lunes, febrero 10, 2014

NOTICIA 1305ª DESDE EL BAR: EL FRÍO QUE NOS ACOGE MIENTRAS LOS ROBOTS CAMINAN ENTRE LOS HUMANOS (capítulo 3)



Capítulo 3: Un cabo suelto

Paul Helldog era un motero tatuado, de cabeza rapada y barba como un chivo, tan larga como medio brazo. Nacida sólo de su barbilla, contrastaba con sus gafas oscuras y su alta estatura. Las motos electromagnéticas eran su devoción. Flotaba en ellas como si hubiera nacido en una. Se diría que el robot matrona hubiera tenido que echarse a un lado cuando él salió de su madre a toda velocidad en uno de aquellos trastos. Al menos esa era la broma constante cuando era joven. Ahora su persona no provocaba tantas bromas. En otra época había sido tirador olímpico con uno de aquellos rifles de tiro deportivos que imitaban a los viejos modelos del siglo XX que se usaban aún con balas. Cuando llegó a la estación gravitacional de Alcalá de Henares se decía que su carrera deportiva se había cortado en seco con aquella guerra en Troyes. Cuando la capital de aquel planeta desértico se encontraba sitiada sus defensores marcaron demasiado sus diferencias al escasear las provisiones. Dividieron la ciudad en dos zonas y él sobrevivió. Durante semanas estudiaba a las presas, milicianos que intentaban mantener las posiciones en sus calles derruidas por las bombas. Esperaba oculto a que se confiaran en lo apacible, dentro de lo posible en la guerra, hasta que un día bajaban la guardia y aparecía algún oficial, o, lo que era mejor, algún francotirador enemigo. Entonces él, el cinco veces ganador de una medalla de oro en tiro al blanco, apuntaba cautelosamente a la cabeza. Su lugar favorito era un poco por encima de la oreja, o sobre un ojo. A través del teleobjetivo del rifle a veces veía cómo se encendían un cigarro, o cómo bebían algo, o incluso como gastaban alguna broma con un subordinado, sin saber que apenas les quedaban unos segundos. Un solo impacto de bala espolvoreaba la sangre con trozos de cráneo y enseguida, con celeridad pero con sigilo, Paul Helldog cambiaba de posición. Su caza humana contaba con numerosas presas. Después de la guerra su afición por las motos electromagnéticas continuaba con más pasión que nunca, pero quienes le habían conocido marcaron un antes y un después. Fue el momento de los tatuajes y aquella barba tan personal, como de otros tiempos. Sus presas humanas no acabaron. Era algo conocido. Pero la larga mano de Juan Manuel Jordán le tenía protegido. El capo de los suministros imposibles para las ciudades que gravitaban en el espacio profundo era demasiado poderoso, y le tenía en su equipo. De hecho, aquel día le tenía en su equipo literalmente. A regañadientes, don Juan Manuel Jordán le había hecho entrar a jugar con él una ridícula partida de petanca en uno de los parques lúdicos de la zona superior de Alcalá de Henares D.F., mientras John Snow, el otro matón de don Juan Manuel, les observaba con su rictus imperturbable en la cara y sus brazos cruzados.  A John Snow aquel enorme tipo tatuado le resultaba gracioso con una bola metálica de petanca en la mano, pero apenas lo había demostrado en su rostro. Lo de John  Snow era más profesional. Elegante desde que cualquiera tuviera memoria, a él le pagaban por hacer su trabajo. Lo hacía muy bien. Tan bien que don Juan Manuel nunca dejaba que le distrajera nada de su labor de guardaespaldas personal. A Paul Helldog le repugnaba el pulcro John Snow, pulcro incluso cuando le había visto salpicado de sangre al degollar a alguien a mano con la ayuda de un fino cable. John Snow le producía en lo más interior de su ser un cierto rechazo ético. El motorista Paul Helldog aún no había matado al héroe olímpico anterior a la Guerra de Troyes. Y allí estaba él, lanzando una estúpida bola de metal hacia una bolita de madera mientras John Snow le miraba impasible, aunque seguramente regocijado con lo que considera algo humillante. Pero aquel era su trabajo. Al menos John Snow y él estaban en el mismo trabajo, al servicio de don Juan Manuel.

-Con lo pies juntos, Paul, con los pies juntos –le corrigió la postura don Juan Manuel.

Paul corrigió su postura y lanzó su bola, que golpeó en la del equipo contrario alejándola de la bolita de madera.

-Buen tiro –le dijo Enrique Bermejo.

El antiguo gestor madrileño de la ciudad era su antagonista. Él había llevado como acompañante a un robot de gama media cuyo modelo de producción ya hacía notar que era de otras décadas. Su diseño antropomórfico tenía ese viejo estilo artístico que le dotaba de una apariencia entre humana y depurada obra de arte. Ya no se hacían robots de esa clase. Su piel sintética aún tenía alguna deficiencia que, dependiendo de la luz del ambiente, mostraba a las claras que estaba mezclada con productos gomosos. Era un robot de apariencia humana de varón fornido, de una estatura media no muy alta, pelo moreno y con un cuidado dispositivo de empatía emocional con los humanos que, en su día, era un producto muy moderno y solicitado en el mercado. Con el tiempo la gente no le veía las ventajas a aquella aplicación.

-Le toca a tu compañero, Quique –dijo don Juan Manuel a Enrique Bermejo-. Siempre te lo digo, es un bonito robot, pero siempre se me olvida el nombre de estos trastos. Dios, ni siquiera me acuerdo de su nombre genérico, ¿cómo voy a acordarme cuando les ponéis nombres humanos?

-No es mío, Jordán –contestó Enrique Bermejo mientras el robot se colocaba en su posición para lanzar su bola metálica-. Hace tiempo que no lo es. Para mí es un viejo amigo. Me lo regaló mi padre cuando era universitario. Lo manumití legalmente hace diez años. Es un robot libre, amigo. Tiene hasta su propio negocio. Se llama, Sergio Pérez Gámez.

-Hasta segundo apellido, qué impresionante. Y dime, Sergio Pérez Gámez, ¿cuál es ese negocio, que no he oído hablar de él? –don Juan Manuel le preguntó divertido al robot.

-Soy profesor de autoescuela –contestó mientras lanzaba y cedía su puesto de nuevo a Paul Helldog.

-¿Has oído, Paul? –entrometió don Juan Manuel a su matón- En una ciudad galáctica un profesor de autoescuela. Quizá tenga que mandarte a dar una lección de conducir. No quisiera que tuviéramos problemas por tus multas, je je je… –don Juan Manuel se rió de su propia gracia-. ¿Has oído, John, por sus multas? –alzó la voz en dirección al impasible John Snow, que asintió tan levemente que no se notó. Don Juan Manuel prosiguió hablando con Enrique Bermejo-. De todas maneras, Quique, todas estas chorradas de robots me resultan tan… Son útiles, sí, pero este modelo, por ejemplo, ¿por qué los hicieron empáticos? ¿Qué querían, sustituir a nuestros hijos o algo así? ¿Sabes?, para mí estas máquinas… o seres, o como quieras llamarlos… no quiero faltarte al respeto, sé que sois viejos amigos… Digo que no pueden sustituir a una persona. Mira, deberías haber tenido un hijo. Fíjate, yo tengo uno y sé que me quiere, porque es mi hijo, pero estos seres… están programados.

El robot Sergio Pérez ignoró la afirmación, a fin de cuentas sabía que aquella partida era una reunión de su antiguo amo para alguno de sus asuntos extraoficiales, nada podía salir a disgusto de los humanos intervinientes. Don Juan Manuel prosiguió mientras ahora lanzaba Enrique Bermejo dejando su bola de metal muy cerca de la de madera.

-Es un buen tiro, Quique. Anda déjame tirar a mí ahora. Pues te decía que un hijo no puede ser una máquina, ni aunque no te lo hayas propuesto al principio, cuando la compraste o te la regalaron. Mira mi hijo, Grisóstomo, es un buen chico, sabe cómo se hacen las cosas. Ríe, llora, come, folla. No está programado. Puedes confiar en él. Tiene carne, tiene huesos, nervios, cerebro… Cerebro, Quique… bueno, es joven, quizá no tenga mucho… ja ja… -volvió a reírse de su propia gracia-. Ahora mismo está de viaje en la Nereida. Se ha ido esta mañana con Código. La alcaldesa, Anna Guillou… tu amiga, je je je… les mandó a una misión a Indonesia, pero…

-A Indonesia… ¿por qué allí? Ese planeta está muy lejos –le interrumpió el depuesto Enrique Bermejo.

-No lo sé. Son los negocios de la ciudad, no son los míos, no directamente. Creo que es para conseguir fondos, ya sabes, turistas y esas cosas… Grisóstomo tiene que aprender el oficio, mi oficio, y ese oficio implica que conozca cómo funcionan estas ciudades gravitatorias. Se lo pedí yo a la alcaldesa. No te lo tomes a mal. A mí me da igual que Alcalá de Henares sea un área metropolitana de Madrid D.F. o que constituya su propio distrito federal.

-Siempre fuimos amigos, ¿eh?

-Ya sabes que sí.

-Sí, son muchos años ya, tantos casi como mi amistad con Sergio Pérez. Deberías tratarle como a una persona.

-Debería. ¿Sabes lo que implica ese “debería”? Que no es una persona, así que, ¿por qué debería? No te lo tomes a mal, robot –el robot Sergio Pérez hizo un gesto de no importarle el tono de la conversación, no estaba interesado en crear complicaciones-. ¿Sabes, Quique? Se trata de eso. Yo confío en las personas. Las personas son lo emocionalmente tangible, de verdad. No son, no sé, mesas. Por el amor de Dios, yo no lloraría por un robot como no lloro por una tostadora de pan. Claro, que tampoco lloro por mis competidores en los negocios, ¿verdad, John? Ja ja ja… -John Snow ni siquiera hizo el gesto imperceptible de antes para afirmar aquello mientras su jefe se reía-. Mira, una vez conocí a una mujer espectacular. Bueno, era una diva cincuentona, rubia platinada con sombra azul eléctrico en los ojos, las pestañas pesadas de rimel, vestida siempre con batas de rayón color turquesa o fucsia, con las tetas que se le escapaban del escote. Pasaba los días cantando canciones de uno de esos viejos grupos de los repertorios de La Tierra, creo recordar que Abba, una antigualla de las canciones populares del siglo XX. Todas las mañanas, desde su balcón decorado con gatos de loza y macetas con calas. Pero era una murmuradora, una dizque, una “métete en todo”. Esa mujer era mala para el negocio. Para mi negocio. Como comprenderás, no necesitaba a alguien que chismosease de mis cosas. Sí, tenía un cuerpo espectacular… y el sexo… ni te lo imaginas… Era fabulosa… una gran mujer… La visitaba al menos tres veces a la semana… No era una puta, no te confundas, era una mujer tremendamente mujer. La conocí en uno de mis negocios, cantaba en aquel club que tuve, ¿recuerdas? Sí… era fantástica… ¿Cómo se llamaba, Paul?

-Karina.

-Sí… Karina… Karina Q. Otárola. Pero, ¿sabes qué, Quique?

-¿Qué? –preguntó Enrique Bermejo siguiendo el juego de su conversación.

-¿Qué? ¡Pues que era una chismosa, hombre, ya te lo he dicho!... pero…pero, y destaco y subrayo este “pero”, confiaba en ella. ¿Y sabes por qué?

-¿Por qué? –le siguió todavía el juego.

-¡Porque no era una jodido robot! Y, ¿sabes más? ¡Cuando cantaba aquellas antiguallas la toleraba  y me gustaba porque no era una jodido robot! Y cuando follábamos, ¡no era una jodido robot empática de mierda! ¡Así es! ¡Así es! Así es, ¿verdad John?

-Así es –dijo John Snow sin moverse.

-Mira, Quique, sólo te puedes fiar de los humanos. Esos son mis negocios. Y por eso, cuando me has llamado para esta partida de petanca, yo, que no me gusta la petanca y a Paul se le dá de pena ser mi pareja de juego, vengo y hago tratos contigo. ¿Por qué? Porque eres mi amigo y porque no eres un jodido robot. Tú me dices que tengo que acabar con un cabo suelto. Y yo acabaré con ese cabo suelto. Si es bueno para ti, es bueno para mí. A mí me da igual si esta ciudad es federal o no. A mí me importan mis amigos. ¿La alcaldesa no te gusta? Muy bien. No habrá alcaldesa. Siempre hice buenos tratos con vosotros. Son negocios. Me da igual. Pero quiero que mi hijo siga teniendo los mismos cargos consultivos cuando la ciudad vuelva a ser un área metropolitana de Madrid D.F., son negocios, mis negocios… Y somos amigos.

-Entonces, todo cerrado. El precio que te pagaremos será el doble del normal.

-Es muy generoso. Me gusta. ¿Ves? Un jodido robot no entiende estas cosas. Lealtad, eso es lo que importa en esta vida. Si un hombre no cumple con su palabra no es un hombre. Bueno, ahora no te molestes, pero mis negocios me llaman en otros lugares de la ciudad, tendremos que parar esa partida de petanca. Tu bola está bien posicionada, y la de ese bicho, “tu amigo”. Eres ganador. Te lo cedo.

Ambos se dieron la mano y se despidieron. Enrique Bermejo y Sergio Pérez recogieron las bolas del campo de juego mientras Paul Helldog montaba en su moto electromagnética por orden de don Juan Manuel y se alejaba de allí adelantándose al coche gravitatorio del capo conducido por John Snow.

Dentro del coche, un precioso modelo blanco impoluto, mientras don Juan Manuel se servía una copa de alcohol del mueble bar del asiento trasero del interior, le preguntó a su chófer.

-John, vamos a casa de Karina. Hablar de ella me ha hecho añorarla.

-No podemos –contestó lacónico John Snow.

-¿No?

-Dijo que no quería volver a verla.

-Hum… Sí… es verdad… ¿le pagamos el viaje a otra ciudad gravitatoria?

-No, don. La lanzamos al vacío del espacio.

Una sombra de tristeza cruzó el rostro de don Juan Manuel.

-Es cierto, ahora me acuerdo… ¿No sufrió, verdad, John?

-Se resistió.

-Vaya… bueno, era una chismosa.

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