Tras mi 38º cumpleaños el pasado día 21, a petición de algunos de los lectores a través de una red social, os escribo un relato:
LA
GUARDIA
La vía
estaba llena de cruces donde colgaban los cuerpos a esas horas ya exhaustos. Estaban
clavados y atados de pies y manos. Les habían colocado a la vista de los
viandantes, lejos de la sombra de los árboles. Llevaban horas expuestos a la
insolación con sus heridas abiertas atravesadas de clavos. Los guardias habían
recibido la orden de permitir que les acercaran un solo cazo para beber, antes
del mediodía, pero el sol ya estaba bajando en la tarde. Aquel cazo llevaba
vinagre. No habían comido nada desde el día anterior al cumplimiento de la
condena. Sólo uno de ellos tuvo suerte de morir horas antes. El verdugo que le
clavó equivocó el lugar del golpe entre los huesos de su muñeca y le había seccionado
la arteria. Se desangró rápido, a pesar de que duró unas horas, al menos la pérdida
de sangre permitió que entrara en un sueño que le hizo olvidar el dolor. Se podía
tardar varios días en morir, expuestos además al dolor de huesos astillados y hemorragias
internas, pues para evitar que pudieran ser desclavados por amigos o familiares
les habían roto a mazazos a unos las rodillas y a otros los tobillos. Hubieran necesitado
llevarles a cuestas, les hubiera dificultado tanto tal intento de liberación
que los guardias lo hubieran tenido fácil para matarles a espadazos. Uno de
ellos era un violador. Dos habían participado de un asesinato. Otros dos de un
robo. Cinco habían asaltado a una patrulla romana sin gran éxito. El cuarto
contando por la izquierda había ayudado al esclavo de un hombre influyente para
que buscase su libertad, de la que ahora estaría gozando rumbo a algún puerto o
playa del sur del mar. Uno de ellos había recibido pedradas mientras portaba su
cruz a aquel lugar donde se les colgó a ojos de los viandantes. También había
sido escupido. Seis tenían preparada una sepultura que sufragarían sus
familiares o amigos si aquello fuera posible. Cinco contaban en su condena con
la quema de sus cuerpos y el aireamiento de sus cenizas. Pero para eso, habían
de esperar la muerte. El que murió, que había sido el apedreado, que había sido
el violador, podría haber sido ya descolgado, pero el gobernador deseaba que
ese cuerpo en concreto se amoratase y pudriera antes allí arriba, aunque no tanto
que infectara el aire trayendo alguna plaga. Por la noche, sin que se
percataran los guardias, un zorro sería lo suficientemente atrevido como para
encontrar algo de carne mordiendo sus pies.
La noche
era fresca y apenas les quedaba ganas ya para gemir. Los guardias se habían
alejado un poco para calentarse en una pequeña fogata y la ayuda de unos
mantos. A lo lejos se veía encendida la luz de alguna de las casas de la
ciudad. Era una noche rutinaria de guardia. Nadie iba a venir a por aquellos
infelices a los que sólo la muerte les reclamaba ya. Tampoco era momento ya
para que alguien continuara su camino por aquella vía si es que alguien estaba
de camino por esa vía. Por eso fue extraño cuando Cayo creyó oír la voz de
alguien llamándole al otro lado de la hilera de pinos bajo cuya sombra habían
comido al mediodía. Su compañero dijo no haber escuchado nada. La voz estaba
allí junto a un extraño sonido musical cuyo instrumento no reconocía. Cayo se
levantó sin que le siguiera su compañero. Bajó el pequeño desnivel de tierra
que llevaba a los pinos. Allí no se veía a nadie, y sin embargo volvió a
escuchar la voz. La había oído ya tres veces. El romano dio un par de pasos
cautamente tratando de agudizar su visión a través de la noche.
–Romano
–oyó–, soy tu escritor.
El
soldado no entendió qué quería decir aquello, como tampoco vio a quien lo
pronunció. Estaba tan confuso como intrigado. Seguía andando con sigilo, en una
calma tensa que le llevaba a poner su mano sobre la empuñadura de su espada.
Sin embargo, debía estar aburriéndose en aquella guardia de custodia de los
condenados. Hubiera sido totalmente tedioso volver a decir quien era quien le
hablaba. Directamente, mientras escuchaba un disco de música, sacó del escenario
al romano y le sentó en las butacas de un cine. Hubiera sido extraño sentarle
con sus ropas militares del siglo I antes de Cristo. Aunque la película estaba
empezada, hubiera causado gran impacto entre los otros espectadores, tan del
siglo XX, verle allí con aquellos atuendos. Le puso una camisa con estampados
mientras le ponía a ver en las imágenes de la pantalla a sus propios
custodiados crucificados. Su compañero seguía calentándose en la fogata dentro
de aquella película. Pudiera ser divertido devolverle, como espectador, otra
vez sus ropas de soldado romano. Por un minuto le dejó así en la butaca
haciendo que el resto de espectadores lo tomaran por algo normal y corriente,
tanto que no les llamara su atención. El romano no comprendía muy bien que eran
todos aquellos hechos fantásticos. Paralizado trataba de encauzar mentalmente
todos los sucesos. ¿Qué era aquel lugar y por que estaban atrapadas las
personas con las que acababa de estar dentro de aquel extraño mural dotado de
movimiento? ¿Cuál de los dioses y por qué decidió aquello?
–Cayo
–volvió a oír–, ¿quieres verte en la pantalla?
Cayó
volvió su cabeza rápidamente a sus lados para descubrir quien de aquellas
personas había dicho aquello. Una hilera de butacas vacía le distanciaba de una
pareja que observaban el mural como él y por detrás, pequeños grupos de
personas haciendo lo mismo como si a nadie le importara los hechos maravillosos
que allí estaban pasando. Por un instante vio su propia cara enorme y gigante
mirándole de frente desde la pantalla, como un espejo, pero sin ser un reflejo,
si no más bien haces de luz que no paraban de moverse al mismo ritmo y precisión
que sus propios parpadeos humanos. Tal vez hubiera estado bien darle otro salto
sin más. Hacerle aparecer sin más en la sala de partos donde un médico, tras
lograr hacer nacer a un niño, sacase una pistola de su bolsillo y le disparase
al niño en la cabeza. Él, un romano con sentido del deber, saltaría como un resorte
sobre el depravado ser que hizo aquello para matarle con sus propias manos. Sin
embargo, no se haría tal salto, aunque la idea de esos sucesos saltarían a la
vez en la cabeza de Cayo mientras aún trataba de comprender porqué veía su cara
en aquel muro. Sobresaltado al entender que alguien o algo pudiera mandarle a
contemplar tal atrocidad contra un recién nacido, se levantó de súbito de su
asiento y antes de que pudiera gritarle a aquel ser que trastocaba su espacio y
tiempo apareció en mitad de un bosque con una trampa para osos atrapándole el
pie por el tobillo. El dolor era insoportable. El hierro le había atravesado la
carne y rozaba con el hueso. El soldado cayó a tierra gritando, pero de dolor.
Sin entender porqué padecía aquello. Como era injusto, desapareció de allí, y
se transformó en el simple recuerdo de alguien.
Desposeído
de cuerpo y hasta de alma, habitaba como recuerdo en la mente de su madre. En
sus últimos días ella perdía poco a poco estos recuerdos, aunque él siempre
habitaba en ellos como un eterno niño al que se le negaba la existencia como
soldado y se le borraba todo atisbo de haber existido alguna vez su propia
realidad amando a su esposa o custodiando a los crucificados de la vía el día
que oyó una voz entre los pinos que le dijo “romano, soy tu escritor”. Nada habría
ocurrido en su vida, salvo lo que hubiera ocurrido de niño junto a su madre. Ni
siquiera existía ya lo que él pensó o sintió, si no tan sólo lo que su madre
anciana le otorgó pensar y sentir en su imaginación. El tiempo inexorable fue
borrando incluso estos recuerdos, hasta que un día la inexistencia de la madre
le borró de toda existencia posible. Sin noción de nada, siendo la misma nada,
Cayó tuvo la extraña sensación de fortuna de interiorizar la nada absoluta que
por unos segundo llegó a ser al volver a la vida de golpe con su cuerpo y alma,
y sus propios recuerdos y los recuerdos de su madre, totalmente sano, aunque
absorbido por una extraña luz que le levantó del suelo para ascenderle al
interior de un extraño aparato volador donde unos seres que en nada se
asemejaban a los dioses le observaron por unos momentos antes de que se
desplazaran por el cielo y le dejaran frente a otros tres crucificados sobre un
monte. Allí apareció entre el resto de soldados romanos. El condenado
crucificado en el centro se encontraba muy magullado, lleno de azotes, con un
lanzazo en el costado y una corona de espinas. Cruzaron sus miradas ambos antes
de que Cayo volviera a desaparecer de aquel lugar para aparecer sentado en un
diván mientras el bebé recién nacido de la anterior visión, perfectamente vivo,
le preguntaba:
–¿Qué
es la vida?
Cayó
volvió a estar en la vía donde montaba guardia, aunque apareció en lo alto de
una de las cruces. Veía desde allí a su compañero calentándose con la fogata.
Le costaba respirar de puro cansancio. No podía mover apenas los dedos de su
mano. Le subía un dolor profundo de sus rodillas rotas, aunque sentía haberlo
padecido ya tantas horas seguidas que no tenía más ánimo de entregarse a él.
Simplemente lo dejaba estar. Dejaba al dolor. Le hubiera gustado gritar a su
compañero preguntándole qué hacía él allí colgado, buscando alguna ayuda. La
extenuación no sólo no le dejó, si no que creyó que le hizo verse a sí mismo
regresando de los pinos a la fogata. No era una visión como la de aquel lugar
de las luces en la pared con su forma. Era él, o mejor dicho, no era él. No era
él porque él estaba allí colgado en una cruz, con las piernas rotas y sus
recuerdos, con sus vivencias y el aroma de su amante aún en su recuerdo. Era el
otro quien se había quedado con su cuerpo, que era el que mantenía el aroma físico
de su amante, aunque el recuerdo lo tuviera él y no el otro. Él era él, pero su
cuerpo también fue él, aunque ahora no lo fuera, o ¿y si lo era?
De
pronto, Cayo volvió a su cuerpo, junto a la fogata. No dijo nada a su compañero.
La noche era fresca y tranquila y no parecía haber ocurrido nada. Los
crucificados estaban allí colgados. Los miró de una manera que parecía serena y
no lo era. Brevemente ascendió a él el aroma de su amante. Deseó estar con
ella. Por un momento olvidó todo lo que acababa de ocurrir y recordó el
amanecer a su lado, abrazados desnudos sobre un catre. Había olor a jazmines
que entraba por la ventana de la casa. Respiraban ambos la paz del amor. En
aquellos momentos sólo eso había importado. Hubieran podido vivir en aquel
lugar de aquella manera eternamente, pero las personas necesitan para vivir
cuestiones más prosaicas, como lo son beber, comer, cagar o mear. Necesitaban sus
empleos y necesitaban cubrir otras muchísimas necesidades materiales o anímicas.
Ella, que en esos momentos vivía en su recuerdo y percepción, vivía a la vez en
una casa no muy grande a las afueras de la ciudad, con una pequeña entrada
donde había plantado flores. Esperaba poder verle cuando fuera de día y él
hubiera acabado su guardia.
Poco
a poco el aroma se apoderó de todo su pensamiento. Todo quedó velado, como un
sueño del que apenas se tiene un ligero recuerdo de haber vivido algo fantástico
propio sólo de las fantasías de los sueños. Toda realidad vivida pasaba a otro
plano diferente de realidad. El aroma era ahora la realidad, el aroma y la construcción
de la realidad pasada y ya inexistente salvo en un recuerdo que lo trastocaba.
La realidad era ahora el deseo del regreso de una sensación agradable. Deseo en
busca de la construcción de la realidad.
Hay
muertes que pueden ocupar el espacio de una vida entera. El romano prosiguió su
guardia de manera rutinaria. No volvió a escuchar ninguna voz de entre los
pinos, y sin embargo, algo existió.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
23
de abril de 2017.
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