco que le vendió el propio Juan Manuel Peña. Su parecido era enorme. Piel aceitunada, pelo largo y moreno con unas puntas blancas en el flequillo, ojos penetrantes y oscuros. Se diría que él mismo era el cantante, pero uno de ellos no era del siglo XX. “El Carbonilla” tenía un trabajo modesto y mecánico en la zona mecánica del subsuelo de la ciudad galáctica. Había sido siempre muy celoso con su vida. No tenía actividades comprometedoras, pero recelaba de ser espiado. Había comprado un par de teléfonos móviles  en tiendas de antigüedades para poder comunicarse con su familia. Tenía en su casa incluso una pequeña antena y un equipo moderno que permitía distribuir las señales de los antiguos aparatos. Sin embargo, el suyo había recibido un golpe no hacía mucho. Fue en la calle. Tropezó con una personalidad conocida de la ciudad, el abogado de la alcaldesa y de Galaxia Eléctrica, Juanca López. La caída del aparato supuso su rotura. Desde entonces esperaba que Juan Manuel Peña le consiguiera un nuevo aparato, o al menos piezas para reparar el que tenía averiado. No podía ser difícil, era una tecnología básica para lo que ahora usaban.

El caso de Liliana Sáez no era diferente. Ella era escritora, no se fiaba de nada que fuera electrónico. Veía en ellos un espía en su vida. Buscaba denodadamente papel y un lapicero, como si fuera un tesoro reservado sólo para pocos habilidosos en la técnica de escribir a mano, en un mundo donde la electrónica ya había barrido con ello en buena parte. Ella se sentía una especie en extinción, a la que le gustaba escribir su prosa como se acostumbraba “antes”. Lo cierto es que el papel y los instrumentos para escribir en él nunca habían desaparecido de la vida de la Humanidad. En numerosas ocasiones, por catástrofes o conflictos, se había demostrado que la información más importante debía guardarse en soportes físicos, por mucha copia y originales que hubiera en modo electrónico. Aún más, las batallas de las grandes empresas por el control de las ventas de sus productos electrónicos habían provocado entre los siglos XXI y XXII la pérdida de más de la mitad de la producción escrita de las sociedades del momento, ya que los formatos incompatibles para guardar datos habían llegado a alcanzar la desaparición de libros y documentos incluso anteriores a aquellos siglos. En ocasiones parecía que se tenía más información de un siglo tan retrasado como el siglo XIX que del más cercano siglo XXII. Sin embargo, el papel y cualquiera de sus productos de escritura, ya fueran lapiceros, bolígrafos, estilográficas, máquinas de escribir o impresoras de papel, eran productos de lujo. Eran altamente caros. No era común que los tuviera gente ordinaria. Ella los buscaba y gastaba el dinero que fuera necesario, defendía la necesidad de regresar a esa costumbre. Además, el acto de la escritura a mano era un acto íntimo. Leer un texto manuscrito suponía leer el trazo del pulso de alguien. Era lo más cerca que se podía estar de una persona, fuese de la época que fuese ese alguien. Coincidía con “El Carbonilla” en el recelo contra las nuevas tecnologías, que imperaban. No obstante, el precio del papel y la producción de bolígrafos era mayoritariamente propiedad de algunas grandes empresas que en realidad se dedicaban a generar suministros mecánicos para las grandes compañías energéticas. No había una industria papelera específica. Ella y él habían quedado esa mañana para desayunar juntos y aprovechar para visitar “Especialidades Siglo XX”.

-Creo que para ti sí tengo algo –le dijo Juan Manuel Peña a Liliana Sáez-. Aún no se ha agotado la caja de cuadernos que me llegaron cuando éramos área metropolitana de Madrid D.F., si los quieres, los tengo en la tienda. Esta vez te duró algo más el otro cuaderno.

-Sí -dijo ella-. No tenía mucho que escribir. Pero hoy se me ocurrió una historia terrible. ¿Sabes lo de Grisóstomo?

-Sí, ¿cómo no saberlo? –contestó Juan Manuel Peña mientras todos asentían. Código sólo miraba la guitarra, pero les escuchaba como un añadido a la conversación.

-Pues creo que podría escribir una historia de misterio –dijo ella.

-Pues ya la leeremos cuando la acabes… en nuestras pantallas –bromeó Juan Manuel Peña.

-Yo tengo una historia mejor –dijo “El Carbonilla”.

-¿Cuál? –chismoseó Liliana.

-Pat Patri, la botánica –dijo enigmático al parar un segundo-, desde que regresó de Indonesia dicen que no se la ve. Entró en su invernadero, y… ¡zas!

Código se interesó por esto.

-¿Cómo que “zas”? –dijo

-Pues eso, zas –rió “El Carbonilla”.

-Desde luego es inquietante –dijo Liliana.

-Yo le cantaría aquello de:
            “En sus cabellos se enredaron las enredaderas,
              que florearon flores blancas, flores rojas,
              flores llenas de primavera,
              y ahora ella besa, que besa y besa…”

Todos menos Código rieron.

-O sea que está enamorada –dijo sonriendo, Juan Manuel Peña.

-Sus amores rebosan “zas” –bromeó “El Carbonilla”.

-Somos humanos –dijo sonriente Liliana mientras Código se despedía con la mano y ellos entraban en la tienda.

Código tuvo una intuición. Pat Patri pudo haberse envenenado de la misma planta que Grisóstomo. A fin de cuentas, ella era la que más la manipulaba y, como el pobre Grisóstomo, también parece que estaba como desaparecida, abandonada a sí misma, dentro de un espacio. Grisóstomo lo hizo en la bodega de carga y ella, como era lógico, en su invernadero. Se encaminó directamente para allá. Debía comprobar su sospecha. De ser cierta, quizá había que hacer algo con aquella planta. Un enamoramiento, en principio, no era algo peligroso, pero los enamoramientos de aquella planta habían conducido a la muerte a Grisóstomo, y a Pat Patri parece que la encaminaban hacia la dejadez.

A toda prisa abandonó la Calle Mayor y pasó de largo la Plaza de los Santos Niños. El invernadero estaba a unos quince o veinte minutos andando, justo en la reproducción de un vivero natural de la ciudad madre, por donde también pasaba parte del río artificial. Prefirió no regresar a por su vehículo oficial. A buen paso podría llegar pronto. A la entrada de la llamada calle de Andrés Saborit, en un cruce en cruz de calles, con un precioso parque infantil enfrente suya, encontró un tráfico de vehículos un tanto fluido, y entre el tráfico un taxi gravitatorio. Código lo llamó y subió a él. En menos minutos de los pensados estaba ante el invernadero. Código encontró allí a Pat Patri sentada en la puerta.

-¿Estás bien? –le preguntó.

Pat Patri asintió con la cabeza.

-Me han dicho que no te ven desde hace días. Que no sales de aquí.

-No salgo de aquí.

-¿Por qué no sales, Pat?

-Por si vuelve.

-¿Quién tiene que volver?

-Grisóstomo.

Código la miró pensativo. Cuando Grisóstomo se envenenó ella estaba al lado. Debió envenenarse de amor también, pensó. La mayor parte de aquella especie de polen la respiró él, pero algo debió contagiarla también a ella.

-Grisóstomo no va a volver –le dijo-, no puede volver.

-Lo sé. Se ha ido.

Código se agachó para ponerse a su altura.

-Pat, vuelve a casa. Descansa. Duerme. Date un baño. Creo que estás fatigada –de hecho la bióloga tenía un aspecto algo demacrado.

Pat Patri le miró.

-Pero y si…

-No va a volver, Pat. Sabes que se ha ido. Que se ha ido para siempre.

Pat Patri asintió. Se dejó incorporar por Código. El taxista seguía allí. Código la montó en el taxi gravitatorio y le dio la dirección de la bióloga. El vehículo se alejó de allí. Código le dio dinero extra para que se asegurara que ella entraba en su casa y cerraba la puerta tras de sí, si era necesario para que la acostara. La visitaría más tarde. De momento él tenía que entrar en el invernadero a por la planta que había provocado aquello. El lugar era cálido y húmedo. Había varios pasillos con cultivos y humificadores. La planta que buscaba estaba al fondo, en su campana de aislamiento. Sin duda el envenenamiento debió ser dentro de La Nereida. Código se acercó a observar aquel espécimen de cualidades tan peculiares. Allí estaba aquel ser vivo, con su clorofila dándole la vida, provocando enamoramientos en las otras especies vivas. Sus florecillas eran llamativas. Código no quería abrir la campana de aislamiento, pero tampoco quería dejar allí la planta. Lo mejor era esperar una mejora de la bióloga para tratar el asunto, pero entre tanto, por si algún otro científico o personal de allí entraba, había que hacer algo para que nadie tocara a aquel ser vivo, que no por inmóvil a costa de sus raíces en su maceta era menos inofensivo, como lo había demostrado. Sólo se habían dado dos casos, pero uno de ellos estaba muerto y la bióloga parecía fuera de juego. Lo último que deseaba era una floración de aquellas esporas por todos los jardines de Alcalá de Henares D.F. en vísperas de recibir multitud de turistas y una gran actividad en la ciudad por un encuentro deportivo y una exposición temporal.

Un ligero sonido llamó la atención de Código. Se agachó creyendo que había pisado algo. Un montón  de cristales saltaron encima de él. La campana aislante había saltado brutalmente y la planta había sido en parte destrozada. Una nube de polvillo amarillo se expandía sobre su cabeza. Código reaccionó automáticamente huyendo hacia un extremo del lugar agazapado y cubierto por una mesa en hilera con plantas. Llegó hasta un armario pequeño. Se cubría la boca con la mano. Trataba de no aspirar aquel veneno. Por debajo de las mesas distinguió las botas del motero Paul Helldog avanzando hacia el lugar de la planta destrozada. Sin duda había disparado contra él por la espalda. Sólo la fortuna le había salvaguardado de la muerte. Y ahora la casualidad ponía ante sus ojos un trapo en una de las mesas, lo cogió sin levantarse y se lo anudó tapando su nariz y boca.

Paul Helldog estaba fastidiado, era la segunda vez consecutiva que fallaba su objetivo a la primera. Ahora tenía que buscar a Código y matarle en un cara a cara. Esperaba que Código no llevara su arma reglamentaria. De hecho no la llevaba. Don Juan Manuel había sentenciado a Código por la muerte de Grisóstomo. Era el único agente de Anna Guillou que podía haber cometido el asesinato. Con su muerte le quería mandar un mensaje a la alcaldesa, antes de su propia muerte. Paul Helldog llegó hasta la planta. La nube amarilla que había desprendido la planta y ahora se expandía por el invernadero le cubría la cabeza. Miró a sus lados buscando a Código. Al fin lo encontró agazapado a un extremo, como un animalito indefenso. Paul Helldog dio unos pasos para terminar aquel asunto mientras cargaba de nuevo su rifle. Código reaccionó rápido. Se escabulló agazapado hacia la entrada y cerró de golpe la puerta. Debía impedir que aquel polvo saliera del invernadero, algo le decía intuitivamente que eso era algo primordial. Rápidamente fue a ocultarse a otro extremo, a la espera de tener una oportunidad para tomar por sorpresa a Paul Helldog, que ahora avanzaba con cautela pero con altivez hacia la entrada, para ver si podía ver por donde se había escabullido. Sabía que no había salido. Paul llegó a la puerta y volvió a mirar lentamente a sus lados. Encontró de nuevo a Código en un rincón, tras una mesa. Se dirigió hacia allí. De repente un mareo comenzó a hacerle titubear en sus pasos. Una sudoración nerviosa empezó a brotar rápidamente de su sien. El corazón de Paul se aceleró. Y justo en ese momento, una bandeja de metal le golpeó con total contundencia en la boca del estómago. Paul se retorció sin poder contestar al golpe. Al mirar hacia arriba encontró a una bella joven de pelo corto y embozada incorporarse de su escondite debajo de otra de las mesas. Paul la miró confuso y recibió otro golpe contundente en la cabeza con una de las macetas del lugar. Paul Helldog se desplomó.

Código se levantó para mirar a la chica que le había ayudado y que hasta ese momento estaba escondida.

-Tú… -dijo Código reconociendo a Marcela, la ahora Esher Claudio.

Esther Claudio tenía polvos amarillos sobre su ropa. Sin duda una buena parte de los depósitos de la nube estaban ahora sobre ella, que continuaba mucho mejor embozada que él, ya que no sólo tenía un trapo, sino que sobre él había una mascarilla.

-Yo –dijo la joven de voz dulce, a pesar de estar resoplando en esos momentos por la acción.

-¿Qué haces aquí? –dijo Código entre sorprendido y agradecido.

Esther Claudio se volvió y se fue corriendo cerrando tras de sí la puerta del invernadero. Código debiera haberla seguido, pero tenía allí a Paul Helldog en el suelo y una emergencia con la planta. Código se inclinó sobre Paul y lo recogió para sacarlo de aquel lugar. Al salir cerró bien la puerta. El lugar iba a permanecer en cuarentena, como mínimo. Afortunadamente nada del polvo parecía haber salido al exterior. Salvo el polvo que Esther Claudio llevaba en su ropa y el que ellos mismos tenían. Código colocó sus dedos en la garganta de Paul Helldog, que permanecía demasiado quieto. Estaba muerto. Lo volvió a meter en la entrada del invernadero. Cuando llegó allí una unidad especial de socorro dictaminaron una muerte por infarto. No había sido por los golpes. Quizá había respirado demasiado de aquel polvo amarillo. Se lo llevaron en una caja sellada. Código dio orden de quemar el cadáver con sus ropas lo antes posible. Él mismo había metido las suyas en la caja con el cadáver, se había puesto otras de la propia unidad de socorro. El sellado del invernadero fue inmediato. Pero en todo esto se había perdido tiempo, mucho tiempo, para encontrar a Esther Claudio, que era tan… bella.

lunes, febrero 24, 2014

NOTICIA 1310ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 8)



Capítulo 8: Un arroz con bacalao.

En la cocina de uno de los restaurantes más prestigiosos de Alcalá de Henares D.F. se trabajaba a todo ritmo. Tenían en su salón a la alcaldesa Anna Guillou reunida con otras personalidades de la ciudad, a la espera de recibir a algunos invitados destacados de Indonesia. Patricia S.G., Patri S.G., como era conocida de manera popular, estaba cocinando en persona para ellos. La famosa cocinera de la ciudad flotante era un personaje muy carismático y querido. Tenía incluso un programa televisivo local que era altamente conocido incluso en otras ciudades galácticas. Anna Guillou solía ir a su restaurante siempre que tenía unos invitados a los que agasajar. A Patri S.G. le gustaba aquello, por eso siempre que venía se encargaba personalmente de la cocina. A pesar de que su organización era algo caótica. No le gustaba dar órdenes directas a sus pinches, lo que hacía de su lugar de trabajo un territorio donde todo el mundo experimentaba sabores. Quizá por ello tenía una variedad de recetas tan amplia que si lo hubiese deseado hubiera podido poner un menú de comida distinto todos los días de la semana, incluso entre la comida y la cena, y aún le faltaría tiempo para seguir poniendo sus platos diversos.

Aquello no era fácil, eso es lo que le hacía popular. La comida en una ciudad galáctica no era tan variada y disponible como en los planetas. Existían las comidas sintéticas, que, aunque tenían estimuladores del sabor muy desarrollados, no eran de igual calidad que los alimentos que se producían de formas más naturales. También ayudaba la química que permitía una mayor conservación de la comida. Por supuesto también estaban los intercambios, compras y suministros producidos o venidos de otros lugares de la Federación, pero estos eran espaciados en el tiempo. La ciudad podía producir una limitada aunque suficiente producción de alimentos vegetales, incluso tenían un criadero de algas, y contaba con una producción de alimentos de origen animal, pero estos eran casi un lujo. Los alimentos sintéticos eran más fáciles y baratos de obtener. Los alimentos naturales eran caros, pero su valor alimenticio y sus cualidades culinarias eran superiores. Aún con todo, siempre había alimentos cuyo origen natural le era inaccesible a la ciudad viajera sin ayuda de un intercambio, una compra o el recibo de un suministro exterior, el ejemplo más básico estaba en el pescado marítimo y en gran parte del fluvial. Así pues, Patri S.G. había logrado una cocina de gran calidad y numerosos sabores con las limitaciones que proponía la vida en una ciudad galáctica. No sólo era admirada y seguida por mucha gente que imitaba sus recetas como buenamente podían, sino que además había logrado un reconocimiento muy exclusivo en la sociedad local.

Los tratos recientes con Indonesia y la aproximación a su órbita suponía una de aquellas oportunidades para renovar las despensas con productos preciosísimos. Los primeros en poder probar una muestra de ellos iba a ser la alcaldesa y sus invitados, a costa de uno de ellos. Yogui le había regalado al restaurante una serie de alimentos que iban a ser parte de los platos de aquel día. Indonesia era muy rica en productos de pescadería. Patri S.G. había optado por cocinar de primer plato unos Calamares Pies Negros. Su caldo no era nada graso. En un cazo grande había puesto un poco de aceite de oliva para poder sofreír cebolla y tomates cortados en cachos muy pequeños. Los tomates habían soltado agua, así que no se sofrieron exactamente, pero se iban haciendo. Patri S.G. puso un vaso lleno mitad de agua y otra mitad de tomate que había triturado y frito. Y sal, poca. Según se fue calentando, añadió una cucharada pequeña de mostaza. Añadió cominos y lo removió. Al cocer puso dentro de aquel caldo los calamares cortados en aros, acompañados de guisantes. Bajó el fuego de una intensidad media a una intensidad lenta. Cuando volviese a reactivarse la cocción burbujeante, que tardaría, lo dejaría un rato así para que tomara el líquido una textura y un sabor tan rico como anaranjado. El nombre Calamares Pies Negros le venía por cuestiones del origen de los ingredientes. El comino era de origen magrebí y la mostaza, francesa, regiones de La Tierra, el planeta madre. Puesto que la mostaza era francesa, y aquellas regiones tuvieron presencia francesa en el pasado histórico, el nombre de “pies negros” fue el que recibieron los franceses que vivieron en Argelia, un país de aquella región del Zagreb, cuando era francesa en los siglos XIX y XX, los cuales, tras la independencia de Argelia en la segunda mitad del siglo XX mediante una guerra, tuvieron que irse de allí de vuelta a Francia. Anna Guillou pertenecía a aquella región terráquea, y en parte Patri S.G. había elegido aquel plato, que por otra parte lo inventó un escritor alcalaíno, en cierto modo un poco en honor a ella. Había pocas cosas en la alta sociedad de la ciudad que no se hiciera en honor a ella.

En el salón del restaurante ya estaban sentados a la mesa la alcaldesa Guillou, su directora de asuntos turísticos, Ma Ría Ría, el antiguo gestor Enrique Bermejo y don Juan Manuel, que esperaban a sus invitados. No tardaron demasiado. Miguel Ángel Rodríguez llegó acompañado de Juanca López. No mucho más distanciados en el tiempo llegó la indonesa Ana Cañas con el magnate Yogui y el historiador M. Basterra. Los últimos en llegar fueron los presidentes y entrenadores deportivos Jimmy de Jesús y Alejandro Remeseiro. En la mesa ya estaba servido una especie de pisto para que fueran picoteando algo con unas rebanadas de pan. Estaba hecho de pimientos rojos y verdes, cebolla, calabacines y tomates. Su paso por el fuego había durado unos cuarenta minutos. Algo tan sencillo y simple había requerido para Patri S.G. un mimo y paciencia cuidados. Aunque su función en la mesa era un mero tránsito en la espera, para ella era fundamental que cada plato servido fuera elaborado en el enriquecimiento de su sabor como si fuera el plato fundamental.

Los camareros llenaron las copas de vino al instante y les dejaron degustar aquel comienzo. Trajeron aquel plato de cuchara que eran los Calamares Pies Negros unos diez minutos más tarde.

Tras los saludos entre todos, Anna Guillou abrió la conversación. Ya se habían visto protocolariamente en un acto anterior. No era necesario ahora ceñirse a aquel protocolo. Menos en una comida. Tenía ante ella a don Juan Manuel y a Enrique Bermejo, por quienes ahora llevaba en uno de sus ojos un parche. No había explicado a nadie el atentado contra su vida vivido recientemente, apenas explicó que había sufrido un accidente. Confiaba en reparar su ojo en cuanto llegara a un destino adecuado donde la tecnología fuera lo más sofisticada posible para no caer en errores. Los ciudadanos no aceptarían muy bien que su alcaldesa fuera en buena parte alguien con gran parte de sí misma físicamente robot.

-Creo que la ciudad e Indonesia podrán compartir un sueño maravilloso en los próximos días –dijo-. La señorita Cañas y Ma Ría Ría tuvieron una excelente idea celebrando un encuentro deportivo.

-Gracias. Pero no olvidemos la generosidad del señor Yogui –apuntó Ma Ría Ría sonriendo a Yogui en referencia a su aportación del criogenizado Borja Montero para realizar una exposición de Historia sobre el músico tan apegado a la vieja ciudad madre. Yogui le respondió con un movimiento de cabeza mientras bebía.

-Por supuesto –contestó Anna Guillou-. Todos le estamos muy agradecidos por acordarse de nosotros, señor Yogui –Yogui volvió a agradecer con un movimiento de cabeza mientras daba otro sorbo de vino-. Soñar es bello y creo que podremos hacer realidad este de poder realizar juntos el reconocimiento federal de la ciudad.

-Sueños, que serán realidades. Los sueños son bellos, sobre todo cuando tienen beneficios –dijo Miguel Ángel Rodríguez.

-Por los sueños –propuso un brindis Juanca López.

-Por los sueños –brindaron todos.

Todos bebieron.

-Aunque no todos los sueños son agradables a veces –dijo la alcaldesa mirando a Enrique Bermejo.

-¿Lo dice por su ojo? –preguntó M. Basterra directamente, al recordar que la propia alcaldesa les había explicado que había sufrido un accidente al levantarse de la cama.

-Que accidente más tonto… -contestó la alcaldesa-. Pero verán, por ejemplo yo esa noche soñé que alguien me estaba traicionando y creándome un gran mal sin dejarme entrar en una sala, pero que al lograr yo entrar en la sala al fin todos salían y me encerraban con llave en ella… debe ser el calor… En mi dormitorio hace calor, aunque aquí, en la ciudad, el ambiente es últimamente algo frío, y es tremendamente seco. Yo me desperté. Fui a beber agua, se apuntó a acompañarme mi gata y le abrí el grifo de agua para que también ella bebiera. Acariciar su pelaje fue agradable. Los gatos son muy fieles, pese a que tienen fama de traidores. Fue tan horrible soñar con una traición.  

-Debe serlo, aunque las pesadillas de unos a veces son los sueños de otros –bromeó Miguel Ángel Rodríguez mirando a Enrique Bermejo.

Enrique Bermejo sonrió.

-Sólo a veces –dijo el antiguo gestor madrileño-. Pero estamos ante gente civilizada. La alcaldesa sólo sufrió una pesadilla. Su sala es esta ciudad federada… aunque en realidad creo firmemente que la legalidad demostrará que sigue siendo un área metropolitana de Madrid D.F.; no debiera preocuparse, ella es alcaldesa de un distrito federado, de momento, nadie le ha impedido entrar… y nadie le impedirá salir.

Los asistentes rieron la gracia, incluso la alcaldesa sonrió mirándole.

-De eso puede estar seguro –dijo Anna Guillou manteniendo la mirada aún.

-Bueno, no saquen ahora sus disputas –dijo Yogui-. Disfruten de la comida. Aprovechen este momento.

Todos asintieron y comenzaron pequeños corrillos de conversación con sus compañeros de mesa. Sólo don Juan Manuel no era muy dado a hablar en aquella ocasión. No sólo no comprendía que Paul Helldog hubiera fallado su disparo, que según él había sido un blanco claro, fácil y limpio. Pero ahí estaba ella, viva y con un parche en el ojo, tal vez por golpearse en la caída. No tenía ni un rasguño del roce de una bala, ella estaba ante ellos. Enrique Bermejo también lo sabía. Estaba en el fondo nervioso, pero trataba de ocultarlo, a pesar de que no podía evitar consultar la hora a cada momento. Don Juan Manuel no sólo no comprendía el primer fallo de su francotirador, aún no había visto a su hijo Grisóstomo desde su regreso de Indonesia. Había mandado ir a buscarle a John Snow, pero aún no sabía nada de él. Eso le hacía estar taciturno en una comida obligada que concernía, en cierto modo, a sus negocios.

Entre tanto, un tanto lejos de allí, Doxa Grey, la secretaria de Anna Guillou, se encontraba en su casa sumergida en el intrincado mundo de la información. Múltiples cables y tarjetas la hacían explorar el mundo cibernético en donde rastreaba la vida privada de Enrique Bermejo. Anna Guillou sabía que don Juan Manuel era un mero empresario del crimen, de momento necesario. Su problema era el antiguo gestor. La eliminación de Enrique Bermejo era la necesidad. Doxa Grey cumplía las órdenes de intentar incomunicar al señor Bermejo con cualquier lugar fuera de Alcalá de Henares D.F., el objetivo era deshacerse de él transformándole previamente en un traidor a los suyos. No le echarían de menos. Don Juan Manuel no debía ser tocado, le dijo Anna Guillou, quien jugaba su partida de ajedrez. Doxa obedecía reservándose la venganza en frío en cuanto le fuera posible. Los paradigmas de la codificación iban cayendo o cediendo progresivamente. Mientras Enrique Bermejo esperaba su segundo plato, Doxa Grey, lejos de él, estaba tan cerca como para borrar sus contraseñas oficiales como político de la Federación.

Patri S.G. había preparado un segundo plato peculiar como segundo plato, un arroz con bacalao. Yogui les había regalado un excelente y enorme bacalao desalado que ahora mismo descansaba deslascado bajo un paño en su enorme paellera, donde había cocido unos veinte minutos, después de haber sido cocido previamente con una hoja de laurel, cuyo caldo lo usó para esa otra cocción. Claro que el bacalao entre medias había sido añadido a un sofrito de cebolla, ajo, pimiento rojo, tomate y sal para que dorara. En la cocción segunda era donde añadió el arroz, con pimentón dulce, otra rareza en las cocinas de las ciudades espaciales, y azafrán, una rareza aún mayor. Los bacalaos eran peces apreciados. Era una de las especies más introducidas en las faunas de los planetas habitables más acuosos. A Patri S.G. le gustaba mucho poder trabajar con aquel pescado. Decidió llevarlo ella misma a la mesa. Los asistentes la recibieron con un pequeño aplauso. Patri S.G. no era una gran diplomática, pero servía por igual a unos que a otros. Por su posición social conocía los pormenores políticos entre Anna Guillou y Enrique Bermejo, pero también lo que se decía de los negocios de don Juan Manuel. Igual le daba el respetable hombre de negocios Miguel Ángel Rodríguez, que un ciudadano que trabajara en los muelles de carga. Patri S.G. podía parecer caótica con sus pinches de cocina, pero su caos consistía en la inexistencia del mismo. Era amante de la cocina y de su trabajo. Adoraba que apreciaran comer lo que cocinaba. Su caos aparente lo era sólo a ojos de los demás, porque no tomaba partido. Era una caótica neutral.

En cuanto el arroz con bacalao fue servido todos comenzaron a comerlo con sus corros de conversación ya hechos, levemente interrumpidos por pequeñas conversaciones que afectaban a todos los asistentes, sin gran trascendencia. Anna Guillou supo disimular bien lo que en esos momentos estaba perpetrando contra Enrique Bermejo. Este comía, mientras su mundo se borraba.

Mientras la alcaldesa recibía un mensaje privado transmitido por Doxa sobre un extraño descubrimiento, se acercaba a la mesa John Snow. Se inclinó sobre el oído de don Juan Manuel y le dio una pequeña nota. Don Juan Manuel la leyó para sí. Hizo un gesto para que se retirara John Snow. Don Juan Manuel estaba lleno de ira en esos momentos. Pero se contenía. Apretaba sus labios. Habían encontrado la pierna de Grisóstomo, su amado hijo, en la galería de lanzamiento de una cápsula de emergencia. En silencio comió su arroz con bacalao, mientras masticaba su venganza contra la alcaldesa. Sólo ella, la superviviente del ojo tuerto, pensó, había podido matarle.

jueves, febrero 20, 2014

NOTICIA 1309ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 7)



Capítulo 7: Locura de amor


-Por mucho que nos importe alguien eso no se demuestra con el exceso de información sobre ese alguien –le dijo Grisóstomo a Pat Patri-. Me explico, a la pregunta que me hiciste de: "¿por qué no me has preguntado por mi intoxicación cuando yo te pregunté por si tú también la sufriste?", efectivamente tiene tres lecturas, las que has hecho, a saber: primera, que el propio egoísmo te haya hecho centrarte sólo en ti, o quizá el mío me haya hecho centrarme sólo en mí, lo que deja poco o ningún espacio para la empatía. Segundo, que no sea egoísmo, sólo que la pregunta te cogiera por sorpresa o bien que el tema haya sido tan tratado o tan poco atractivo en este momento, o bien tan obsesionante para ti en tu vida, ya sabes, el tema de la intoxicación en general, que no hayas caído en la cuenta de que quizá la otra persona, yo, también tengo relación con el objeto de esta conversación, la intoxicación. Tercero, que quieras hablar de ti misma, de tu estudio, que lo que quieras realmente es saber mis procesos, pero no de mí, por lo que usaste una falsa diplomacia de interés por mí para hablar de ti, de tus intereses, sin que se note que en realidad has sido tú misma quién ha puesto el tema de hablar de todo esto, forzando a que yo te saque el tema.
‘Como quiera que sea, el egoísmo sólo se produce cuando se pasa por encima de la otra persona para obtener un bien propio, sin importar el daño o perjuicio que se haga a conciencia de que se hace. De lo contrario el egoísmo no existiría ya que si lo ejerciera todo el mundo no habría matiz diferenciador de qué sí y qué no es egoísmo. En esta conversación no veo egoísmo en la primera opción, mientras que en la segunda opción, por lo maquiavélico de la conversación pudiera haberlo. Sin embargo, en cuanto a la falta de empatía, esta se produce cuando la mente se aproxima a ciertos tipos de psicopatía, si no en la psicopatía misma. No es el caso, creo, de que incurras o incurráis científicos como tú en un problema de este tipo.
‘A mi juicio ocurre que ante una conversación así con alguien de mucha confianza no siempre todas las conversaciones requieren del exceso de información. La mente de ambos selecciona lo que prefiere hablar con la tranquilidad de saber que no debe estar atenta a cumplir determinados requisitos de cortesía en nuestra conversación si no le apetece esa información, no porque no nos preocupe, si no porque por una parte no cree nuestra mente que haya algo importante y porque se siente en confianza. Sí, estamos en confianza. Sin embargo seguro que si ahondáramos en otros aspectos de nuestra vida, quizá incluso de este viaje en la Nereida, si ahondáramos tú en mi vida y yo en la tuya, si ahondáramos en la vida del otro en cosas que no fuera la intoxicación, y de forma retroalimentada y mutua, entonces no tendríamos un recelo de estar hablando con egoísmos personales. Tú con tu afán de recoger datos de los efectos en mí, y según  tú yo con mi afán de centrarme en mí. Si nos preocupáramos realmente por la persona…
‘Por otra parte, la pregunta final del amigo que soy puede ser en realidad una pregunta muy diferente a la escuchada, podría ser un toque de atención a la amistad. Por algún motivo podría creer que ésta se resiente en algún aspecto y al preguntar "¿por qué no preguntaste...?" podría estar diciendo otra cosa diferente sobre la relación amistosa desde el punto de vista en este momento, con ganas de solucionar lo que quiera que sea que me preocupa al respecto. No soy una cobaya. Y hace tanto tiempo que nos conocemos…
‘Pero sólo soy un ignorante en estos temas, lo mío es opinión, ni siquiera conozco el contexto real. Quizá esté confuso, ya sabes… no sé…

Pat Patri no era médico pero trataba de examinar los efectos del veneno de la planta en Grisóstomo. Ahora que estaban a punto de aterrizar en Alcalá de Henares D.F., Código le había pedido que como bióloga tratara de encontrar el problema que había provocado el tóxico de la planta de Indonesia en su segundo de a bordo. Aquello era sólo amor, bioquímico, pero amor. Sin embargo, la intoxicación había operado numerosos cambios en el hijo del capo. Había tenido que ser convencido para ser sacado de la bodega de carga. Se empeñaba en la existencia de una polizón femenina de gran belleza que le había ayudado cuando estaba a punto de colapsar en sus biorritmos. Las manos delicadas y suaves, a juicio de su tacto cuando besó aquella palma humedecida de agua, la voz, y un sin numero más de valoraciones que hacía sobre alguien que, de existir, sólo había visto brevemente una vez en su vida, parecía indicar que sufría una psicosis. El amor en él, como en muchos jóvenes, era una invención de su mente. Una sobredimensión de los aspectos que más le habían gustado de aquella chica, si existía. Una idealización. Había adaptado su esencia a su idea de belleza humana, a pesar de que en apenas un encuentro de pocos minutos nada hubiera podido quedar de la esencia de nadie en él. Los efectos del veneno del amor de aquella planta eran sin duda algo que se apoderaba totalmente de los sentidos de la persona. A Pat Patri le parecía fascinante. Era una reproducción falsa muy parecida a los efectos del amor platónico más puro, aunque en realidad ella no deseaba pararse a pensar en el porqué aquellos efectos eran una reproducción falsa y no unos efectos reales de enamoramiento. ¿Y si el veneno no era veneno, sino activación? Eran pensamientos que Pat Patri, siendo consciente de ellos, los evitaba desarrollar, ni siquiera deseaba que permanecieran demasiado en ella. Lo importante era intentar comprender el funcionamiento de la mente de Grisóstomo en esos momentos.

-Ella existe –sentenció Grisóstomo.


Entre tanto, Código en la cabina de mando trataba de tripular la nave en sus últimas aproximaciones a la ciudad galáctica. La actitud de su segundo parecía una locura transitoria. Después de despegar de Indonesia habían pasado muchas horas desde que le dejó a solas. Le encontraron en la bodega de carga, como una carga más delirando sobre una chica que unas veces tenía por nombre Marcela y otras Esther Claudio. Más tarde Pat Patri le contó el incidente previo. Aquella planta pudiera ser peligrosa en una nave como la Nereida. Había ordenado que la bióloga la mantuviera controlada bajo mamparas que impidieran otras intoxicaciones. Así se había hecho. La locura de Grisóstomo era inquietante. En Alcalá de Henares D.F. tendrían mejores medios para tratarle. Tal vez con algo de reposo, algún neuroquímico…

La Nereida aterrizó en Alcalá de Henares D.F. sin que Pat Patri hubiese logrado realizar todas las observaciones que deseaba en Grisóstomo. Pensaba intentar proseguirlas si el médico al que le mandasen se lo permitía. A fin de cuentas podía ser algo beneficioso para ambos, dado que de las dotes científicas de ella salían a veces algunos fármacos de las plantas que trabajaba. Observar los efectos le ayudaba a identificar las causas.

Desembarcaron los pasajeros y las mercancías sin novedad alguna en los muelles inferiores de la ciudad flotante. Tras comunicar un breve parte del viaje, Código dejó a Grisóstomo bajo una custodia discreta. No deseaba que su segundo se sintiera vigilado, ni tampoco que don Juan Manuel supiera que había mandado retener a Grisóstomo en el desembarco. De momento su intoxicación debía permanecer dentro de lo posible en secreto. Pat Patri tenía orden de no decir nada hasta que él lo estimase oportuno. Así que en el muelle iban bajando las plantas de Indonesia, bajaban los jugadores de baloncesto y béisbol de ambos mundos, se llevaban el sarcófago con Borja Montero dentro, y los pasajeros con más importancia se iban yendo. La actividad era la habitual. La Nereida comenzaba a recibir su revisión y puesta a punto. Código informó del defecto del transmisor para que fuera reparado. En todo el ajetreo de gente, no había allí ninguna mujer que no fueran pasajeros registrados. Definitivamente, tras una jornada un tanto agotadora, Código se fue hacia su residencia en la ciudad mientras tomaba alguna decisión rápida sobre Grisóstomo.

La nave quedó al cuidado habitual de los operarios de la ciudad.

Los muelles eran un lugar relativamente no muy lejanos a la zona de los inmensos depósitos de agua de la ciudad, dentro de aquel subsuelo. Esther Muñoz paseaba por allí. Venía de ver las grandes cantidades de agua, mansas. Le daba mucha paz. Pensaba que si tenía suerte, tal vez, al año siguiente pudiera obtener un permiso más para agrandar su pequeño huerto a las orillas del Henares, en la zona superior, en la ciudad. La llegada de la Nereida le había llamado la atención como para culminar su paseo antes de subir y proseguir el paseo bajo la cúpula que les separaba del frío espacio exterior. Había escuchado que regresaba de Indonesia. Aún más, que la ciudad iba a orbitar unos días en torno al planeta verde. Para ella aquello era algo maravilloso, pues podría ver sus dos enormes océanos desde la cúpula de la ciudad. Aquellos bravos y magníficos océanos en movimiento, con olas, agua natural en un entorno propio… Además el planeta era famoso por tener una gran red de ríos y manglares. Iba a ser un sueño asombroso poder estar tan cerca de aquel lugar. Quizá podría lograr que la dejaran bajar algún día. Soñar a veces podía ser vivir el sueño soñado.

Una serie de gritos alteraron sus tranquilos pensamientos. No muy lejos, unas pasarelas por debajo de ella, hacia donde ahora descansaba La Nereida según la había visto aterrizar, Código llevaba forzadamente a alguien cogida por el brazo. Era una mujer. Por la dirección que traía, se diría que regresaba al muelle, pero no hacia la Nereida, sino hacia una plataforma con pequeñas cápsulas auxiliares unipersonales con dirección robótica autosuficiente para los casos de emergencia. Allí no había nadie más que ellos. Esther Muñoz bajó al nivel donde estaban sin que se dieran cuenta, aprovechando los rincones más oportunos. Código estaba forzando a aquella mujer a ir hacia allá con él. Era una mujer de pelo corto y voz dulce, aunque en esos momentos estuviera protestando. Código la encerró dentro de una de aquellas cápsulas y se fue en dirección a la pequeña sala con el panel manual de programación de lanzamiento de aquellos transportes que, por otro lado, eran capaces de regresar por sí solas a la ciudad si se les era ordenado en un plazo de tiempo determinado, ya que tampoco su autonomía fuera de gran duración en el tiempo sin recarga energética. Esther Muñoz sintió la curiosidad de ir a ver quién era aquella mujer, sin embargo un guardia atravesó en diagonal todo el amplio espacio intermedio buscando apresuradamente a alguien como si lo hubiera perdido. Tal vez la mujer. Sólo cuando Esther sintió que nadie más podía aparecer, corrió hacia la cápsula con la mujer. Sabía que Código probablemente la iba a lanzar hacia algún lugar sin que ella quisiera.

Cuando alcanzó la cápsula pudo mirar a través del pequeño cristal, donde se veía la cara de ella, la cautiva. Era una bella chica joven de pelo corto que le pedía ser liberada. Esther Muñoz se apresuró a abrir la cápsula. La chica salió de inmediato abrazándola y soltándola con gran rapidez. Iba a salir corriendo. Esther la asió de su muñeca izquierda sin dejarla ir. Quería respuestas. Las actividades de Código, como las de don Juan Manuel, Enrique Bermejo o Anna Guillou, siempre tuvieron rumores alrededor, pero aquello era la primera vez que para ella era un testimonio mediante los hechos consumados. Necesitaba saber.

-¿Quién eres? –le dijo apresurada.

-¡Suéltame, por favor! Tengo que irme antes de que vuelva…

-Pero… -ambas coincidieron sus ojos por primera vez, y aquella chica joven relajó su expresión sin perder su temor.

-Me llamo… llámame Esther Claudio… Me tengo que ir… no quiero que me mande de vuelta a Indonesia… por favor –le dijo en ruego.

Esther Muñoz la soltó y ella se marchó apresuradamente perdiendo una fina pulsera de su mano. Esther Muñoz la recogió con la idea de buscarla para dársela. Sin embargo soltó la pulsera de inmediato. Ella, aquella mujer, deseaba quedarse en la ciudad flotante, y ella, Esther Muñoz, deseaba vivir junto a un mar de agua. No había tiempo. Corrió a encerrarse en la cápsula que sin duda debía estar siendo programada por Código para ser lanzada hacia Indonesia. La puerta se cerró tras de sí.

El silencio parecía volver a reinar en la sala de cápsulas, salvo por unas pisadas. Grisóstomo había escapado sin saberlo a su vigilante y caminaba libremente por aquel lugar de la ciudad flotante. Le recordaba a la bodega de carga de la Nereida. Fue precisamente pensando en el milagro de reencontrarse con su amada Esther Claudio que encontró la pulsera. No la había visto nunca, ni siquiera el día que casi colapsó, pero todo en su mente le hizo confabular como un rayo el parecido del ambiente del lugar con la pulsera y la pulsera con su amada apenas vista por él. Cuando la cápsula de lanzamiento con Esther Muñoz dentro comenzó a moverse para colocarse en posición de lanzamiento, la mente de Grisóstomo reaccionó fugaz como una estrella que arde intensamente por un segundo cruzando un cielo nocturno, y creyó que allí viajaba la chica dulce a la que su corazón amaba. La cápsula adoptaba una posición horizontal dejando al descubierto detrás suya una amplia galería de metal por la que indudablemente debía desplazarse. Esther Muñoz estaba rebosando de felicidad por iniciar una nueva vida junto al mar. Grisóstomo, con un corazón cabalgando de amor bravamente enloquecido, se lanzó a agarrarse a la cápsula. La cápsula avanzó automáticamente adentrándose un poco en la galería. Tras la cápsula asida férreamente por Grisóstomo, que deseaba retenerla o viajar a donde ella viajara, se cerró una compuerta sellando la galería de lanzamiento del resto de la nave. La cápsula avanzó sellándose otra compuerta, y tras esa compuerta otra. Y al fin, al fondo, se abrió una compuerta llevándose el oxígeno hacia la oscuridad de la fría galaxia, mas no sintió el frió ni la asfixia Grisóstomo, pues quedó antes abrasado en llama viva por los cohetes que daban impulso primero a la cápsula, desgarrado, además, uno de sus miembros enganchados en el túnel, y después, aquel calcinado por el amor, deshecho congelado y sin oxígeno de un corazón que, como todos, hasta el final latió, viajó flotando en parte como polvo enamorado.

Esther Claudio no estaba allí.

lunes, febrero 17, 2014

NOTICIA 1308ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 6)



Capítulo 6: El oráculo.

Las conversaciones y negocios con los indonesios habían dado ya todos sus frutos. En breve Alcalá de Henares D.F. orbitaría en torno a Indonesia en busca del dinero de su turismo. Flotaría en la nada de su atracción gravitatoria, a prudente distancia de los satélites artificiales de sus comunicaciones.

La Nereida se encontraba en la plataforma Thomas More donde días antes había aterrizado en el planeta verde. Debía partir de regreso a la ciudad galáctica. Ma Ría Ría había regresado acompañada de Ana Cañas y de sus respectivos orgullos deportivos, Jimmy de Jesús y Alejandro Remeseiro, confusos e incómodos con un encargo deportivo irrisorio, aunque mediáticamente conveniente. También Pat Patri estaba en aquellos momentos asegurando la carga de los especimenes vegetales que le interesaban para el progreso de la ciudad que viajaba en el silencio del universo. Igualmente estaba ya instalado el multimillonario Yogui, que  había entrado discretamente en la nave, pero había hecho traer consigo un sarcófago de transportes galácticos algo llamativo. Algunos operarios de la plataforma Thomas More terminaban en esos momentos de instalarlo adecuadamente para su traslado a Alcalá de Henares D.F. junto al resto de las pertenencias de Yogui. Estaba allí observando aquello un hombre con barba y ojos penetrantes que también viajaría con ellos a la ciudad colonial, de parte de Yogui. Se trataba del historiador Basterra. Dentro de aquel sarcófago había toda una pieza de historia, un hombre. No un hombre cualquiera, si no uno de otras épocas. Uno perfectamente conservado en el frío del interior de otro sarcófago que había dentro del que ahora terminaban de anclar los operarios. Un sarcófago criogénico.

Quien dormía un sueño de siglos era Borja Montero, un viejo músico del siglo XXI. “El Oso” Yogui lo había comprado por una importante suma de dinero en una subasta de objetos históricos. La visita de Alcalá de Henares D.F. era su oportunidad de rentabilizar algo de su inversión. Las ciudades galácticas en órbita a un planeta habitado solía atraer a muchos turistas de todos los rincones del planeta en cuestión. Gracias a la intercesión de la Directora de las Relaciones Públicas Entre Mundos de Indonesia, Ana Cañas, había podido acordar con la Directora de los Asuntos Turísticos de Alcalá de Henares D.F., Ma Ría Ría, una exposición temporal en torno a esta conocida figura de la música. El potentado Yogui planeaba incluso una lujosa recepción con el sarcófago criogénico en el centro, con banda de música incluida tocando temas míticos de aquel hombre que en vida tocaba unas populares canciones de estilo blues y rock. El interés de Yogui en pisar la ciudad ambulante había cobrado entonces una claridad total para Ma Ría Ría. Código, sin embargo, no entendía muy bien el interés que suscitaba contemplar el sarcófago donde en su interior descansaba alguien con sus constante vitales en suspenso, no obstante: vivo, mas dormido como si fuera un muerto.

-Las discográficas ya no avalaban el tipo de letras de sus canciones y sus actitudes en los escenarios. No por ser él, exactamente, era algo que venía ocurriendo desde la década de los años 1980, me atrevería a decir, aunque hubo un intento en la década siguiente de 1990 de recuperar ese ambiente por parte de algunos estilos musicales –le explicaba el historiador M. Basterra-. Tal vez, después, con el avance en comunicaciones que supuso la informática con Internet, debió servirles de revulsivo para que los músicos y las discográficas se pensasen a sí mismos en lo que realmente querían, desaparecieran o se transformasen. Volvieron al origen, a algún lugar a mediados de aquel siglo XX, donde los músicos convivían con la industria, pero más como músico que como industria, eran sinceros consigo mismos y eso lo agradecía el público, compartiendo ideas y experiencias con la música. Desde que el músico que convive con la industria se dejó dominar más por la industria que por la música, se volvieron nada sinceros consigo mismos, y quizá por ello la gente prefirió volver a escuchar a los clásicos de cualquier estilo de música. Del pasado original de la música rock yo salvaría muchos álbumes que recopilaban canciones concebidas en conjunto, del presente que vivió Borja Montero sólo salvaría singles, canciones sueltas. Tal vez la revolución musical con Internet permitió que los músicos se disociaran de esas discográficas que los desnaturalizaron. Quizá comprendieron que el futuro estaba en que los músicos que se formaron entre el final del siglo XX y el comienzo del siglo XXI ahora podían disociarse de esas discográficas que no les permitían hacer cosas como, por ejemplo, aquel mítico Bob Marley en esta canción de "War": cantar y citar a los derechos humanos, usando esas palabras. Con Internet la desaparición del hombre de negocios ejecutivo se hizo necesaria en un proceso largo. ¿Para qué servía el ejecutivo que al escuchar algo como “War” prefería decirle al músico que cantase sobre otras cosas más amables y retransmitibles en las radios comerciales para las masas de gente, o que le dijese al músico que se vistiese con ropa que fuera de una tal forma porque eso atraía a la gente a productos comerciales, considerando el ejecutivo que no les atraía tanto oír cosas de los derechos humanos? La música es arte, y el arte es la transmisión de lo que motiva a su creador, el negocio debía cambiar su rumbo desde que se dejó abandonar a sí mismo más a las cuentas bancarias que a lo que realmente los músicos y la gente quería. Ahí es donde renació la importancia nueva de los músicos locales hechos a sí mismos desde la honestidad de las audiencias locales a lo largo del siglo XXI. Por eso por la exhibición del señor Borja Montero en un sueño eterno atrae a tanta gente dispuesta a pagar por ello. ¿Paradójico, verdad?

-¿Y realmente la gente pagará por esto? –preguntó Código.

-No lo dude –contestó rápido el historiador M. Basterra-. Borja Montero, el original, hizo buena parte de su carrera iniciándose en Alcalá de Henares, la antigua, la de La Tierra. Con una campaña publicitaria adecuada creo que el señor Yogui rentará una gran cantidad de su inversión. Yo me conformo como comisario de la exposición con enviar la información histórica de un modo lo suficientemente acertado para que la gente no la olvide.

Código mantuvo un ligero silencio de reflexión mirando el sarcófago de transporte galáctico que contenía el sarcófago criogénico.

-He escuchado algunas canciones de este hombre. Siempre me pareció muy visceral “Forgotten Rite” –dijo Código anecdóticamente mientras M. Basterra revisaba el anclaje del sarcófago.

-Si, es una canción que define bastante bien algunos de los aspectos de su vida, sin embargo, esa canción era del Borja Montero original, el único, el único del mundo entero. Este es el otro Borja Montero. ¿Recuerda “A Secret Life Near You”? Este es ese Borja Montero.

-No sabía que hubiera dos Borjas Monteros.

-Y no los hay, aunque sí –M. Basterra se volvió sonriendo a Código y prosiguió-. El primer Borja Montero vivió entre el siglo XX y el siglo XXI, como comprenderá aún no se había avanzado en todo lo que ahora sabemos sobre criogenia. Los mayores clásicos de su carrera son de esos años. Cuando murió pasado algo más de la mitad del siglo XXI, el Salón de la Fama del Rock compró los derechos sobre su cuerpo a sus herederos y recogieron algunas muestras genéticas antes de enterrarlo en el panteón que aún se puede visitar en La Tierra. Lo cierto es que Montero sabía que tenía una enfermedad terminal y pagó uno de aquellos escáneres de memoria cerebral que se hacían en aquellas épocas. Todos los conocimientos y recuerdos más importantes de su vida quedaron así preservados e igualmente adquiridos por el Salón de la Fama del Rock. Unos años más tarde lo clonaron y le practicaron en el cerebro la introducción de una parte robótica del mismo para poder insertarle una copia de aquella memoria. Ese fue el segundo Borja Montero. El del siglo XXII. Aún hay gente que cree que es el mismo, a pesar de la imposibilidad de que eso pudiera haber ocurrido. Su carrera musical también tuvo éxito, pero son los conocidos como clásicos menores. Lamentablemente aquellas grabaciones de memoria no permitían almacenar las sensibilidades ni las emociones de la persona original, ni siquiera hoy día.

-Entonces este es el segundo Borja Montero –dijo Código.

-Sí y no. Físicamente sí, pero en cierto modo también es el original en todos los sentidos.

-Pero cómo usted ha dicho, sus emociones…

-¿Sabe, señor Código, lo que ocurre con el sistema empático de los robots?

-Que ya casi no los fabrican con él, no resultaron rentables en el mercado.

-Sí y no, una vez más. Los robots plenamente empáticos casi no se fabrican ya por lo que acaba de decir. Sin embargo, cuando la inteligencia artificial rebasa ciertos límites, y nuestros robots lo hicieron hace mucho tiempo, resulta imposible que no tengan un mínimo de sentimientos empáticos. Hasta los animales los tienen, era lógico que algunos robots alcanzaran unos mínimos, es un dato poco conocido. Obviamente la empatía en los robots que se venden como no empáticos es una empatía muy reducida, mínima, tan poca que es casi residual en su cerebro electrónico, testimonial. Así pues, ¿qué nos puede asegurar que realmente no hubiera algo emocional del Borja Montero primigenio en la grabación de memoria que realizó y que tuvo la posibilidad de desarrollarse en el clon?

-Pero se habrá mezclado con las propias emociones del clon.

-Por supuesto, ya no es algo puro, pero es muy cercano al original. A la gente común, los que vienen a las exposiciones como las que propone el señor Yogui, no les importan esos detalles –sentenció M. Basterra.

-De todas formas, eso no importa, ¿No cree? –dijo Código señalando con la barbilla al sarcófago.

-Para historiadores y científicos sí, incluso para los músicos más puristas. Lamentablemente la muerte del clon se produjo cuando la criogenia con resultados positivos aún era algo deficitaria. La congelación de los fluidos corporales provocaban lesiones internas en los cuerpos. Cuando los individuos eran descongelados volvían a la vida con múltiples problemas médicos, a veces sólo lo hacían para morir con algún sufrimiento. Por eso se prefirió no descongelar a algunos de aquellos pioneros, como el señor Borja Montero. Sin embargo podemos disfrutarle hoy día vivo entre nosotros.

-Vivo, vivo…

-La publicidad, querido, la pedagogía y la publicidad… -M. Basterra dio unos golpecitos en el hombro a Código y se despidió antes de ir en busca del magnate Yogui para darle la noticia de que su inversión ya estaba a bordo perfectamente instalada.

Código se quedó en la bodega de carga de la nave, donde ya no había nadie. Todo el mundo estaba ya en los compartimentos superiores esperando su regreso para despegar rumbo a Alcalá de Henares D.F.. Grisóstomo estaba preparando ya los motores. Código iba a cerrar la compuerta de carga cuando recibió un mensaje de él. La nave indicaba que uno de los transmisores que se comunicaban directamente con la ciudad galáctica presentaba un pequeño problema. Nada muy grave, pero lo suficiente como para tener que salir a solucionarlo desde fuera. Código salió y recorrió los bajos. Una nube de agua vaporizada salía a propulsión por uno de los conductos que acertaba de lleno sobre el transmisor. Era una pequeña avería no muy importante que podía ser reparada de mejor manera cuando llegaran a su destino. De momento les servía simplemente con cerrar el conducto y usar un transmisor auxiliar, más limitado que aquel, pero suficiente en casos como este.

Entre la neblina accidental que había provocado el agua nebulizada distinguió en ella una silueta delgada y estilizada. El eremita Jess Barbieri se dejó ver ante él mirándole con aquellos ojos extraños. Código no comprendía muy bien qué hacía allí aquel hombre. Debía hacerle salir de la plataforma, pues correría el peligro de ser calcinado o arrastrado por la inercia del despegue. Sin embargo, antes de que Código le dijera nada, Jess Barbieri, con una voz extraña, como si aquellas cuerdas vocales acabasen de salir de una criogenia prolongada por siglos como la de Borja Montero, una voz como de otro mundo extraño y lejano, le dijo:

-Cuando el viento acerca palabras de voces conocidas, es mejor ponerse al abrigo por si las trajo por soplar con inesperada fuerza que nos pueda quebrantar la salud.

Código no entendió aquello, pero aquel eremita no le dejó hablar. Prosiguió.

-Código –Código no sabía cómo conocía su nombre-, acuérdate de lo que te he dicho. Estaréis en órbita en torno nuestra, pero cuando la abandonéis tendrás que encontrar tu rumbo. Cuídate del frío. Allá donde vais transportáis un peligro.

El eremita se fue despacio desapareciendo entre el agua nebulizada, que cedía en su presión. Código no había comprendido aquel extraño encuentro. Fue hacia el extremo de la plataforma hacia el que se había encaminado el eremita, pero este ya no estaba. Código volvió a entrar para reunirse con Grisóstomo. Este le esperaba con todo preparado. Código se sentó en su puesto y empezó a conectar todos los sistemas de despegue. Un tanto confundido, frenó en su labor.

-Ha pasado algo raro ahí abajo –le dijo a Grisóstomo.

-¿El qué? –contestó mientras seguía con su tarea.

-Había alguien –dijo Código reanudando la suya.

-¿Quién? ¿Una chica? –bromeó Grisóstomo.

-No… olvídalo. Ya se fue.

La Nereida despegó abandonando Indonesia, a la que habrían de volver con Alcalá de Henares D.F., aunque había más pasajeros que cuando vinieron, Código no habló demasiado en la primera hora de vuelo. Grisóstomo trató de abrir una conversación.

-Una vez, hace años, cuando era adolescente, una chica me retuvo toda una noche de bares y baile. Tras cerrar los bares, me dijo que tomáramos la última en su casa, pero en esos momentos apareció un amigo, nos dijo de ir a otro bar que conocía abierto, bailó con ella, rió con ella, me mandó a por bebidas, porque me tocaba pagar a mí, y al volver, se iban ya los dos. Meses más tarde yo estaba con una antigua amiga riéndome en otro bar. Esta chica apareció, me miró desde el otro lado del local, esperó a que ella se fuera al servicio. Se acercó. Preguntó seca que si estaba con ella, y contesté que con ella había venido al bar, lo que no era mentira, pero tampoco era la realidad que ella se había ideado. Se volvió, y se fue. Una vez, hace años, cuando era adolescente, en otro año diferente de la adolescencia, una chica me retuvo toda una noche riendo conmigo en un bar. Llegó un amigo, habló con ella, rió con ella un poco y se fueron juntos. Meses más tarde fui al cine con una antigua amiga. Llegamos tarde y nos sentamos en una esquina. Cuando hubo una pantalla con luz blanca nos descubrimos codo con codo aquella chica y yo. Ella saludó, me preguntó por mi amiga, y se la presenté. No volví a verla. Una vez, hace años, cuando era adolescente, en otro año, o quizá en alguno de esos años, me retuvo en un bar las invitaciones a cerveza de una chica repetidas dos semanas. A la tercera semana al fin se decidió por preguntarme por otro de mis amigos. Años después se acordaba de lo divertidas de esas cervezas de dos fines de semana. Una vez, hace años, cuando era adolescente, ya sabes... Bueno, pasado el tiempo, siendo adulto viviendo como un adolescente, una chica me retuvo conversando en un bar durante una noche, le presenté a unos cuantos amigos, pero ella sólo quería conversar. Y eso nunca está mal, ¿no?

-Cállate.

-Venga, no has dicho nada desde que despegamos. ¿Quién había en la plataforma?

-Nada, ya te dije que no tenía importancia.

-Está bien, está bien. ¿Sabes? Voy a bajar a la bodega a echar un vistazo. A ver si está allí tu fantasma. Seguro que tiene más conversación.

Grisóstomo salió de la cabina y fue hacia la bodega de carga. En el pasillo que unía la cabina de mando con la sala de reunión intermedia de la pequeña nave de distancia media se encontró a la bióloga Pat Patri con una extraña planta estirada con pequeñas ramitas de las que salían numerosas hojas bulbosas con pequeñas florecillas ocres.

-Qué extraña planta –dijo Grisóstomo parando su camino.

-Sí, pero es bella –contestó Pat Patri amablemente.

-¿Es para nuestros jardines?

-Me temo que si la tuviéramos en nuestros jardines esta pequeña nos daría problemas. La recogí para experimentar un poco con ella. Tiene unas propiedades un tanto venenosas.

Crisóstomo se inclinó sobre las florecillas para olerlas.

-Me encanta el peligro –dijo.

Aspiró fuertemente mientras intentaba tocar una de esas flores. Un ligero roce de sus dedos hizo que una de ellas reventara soltando un cierto polvillo amarillo que fue a depositarse en las cavernas de sus fosas nasales.

-¡Oh! Rápido suénese la nariz –le espetó la bióloga pasando la planta a una de sus manos y sacando con la otra un pañuelo para ofrecérselo.

Grisóstomo se sonó fuertemente la nariz.

-Quizá no me gusta tanto el peligro.

-No se preocupe, su veneno es muy particular. Aturde a sus víctimas hasta hacerlas perseguir a alguien de su género de sexo contrario. Las enamora.

-Vaya… entonces creo que no me despegaré de ti.

-No se haga ilusiones, yo no inhalé nada. Es un potenciador de los instintos de atracción sexual, pero sus efectos son más bien más parecidos al amor que a la actividad sexual. Me hablaron de ella los colegas de oficio de Indonesia. No sabemos muy bien a qué responde este efecto, pero puede ser interesante investigarlo. Será mejor que aspire algo de agua por la nariz y la expulse con todas sus fuerzas. La ablución es lo más indicado, sin duda. Si no, me parece a mí que con tanto tiempo que va a pasar en la cabina de mando con Código terminará pidiéndome flores para regalárselas.

Pat Patri se deshizo de Grisóstomo con un elegante movimiento y una sonrisa mientras seguía su camino. Grisóstomo se quedó mirando cómo se alejaba por el pasillo. De camino a la bodega de carga comenzó a sentir un cierto mareo. Bajó las escaleras metálicas y se sentó cerca del sarcófago donde dormía Borja Montero. Se sentía algo extraño, entre el aceleramiento del corazón y el cansancio de sus músculos. El sudor comenzó a bajarle por la frente, que se volvía fría. Casi estaba al borde del colapso. Necesitaba tumbarse, cuando alguien se agachó hacia él y le zarandeó por los hombros haciéndole reaccionar sacándole del estupor enfermizo que empezaba a apoderarse de él. Debería haber hecho caso a Pat Patri con el agua. Delante de él había una bella joven delgada de pelo corto y voz suave preguntándole si se encontraba bien.

-¿Qui… quién eres tú? –preguntó Grisóstomo reponiéndose.

-Marcela.

-No estás registrada… yo… yo llevó los registros de pasajeros… Eres una polizón –Grisóstomo se estaba reponiendo.

-A partir de ahora llámame Esther Claudio –le dijo sacando una pequeña botellita de agua de uno de sus bolsillos y mojando su cara con la palma de su mano-. Oye, ¿no me delatarás, no? Te estoy ayudando.

Grisóstomo debía informar a Código, pero estaba aún intentando recuperar su pulso corriente. El sudor parecía ceder. Su frente fría parecía querer recuperar su temperatura con ayuda del agua de aquella mano. El tacto suave como la voz de ella hacía ahora que su corazón acelerado tuviera ahora un nuevo pulso fuerte bombeando la sangre a todo su cuerpo animándolo y reanimándolo mientras su sistema nervioso enviaba nuevas órdenes a su cuerpo. Cogió la mano de ella que le lavaba y se la llevó lentamente a sus labios. Besó aquella palma mojada mirando a la joven a los ojos. Aquella Marcela, renacida en una nueva Esther Claudio, le devolvió la mirada. Ella se incorporó y se apartó de él perdiéndose entre la carga. Grisóstomo aún se quedó un rato sentado, maravillado. Deseaba quedarse allí, entre la carga de la nave.


La Nereida navegaba por el frío espacio exterior.