jueves, febrero 04, 2010

NOTICIA 738ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (5)

Capítulo 5: negocios de burdel.

Curaçao, una pequeña isla a pocos kilómetros de las costas de Venezuela, portaba en su nombre una encrucijada de enigmas. Para algunos fueron los españoles quienes la llamaron isla Corazón por su forma. Otros decían que los españoles la llamaron Corazón porque era el día del Sagrado Corazón de Jesús cuando la encontraron en tiempos en los que aún vivía el almirante de la Mar Océana, Cristóbal Colón. Pero lo cierto es que hacía cerca de un siglo que los españoles la llamaban Curazao y escribían Curaçao, que era su nombre en portugués. Se decía que los portugueses llegaron a ella y la llamaron Isla de la Curación, porque todos los marinos portugueses que la descubrieron estaban enfermos y al desembarcar en aquel lugar, sanaron con sus frutas. Sin embargo, hacía más de un año que la ocupaban los holandeses. La habían hecho suya. A su pequeño archipiélago lo bautizaron Antillas Neerlandesas. Desde aquel 1634 en el que llegaron no había parado la actividad española intentando informarse de los fuertes que construyeron en la costa, de sus armas, de su número… pero eran incapaces de organizar un desembarco. Aunque hasta el gobernador de Venezuela fue requerido desde España por Felipe IV para planear el asalto de recuperación de la isla, lo único que se había logrado era que varios barcos españoles con rumbo de Venezuela a México hubieran sido atrapados por los holandeses, que pedían rescates por sus capitanes.

Había en Curaçao dos pueblos habitados por indios de gran estatura, catequizados y hechos a los modos de vida españoles, pacíficos, que vivían de vender queso y pieles producidos en aquella isla fértil. La autoridad se limitaba a ocho soldados españoles de retén militar dependientes del gobernador de Venezuela. Ocho soldados que, absurdamente, trataron de defender la pequeña y apacible isla del desembarco de más de mil holandeses.

Los holandeses, al mando del capitán Johan Van Walbeek, aún fueron caballeros para, eliminado el inocuo grano que suponía la resistencia española en Curaçao, embarcar a los ocho soldados del retén junto con parte de la población india y desembarcarlos en Venezuela donde, estos, anunciaron que la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales consideraban Curaçao suya por derechos de conquista. Desde entonces, habían creado dos puertos al sur de la isla, fortificados, uno de ellos dentro de una bahía interior, que había hecho de ellos un lugar de inexplicable y difícil reconquista para los españoles. Asaltaban, incluso, a las embarcaciones españolas desde esa base y, aún más, tenían planeada una visión de futuro para sacar beneficio a la isla.

Allí llegó en los primeros meses de 1636 el corsario Paul Muys con Patricia de Santamaría y sus damas. Tenía planeado iniciar un negocio que tenía visos de prosperar en una isla donde la mayoría de la población eran hombres de mar. Se trataba de instalar tres o cuatro prostíbulos que pudieran atraer a aquellos compatriotas de la isla y, si podía a bucaneros y filibusteros del resto de Caribe. Pretendía, a la contra de los pensamientos que la Compañía tenía para ella, trasformarla en otra isla de La Tortuga. De momento sólo contaba con un único burdel. En él había puesto a trabajar a cuatro mujeres, una inglesa de origen irlandés, Kelly, una veneciana, Lorena Di Garbo, una francesa parisina, Emilie, y una rotunda española portorriqueña, Aurora. Era de todas ellas Emilie quien regentaba el burdel con mucha dulzura que necesitaba de la ayuda de dos hombres de Paul Muys que imponían el orden en la clientela y evitaban, con sus armas y fuerza, abusos contra ellas en su oficio. Cualquiera que entrase debía dejar sus armas al cuidado de estos hombres, podía emborracharse, pero no armar violencia. Todo estaba permitido, menos perjudicar el negocio.

Paul Muys había traído en su viaje a las mujeres raptadas en el asalto al Madre de Dios. Cuido mucho de no desembarcar a Patricia de Santamaría, así como de evitar que se supiera que estaba en su barco. Pero sí bajó a tierra a sus damas de compañía, Esther Fernández, Sonia Pérez y Julia Chacón, más su camarera Verónica. Las había puesto ha trabajar en el burdel el mismo día del desembarco. Fueron la atracción de los hombres de la isla la primera noche que estuvieron en Curaçao, y aún la segunda y la tercera. Se habían resignado a su sino desgraciado. En el viaje hacia Curaçao en el barco holandés habían sido violadas por la tripulación tantas veces, que se habían secado sus lágrimas y lamentos. Tan dolidas y vejadas ya no oponían resistencia a los abusos sexuales. Todas habían sido violentadas, todas se habían tenido que curar entre ellas de los desgarros que no impidieron la continuación de las violaciones al día siguiente de la violación que las desangró brutalmente. Todas se habían consolado entre sí silenciosamente con cosas tan importantes como escuchar el lloro ahogado de la compañera sin decir nada, escucharlo era compartirlo y comprenderlo dentro de ellas, lo sabían. Pero ya no les quedaban fuerzas para llorar más. Continuas violaciones las amansó para dejar de poner resistencia. En Curaçao, en aquel burdel, ya no oponían resistencia, hacía días que en el barco habían aprendido a no resistirse para evitar palizas añadidas a la vejación y violencia sexual. Ahora, incluso, podían llevarse una parte del dinero de sus relaciones. No era la vida planeada ni deseada ni feliz, pero estaban vivas y ninguna quería morir tras resistir aquel viaje en el barco de Sodoma y de Gomorra.

Era tarde y ellas descansaban en torno a un hombre que tocaba música con una mandolina. Todas las prostitutas del burdel descansaban. Era tan tarde que la clientela ya había abandonado casi al completo el local, una cabaña de madera. Amanecería en breve. Hacía unos días que otro barco holandés había desembarcado en Curaçao llevando en él a dos conocidos piratas ingleses, los Jimmy, invitados por el capitán de aquel buque corsario. Los Jimmy eran piratas de verdad, sin Dios, Rey, ni patria más allá de sus propias personas individuales y sus bolsillos. Con tantos crímenes a sus espaldas como olas las costas.

Jimi “el Rizos” era quien tocaba la mandolina con una música sutil, ingrávida, fina. Las mujeres del burdel le rodearon exhaustas a escucharle. Era el único momento agradable de aquella noche, incluso para las cuatro veteranas que estaban por voluntad propia en la isla antes de la llegada de las damas de Patricia de Santamaría. La música las evadía del mundo sórdido. Las llevaba a otro mundo, no uno ideal e improbablemente futuro, sino a otro mundo que vivieron. Al otro lado del salón jugaban a los naipes Paul Muys, su segundo Leunam, otro holandés y el otro Jimmy.

-Habéis ganado mucho dinero en esta partida, capitán Jimmy –dijo Paul Muys observando sus cartas.
-¿Has oído eso, “Rizos”, nuestro anfitrión holandés dice que he ganado mucho dinero? –dijo Jimmy hacia el otro lado de la habitación.
-Será que ha perdido el suyo –contestó Jimi “el Rizos” sin dejar de tocar.
-Oh, señor Muys, ¿ha oído a mi socio? Sería una lástima que pierda su dinero, tal vez no pueda cultivar cacao –bromeó Jimi con tono doliente y “el Rizos” le río brevemente la broma.
-Yo no pienso como estos. No voy a mancharme de estiércol –dijo serio Paul.
-Pues venderás negros, ¿no? –esta vez el sarcástico había sido Jimi “el Rizos”.
-Es verdad, parece que por aquí todo el mundo quiere o ponerse a cultivar cacao o intentar asentar negros para vender –le siguió a su socio el capitán Jimi recogiendo monedas de la mesa de juego.
-Ingleses están ustedes en mi casa… -dijo Muys.
-Sí, es un bonito burdel –dijo Jimmy y estallaron a carcajadas los dos Jimis mientras Leunam bajaba la mano por debajo de la mesa para coger el mango de un puñal oculto en su bota sin llegar a sacarlo.
-No se ponga así, segundo de a bordo, levantemos nuestras jarras y brindemos nuestras cervezas, venga, no sea así, déjeme ver su mano cogiendo esa jarra –el capitán Jimmy se lo dijo bien atento, con sorna, y extendiendo su jarra al aire con una mano, mientras la otra se hallaba oculta.

Paul Muys asintió con un gesto a Leunam y los tres levantaron sus jarras de cerveza. Con ellas ya en los labios, Jimi “el Rizos”, que tocaba su mandolina al otro lado rodeado de mujeres, gritó:

-Por Inglaterra –y volvieron a reír a carcajadas los Jimis a disgusto de los holandeses.

-No se enfade capitán, a todos nos gusta reír. He pasado una buena noche con ustedes… y con esa joven española… Verónica… muy delicada, aunque no muy ardorosa… Yo había oído otra cosa de las españolas… pero quizá esta española sea especial… me confundo capitán Muys –dijo el capitán Jimi.
-No tan especial como cualquier otra española –contestó.
-Pero esta tiene algo… y me ha dicho algo…

Verónica apartó su atención de la música, sin moverse del sitio, y acongojada, escuchó atenta, como si no escuchara al capitán Jimi. Era imposible no oír, la habitación no era tan grande y ya sólo quedaban todos ellos. Como una niña pequeña pensaba que si hacía que no oía parecería que creerían que no oía. Como una niña que esconde su cabeza y cree que todo su cuerpo se haya a salvo en un escondite. Aquella noche, al ver que su nuevo cliente no era holandés, creyó que podía confesarle como habían llegado allí. Creyó que el capitán Jimi las ayudaría. Creyó que las sacaría de la isla. Se lo contó y lloró, le contó incluso la existencia en el barco de Patricia de Santamaría, su señora, y de quienes eran todas ellas. El capitán la había escuchado impertérrito a pesar de que ella había pasado a las suplicas por Dios… y de ahí al sexo gratuito y las promesas de más sexo gratuito en el viaje de vuelta a una posesión española, su libertad, e incluso de dinero que le podría dar la familia Santamaría por el regreso de su hija intacta. El capitán Jimi, tras una noche ajetreada con ella, se interesó bastante por todos los detalles sobre Patricia de Santamaría y fue tras ello que bajaron al salón donde él se puso a jugar a las cartas. Verónica creía que esperaba la oportunidad para sacarlas del burdel, pero al oírle aquel comienzo delación tuvo miedo ahogado por su vida. Le palpitaba el corazón con gran sobresalto mientras escuchaba a los capitanes y ella estaba a los pies de Jimi “el Rizos” haciendo sonar su música.

-¿Y qué os ha contado esa joven? –preguntó Paul Muys repartiendo de nuevo las cartas.
-Me ha contado lo suficiente para devolveros todo el dinero que habéis perdido vos, y sumarle el de todos los jugadores que esta noche han pasado por la mesa y que ahora está en mi bolsa. Os lo entrego todo si en esta partida os gano y me entregáis a cambio a la dama de vuestro barco –el capitán Jimi miraba a los ojos del capitán Muys.

El capitán Muys guardó silencio confundido su pensamiento entre querer cortarle la lengua a Verónica y en no querer parecer un hombre flojo por no querer aceptar un reto definitivo de azar tras una noche de juego como aquella. Patricia de Santamaría valía más que el dinero jugado durante toda la noche, pero menos que la posibilidad de perder el respeto de sus hombres por no creerle capaz de enfrentarse a un inglés arrogante que le había insultado en su propio burdel y se había reído de él y de todos los holandeses de Curaçao.

-Es un reto desproporcionado –quiso razonar Muys-. Además, todos saben que la fortuna os ha acompañado toda la noche.
-Las cartas son de vuestro burdel. No ha habido trampa. El reto es un reto de gente atrevida. Si pierdo os lo quedáis todo también, incluso os dejaré a deber el doble de lo que hayáis ganado esta noche de todas las bebidas y mujeres que todos los hombres que han estado aquí han consumido. Os lo pagaría en La Tortuga en tres meses a contar desde esta noche. Yo sólo os pido una mujer… Una mujer frente a todo esto que os ofrezco… que no se diga, señor Muys, que los holandeses no aprecian un buen negocio.
-Los holandeses apreciamos un buen negocio… pero no un mal juego.
-¡Jimmy! –exclamó Jimi “el Rizos” con sorna de nuevo-, no te lo va aceptar, el señor Muys no aprecia el juego. No nos habíamos dado cuenta, mírale con su cabeza rapada y su perilla de barba de un palmo de largo, ¡es un protestante, seguidor de Cromwell! Vaya, hasta a aquí llegan… Jajajajaja… Ten cuidado, con la irlandesa del burdel sólo somos tres contra él.
-Vaya por Dios, ¿es así, capitán Muys? –continuó el capitán Jimi con media sonrisa en la boca, su barba fina y su pendiente de aro- Pues para ser un puritano contrario acérrimo al juego y al vicio, nos hemos conocido en un extraño lugar, ¿no cree?
-Juegue, capitán Muys –exhortó Jimi “El Rizos” sin dejar de tocar y con una Verónica a sus pies con la cara distante de todo aquello, temerosa de su futuro-, a nosotros no nos importa quién lleve la razón religiosa, si es puritano no le diremos a Oliver Cromwell que juega a las cartas y regenta burdeles–la burla era persistente.

La burla había llegado a su limite. Paul Muys debía demostrar a sus hombres que era capaz de hacer frente al reto. No era puritano, pero la cuestión religiosa era delicada a pesar de que la mayoría de sus hombres tenía por único credo sobrevivir. Dejando la baraja en la mesa, extendió una carta al capitán Jimi y cogió él otra.

-A la carta más alta –dijo.

Jimi sacó una pipa india de tabaco. La llenó, la encendió, fumó, expulsó una voluta de humo blanco y, mirando de nuevo a los ojos de Muys, levantó la carta sin apenas mirarla él. Era un as de corazones.

-¿Tiene otro as, capitán? –dijo.

Paul cogió su carta y le aceptaba el reto de no retirar la mirada intimidante, mientras no paraba en pensar mil castigos para la desdichada Verónica. Levantó la carta dejando ver un tres de diamantes.

-Mañana por la mañana os entregaré a la dama –dijo con rabia contenida.
-No. Esta noche. Ahora.
-Mañana.
-Yo os voy a dar las ganancias esta noche. Abandonaré la mesa dejándoosla. Espero abandonar la mesa para ir a recoger a la dama. Espero que los holandeses sean gente de palabra.

Paul Muys se levantó de la mesa y con él Leunam. Miraban a los Jimis. Con ellos se pusieron en pie los pocos holandeses que quedaban en el salón. Los dos guardias del burdel tenían sus manos sobre las empuñaduras de sus espadas. Jimi “el Rizos” seguía tocando rodeado de mujeres. Su música, la música de los Jimis, no había parado de sonar.

-Esta bien. Vamos -dijo Paul Muys.

Esa misma noche Patricia de Santamaría cambiaba de raptores y partía en secreto de Curaçao a algún sitio del Mar Caribe a bordo de un barco pequeño en compañía de los Jimis.

Verónica quedó en la isla con las otras mujeres, abandonadas en su inocencia.

1 comentario:

Luis dijo...

Tras los maderos podridos del muelle de la isla una figura se ocultaba en la oscuridad de la noche. Su impresionante tamaño no impedía al misterioso hombre pasar desapercibido a su voluntad. Jorge Gamero oscultaba en las sombras como los “Jimmy” cargaban el preciado botín de naipes en su embarcación. Hijo de un comerciante portugués y una mozambiqueña, creció en la localidad materna y a los 12 años vio morir a su padre en las guerras entre portugueses y holandeses de las costas africanas. Tres batallas perdieron los protestantes, pero alto precio pagaron los ganadores. El barco de los corsarios ingleses se alejaba en la niebla nocturna, un holandés borracho pasaba cantando por el puerto camino de su litera, en un movimiento certero y rápido un hacha de dimensiones descomunales segaba la cabeza del ebrio pirata. Esta cayó al agua, poco después el cuerpo. Aun había una expresión de sorpresa en la flotante testa.

-Fodidos holandeses. Emilie, moito obrigado po la informasion. Meu amo David está en deuda con vos, tomade estas monedas e mais que se os han de dar no futuro.

Con paso firme se perdió en la oscuridad de la que había surgido, dejando caer a su paso una bolsa llena de plata. De detrás de unos maderos Emilie estiro su mano cogiendo el pago y volvió apresuradamente al burdel antes de que nadie la echara de menos.

Por Luís Abad (relato derivado –y anexo al capítulo 5- de “Balada Triste de una Dama”, de Daniel L.-Serrano).