lunes, febrero 15, 2010

NOTICIA 748ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (15)

Capítulo 15: una muerte en el camino.

La expedición no había contado con tropezarse en su camino con un pequeño grupo de soldados españoles. Venían en dirección contraria justo por su misma senda. Les dieron el alto nada más encontrarse. Venían del fuerte en el río Miami e iban en dirección a la misión de donde ellos habían salido, precisamente. Su marcha no llevaba excesivos pertrechos. Iban, eso sí, con pesados mosquetones y molestas picas para andar por aquellos caminos, pero se notaba que habían pretendido hacer de su marcha una marcha ligera para ganar tiempo. Su capitán, un hombre de cara afable, montaba a caballo, el único de estos animales que llevaban consigo. Era el capitán Iván Casquete, un hombre de mediana edad que había hecho la carrera militar íntegramente en América. En diferentes destinos. Hacía tiempo que esperaba poder servir en cargos mejor asentados, por ejemplo en Portobello, pero esa destinación no llegaba, ni con ella un ascenso tras muchos años de servicio. Florida era para él un destino ingrato e infructuoso donde no creía que pudiera avanzar en sus metas. Había ascendido por méritos, y el demérito que le negaba aspirar a una mejor vida militar era no ser de familia noble. Cuando le destinaron al fuerte de Miami pensó que debería mantener desde esa posición a ingleses y franceses lejos del Caribe, nunca llegó a plantearse que sus principales problemas vendrían de los indios del interior de aquella península. Tribus que consideraba totalmente salvajes, semidesnudas y belicosas, gente que vivía en cabañas y en una especie de tiendas, nómadas según la época del año, nada receptivas a los españoles salvo en contadas épocas y zonas determinadas. Ahora se encontraba allí, con su pequeña patrulla de hombres, de frente a un grupo de gente que, en principio, iba a buscar. Hombres del Imperio que se encontraban acompañados de indios tequestas. Un dilema.

-Hola, padre Alejandro –dijo lacónico desde lo alto de su caballo a aquel jesuita bajo él.
-Sea con Dios, capitán. No esperaba encontrarlo aquí.
-Yo tampoco. Esperaba encontrarlos a todos en la misión. ¿Quiénes son ellos que van con vos? –preguntó señalando con la barbilla a Patricia de Santamaría y a David el portugués.
-Son náufragos, capitán. Los rescatamos hace unos meses de la playa. Vienen conmigo al fuerte para buscar ayuda.
-Pues vienen en momentos complicados al fuerte. ¿El padre Luis está en la misión?
-Sí, este año le tocaba a él cuidar de aquel rebaño del Señor.
-Pues su rebaño va a tener que ser desatendido. Tengo orden de llevarles al fuerte. Los vizcaínos se están uniendo a los miami y otras tribus para hacernos la guerra.
-Pero los indios tequesta de nuestra misión son pacíficos. Son dignos hijos de Nuestro Señor.
-Las órdenes vienen del comandante de la plaza. Dijo que trajera al fuerte a los padres jesuitas de la misión del Norte. No dijo nada de sus indios vizcaínos.
-No podemos abandonar a esta gente, ellos no se han levantado en armas.
-Dudo incluso que deba dejar libres a los que van con vos. Son vizcaínos, podrían ser sediciosos.
-Son fieles a su Majestad –dijo firmemente el jesuita Alejandro García.
-Nosotros no guerra –dijo el indio Borja.
-Vizcaíno no estaba hablando contigo –contestó el capitán Casquete-, pero ahora sí: ¡vizcaínos, soltad en el suelo vuestros arcos y lanzas! –espetó alzando la voz y su cabeza.
-Esta gente es amiga, no cometáis un error –dijo el jesuita.
-No me fastidie, padre –dijo el capitán con aire de fastidio-. Yo no le digo a vos cómo dar misa. ¡Soltad las armas! –añadió otra vez en voz alta a modo de orden a los tequestas.
-Abandonar a esta gente es un grave error. El gobierno de su Majestad no los abandonaría. Ellos no son los que combaten contra las tropas.
-La autoridad de su Majestad está representada por Raúl Armenteros, comandante de la plaza de Miami en este lugar de Florida. Yo tengo órdenes precisas de él y hablan de llevar conmigo a los jesuitas, por lo que yo sé todo vizcaíno es un potencial enemigo en esta zona. Además, padre, en tiempo de guerra no me fío de estos indios, he visto ya demasiadas guerras en las Indias –y volviendo a alzar la cabeza y la voz añadió-. ¡He dicho que soltéis las armas, vizcaínos! Tú, el que habla castellano, díselo a tus compañeros.

El indio Borja no dijo nada. Titubeante intuyó que debía como menos dar un paso atrás para juntarse más corporalmente a los otros tres tequestas de su tribu. No eran un peligro alguno a los españoles, pero la actitud del español sobre el caballo les ponía a la defensiva. Asistían a la escena, algo retirados, Patricia de Santamaría y David el portugués. Para el portugués esta situación era un mero retraso en su marcha. A él le daba igual la situación de los indios. Sin embargo, a ella, aquella era una situación que estaba tensando en su interior cierto nerviosismo.

-Teniente –le dijo el capitán Casquete a su teniente Daniel Andrinal-, desarme a estos hombres y engrillételos para su marcha al fuerte.
-¡No hagáis tal, teniente, u obraréis contra la Justicia! –clamó el jesuita.
-No me tiente, padre, que esto puede ser delito de insurrección contra su Majestad.
-Antes pasaréis sobre mí que tocar a gente inocente para cargarles de cadenas –el jesuita parecía impasible colocado justo delante de la cabeza del caballo que montaba el capitán español.
-Si hay que pasar se pasará. ¡Teniente, acate las órdenes!

El teniente Andrinal avanzó con tres soldados hacia los indios. El jesuita se colocó delante de ellos vanamente. Tras un breve forcejeo fue tirado al suelo sin que su resistencia hubiera supuesto un grave problema. El indio Borja exclamó algo en su lengua natal y todos los tequesta se juntaron más entre ellos, estando casi hombro con hombre, con sus arcos cargados con flechas y tensos, y sus lanzas dispuestas a su frente. No pensaban realizar descarga alguna, sino provocar cierto distanciamiento de aquellos que, intuían, les iban a causar un mal injustificado. El teniente se paró en su avance con sus hombres con el cuerpo alerta, como buscando un resquicio o una oportunidad para saltar sobre aquellos indios. El capitán Casquete hizo adelantarse a su caballo y lo puso en pie sobre sus dos patas traseras tan cerca de los indios que cuando bajó el cuerpo estos sintieron la respiración de aquel animal sobre ellos. Impresionados del susto de que el caballo pasara sobre ellos, se habían medio agazapado de modo casi autorreflejo. Al verlos desbaratados en su formación, el teniente, y ya no sus tres soldados, sino todos los soldados españoles de aquella expedición, se lanzaron contra aquellos cuatro indios tequesta empezando un forcejeo de pelea cuerpo a cuerpo donde aquellos desdichados trataban de zafarse de las manos de los soldados que tan sin saber el porqué se venían contra ellos. El jesuita, levantado del suelo se lanzó a luchar con los indios, intentando separar a los españoles de estos.

A todos estos sucesos, el portugués sólo miraba. No pensaba intervenir. No era asunto suyo. Para él le era indiferente llegar al fuerte español con los indios encadenados o sin cadenas. Aún más, incluso pensaba, dada la situación, que los indios debían estar en cadenas o muertos, pues de otro modo realmente aquel capitán español los podría considerar insurrectos a la autoridad imperial de Felipe IV en aquellas inhóspitas tierras. Pensaba, fríamente, en esto y en que la mejor postura era no hacer nada, en todo caso, si fuera necesario, ayudar a los soldados, si fuera preciso hasta reduciendo al jesuita. Era quizá aquel momento el mejor momento de librarse de aquel Alejandro García que había iniciado un inquietante interés por la sangre de la lancha. Si llegaba a exponerlo al comandante del fuerte de Miami este podría tomar otras medidas que podían acabar no muy bien con él y la española. No había iniciado aquel negocio para acabar en un presidio. Observaba la pelea, y valoraba aquellas cosas con sus pros y sus contras, como quien observa el mejor lugar para vadear un río o el mejor momento para plantar una cosecha. Todo estaba sucediendo muy rápido. Si iba a matar al jesuita, de forma que pareciera a modo de ayuda a los españoles, debía hacerlo ya. Debía encontrar el momento de la pelea que pareciera patente a ojos de los soldados que aquella fuera una acción necesaria contra un pretendido facineroso contra el Rey de España. Debía inventarlo, simularlo, lo que podía ser quizá fácil ante tanta confusión de forcejeos.

Patricia de Santamaría, a cada instante más nerviosa y tensa, acumulaba con aquella pelea una sensación desagradable. Un desasosiego se apoderaba de ella. Venía a su mente un estado de inquietud que se había venido acumulando desde hacía mucho tiempo, en silencio. Había crecido dentro de ella sin que se hubiera manifestado hasta ese momento. Los indios a los que forzaban eran las únicas personas con las que se había sentido bien en mucho tiempo. Incluso aquellos jesuitas, de los cuales uno estaba siendo agredido en ese momento, habían sido buenos con ella. La situación de violencia y caos, de injusticia, removía en su corazón pasiones negras que habían ido creciendo dentro de ella como si fueran espinos que aferraban y desgajaban su ser herido y maltratado. No era la violencia contra los indios lo que la estaba poniendo en estado de nerviosismo, era otra cosa. Algo callado que quería gritar dentro de ella en ese momento. Lo que estaba viendo no le estaba sobrecogiendo, si no excitando una gran cantidad de tensiones, de silencios mudos que querían florecer en un algo que los hiciera visibles al mundo. Así, agarrando una gran piedra de aquel lugar la alzó sobre su cabeza y acercándose por la espalda a David el portugués, absorto en encontrar su momento, le partió el cráneo estampándola con gran violencia contra él. El portugués se desplomó al suelo cayendo primero sobre sus rodillas. La dama española siguió machacando aquella cabeza con la piedra. Poco a poco el barullo de la pelea se fue silenciando. Los ruidos de los animales volvían a cobrar el protagonismo mientras los indios aprovechaban para huir desembarazados de los españoles. Los soldados miraban estupefactos y asombrados a aquella mujer que machacaba la cabeza de aquel muerto.

-Su marido… -acertó a decir en voz baja y sesgada el jesuita, perplejo.

Ella paró soltando la piedra al lado del inerte y desangrado portugués, pues la sangre ya brotaba, y de rodillas a su lado volvió a su estado de calma silenciosa. Como si nada hubiera ocurrido. Como si nada hubiera pasado.

-Teniente –dijo el capitán desde su caballo igual de perplejo que el jesuita-, detenga a esta mujer y póngala cadenas.

Ya nadie pensaba en los indios.

-Ha matado a su marido… -dijo el jesuita aún atónito mientras el teniente cumplía las órdenes.
-No lo he hecho –dijo triste la dama.
-Ha perdido la razón… -volvió a musitar el jesuita.

El capitán Casquete dio la orden al teniente Andrinal de llevarla a ella y al jesuita al fuerte de Miami, mientras él se dirigía a la misión. Ella iba en cadenas, el jesuita rezando. En la tumba que le cavaron al portugués en aquel lugar, apenas se colocó una cruz de madera y una piedra. Nadie le conoció de entre los presentes.

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