martes, mayo 06, 2014

NOTICIA 1336ª DESDE EL BAR: EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL (capítulo 2)

EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL


Capítulo 2: La Gota.

El sacerdote Mario Bádenas estaba en un ¡ay! En su casa. Antonio Blasi le acababa de poner una cataplasma y se encontraba ahora preparándole agua hervida con una cebolla dentro para que se la bebiera con un poco de miel. Hacía años que aquel cura padecía de gota. Aún podía caminar algo, aunque prefería no tener que hacerlo demasiado ya. El sólo roce de sus pies en el suelo le suponía un suplicio tan insoportable que su mayor deseo era no tener que volver a ponerlos en uso para levantarle y caminar. El Señor había tenido a bien mandarle aquella enfermedad, pensaba, pero como aún vivía en la tierra aún encontraba consuelo en los alivios que le sabía procurar aquel buhonero piamontés. Cada día se acercaba a su casa para curarle la gota. Su llegada a Valencia había sido providencial para él y sus padecimientos. Si estaba allí, también Dios lo habría tenido a bien que ocurriera. Nada malo pudiera haber en que cada atardecer, antes del toque de queda, viniese a su casa si no a curarle la enfermedad por completo, si a quitarle temporalmente sus dolores.

Había logrado que el hijo del carpintero de su parroquia le pagase la deuda del funeral de su padre fabricándole una butaca adaptada a sus actuales necesidades provocadas por sus dolores. Aquella silla casi era una obra de artesanía, y una bendición para él. Tenía unas ruedas en las patas traseras que estaban siendo muy útiles cuando quería moverse por su casa con ayuda de su sirvienta. Pero no sólo eso, de uno de los reposabrazos salía una tabla móvil que servía de mesita delante de él. En ella podía comer fácilmente sin sentarse a una mesa, como igualmente podía redactar sus misas, amonestaciones y otras cuestiones necesarias en el servicio sacerdotal a Dios. Pero lo que realmente le alegraba de aquella silla era el mecanismo que tenía para poder desplegar un reposa piernas en alto.

Antonio Blasi estaba siendo sumamente benéfico para sus dolores ese anochecer. Momentos antes de que entrara por la puerta aquel piamontés sus alaridos de dolor se hubieran podido dejar oír a través de su puerta cerrada en la calle. Le había hecho llamar y le había logrado hasta un pase nocturno para el toque de queda. De otro modo el italiano no hubiera podido aliviarle sin correr el riesgo de acabar en el calabozo por andar fuera de su casa a horas prohibidas. Todo en el sacerdote era ese día un lamento, un quejido, un delicado roce hacia el dolor más intenso. Quizá por ello cuando Antonio Blasi entró y le planteó una extraña petición, no pudo menos que aceptarla deseoso de que comenzara la cura y acabara la molesta conversación que prolongaba su tiempo de sufrimiento.

Le había pedido, ni más ni menos, un certificado matrimonial con María Viviel. Aquello era en todo punto inaceptable. Ambos no estaban casados y ella, lo sabía él, estaba casada con un militar. Permitir aquello era ir contra sus votos y creencias religiosas, incurrir en un pecado de grandes dimensiones. No quería ser quien permitiera un amancebamiento como aquel, una ofensa tan grande a Dios. Sin embargo, Antonio Blasi, que mantenía un papel y pluma delante de él, no le curaba, pese a sus quejas de dolor y contra aquel chantaje basado en ese mismo dolor. Sus pies le estaban haciendo lagrimar y casi suplicar a aquel hombre de largos bigotes negros. Blasi, impasible, desplegó la mesita de aquella silla y colocó el papel y la pluma entintada allí. Se retiró un paso y cogió con sus dos manos el sombrero que hacía un rato había soltado para mirar a aquel religioso cara a cara desde su posición superior estando de pie frente a la silla donde se sentaba aquel. Mario Bádenas estaba siendo franqueado por el dolor. Estaba transformándose cada vez en un ser más débil y necesitado de un poco de descanso y sosiego. Aquel dolor era como un perro rabioso mordiéndole los pies tratando de desgarrarlos para llevárselo aparte y poder comérselos. El pulso tenso que el italiano le había lanzado era una especie de tortura cuando el propio piamontés hizo ademán de irse chocando levemente contra uno de los pies del cura. El alarido quejumbroso de Mario Bádenas se hizo sentir profundamente. Detuvo a Blasi cogiéndole de uno de sus brazos y, con la boca bien apretada para retener sus lamentaciones, asintió con la cabeza.

Lentamente cogió el papel y la pluma y comenzó a escribir un acta de matrimonio falsa entre Antonio Blasi y María Viviel. Lo firmó, tras acercarle el propio Blasi el lacre y el sello, y la selló. Sólo entonces el piamontés comenzó a aplicarle aquella cataplasma que tanto le había comenzado a aliviar esa noche. Sólo cuando había pasado un rato de alivio y el italiano había comenzado a hervir la cebolla, Mario Bádenas dijo:

-Aunque tengas este papel, para irte de Valencia necesitarás salvoconductos del gobernador. Él sabe que eres soltero.

Antonio Blasi siguió preparando lo que el sacerdote necesitaba de forma tranquila. De ese modo, reposado, preguntó con franca confianza en sí:

-¿El gobernador al que le peino la peluca?
-El gobernador al que le peinas la peluca, sí.
-Él nos dará el salvoconducto para viajar.
-No lo creo –dijo el sacerdote.
-Yo sí –contestó el italiano mientras mezclaba la miel en su preparado-. Esta noche le peina la peluca María.

El sacerdote se recostó en su silla cerrando los ojos. Los abrió para recibir de las manos del italiano la bebida de su cura.

-¿Por qué queréis pecar de esta manera tan aborrecible? –le preguntó misericorde.
-Porque es la cataplasma de mi gota –Antonio Blasi se volvió a seguir preparando más brebajes que dejarle tras su partida de Valencia.

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