miércoles, noviembre 02, 2011

NOTICIA 1006ª DESDE EL BAR: EL RELATO DE LAS MIL ENTRADAS (Juan Carlos López, final alternativo 3 de 5)

En esta ocasión el tercer final alternativo al relato que inicié en celebración de la entrada 1.000ª de esta bitácora para que lo acabara el lector que lo desease lo escribe Juan Carlos López. Este autor es un joven hombre de leyes que particularmente este año se ha involucrado en las causas que buscan una mejora en el sistema democrático actual y en la justicia social. Un hombre jovial que al igual que Coma Cero es un reciente lector de Noticias de un Espía en el Bar. Si en el primer final alternativo Luis Abad nos mostraba el mundo alterado y angustiante del desconocimiento y el descontrol sobre un elemento en la vida de una persona claramente perturbada y oscura, con un final esperanzador al igual que violento e irónico, y si Coma Cero daba un giro a ese enfoque, haciendo del bote una cuestión de angustia vital en la vida del personaje y a la vez una condena eterna a vivir esa angustia vital, ahora Juan Carlos López nos habla, y subraya en negrita, de la vida metódica y costumbrista de una persona claramente psicopática desde la normalidad que se hablaría de la vida metódica y costumbrista de un panadero padre de familia, por ejemplo. Nos habla de la persona obsesiva compulsiva que de repente se enfrenta en su vida cotidiana y rutinaria a un algo nuevo que no puede explicar ni controlar y prefiere asumirlo. Ese mero hecho anecdótico nacido en su nevera será la clave para explicar toda su vida en un acertado último párrafo al que es imposible llegar correctamente sin toda la ambientación previa que se crea en la mente del lector con el resto del relato. Aquí os dejo con ello. Espero que os guste.


EL BOTE METÁLICO


El calor de una mañana de agosto hacía que se le pegase la sábana que cubría el colchón de su cama. Se le pegaba irremediablemente a la piel humedecida por el sudor que no terminaba de definirse del todo y que simplemente hacía acto de presencia allí, en su cuerpo, como si quisiera hacer de él un adhesivo de telas incómodas simplemente. Terminó incorporándose sin saber muy bien qué quería hacer. Simplemente estaba allí. La habitación le arropaba con una penumbra que le gritaba que el sol ya estaba entrando por el hueco de la persiana que dejó abierto para que entrara aire por la noche. El día anterior había estado trabajando con el taxi como cada día. Hoy debía levantarse para volverlo a hacer.

El servicio estaba roto. No se planteaba desayunar. Tampoco había cenado. Apenas tenía en el cuerpo alguna cosa que picoteó el día anterior para comer. Se lo recordaba un estómago que había comenzado a hacer algún sonido en protesta cuando se había levantado para ir al servicio roto a orinar. Se vistió con la ropa que menos trabajo le producía ponérsela y no se fue a la calle en busca de su coche sin asear, apenas peinado. Pensaba que ya se había bañado antes de acostarse y eso era suficiente.

Sentarse en el salón le producía intranquilidad. Se fue a la nevera en busca de algo de leche. La cocina estaba tan sucia como el resto de días de las dos últimas semanas. A veces le sorprendía porqué nunca encontraba una cucaracha. Abrió la nevera y la luz automática le iluminó ante sus ojos un bote metálico con la etiqueta quitada que no recordaba haber dejado él allí. Lo cogió para mirarlo, para intuir qué tendría en su interior. Cuando lo volvió a dejar en la fría y gélida balda de la que lo cogió, estaba realmente inquieto. No recordaba haber comprado ese bote. No recordaba haberle quitado la etiqueta. Sobre todo, no recordaba haberlo metido en la nevera. Se olvidó de la leche. Se fue contrariado al salón y volvió a sentarse en su sofá, que tenía uno de sus brazos modestamente dañado en su forro, mostrando por entre una brecha su espumillón, como si de una herida delatora de la dejadez se tratara. Aquel bote metálico era imposible que estuviera en la nevera. Volvió a levantarse a abrir la nevera. Seguía allí, sin etiqueta. Cerró la nevera. Dio una vuelta en círculo a la cocina tratando de comprender, de darle una lógica. Volvió al salón y se asomó por la ventana. Un hombre estaba comprando un periódico en el kiosco del otro lado de la calle.

-¿Ha sido usted? – le gritó, pero el hombre ni siquiera se dio por aludido ante una pregunta que no tenía apariencia de ser dirigida a él en principio.

Volvió a la cocina. Tenía que hacer algo con aquel bote, tomar una decisión. Abrió de nuevo la nevera. Cogió el bote más para manosearlo, buscarle en el tacto un conato de irrealidad que le devolviera a la realidad. Pero el bote era real. Sin etiqueta. Con su misterio. Y lo colocó en la fría gélida balda de abajo, junto al tarro donde había metido los dedos cortados de los últimos niños. Cerró la nevera y volvió al salón.

Empezó a dar vueltas intranquilo. Rápidas. Iban casi más rápido que su mente. Quería recordar que había hecho días anteriores para haber comprado ese bote metálico que no recordaba haber tenido antes en sus manos, en su casa.

Se preguntaba, si sería una pista indolente de alguien, de él mismo, que le habría hecho darse cuenta de que tenía un bote. Allí, dentro de aquella cocina llena de suciedad. Claro, pensó. Tengo pocas cosas, si tengo algo nuevo, me daría cuenta. Volvió a la cocina. Buscó y rebuscó, por qué un bote y no otras cosas. Que cosas, se preguntó. Observó dilatadamente durante un rato. Encima del frigorífico, dentro de las repisas de la nevera. La pila. La encimera Los cajones que contenían afilados cuchillos, entre la demás cubertería revuelta. No encontraba nada nuevo. Ningún detalle de que algo estuviera fuera del orden, dentro del desorden.

Volvió al salón, y repitió la misma operación, de un lado para otro. Se volvió a sentar. Al lado vio el cenicero, con un paquete de tabaco algo aplastado y arrugado. Lo cogió. Creía haber dejado algún cigarrillo, para la mañana, tras levantarse como solía hacer habitualmente. Pero no había nada. Simplemente le quedaba medio cigarro apagado en el cenicero al lado del paquete. Lo cogió con sus dedos sucios y algo húmedos por el nerviosismo de no saber qué hacía aquél bote metálico en su casa. Idea que además se acentuaba por tener la etiqueta quitada. ¿Que querría decir?

Mientras se esfumaba entre caladas el cigarro, se percató de que había sangre tras las cortinas. Corrió las cortinas y miró la ventana que daba a la calle de su piso bajo. Pensó. Ha entrado alguien. Volvió a pensar. ¿Por qué? Se preguntó para él. Quizá alguien se ha enterado de lo que hago para saciar mi aburrimiento.

Volvió a la cocina rápidamente. Abrió la nevera cogiendo la empuñadura sesgada y sucia, apañada con pegamento y algo de celo. Casi la rompe por la fuerza imprimada al querer abrirla de un tirón. Observó buscando el bote donde tenía los dedos de los niños. Lo abrió. Las manos y el cuerpo le temblaban. Empezó a contar si estaban todos los dedos, de la misma forma y colocación en que los había dejado la última vez. Creyó haberlos contado. Volvió a contar. Faltaba uno. Se puso más nervioso todavía. Empezó a tambalearse, como si fuera a desmayarse. Y se cayó. El bote, donde tenía sus trofeos. Chocó fuertemente contra el suelo, dejándose llevar por la gravedad. Estalló en mil pedazos. El formol inundó parte de la cocina. Ya no había colocación. Todos los dedos parecían iguales. Se agacho, y se levantó. Una y otra vez hasta recogerlos todos.

Recogió toda la cocina. Ya era tarde. No había comido. Tenía que volver a trabajar en el taxi. Otro día comenzaba. Otra jornada. Y qué mejor manera para saciar su hambre, que trabajar. Mientras pensaba en su próxima víctima y en el bote metálico que le iba a servir para guardar sus nuevos trofeos.

Juan Carlos López y Daniel L.-Serrano “Canichu”

24 al 30 octubre de 2011


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