Capítulo19: la muerte de Patricia de Santamaría.
Los cuerpos colgaban del travesaño del patíbulo como frutas en árbol. Hacía rato que habían muerto. Ni siquiera se movían ya como consecuencia de la caída que tensó las sogas. Las cabezas aparecían mal ladeadas, quedando un gesto forzoso y obsceno de los cuellos. La plaza de aquellos condenados a muerte estaba llena de gente ese día para contemplar las ejecuciones, pero hacía rato que la multitud estaba abandonando el lugar.
Las celdas de la prisión de Veracruz resentían ese ambiente. Los presos notaban las ausencias de los compañeros. Sabían quien de ellos ya no estaba allí porque hubiera alcanzado la preciada libertad vivo, y quien muerto. Entre los presos de aquellas habitaciones con rejas, inhóspitas, frías estancias que eran, había una mujer. Patricia de Santamaría había sido trasladada a aquel sitio desde su prisión en lo alto de una torre. El propio alcaide la había extrañamente acompañado. Cuando dejó de ser considerada una mujer de sangre hidalga, desapareció en el trato con ella la habitación con una buena cama, espejo, las camareras a su servicio y los trajes variados. Siguiendo las leyes al respecto la llevaron a las feas y austeras celdas comunes de la prisión de Veracruz en un coche de caballos que no hacía honor a persona alguna. El alcaide, con pesar, iba junto al cochero en la parte delantera de aquel transporte que para los presos alojaba en su trasera una jaula de metal a los ojos de toda la ciudad. Camacho pensaba que aquella mujer era realmente hidalga. La había tratado en todo momento desde que llegó presa. Sus modales eran cuidados, también su lenguaje. No había visto esa esmerada educación en ninguna mujer que llegó a pasar por su presidio. Sus manos, su piel, tampoco se asemejaban a la de aquellas presas. Si bien su carácter era distante, en un mutismo constante, y seco, no creía que esto la hiciera asesina. No obstante, era confesa de una muerte y la que se suponía su madrastra, doña Alana Chamorro, no la había reconocido como la hija de su difunto esposo. Era él a quien correspondía cerrar la nueva celda donde se la encerraba. Así lo hizo de nuevo, pese a sus dudas.
Patricia de Santamaría se encontraba sentada en su jergón de paja, aunque sus agujeros habían echo de él un jergón famélico en el que más que las personas eran las pulgas quienes se sentían más a gusto. Ya no le quedaba esperar más que la muerte anunciada. Se sabía traicionada con una mentira llena de oprobio por la esposa viuda de su padre. Había sido así desde el principio. Ella lo sabía desde que lo oyó en boca de aquel portugués, pero nunca creyó que, cara a cara, la una frente a la otra, llegara a tanto. No sólo era que la hubiera abandonado a ella a su suerte con los piratas, si no que la había mandado a morir, faltando así al respeto, memoria y al amor, si alguna vez había existido, hacia su padre, su esposo. Comprendía cosas que ya poco importaban. Alana Chamorro había buscado una posición social y una fortuna que no esperaba compartir con nadie más. Así lo comprendía Patricia de Santamaría en sus horas de desamparo. Había robado junto a la fortuna y el título familiar algo más aún, su existencia al negarle ser quien era ella. Ahora moriría como la ley sentenciaba que debía morir.
Le mandaron un monje franciscano para tomarla su última confesión, pero en aquella última confesión sólo confesó estar sola. Había pasado mucho tiempo estando sola. Presa de un matrimonio convenido con un interesado personaje de Buenos Aires que buscaba casarse con su hidalguía. Presa en los camarotes de un corsario holandés que la apostó jugando a las cartas. Presa de unos ingleses que no buscaban su libertad a cambio de dinero. Presa de un portugués oscuro con el que cometió y sufrió atrocidades inconfesables que prefería no recordar, como si no hubieran existido ni en las horas cercanas a sus últimos momentos. Presa de las propias autoridades que deberían haber velado por ella, que la encerraron en Miami, que la olvidaron y pasaron de mano en mano en Cuba, que la encerraron en cárcel de plata y luego en un agujero allí, en Veracruz. Pero sobre todo pensaba en esos momentos que había sido presa de los designios de su madrastra. Y que su muerte se debía a ella, había sido buscada por ella. Pudo morir en cualquier momento desde que Paul Muys la raptara, y sin embargo pensaba en el jergón que su muerte siempre estuvo presente sin necesidad de que la hubieran raptado en aquel viaje a Buenos Aires.
Vendrían a llevarla al patíbulo al alba del día siguiente. Su madrastra la había sentenciado a muerte, no tanto la ley, pensaba. Pero en parte la había matado ya al robarle su ser quien era. Al no reconocerla ante el juez, ya había matado a Patricia de Santamaría. Toda esperanza se fue de ella en ese momento. Se rindió. Se rindió ante la vida. Ni siquiera le importó ser exhibida dentro de una jaula deleznable en un carro de caballos por las calles de Veracruz cuando fue trasladada a aquella cárcel hedionda. La muchedumbre se arremolinaba en torno a su paso, curiosa de poder ver a quien parecía una dama como si fuera un animal. No importaba. Ella estaba presa para ser ahorcada, nada podía importar.
La ciudad creó el rumor de la mujer que se hizo pasar por dama. Todos sabían que iba a ser ahorcada. Todos esperaban ver semejante espectáculo. Por ello, cuando se supo que la trasladaban, todo el mundo trató de verla en el carro. Hubo quien la insultó y lanzó verduras y huevos podridos. Otros simplemente miraban con curiosidad morbosa. Algunos simplemente querían verla. Entre la multitud se encontraba Laura, una mujer joven que había servido en la casa de Patricio de Santamaría por muchos años. Casi tenía la edad de la triste dama española. Entró a trabajar de niña en las cocinas. Su padres la entregaron a la casas de aquel hidalgo buscando para ella un por venir que ellos no podían darle. Así, había crecido teniendo por familia a aquella gente, aunque nunca olvidó ni dejó de estar en contacto con sus padres y hermanos naturales. Lo sintió mucho y le dolió cuando murió don Patricio, pues él no sólo la albergó en su casa, dándola techo y comida, sino que también se preocupó de que pudiera escribir y leer. Pero no soportaba a Alana Chamorro, quien, a la muerte del señor, la echó a la calle. Desde entonces se había buscado la vida como bien podía, trabajando a veces en mesones, a veces de lavandera. Cuando escuchó las noticias de la falsa dama tenía tanta curiosidad como el resto de la ciudad por verla. Allí estaba, en la calle por donde pasó aquel carruaje. Aquella mañana le daba exactamente igual si debía o no debía cumplir con un trabajo para el que no había crecido, que ni le gustaba, ni la hacía sentir bien.
El carruaje pasó muy cerca de ella. La gente de alrededor se burlaba de la mujer enjaulada. Era la esquina de una de las calles. Cuando el carruaje torció pasó la caja de la jaula muy cerca de su cara. Entonces la vio. Vio a la mujer. Y no era una farsante, era una dama, era hidalga, era doña Patricia de Santamaría, hija de sus padres. Con lo ojos bien abiertos, la trató de llamar, mas acostumbrada a llamarla Señora, no pronunciaba su nombre. Intentó andar aceleradamente a la par del carro tratando de atraer la atención de la dama, pero Patricia de Santamaría estaba demasiado absorta en su mundo de desgracias. Camacho, que no le gustaba aquel ambiente, apartó con el pie a aquella mujer que andaba gritando a la rea. El carro se alejaba con Patricia de Santamaría.
Laura era una mujer que no se rendía en la vida. Tenaz y madurada se fue corriendo de aquel lugar hacia la casa de los Santamaría. Sabía que allí había más personas que la ayudarían a salvar a la Señora. En las rejas de la puerta de entrada al jardín de la fachada principal encontró a dos de aquellas personas, Sofía Larrea, ama de cría de la pequeña Sara, y Sonia Mora, mujer con la que trabajó en las cocinas. Les contó lo que había visto y quien era aquella mujer. Sin pedir permiso a nadie, salieron todas inmediatamente a la casa del juez José Luis Cardenete.
Cuando llegaron a la casa no las dejaron entrar. Un oficial de guardia se lo impedía, considerando que aquella gente humilde no podía ser gente que realmente pudiera hacerlo. Sonia Mora, mujer de carácter fuerte, comenzó a alzar la voz. En un instante se formó una trifulca donde el guardia cada vez se ponía más duro e inaccesible, intentando mantener la compostura al verse cada vez más acosado por aquellas mujeres que no paraban de increparle y gritarle. El escándalo comenzaba a subirse de tono cuando por la misma calle apareció una joven que se bajó frente a la casa de un carro de manos. Al verles se les acercó logrando que su presencia impusiera cierta relajación al intervenir.
-¿Qué está ocurriendo? –dijo la joven, que no era otra que la sobrina del juez, Esther Claudio.
-Estas mujeres, señora, quieren entrar y no pueden –dijo el guardia.
-¡Porque tú no nos dejas! –le gritó Sonia.
-Eso, porque tú no nos dejas –repitió Sofía.
-No pueden… -dijo el guardia siendo interrumpido por la joven Esther.
-Vale, vale. Díganme –se dirigió la joven a aquellas mujeres-, ¿por qué quieren ver a mi tío?
-No sabíamos que es su sobrina –dijo Laura-, a sus pies, Señora. Necesitamos ver a su tío con urgencia.
-Es de vida o muerte –interrumpió ahora Sonia.
-¿Tan importante? ¿Pues de qué se trata? –preguntó condescendiente e interesada la joven sobrina.
-La mujer que van a ahorcar no está mintiendo. Ella es una dama como vos, Señora. Es inocente –dijo Laura aceleradamente.
-¿Una inocente va a ser ahorcada? –preguntó casi confirmando lo oído la joven dama.
-Sí, señora, una injusticia –dijo Sonia.
-Déjenos ver al juez –dijo Sofía.
-¿Cómo no habría de hacerlo cuando la Justicia llama a la casa del juez haciéndole ver que no ha sido justo? Entrad conmigo –dijo Esther Claudio.
Entraron todas en la casa y vieron a José Luis de Cardenete, que albergaba la certeza de estar condenando a muerte a la desaparecida Patricia de Santamaría desde que Alana Chamorro negara que fuera ella. Aquel asunto había ocupado su mente en los dos últimos días. Había tramitado la causa debidamente. Sabía que esa mañana se producía el traslado de prisión para mandarla a la correspondiente al pueblo, sabía que a la mañana siguiente la ejecutarían por, y con, su propia orden y firma.
Cuando entraron en la biblioteca de la casa, donde él estaba, hubo un gran alboroto y jaleo. Sonia Mora venía dando grandes voces de injusticia. Con calma logró tranquilizarlas con ayuda de su sobrina para saber lo que ocurría.
-Señor –dijo Laura cuando se logró que hablaran ordenadamente-, esta mañana me acerqué a ver el carro con la mujer que habéis mandado a la cárcel. Me llamaba la atención, como a mucha gente, ver a alguien que se hizo pasar por noble.
-¡Pero no era así! –interrumpió Sonia.
-No, no era así –reanudó Laura-. Fui a ver aquello, como os digo, y el carro pasó tan cerca de mí que lo podría haber tocado sin estirar mi brazo –Laura alargó su brazo tratando de escenificar-. Y reconocí en aquella mujer una gran injusticia. Esa mujer es Patricia de Santamaría, hija y heredera de su padre, Dios tenga en su Gloria, don Patricio de Santamaría. Con quien…
-¿Quién habéis dicho? –dijo de repente más interesado aún en todo aquello el juez.
-Doña Patricia de Santamaría, señor –contestó Laura- . La vi con mis propios ojos como le veo ahora a vos, señor. He trabajado desde niña en su casa y sé muy bien que ella es quien dice ser.
-¿Y vosotras, la habéis visto?
-No, señor –dijo Sofía.
-No, no lo hemos hecho –dijo Sonia-, pero si nos dejáis ir a la cárcel estamos seguras que la reconoceremos. Conocemos a esta mujer de muchos años y sabemos que si ella dice que ha visto a la Señora, no estará mintiendo.
-Yo creo que dicen la verdad, tío –dijo Esther Claudio, que se había implicado emocionalmente en la vivacidad con la que las tres mujeres defendían a aquella presa.
-Y yo creo que ustedes han sido enviadas para aclarar mi cabeza –dijo el juez tocando la campanilla para que viniera a la biblioteca el servicio de su casa-. Ahora mismo partiremos todos en mi coche hacia las cárceles. Es imprescindible que todas vean a esa mujer y me digan quien es.
En muy poco tiempo todas las mujeres montaron en el coche de caballos del juez. Raudo atravesó la ciudad con peligro incluso de volcar en alguna esquina. La situación era de vital importancia, literalmente. Cuando Camacho supo de la llegada de aquel carruaje a la prisión, sin que le dijeran nada ya sabía por quien venían a la prisión. También en su mente llevaba tiempo pesando el intuir que se iba a cometer un crimen contra una inocente y la Justicia. Llevó a todo el grupo a la celda de la dama española. La luz llenó los huecos que había cubierto la penumbra de aquel horrible lugar donde Patricia de Santamaría les vio entrar sentada en su jergón. Aquello fue como un renacer.
Los cuerpos colgaban del travesaño del patíbulo como frutas en árbol. Hacía rato que habían muerto. Ni siquiera se movían ya como consecuencia de la caída que tensó las sogas. Las cabezas aparecían mal ladeadas, quedando un gesto forzoso y obsceno de los cuellos. La plaza de aquellos condenados a muerte estaba llena de gente ese día para contemplar las ejecuciones, pero hacía rato que la multitud estaba abandonando el lugar.
Las celdas de la prisión de Veracruz resentían ese ambiente. Los presos notaban las ausencias de los compañeros. Sabían quien de ellos ya no estaba allí porque hubiera alcanzado la preciada libertad vivo, y quien muerto. Entre los presos de aquellas habitaciones con rejas, inhóspitas, frías estancias que eran, había una mujer. Patricia de Santamaría había sido trasladada a aquel sitio desde su prisión en lo alto de una torre. El propio alcaide la había extrañamente acompañado. Cuando dejó de ser considerada una mujer de sangre hidalga, desapareció en el trato con ella la habitación con una buena cama, espejo, las camareras a su servicio y los trajes variados. Siguiendo las leyes al respecto la llevaron a las feas y austeras celdas comunes de la prisión de Veracruz en un coche de caballos que no hacía honor a persona alguna. El alcaide, con pesar, iba junto al cochero en la parte delantera de aquel transporte que para los presos alojaba en su trasera una jaula de metal a los ojos de toda la ciudad. Camacho pensaba que aquella mujer era realmente hidalga. La había tratado en todo momento desde que llegó presa. Sus modales eran cuidados, también su lenguaje. No había visto esa esmerada educación en ninguna mujer que llegó a pasar por su presidio. Sus manos, su piel, tampoco se asemejaban a la de aquellas presas. Si bien su carácter era distante, en un mutismo constante, y seco, no creía que esto la hiciera asesina. No obstante, era confesa de una muerte y la que se suponía su madrastra, doña Alana Chamorro, no la había reconocido como la hija de su difunto esposo. Era él a quien correspondía cerrar la nueva celda donde se la encerraba. Así lo hizo de nuevo, pese a sus dudas.
Patricia de Santamaría se encontraba sentada en su jergón de paja, aunque sus agujeros habían echo de él un jergón famélico en el que más que las personas eran las pulgas quienes se sentían más a gusto. Ya no le quedaba esperar más que la muerte anunciada. Se sabía traicionada con una mentira llena de oprobio por la esposa viuda de su padre. Había sido así desde el principio. Ella lo sabía desde que lo oyó en boca de aquel portugués, pero nunca creyó que, cara a cara, la una frente a la otra, llegara a tanto. No sólo era que la hubiera abandonado a ella a su suerte con los piratas, si no que la había mandado a morir, faltando así al respeto, memoria y al amor, si alguna vez había existido, hacia su padre, su esposo. Comprendía cosas que ya poco importaban. Alana Chamorro había buscado una posición social y una fortuna que no esperaba compartir con nadie más. Así lo comprendía Patricia de Santamaría en sus horas de desamparo. Había robado junto a la fortuna y el título familiar algo más aún, su existencia al negarle ser quien era ella. Ahora moriría como la ley sentenciaba que debía morir.
Le mandaron un monje franciscano para tomarla su última confesión, pero en aquella última confesión sólo confesó estar sola. Había pasado mucho tiempo estando sola. Presa de un matrimonio convenido con un interesado personaje de Buenos Aires que buscaba casarse con su hidalguía. Presa en los camarotes de un corsario holandés que la apostó jugando a las cartas. Presa de unos ingleses que no buscaban su libertad a cambio de dinero. Presa de un portugués oscuro con el que cometió y sufrió atrocidades inconfesables que prefería no recordar, como si no hubieran existido ni en las horas cercanas a sus últimos momentos. Presa de las propias autoridades que deberían haber velado por ella, que la encerraron en Miami, que la olvidaron y pasaron de mano en mano en Cuba, que la encerraron en cárcel de plata y luego en un agujero allí, en Veracruz. Pero sobre todo pensaba en esos momentos que había sido presa de los designios de su madrastra. Y que su muerte se debía a ella, había sido buscada por ella. Pudo morir en cualquier momento desde que Paul Muys la raptara, y sin embargo pensaba en el jergón que su muerte siempre estuvo presente sin necesidad de que la hubieran raptado en aquel viaje a Buenos Aires.
Vendrían a llevarla al patíbulo al alba del día siguiente. Su madrastra la había sentenciado a muerte, no tanto la ley, pensaba. Pero en parte la había matado ya al robarle su ser quien era. Al no reconocerla ante el juez, ya había matado a Patricia de Santamaría. Toda esperanza se fue de ella en ese momento. Se rindió. Se rindió ante la vida. Ni siquiera le importó ser exhibida dentro de una jaula deleznable en un carro de caballos por las calles de Veracruz cuando fue trasladada a aquella cárcel hedionda. La muchedumbre se arremolinaba en torno a su paso, curiosa de poder ver a quien parecía una dama como si fuera un animal. No importaba. Ella estaba presa para ser ahorcada, nada podía importar.
La ciudad creó el rumor de la mujer que se hizo pasar por dama. Todos sabían que iba a ser ahorcada. Todos esperaban ver semejante espectáculo. Por ello, cuando se supo que la trasladaban, todo el mundo trató de verla en el carro. Hubo quien la insultó y lanzó verduras y huevos podridos. Otros simplemente miraban con curiosidad morbosa. Algunos simplemente querían verla. Entre la multitud se encontraba Laura, una mujer joven que había servido en la casa de Patricio de Santamaría por muchos años. Casi tenía la edad de la triste dama española. Entró a trabajar de niña en las cocinas. Su padres la entregaron a la casas de aquel hidalgo buscando para ella un por venir que ellos no podían darle. Así, había crecido teniendo por familia a aquella gente, aunque nunca olvidó ni dejó de estar en contacto con sus padres y hermanos naturales. Lo sintió mucho y le dolió cuando murió don Patricio, pues él no sólo la albergó en su casa, dándola techo y comida, sino que también se preocupó de que pudiera escribir y leer. Pero no soportaba a Alana Chamorro, quien, a la muerte del señor, la echó a la calle. Desde entonces se había buscado la vida como bien podía, trabajando a veces en mesones, a veces de lavandera. Cuando escuchó las noticias de la falsa dama tenía tanta curiosidad como el resto de la ciudad por verla. Allí estaba, en la calle por donde pasó aquel carruaje. Aquella mañana le daba exactamente igual si debía o no debía cumplir con un trabajo para el que no había crecido, que ni le gustaba, ni la hacía sentir bien.
El carruaje pasó muy cerca de ella. La gente de alrededor se burlaba de la mujer enjaulada. Era la esquina de una de las calles. Cuando el carruaje torció pasó la caja de la jaula muy cerca de su cara. Entonces la vio. Vio a la mujer. Y no era una farsante, era una dama, era hidalga, era doña Patricia de Santamaría, hija de sus padres. Con lo ojos bien abiertos, la trató de llamar, mas acostumbrada a llamarla Señora, no pronunciaba su nombre. Intentó andar aceleradamente a la par del carro tratando de atraer la atención de la dama, pero Patricia de Santamaría estaba demasiado absorta en su mundo de desgracias. Camacho, que no le gustaba aquel ambiente, apartó con el pie a aquella mujer que andaba gritando a la rea. El carro se alejaba con Patricia de Santamaría.
Laura era una mujer que no se rendía en la vida. Tenaz y madurada se fue corriendo de aquel lugar hacia la casa de los Santamaría. Sabía que allí había más personas que la ayudarían a salvar a la Señora. En las rejas de la puerta de entrada al jardín de la fachada principal encontró a dos de aquellas personas, Sofía Larrea, ama de cría de la pequeña Sara, y Sonia Mora, mujer con la que trabajó en las cocinas. Les contó lo que había visto y quien era aquella mujer. Sin pedir permiso a nadie, salieron todas inmediatamente a la casa del juez José Luis Cardenete.
Cuando llegaron a la casa no las dejaron entrar. Un oficial de guardia se lo impedía, considerando que aquella gente humilde no podía ser gente que realmente pudiera hacerlo. Sonia Mora, mujer de carácter fuerte, comenzó a alzar la voz. En un instante se formó una trifulca donde el guardia cada vez se ponía más duro e inaccesible, intentando mantener la compostura al verse cada vez más acosado por aquellas mujeres que no paraban de increparle y gritarle. El escándalo comenzaba a subirse de tono cuando por la misma calle apareció una joven que se bajó frente a la casa de un carro de manos. Al verles se les acercó logrando que su presencia impusiera cierta relajación al intervenir.
-¿Qué está ocurriendo? –dijo la joven, que no era otra que la sobrina del juez, Esther Claudio.
-Estas mujeres, señora, quieren entrar y no pueden –dijo el guardia.
-¡Porque tú no nos dejas! –le gritó Sonia.
-Eso, porque tú no nos dejas –repitió Sofía.
-No pueden… -dijo el guardia siendo interrumpido por la joven Esther.
-Vale, vale. Díganme –se dirigió la joven a aquellas mujeres-, ¿por qué quieren ver a mi tío?
-No sabíamos que es su sobrina –dijo Laura-, a sus pies, Señora. Necesitamos ver a su tío con urgencia.
-Es de vida o muerte –interrumpió ahora Sonia.
-¿Tan importante? ¿Pues de qué se trata? –preguntó condescendiente e interesada la joven sobrina.
-La mujer que van a ahorcar no está mintiendo. Ella es una dama como vos, Señora. Es inocente –dijo Laura aceleradamente.
-¿Una inocente va a ser ahorcada? –preguntó casi confirmando lo oído la joven dama.
-Sí, señora, una injusticia –dijo Sonia.
-Déjenos ver al juez –dijo Sofía.
-¿Cómo no habría de hacerlo cuando la Justicia llama a la casa del juez haciéndole ver que no ha sido justo? Entrad conmigo –dijo Esther Claudio.
Entraron todas en la casa y vieron a José Luis de Cardenete, que albergaba la certeza de estar condenando a muerte a la desaparecida Patricia de Santamaría desde que Alana Chamorro negara que fuera ella. Aquel asunto había ocupado su mente en los dos últimos días. Había tramitado la causa debidamente. Sabía que esa mañana se producía el traslado de prisión para mandarla a la correspondiente al pueblo, sabía que a la mañana siguiente la ejecutarían por, y con, su propia orden y firma.
Cuando entraron en la biblioteca de la casa, donde él estaba, hubo un gran alboroto y jaleo. Sonia Mora venía dando grandes voces de injusticia. Con calma logró tranquilizarlas con ayuda de su sobrina para saber lo que ocurría.
-Señor –dijo Laura cuando se logró que hablaran ordenadamente-, esta mañana me acerqué a ver el carro con la mujer que habéis mandado a la cárcel. Me llamaba la atención, como a mucha gente, ver a alguien que se hizo pasar por noble.
-¡Pero no era así! –interrumpió Sonia.
-No, no era así –reanudó Laura-. Fui a ver aquello, como os digo, y el carro pasó tan cerca de mí que lo podría haber tocado sin estirar mi brazo –Laura alargó su brazo tratando de escenificar-. Y reconocí en aquella mujer una gran injusticia. Esa mujer es Patricia de Santamaría, hija y heredera de su padre, Dios tenga en su Gloria, don Patricio de Santamaría. Con quien…
-¿Quién habéis dicho? –dijo de repente más interesado aún en todo aquello el juez.
-Doña Patricia de Santamaría, señor –contestó Laura- . La vi con mis propios ojos como le veo ahora a vos, señor. He trabajado desde niña en su casa y sé muy bien que ella es quien dice ser.
-¿Y vosotras, la habéis visto?
-No, señor –dijo Sofía.
-No, no lo hemos hecho –dijo Sonia-, pero si nos dejáis ir a la cárcel estamos seguras que la reconoceremos. Conocemos a esta mujer de muchos años y sabemos que si ella dice que ha visto a la Señora, no estará mintiendo.
-Yo creo que dicen la verdad, tío –dijo Esther Claudio, que se había implicado emocionalmente en la vivacidad con la que las tres mujeres defendían a aquella presa.
-Y yo creo que ustedes han sido enviadas para aclarar mi cabeza –dijo el juez tocando la campanilla para que viniera a la biblioteca el servicio de su casa-. Ahora mismo partiremos todos en mi coche hacia las cárceles. Es imprescindible que todas vean a esa mujer y me digan quien es.
En muy poco tiempo todas las mujeres montaron en el coche de caballos del juez. Raudo atravesó la ciudad con peligro incluso de volcar en alguna esquina. La situación era de vital importancia, literalmente. Cuando Camacho supo de la llegada de aquel carruaje a la prisión, sin que le dijeran nada ya sabía por quien venían a la prisión. También en su mente llevaba tiempo pesando el intuir que se iba a cometer un crimen contra una inocente y la Justicia. Llevó a todo el grupo a la celda de la dama española. La luz llenó los huecos que había cubierto la penumbra de aquel horrible lugar donde Patricia de Santamaría les vio entrar sentada en su jergón. Aquello fue como un renacer.
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