martes, enero 27, 2015

NOTICIA 1437ª DESDE EL BAR: EL BEY VENEZOLANO


Desde el pasado 14 de enero y sólo hasta este viernes 30 hay en Alcalá de Henares una exposición fotográfica sobre el exterminio de armenios durante la I Guerra Mundial. La ha organizado la Sociedad de Armenios de Madrid para recordar este suceso cien años después. La exposición ha salido en prensa nacional (véase por ejemplo el ABC), pero apenas hay una nota de un párrafo en la prensa local (yo la leí en el semanario Puerta de Madrid). La exposición es en la Quinta de Cervantes y tiene por título "El campanario incesante, Armenia 1915-1918"). España no ha reconocido jamás ese genocidio, tal como Turquía tampoco ha hecho nunca. Así que es significativa esta exposición en Alcalá, una exposición que además es itinerante por diversos municipios de la Comunidad Autónoma de Madrid. 

La Quinta de Cervantes, una antigua casa de burgueses ricos del siglo XIX que a finales del siglo XX y principios del XXI se reconvirtió en Concejalía de Medio Ambiente y ahora simplemente es un edificio en su gran mayoría sin uso y en su menor usado parte como sala de exposiciones. Se ubica entre las calles Vía Complutense y la calle Navarro y Ledesma. Su jardín es uno de los más bonitos de la ciudad. Sin embargo, a pesar de que como sala de exposiciones se anuncia que está abierto de lunes a viernes tanto por las mañanas como por las tardes, la realidad es que yo traté de ir el lunes por la tarde y aquello estaba totalmente cerrado, y a través de sus ventanas sólo se veía oscuridad y vacío. Llamar al timbre n o sirivió de nada, allí no había nadie. Tampoco es extraño, la gestión cultural y turística de la ciudad es altamente nefasta desde hace mucho tiempo. No obstante recordemos que por ejemplo la más visitada Casa de Hyppolitus cierra los lunes, lo que es normal, pero de martes a viernes cierra por las tardes, lo que deja con muy mal sabor de boca a quien se traslada hasta mi barrio para ver esa casa junto a los restos de Complutum y se encuentra con un viaje de media sonrisa. Si nos centramos en el asunto de la Quinta de Cervantes, diré que probablemente es la sala de exposiciones menos publicitada, donde menos se invierte y que menos gente conoce su uso y lo que allí se hace. Una auténtica lástima, pero una realidad tremenda. Está altamente desaprovechada, mal usada y mal publicitada.

Como sea, si bien este martes 27 se celebra el 70º aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial, en 1945, también es cierto que celebramos esos cien años del comienzo del genocidio armenio durante la Primera Guerra Mundial. El genocidio armenio se extendió de 1915 a 1923, si bien hubo un punto de inflexión en torno al final de la Primera Guerra Mundial en 1918. Está considerado el primer genocidio planificado de la Historia Contemporánea y Actual, la antesala del genocidio judío a manos alemanas de la Segunda Guerra Mundial, junto al exterminio de gitanos, republicanos españoles, comunistas, testigos de Jehová, y otros colectivos. Es curioso que hoy la presencia del presidente de Ucrania en Polonia, en Auschwitz, ha provocado que el presidente ruso, Putin, no haya ido, ya que Rusia no reconoce al actual gobierno ucraniano. Polonia y otros países del Este han dicho que no importa, porque las tropas que lo liberaron eran fundamentalmente ucranianas, cosa discutible. Rusia ha contestado con razón que las tropas soviéticas estaban compuestas por gentes de diferentes etnias y diferentes lugares de la antigua URSS, por lo que le parece insultante el comentario de Polonia. Como sea, este será el último aniversario redondo con un gran número de supervivientes vivos y presentes en el acto, el próximo serán los 75º años, pero por cuestiones de edad, es probable que la gran mayoría haya muerto. Es una pena que los rusos que los liberó no estén presentes. El primer soldado que entró en el campo de concentración de Auschwitz fue un soldado soviético de avanzadilla a pie (no a caballo como se ve en La lista de Schindler, -Steven Spielbeg, 1993-). Había tanta niebla que no sabía dónde entraba y cuando vio aparecer lo que le parecieron esqueletos andando hacia él creyó que había muerto en algún bombardeo y venían a recogerle, así lo declaró en sus últimos años de vida con motivo de la película citada, unos pocos años después.

Volviendo al asunto del genocidio armenio, los turcos siempre han defendido que no hubo genocidio, sino que se trató de la deportación y detención de independentistas que luchaban junto a los rusos. Esto está puesto en entredicho por cuanto se le aplicó tal consideración a toda la etnia armenia en bloque y hubo, además, connotaciones religiosas en determinadas ocasiones. España nunca ha avalado la existencia del genocidio armenio, como he dicho, en consonancia con el gobierno turco. No se cree que hubiera un plan de exterminio, sino que hubo una gran mortandad por la crueldad y condiciones de las deportaciones y el modo como se realizaron los arrestos, cuando los kurdos y las tropas otomanas tuvieron via libre para la represión. Las cifras de muertos armenios varían mucho de historiador en historiador, aunque en general se acepta la cifra de un millón ochocientas mil muertes armenias en tales hechos. Sin entrar en todos estos debates, os escribo otro relato sobre todos estos hechos en recuerdo del primer centenario de la Primera Guerra Mundial. Escojo para ello el caso real de un mercenario de Venezuela que combatió para el Imperio Turco Otomano.Y por supuesto os animo a ir a la exposición fotográfica del genocidio armenio expuesta e la Quinta de Cervantes.




EL BEY VENEZOLANO

Los armenios habían sido desarmados apenas unas horas antes. Una fila de doce de ellos fueron maniatados con mucha fuerza. Tanta fuerza que a alguno se le había cortado la circulación sanguínea. Notaban el frío en las manos. Pronto pasaría. Enfrente de ellos un pelotón detonó sus fusiles contra ellos. Ni siquiera les vieron las caras, habían sido colocados en sus últimos momentos frente al sol. Una potente luz del astro que les había iluminado en la vida les cegaba, les forzaba a bajar la mirada o a fruncir el ceño. Cayeron de manera desigual. Algunos lo hicieron de inmediato hacia atrás, otros cayeron doblándose sobre sus rodillas, que caían hincadas a la tierra, había quien fue desplomándose poco a poco hasta caer como recostado sobre un lateral, tocando el cuerpo de al lado. El oficial turco al cargo del pelotón de fusilamiento se acercó con su pistola de asalto y buscó uno a uno sus orejas para dispararles el tiro de gracia allí. Dos de ellos habían recibido impactos en la cara, lo que le complicaba la búsqueda de sus orejas, simplemente apuntó a algún punto de lo que era la cabeza de aquellos. Doce disparos secos y la orden de retirar al pelotón. Quedaron los cuerpos tendidos al sol que ahora les iluminaba en su primer minuto de muerte.

La orden del Héroe de la Libertad había sido tajante, había que desarmar y ejecutar a los armenios que habían portado armas, a todos sin excepción. Daba igual que realmente hubieran ayudado a los rusos en Sarikamis o no, todos eran culpables. En Estambul ya se estaba deteniendo a todos los armenios más brillantes intelectualmente. También ellos irían a la cárcel. Los civiles, mujeres, niños, ancianos, debían ser deportados de las proximidades del Cáucaso. El bey Enver Pachá fue claro, ni un armenio podía ser considerado leal al Imperio Turco.

Los rusos zaristas no habían tenido contemplaciones con los turcos derrotados tras la batalla de Sarikamis. Los habían perseguido y disparado por la espalda mientras se retiraban. El bey Enver Pachá no contemplaba la posibilidad de su derrota. Los armenios y su nacionalismo eran colaboradores necesarios en su mente. Había que tener disciplina y unidad, como los alemanes. No cabía en su Imperio la disidencia. Aquellos cristianos eran culpables.

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El bey Rafael de Nogales Méndez tenía un pequeño bigote negro que dibujaba un cuadrado negro en su cara, justo respetando los márgenes del espacio de debajo de su nariz. Tenía una cara como si fuera un niño de ojos tristes y orejas grandes y separadas de la cabeza. Tenía 35 años formados militarmente en Venezuela, Alemania, Bélgica y España. Su vida itinerante le había llevado por diversas guerras del mundo desde finales del pasado siglo. Cuando estalló la Gran Guerra el año anterior quiso combatir por Francia, pero los franceses le pidieron renunciar a su nacionalidad. El bey Rafael de Nogales Méndez no quiso deshacerse de su origen, ofreció sus servicios a Alemania. Alemania le mandó al frente oriental y los turcos otomanos le emplearon militarmente con tanto éxito que obtuvo varias medallas que mostraba en su pecho y le ascendieron a bey. Allí estaba él con su alto gorro cilíndrico negro con la insignia de su media luna y la estrella brillantes. Contrastaba bien con su claro traje militar turco ceñido, su sable y sus guantes blancos enganchados en su cinturón. Bien clara entre sus medallas estaba la cruz de hierro alemana, al menos un par de ellas, entre otras muchas medallas con formas de estrellas metálicas varias. Su piel de color bronce no paraba de gritar a todo el mundo aquello a lo que él nunca quiso renunciar: su ser venezolano. Visceral y anticomunista en esencia, era disciplinado y ordenado en todo lo que se proponía. Llevaba tiempo luchando en una u otra guerra por dinero, aunque siempre respetando sus ideales conservadores, que ideaban y ordenaban al mundo y a las sociedades con jerarquías claras y desigualdades patentes pero debidas, según como él las pensaba desde su origen. Él concebía el mundo desde lo radical, pues iba a la radicalidad de los problemas del mundo, o sea, a las raíces, para levantar un edificio mental de cómo había de ser al cual transportaba a todas y cada una de las guerras en las que él participaba. Era su paso por el mundo un paso por un concepto personal de orden a imponer.

La Guerra Hispano-Norteamericana de 1898 había sido su debut, pero le habían seguido otras como la Revolución Libertadora de 1904 en su propia Venezuela y, en aquel mismo año, la Guerra Ruso-Japonesa. Había intentado regresar a su país en 1908 gracias a un nuevo gobierno dictatorial. La enemistad con el nuevo gobierno le mandó al exilio, de ahí a su venta mercenaria a Francia y de rebote a Alemania, que le mandó al Imperio Turco Otomano. Andaban los turcos combatiendo desde octubre de 1914, con apoyo de los búlgaros, por el Este Europeo, pero fundamentalmente también en torno al Cáucaso, contra los rusos. No le faltaban enemigos a los turcos otomanos. Los rusos se habían adentrado en el Imperio Turco por aquellas zonas con apoyo de algunas etnias. Los armenios planeaban su independencia como un nuevo estado cristiano o al menos eso planteaban en diversos medios escritos. Ante la proximidad de los rusos habían protagonizado una revuelta armada en la ciudad de Van, o al menos eso dijo el gobierno turco. La violencia contra la población armenia había ido en aumento como táctica para provocar una revuelta armada de manera evidente para poder proceder a atacarles, pues, hasta esa fecha, los armenios eran unos ciudadanos turcos más, si bien todos ellos eran dhimmíes, una de las naciones turcas consideradas leales por no haber provocado nunca ningún altercado violento. Los armenios, con su religión cristiana, eran permitidos dentro de aquellos territorios musulmanes, si bien debían pagar impuestos especiales. En el tiempo que llevaba el bey Rafael de Nogales allí había visto como les habían subido tales impuestos sin razón aparente y como habían sufrido innumerables provocaciones por parte de las autoridades otomanes, temerosas de que entre los armenios hubiera una fuerza revolucionaria e independentista como las que habían sufrido a lo largo del siglo XIX en sus territorios europeos que habían terminado siendo un auténtico avispero de guerras hasta aquella Gran Guerra.

Las injusticias contra los armenios explotaron en la revuelta de la ciudad de Van y los rusos lo aprovecharon para avanzar e invadir el lugar. Se llegaron a  autoproclamar  como República Democrática de Armenia interesada con asociarse a los rusos. Los otomanos habían logrado recuperar el territorio, pero por breve tiempo. Entre medias, lo que menos se sabía fuera del Imperio Turco, llevaban desde abril deportando por ley a todos los armenios a través de los desiertos de Anatolia y de Mesopotamia. Una gran cantidad de ellos murieron o fueron asesinados por el camino, mientras otros llegaban a campos de concentración de refugiados, que en realidad lo eran de prisioneros, donde los guardias y custodios del lugar cometían todo tipo de abusos que conducían la mayor parte de las veces en la muerte por asesinato, tortura, maltrato, enfermedad, hambre o sed. Caso aparte lo sufrían las mujeres, violadas innumerables veces por diversos guardias.

Los insurgentes de Van tuvieron aún peor suerte. Su resistencia fue valiente y ardua, pero fue, como era de esperar, imposible de mantener ante el potente ejército del sultán. Entre ellos fueron pocos los afortunados en ser presos. La orden general era la de no tener compasión. La ira de los propios combatientes hizo el resto.

Frente a sus ojos negros a juego con su  pequeño bigote negro y cuadrado y su gran gorro de pieles negras con la media luna y la estrella turcas, un guardia golpeaba con una vara a un hombre que se cayó al suelo pidiendo algo que quizá fuera comida. Si era insurgente o civil, no lo sabía. Si fueron lo primero, habían sido combatientes como él. Se merecían un respeto entre caballeros de armas. Nacionalistas, sediciosos o bien producto de conflictos religiosos, nada de eso incumbía en esos momentos a su pensamiento. Los golpes de la vara eran rápidos. La vara subía y bajaba sobre aquel hombre con desmesurado entusiasmo del guardia, hasta que al fin aquel hombre se separó. ¿Cuántos habían muerto ya ante semejantes circunstancias? El sultán negaba que aquello fuera algo planeado.

El bey Rafael de Nogales estaba muy lejos de sus tierras cálidas y verdes. De sus montañas y su mar claro. Tal vez era hora de regresar. Mientras, ante sus ojos los guardias hacían todo tipo de cosas a los prisioneros, pues aquellos no eran otra cosa más que prisioneros pese al nombre que el sultán quisiera darles para la tranquilidad de su mente o la ocultación en su política. El bey iba redactando imaginariamente su solicitud de relevo como oficial de la gendarmería de Van. Tal vez, se respondió entre medias, había visto más de mil muertes ya de presos que lo eran por ser simplemente armenios cristianos.

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Bedros era ya viejo cuando se cubría con una manta tumbado sobre la tierra aquella noche. Mikael le trajo algo de agua y se sentó a su lado.

-Cuando Abdul Hamid II les dio permiso a los kurdos para matarnos, aquello era como esto –le dijo el anciano sorbiendo algo de agua-. Yo estuve en Urfa cuando los turcos quemaron la catedral. Allí había mucha gente dentro. Los quemaron vivos. Ahora nos matan caminando por el desierto y encerrándonos en estos sitios.

-Han hecho cosas peores –le corrigió su joven nieto.

-Sí, pero también entonces violaban a niños y mujeres. Satisfacían sus bajos instintos. Pensarás que todo eso queda muy lejos. ¿Qué año fue? ¿1894? ¿1896? ¿1897? No me acuerdo ya, no me acuerdo del año. Pero me acuerdo de la gente. No, no está tan lejos.

-¿Siempre ha sido así, abuelo?

-No. En otras épocas, cuando yo era joven, ellos sabían que éramos un pueblo leal. Había respeto, había paz. Pero aquellas matanzas de Hamid tuvieron consecuencias. No nos íbamos a dejar matar. Todo tiene un precio, Mikael. Cuando los Jóvenes Turcos se hicieron con el gobierno también nos mataron en Adana, de esa fecha sí me acuerdo, 1909. Yo no estuve en Adana, pero lo viví como Urfa. Somos un estorbo para los islámicos y sus reformas legales. Creen en el sultán, pero a este imperio le queda poco para ser una República. Pero eso no nos incumbe a nosotros. Nosotros estaremos en otro lugar.

-Francia es un gobierno laico.

El viejo Bedros miró muy seriamente a su nieto, que no pudo sostener la mirada del anciano de barba blanca y ojos claros.

-Nosotros somos cristianos –le dijo seco.

Mikael recogió el vaso de latón que le devolvía su abuelo y lo mantuvo con las dos manos contra su estómago.

-Deja de estar encorvado –le dijo su abuelo más tranquilizador-. Dime, ¿has visto a ardemos hoy?

-Sí.

-Bien, esto está bien. Nunca abandones a tu hermana. A mí me queda poco y entonces sólo os tendréis el uno al otro.

-Abuelo, he oído que los rusos bombardearon a los otomanos en Van. Quizá, si llegaran hasta aquí… yo… yo quisiera…

El abuelo sonrió con amargura sin que le viera su nieto, aún con la mirada hacia abajo. Le acarició la cabeza y le pidió que se fuera a por otra manta para acostarse a su lado. Mikael obedeció muy obediente.

Bedros cerró los ojos un poco más recostado mientras esperaba a su nieto. El negro de la noche a través de sus párpados le hizo sentir algo de descanso. Su nieto se acurrucó a su lado con la manta al llegar a su lado. El viejo lo atrajo a sí pasándole el brazo por los hombros. Estuvieron los dos tumbados juntos. Había sido un día especialmente duro. Los guardias les habían hecho caminar durante demasiadas horas. Les trataban como a animales a los que golpear con una vara cuando las fuerzas les hacían vacilar. Aquellos turcos no lo habían pasado bien frente a los rusos. No habían tenido en cuenta la potencia de su artillería, que los había desmenuzado como si fueran sacos de plumas elevados al aire y rotos. Tampoco los caídos aún vivos a tierra habían tenido mucha suerte. Las tropas zaristas eran concienzudas con sus sables y sus fusiles. Los turcos habían aprendido que frente a los rusos continuaba una manera antigua y ruda de hacer la guerra. Una manera vieja. En su retirada aun les dolió más los disparos de simples rifles en manos de gente del Imperio que cometían actos de sedición a favor del avance ruso. Armenios, no podían ser menos que armenios. Todas las muertes sufridas en Sarikamis habrían de ser cobradas. Ojo por ojo, diente por diente, como los mismos armenios hubieran dicho. No pocos kurdos les ayudarían. Aquellos cristianos eran potenciales enemigos internos de los otomanos. Los guardias les azotaban y se les hacían pasar todo tipo de venganza personal e injustificada.

Bedros comenzaba a dormir junto a su nieto tras un día duro de camino a pie bajo el sol del desierto de Anatolia. El negro de la noche comenzaba a mostrar en sus párpados colorines que iban de un lado a otro. Poco a poco formaban formas entre sí. Caras. Caras del presente y del pasado. Como la de aquel guardia que había forzado a su hija no hacía muchos días. Sólo estaba ya con su nieto y rezaba por su nieta, mientras los colorines se mezclaban más allá de la oscuridad de la noche. Las palabras de su rezo interior se volvían vagas y distantes. El sopor iba venciéndole.  De vez en cuando se reanimaba, no de todo, y retomaba las frases de su rezo por donde creía haberlo interrumpido, en segundos volvía a los misterios del sueño. Los colorines de su cabeza, en su danza por ella, iban formando formas de fuego en llamaradas largas que nacían de las torres de la catedral de Urfa. Las paredes se ennegrecían con penachos de humo. Los techos se caían. Las tropas otomanas habían sellado las puertas y miles de gritos salían junto a las lenguas de fuego y las columnas de humo. Gritos terribles de mujeres y niños que se habían refugiado en suelo sagrado. Y las caras de los de dentro, caras del pasado, en su sueño, eran su hija y su yerno.

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La guerra estaba terminando cuando en un despacho de Londres dos abogados leían la prensa en un momento de descanso.

-El embajador Henry Morgenthau dice cosas nuevas sobre la matanza de armenios.

-Ya lo vi, Christopher.

-Ha debido ser terrible la guerra en Turquía. Lo ocurrido con esta gente está fuera de todo derecho militar o civil.

-Indudablemente, pero me preocupan más los bolcheviques.

-Alexis, ¿es que no lo ves? Si hemos permitido esto, ¿cómo será la próxima guerra? Y esos bombardeos sobre Londres. Altamente irregular. Sí, señor, eso es lo que es, altamente irregular. Y los precedentes… ¡los precedentes!

-Olvida ese tema. La nueva República Turca lo está controlando, dicen que sólo se trata de deportaciones. Es normal que quieran eliminar la posibilidad de sediciosos que permitan que los bolcheviques se expandan a costa suya. Los bolcheviques, Christopher, los bolcheviques. Ellos sí que son un grave precedente. ¿Dónde iremos nosotros a parar? Me parece bien que nuestro gobierno y Estados Unidos intervengan en esa guerra civil.

-Te preocupan demasiado los bolcheviques. ¡La guerra no fue por los bolcheviques!

-Pero tampoco por los armenios.

-¡Por el amor de Dios, Alexis, no me seas demagogo! El asunto armenio…

-El asunto armenio no nos afecta. No tienen pretensiones de un nuevo orden social, pero la guerra en Rusia sí nos puede alcanzar de nuevo. Es fácil controlar a militares en los frentes de combate, pero, ¿y a los obreros? Estamos rodeados de obreros.

-Los obreros se sienten cómodos con nuestro sistema.

-¿Tú crees?

-Y si no lo estuvieran hagamos que lo estén. Sin embargo el asesinato indiscriminado de armenios…

-¿Ha habido asesinatos o muertes? Tanto el caído sultán como el actual presidente turco saben bien cómo están haciendo las cosas. Pensemos que a fin de cuentas los turcos tienen qué temer. No es mentira que han perdido una gran cantidad de territorio respecto a lo que fueron en otra época.

-A veces eres imposible, Alexis.

-Claro.

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Habían pasado varios años desde el final de la guerra y Rafael de Nogales quiso rentabilizar su pasado en el ejército turco publicando un libro llamado Cuatro años bajo la Media Luna. Era 1925, tocaba el turno en aquellas memorias de explicarse, de buscar un porqué, de justificarse ante el mundo del porqué un venezolano terminó siendo bey y condecorado por el mismísimo Káiser Guillermo II. Pero ante todo estaba también aquel asunto de los armenios. Las innumerables muertes de gente indefensa. El mundo había cambiado. El comunismo le seguía pareciendo aborrecible, pero no así la justicia social. Se necesitaba justicia social en un mundo deformado por la guerra. Las persecuciones a intelectuales por las calles de Estambul, las caminatas por toda Anatolia, los hacinamientos de gente que ni siquiera había empuñado armas, gente que simplemente era culpable de ser armenios, todo aquello no se podía volver a repetir.

Cerró uno de los ejemplares que había tomado de la estantería de la librería a la que había ido sólo por verlo expuesto. El tacto del papel le había transportado en su recuerdo a aquel papel en el que pidió el relevo de la gendarmería de Van. Duró más años en la guerra, pero aquel destino le había marcado. Ni todo el dinero que ganó con sus servicios podía pagar la muerte de niños y niñas, la violación de jóvenes y viejas, la muerte de adolescentes y adultos a golpes o fusilados, o acaso con disparos en la cabeza o sablazos. Todo era válido. La gran mayoría había muerto en las largas caminatas y en la mala alimentación en los campos de concentración de los deportados. Las condiciones de salubridad habían sido las peores condiciones que se hubieran dado nunca a un prisionero. En su vida había visto a muchos prisioneros. Aquellos armenios… Una vez vio a un armenio muerto junto al que lloraba su nieto. El anciano sólo había tardado un poco más de lo normal en levantarse. Suficiente para recibir un disparo, justo en la cabeza.

Era momento de entrar en una nueva guerra. Una más justa donde compensar todo aquel mundo injusto al que contribuyó en Van. Hacía mucho tiempo que no entraba en conflictos. Desde luego no apostó por el mejor de los bandos en la pasada guerra. El clamor de las armas le llamaba, pero no quería volver a ver ciudadanos a lo sumo con una escopeta contra ejércitos profesionales con cañones e instrucción militar. La inactividad bélica no podía compensar lo que él había hecho dirigiendo soldados. No hubo una guerra tan llena de odios y resentimientos como la de Anatolia. Debía resarcir las carnicerías contra los desprotegidos. No estaba en su mano resucitar a los muertos, pero sí inflingirlos entre los que mataban a los indefensos. En Nicaragua había escuchado la historia de Sandino, un hombre que se había lanzado a la guerra en sus selvas contra los grandes hacendados  y un gobierno de latifundistas al servicio de grandes compañías multinacionales norteamericanas. Sí, aquella guerra podía ser una guerra. Sandino le resultaba un personaje de justicia social lejos del comunismo y el bolchevismo. Sus armas debían ir a su lado. Los tiempos estaban cambiando. Nunca más debían existir campos de concentración de civiles por nacer en una etnia. ¿Acaso él o sus ascendentes no fueron en un pasado de una? Inchauspe, ¿a quién le importaba su auténtico apellido? A él.


Por Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 27 de enero de 2015. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Fuerza daniel, un saludo del portu

Canichu, el espía del bar dijo...

Muchas gracias, compañero. Un fuerte abrazo.