Capítulo 6: Nuevo Mundo
Alexandra y Yolanda eran dos mujeres griegas que se habían casado con dos marinos españoles presos de los turcos. Habían pasado bastantes años de aquello. La Orden de los hermanos descalzos de la Santísima Trinidad pagaron por ellos un rescate que, haciendo un alto previo en Nápoles, trajo de vuelta a estos españoles a España por el puerto de Valencia. Con ellos trajeron a sus esposas a un mundo, para ellas, nuevo.
Los trinitarios que pagaron por ellos eran de la ciudad de Alcalá de Henares. Allí fueron en un primer momento al regresar. Su rescate se había pagado con dinero recaudado por estos religiosos a través de espías y renegados al servicio secreto de la Corona Española. No sólo les movía un sentimiento de mostrar su gratitud en persona, sino que además, tras pasar varios años en las prisiones turcas en suelo griego, no sabían cómo empezar de nuevo. Pensaban que sus rescatadores podrían mostrarles cómo reanudar su vida. Para Alexandra y Yolanda todo era nuevo. En Alcalá de Henares aquellos descalzos trinitarios no supieron qué decirles para una nueva vida. Por un tiempo vivieron en Toledo. Pronto se trasladaron a Jaén, de allí a Sevilla y de allí a la ajetreada Cádiz. Ellas aprendían el idioma, de acento parecido a su griego natal, en su deambular por Castilla. Sus esposos, Carlos Gómez y Sergio Corbacho, intentaban vivir de marineros en aquellas fechas, pues ese era el oficio único que habían conocido antes de su cautiverio. Pero en la comercial y militar Cádiz había tantos dispuestos a navegar que apenas lograban trabajos en los astilleros del puerto. Fue por ello que se trasladaron a Santa Cruz de Tenerife.
Montones de barcos iban y venían al Puerto de la Cruz. Cuando llegaron a Cádiz habían visto barcos de envergaduras tan grandes como nunca antes habían visto, pues ellos siempre habían sido marineros de barcos comerciales en el Mar Mediterráneo. Barcos más pequeños y construidos para oleajes más suaves y rutas más cortas. Los barcos más grandes que habían visto hasta entonces eran las anticuadas galeras militares con sus filas tremendas de remos. Ahora, en las Canarias, había incluso buques más grandes y robustos que en Cádiz o Sevilla. Enormes barcos pesados dispuestos a atravesar el océano Atlántico. Barcos con un gran bullicio de gente que iba y venía del Nuevo Mundo a España y de España al Nuevo Mundo. Los que volvían, volvían con riquezas e historias. Los que iban, iban con las bodegas dispuestas a cargar riquezas. Nada que ver con los barcos canarios donde ellos trabajaban pescando bonitos. La Flota de Indias hacía la ruta cada dos años para escoltar a los barcos que regresaban con la recaudación bianual del comercio y las rentas americanas, pero ir a América se podía hacer en cualquier momento sin escolta. Un barco vacío de riquezas no interesaba a pirata ni nación enemiga alguna. Así se vieron tentados Carlos Gómez y Sergio Corbacho de embarcar hacia América. De probar suerte. De iniciar una nueva vida. El viaje era arriesgado y costoso. Tuvieron que probar que eran cristianos viejos de varias generaciones. Que su prisión en el Imperio Turco no les había vuelto renegados. Que sus esposas, cristianas ortodoxas, no les habían vuelto cismáticos. Ellas se bautizaron y catequizaron cristianas católicas. Se enrolaron como marineros al fin tras un largo proceso y de aquella manera llegaron a las costas de la isla La Española, también conocida como Santo Domingo.
De aquello habían pasado años. Nunca habían podido salir de La Española. Nunca pisaron Tierra Firme. Vivían en la zona oriental de la isla. La parte occidental había sido desalojada en gran parte por las propias autoridades españolas a causa de los tratos entre los habitantes españoles con bucaneros y filibusteros franceses e ingleses, que traficaban con ellos desde la muy cercana y visible isla de La Tortuga. Pero el desalojo nunca había sido efectivo del todo y las connivencias entre los colonos y la piratería, nunca con los temidos corsarios, seguía existiendo. La Española no tenía oro ni plata. Ni diamantes, ni sus costas guardaban perlas en conchas. No era isla muy apta para cultivar azúcar, como su vecina Cuba, ni tenía asentada altas autoridades como aquella, ni grandes fuertes vitales para la defensa del Caribe, aunque alguno había. Tampoco el cacao crecía bien como en Venezuela. Se había ido dejando de lado la agricultura y la ganadería. Quizá por ello aumentó la población de reses salvajes que atrajo a los bucaneros franceses que se instalaron en la zona despoblada. El desalojo de la zona occidental para evitar el comercio ilegal entre españoles y bucaneros, y con ello desincentivar a aquella delincuencia, sólo había provocado que los propios bucaneros se instalaran en la zona occidental donde cazar ellos mismos los animales y cocinarlos y ahumarlos al modo de los indios, obteniendo la carne de bucán que tanto ansiaban los marinos de toda nacionalidad y clase para sus viajes, por su largo tiempo de conservación sin necesidad de especias. Con los bucaneros llegaron los filibusteros ya no sólo franceses, sino también ingleses. La parte occidental de La Española, la más cercana a Cuba, donde estaba la Capitanía General del Gobierno de las islas, se había convertido en una extensión de La Tortuga… y sin embargo las órdenes recibidas eran de pagar nuevos impuestos para mantener a los mandos de otra isla, Puerto Rico. Los colonos de La Española seguían su tráfico ilegal con los bucaneros, algunos fuertes internos intentaron impedirlo inútilmente, la corrupción ayudaba aunada a la falta de medios de la isla.
Eran los colonos de La Española gente que no llegó a la isla adecuada, pero se adaptaba a ella. Novedosamente en el Imperio Español, donde nunca se había de poner el Sol, la gente de La Española vivía de cultivar tabaco, que no se comía, pero se podía vender. Era el cultivo, de los que tenían, que mejor crecía. Mas la cuestión era que su mejor clientela era el tráfico fraudulento con la piratería de la zona occidental, la población más viciosa, cosa que creaba grandes contradicciones éticas a las fuerzas del orden de la isla.
Los españoles tenían por ley no hacer, ni vender esclavos, pero sí podían comprar esclavos que fueran nacidos tales. Por ello cuando los portugueses fueron parte del Imperio vieron un mercado posible en el Caribe, que no pudieron aprovechar, pues la economía española aún no se había fijado en las grandes plantaciones… salvo en La Española. La isla se había transformado en un lugar lleno de esclavos negros y de mulatos nacidos de las relaciones entre amos blancos con sus esclavas negras. Algunos alcanzaron la manumisión. Pero sin duda la isla se estaba transformando en un lugar donde confluían un sin numero de razas y mezclas, pues también había indios, criollos, mestizos, cuarterones, zambos y demás. Las clases de gente no eran menos, desde colonos a autoridades civiles y militares, de nobles a campesinos, de plantaciones pequeñas y de plantaciones grandes, comerciantes españoles, estafadores, contrabandistas, piratas de varios países y de varias clases, esclavistas portugueses o ilegalmente de otros sitios, esclavos africanos, cimarrones y libertos, de todo había, y entre aquel todo: dos griegas y dos españoles que se instalaron en la isla cuando pensaban en un futuro mejor al aventurarse a atravesar el océano.
David “el Portugués”, hombre poseedor de un barco negrero de poca eslora pero de varios pisos, solía conseguir esclavos negros en Angola. Comerciando a precios bajos con caciques tribales del lugar, lograba que estos atrapasen a negros de tribus enemigas, a veces que secuestrasen a su propia gente para cumplir un cupo de venta, y él los engrilletaba y los hacinaba en el interior de su barco. Durante cincuenta días apenas se podían mover en un ambiente viciado de sudor, calor y penumbra. Sin apenas espacio para moverse les tiraban agua y comida para que comieran, como si fueran animales. Algunos intentaban librarse de sus cadenas, logrando tan sólo herirse con los hierros hasta tocar los huesos de sus tobillos. Ninguno sabía por qué estaba allí, ni quiénes eran aquellas personas de color blanco. Ni cómo eran capaces de atravesar el pavoroso mar. Ni porqué debían morir de inanición o de colapso muchos de los compañeros de viaje. David “el Portugués” los llevaba a Cartagena de Indias, donde, antes de tocar la costa, los aireaba en la cubierta del barco, los lavaba con cubos de agua, y los untaba en grasa para darles lustre que tentaran a los compradores. Pero David “el Portugués” hacía un servicio especial que nadie más hacía, se comprometía a llevar a los esclavos que vendiese con destino a La Española. Por ello ese día andaba él en medio de aquel paisaje isleño, con el campo verde y el cielo casi encapotado. Observaba la inmensidad del mundo desde ojos que veían más allá del mundo, con el viento agitando su pelo rubio, recortando su figura espigada como en silueta. No obstante, pese a su negocio deshumaniante del alma humana que lo practica, él era un negrero anómalo, en algún momento de su vida confundió lo humano con lo atroz y, en ello, había adquirido una pose galante, a veces inquietante para quien se atrevía a mirar en el fondo de su auténtico ser.
Alexandra y Yolanda eran dos mujeres griegas que se habían casado con dos marinos españoles presos de los turcos. Habían pasado bastantes años de aquello. La Orden de los hermanos descalzos de la Santísima Trinidad pagaron por ellos un rescate que, haciendo un alto previo en Nápoles, trajo de vuelta a estos españoles a España por el puerto de Valencia. Con ellos trajeron a sus esposas a un mundo, para ellas, nuevo.
Los trinitarios que pagaron por ellos eran de la ciudad de Alcalá de Henares. Allí fueron en un primer momento al regresar. Su rescate se había pagado con dinero recaudado por estos religiosos a través de espías y renegados al servicio secreto de la Corona Española. No sólo les movía un sentimiento de mostrar su gratitud en persona, sino que además, tras pasar varios años en las prisiones turcas en suelo griego, no sabían cómo empezar de nuevo. Pensaban que sus rescatadores podrían mostrarles cómo reanudar su vida. Para Alexandra y Yolanda todo era nuevo. En Alcalá de Henares aquellos descalzos trinitarios no supieron qué decirles para una nueva vida. Por un tiempo vivieron en Toledo. Pronto se trasladaron a Jaén, de allí a Sevilla y de allí a la ajetreada Cádiz. Ellas aprendían el idioma, de acento parecido a su griego natal, en su deambular por Castilla. Sus esposos, Carlos Gómez y Sergio Corbacho, intentaban vivir de marineros en aquellas fechas, pues ese era el oficio único que habían conocido antes de su cautiverio. Pero en la comercial y militar Cádiz había tantos dispuestos a navegar que apenas lograban trabajos en los astilleros del puerto. Fue por ello que se trasladaron a Santa Cruz de Tenerife.
Montones de barcos iban y venían al Puerto de la Cruz. Cuando llegaron a Cádiz habían visto barcos de envergaduras tan grandes como nunca antes habían visto, pues ellos siempre habían sido marineros de barcos comerciales en el Mar Mediterráneo. Barcos más pequeños y construidos para oleajes más suaves y rutas más cortas. Los barcos más grandes que habían visto hasta entonces eran las anticuadas galeras militares con sus filas tremendas de remos. Ahora, en las Canarias, había incluso buques más grandes y robustos que en Cádiz o Sevilla. Enormes barcos pesados dispuestos a atravesar el océano Atlántico. Barcos con un gran bullicio de gente que iba y venía del Nuevo Mundo a España y de España al Nuevo Mundo. Los que volvían, volvían con riquezas e historias. Los que iban, iban con las bodegas dispuestas a cargar riquezas. Nada que ver con los barcos canarios donde ellos trabajaban pescando bonitos. La Flota de Indias hacía la ruta cada dos años para escoltar a los barcos que regresaban con la recaudación bianual del comercio y las rentas americanas, pero ir a América se podía hacer en cualquier momento sin escolta. Un barco vacío de riquezas no interesaba a pirata ni nación enemiga alguna. Así se vieron tentados Carlos Gómez y Sergio Corbacho de embarcar hacia América. De probar suerte. De iniciar una nueva vida. El viaje era arriesgado y costoso. Tuvieron que probar que eran cristianos viejos de varias generaciones. Que su prisión en el Imperio Turco no les había vuelto renegados. Que sus esposas, cristianas ortodoxas, no les habían vuelto cismáticos. Ellas se bautizaron y catequizaron cristianas católicas. Se enrolaron como marineros al fin tras un largo proceso y de aquella manera llegaron a las costas de la isla La Española, también conocida como Santo Domingo.
De aquello habían pasado años. Nunca habían podido salir de La Española. Nunca pisaron Tierra Firme. Vivían en la zona oriental de la isla. La parte occidental había sido desalojada en gran parte por las propias autoridades españolas a causa de los tratos entre los habitantes españoles con bucaneros y filibusteros franceses e ingleses, que traficaban con ellos desde la muy cercana y visible isla de La Tortuga. Pero el desalojo nunca había sido efectivo del todo y las connivencias entre los colonos y la piratería, nunca con los temidos corsarios, seguía existiendo. La Española no tenía oro ni plata. Ni diamantes, ni sus costas guardaban perlas en conchas. No era isla muy apta para cultivar azúcar, como su vecina Cuba, ni tenía asentada altas autoridades como aquella, ni grandes fuertes vitales para la defensa del Caribe, aunque alguno había. Tampoco el cacao crecía bien como en Venezuela. Se había ido dejando de lado la agricultura y la ganadería. Quizá por ello aumentó la población de reses salvajes que atrajo a los bucaneros franceses que se instalaron en la zona despoblada. El desalojo de la zona occidental para evitar el comercio ilegal entre españoles y bucaneros, y con ello desincentivar a aquella delincuencia, sólo había provocado que los propios bucaneros se instalaran en la zona occidental donde cazar ellos mismos los animales y cocinarlos y ahumarlos al modo de los indios, obteniendo la carne de bucán que tanto ansiaban los marinos de toda nacionalidad y clase para sus viajes, por su largo tiempo de conservación sin necesidad de especias. Con los bucaneros llegaron los filibusteros ya no sólo franceses, sino también ingleses. La parte occidental de La Española, la más cercana a Cuba, donde estaba la Capitanía General del Gobierno de las islas, se había convertido en una extensión de La Tortuga… y sin embargo las órdenes recibidas eran de pagar nuevos impuestos para mantener a los mandos de otra isla, Puerto Rico. Los colonos de La Española seguían su tráfico ilegal con los bucaneros, algunos fuertes internos intentaron impedirlo inútilmente, la corrupción ayudaba aunada a la falta de medios de la isla.
Eran los colonos de La Española gente que no llegó a la isla adecuada, pero se adaptaba a ella. Novedosamente en el Imperio Español, donde nunca se había de poner el Sol, la gente de La Española vivía de cultivar tabaco, que no se comía, pero se podía vender. Era el cultivo, de los que tenían, que mejor crecía. Mas la cuestión era que su mejor clientela era el tráfico fraudulento con la piratería de la zona occidental, la población más viciosa, cosa que creaba grandes contradicciones éticas a las fuerzas del orden de la isla.
Los españoles tenían por ley no hacer, ni vender esclavos, pero sí podían comprar esclavos que fueran nacidos tales. Por ello cuando los portugueses fueron parte del Imperio vieron un mercado posible en el Caribe, que no pudieron aprovechar, pues la economía española aún no se había fijado en las grandes plantaciones… salvo en La Española. La isla se había transformado en un lugar lleno de esclavos negros y de mulatos nacidos de las relaciones entre amos blancos con sus esclavas negras. Algunos alcanzaron la manumisión. Pero sin duda la isla se estaba transformando en un lugar donde confluían un sin numero de razas y mezclas, pues también había indios, criollos, mestizos, cuarterones, zambos y demás. Las clases de gente no eran menos, desde colonos a autoridades civiles y militares, de nobles a campesinos, de plantaciones pequeñas y de plantaciones grandes, comerciantes españoles, estafadores, contrabandistas, piratas de varios países y de varias clases, esclavistas portugueses o ilegalmente de otros sitios, esclavos africanos, cimarrones y libertos, de todo había, y entre aquel todo: dos griegas y dos españoles que se instalaron en la isla cuando pensaban en un futuro mejor al aventurarse a atravesar el océano.
David “el Portugués”, hombre poseedor de un barco negrero de poca eslora pero de varios pisos, solía conseguir esclavos negros en Angola. Comerciando a precios bajos con caciques tribales del lugar, lograba que estos atrapasen a negros de tribus enemigas, a veces que secuestrasen a su propia gente para cumplir un cupo de venta, y él los engrilletaba y los hacinaba en el interior de su barco. Durante cincuenta días apenas se podían mover en un ambiente viciado de sudor, calor y penumbra. Sin apenas espacio para moverse les tiraban agua y comida para que comieran, como si fueran animales. Algunos intentaban librarse de sus cadenas, logrando tan sólo herirse con los hierros hasta tocar los huesos de sus tobillos. Ninguno sabía por qué estaba allí, ni quiénes eran aquellas personas de color blanco. Ni cómo eran capaces de atravesar el pavoroso mar. Ni porqué debían morir de inanición o de colapso muchos de los compañeros de viaje. David “el Portugués” los llevaba a Cartagena de Indias, donde, antes de tocar la costa, los aireaba en la cubierta del barco, los lavaba con cubos de agua, y los untaba en grasa para darles lustre que tentaran a los compradores. Pero David “el Portugués” hacía un servicio especial que nadie más hacía, se comprometía a llevar a los esclavos que vendiese con destino a La Española. Por ello ese día andaba él en medio de aquel paisaje isleño, con el campo verde y el cielo casi encapotado. Observaba la inmensidad del mundo desde ojos que veían más allá del mundo, con el viento agitando su pelo rubio, recortando su figura espigada como en silueta. No obstante, pese a su negocio deshumaniante del alma humana que lo practica, él era un negrero anómalo, en algún momento de su vida confundió lo humano con lo atroz y, en ello, había adquirido una pose galante, a veces inquietante para quien se atrevía a mirar en el fondo de su auténtico ser.
Detrás de él una fogata enorme ahumaba la carne de una vaca sobre una parrilla hecha de troncos verdes. Carlos Gómez, otro hombre al que el aire le agitaba el viento, más bajo que David “el Portugués”, de ojos azules como el mar para el que había trabajado casi toda su vida, avivaba el fuego para ahumar la carne del cuerpo preparado de aquella res. Sergio Corbacho, con cuchillos y hachas de matarife se iba preparando para realizar el despiece de la pieza. Sergio, de tez casi morena, era un hombre corpulento. Llevaba un mandil para no mancharse demasiado sus ropas de la sangre del animal, pues había sido él quien había preparado a la vaca, la había arrancado la piel y sacado las vísceras (que podían vender en algún mercado), y la había cortado la cabeza y las pezuñas a golpes contundentes de un hacha pesada.
-Miras mucho el horizonte portugués –dijo Carlos continuando su tarea.
-Y tú estás organizando demasiado humo, debíamos haber ido más al oeste de la isla. A estas horas nos han tenido que ver ya todas las guardias de Santo Domingo –contestó el portugués.
-Y tú podrías ayudar.
-Sí, eso, tú podrías ayudar –replicó Sergio.
-Dejadle –dijo Yolanda, que junto a Alexandra, cuidaba a las mulas con el carro en el que habían llegado hasta allí-. David es un hombre de mundo.
-David es un negrero –Alzó la voz Carlos a su esposa en réplica llena de faena-. ¿Me has oído portugués? Sergio y yo nos estamos matando a trabajar y tú no estás haciendo nada. Aquí todos vamos a partes iguales, nosotros no somos los esclavos que vendes.
-Calla, español. Mi tarea es otra.
-¿Cuándo vamos a volver al pueblo? –preguntó cansada Alexandra.
-En cuanto destace esta vaca, ya está prácticamente bien ahumada –le contestó Sergio, su marido, que desde los tiempos de Grecia había desarrollado un gran amor hacia su esposa, por más que nunca habían podido tener hijos. El amor entre ellos era de gran cariño. Ella le completaba a él en todas sus carencias, pues era hombre rudo y no muy instruido, y él la completaba a ella, pues desde niña había estado indefensa, sirviendo en casas de oficiales turcos; servidumbre a la que le entregaron sus padres al no poder mantenerla por sí mismos.
-¿Y quién dices, David, que nos pagará esto? –preguntó Carlos apagando ya el humo mientras Sergio cargaba la vaca para colocarla y asestarla los primeros cortes.
-Son dos ingleses que han llegado hace poco.
-¿No son bucaneros? –preguntó Carlos secándose el sudor de la frente.
-Serán filibusteros, esa gente es organizada –dijo Sergio mientras de un tajo comenzaba a cortar una pata.
-¿Son filibusteros? –preguntó Yolanda- ¿Son de La Tortuga? ¿Has estado en La Tortuga? ¿Venden allí bonitos vestidos como e de aquella francesa que vimos en…?
-Calla –le dijo Carlos a su esposa-. ¿Por qué no cazan y hacen su propio bucán?
-Porque no son bucaneros –contestó David a Carlos-. Ni filibusteros –contestó a Sergio que seguía cortando la carne-. Pero tampoco son corsarios.
-Piratas… piratas sin ley… -susurró Yolanda con mirada perdida de anhelo.
-¿Nos harán algo los piratas? Preguntó con miedo Alexandra.
-No, mi niña, no nos harán nada –se apresuró a contestarla Sergio, su esposo.
-Cierto, no nos harán nada –dijo David “el Portugués”-. Vosotros volveréis al pueblo, yo me quedaré aquí con el bucán. No querían tratar con los franceses. Traen consigo algo… o a alguien. Les conozco… A veces he traído negros de contrabando para que ellos los revendan en las colonias inglesas…
-Dicen que allí también hay damas… –dijo Yolanda.
-Déjale hablar –interrumpió Carlos.
-Sí, también hay damas, Yolanda -contestó David-, pero no tan bella como vos, no os preocupéis –Yolanda sonrió mirando hacia sus pies para disimularlo.
-Bueno, bueno –dijo Carlos-, dejémonos de charlas. ¿Has terminado, Sergio?
-Acabo de empezar apenas.
Carlos Gómez se acercó a la res y con empuñando otro hacha comenzó a dar cortes a las articulaciones del animal sin tanto cuidado de carnicero como le ponía Sergio a su trabajo.
-Tenemos que irnos, vamos, no seas tan delicado, son piratas, y son ingleses, nos vamos, venga –dijo Carlos mientras golpeaba con rabia la carne con el hacha.
Alexandra comenzó a preparar el carro y los animales.
-¿Te dejamos una mula, David? –le preguntó Yolanda atusándose las ondas de su pelo negro con dos dedos.
-No. Me iré con ellos a la costa occidental de la isla. Tengo curiosidad. Ya entregué mis negros aquí y por este viaje ya he cumplido con nuestros comunes negocios. Los beneficios de esta venta os dará para vivir hasta que vuelva, siempre que no dejéis de pescar –esto lo dijo mirando a los que cortaban el cuerpo de la vaca-. Os los haré llegar por un bucanero de confianza. Aquí mismo dentro de tres días venid a por ello. Así se lo dejaré dicho.
-¿Y por qué quieres ir con los piratas ingleses? –le preguntó Sergio mientras iba terminando su trabajo tan rápido que los cortes no le gustaban como quedaban, se astillaban los huesos y la mayoría de los desperfectos los provocaban los golpes descontrolados de Carlos.
-No quiero irme con los piratas, Sergio… he oído historias… historias de una dama española.
-¿Una dama española? -preguntó Yolanda llena de curiosidad mezclada con recelo.
-La hija de un hidalgo de Veracruz.
-¿Y qué tienen que ver los hidalgos con los piratas? –continuó Yolanda en su actitud.
-En nuestra tierra los piratas que navegan para el sultán traen mujeres a los harenes. ¿Hay harenes en estas tierras? –preguntó ingenua Alexandra.
-No, en esta tierra los piratas no llevan a las mujeres a los harenes.
-Entonces, ¿qué pinta esa dama española con los piratas? –insistió Yolanda.
-Ya veremos.
-Ya está bien cortado –dijo de repente Carlos a Sergio-. Vámonos. ¡Yolanda, sube al carro con Alexandra! –la mandó mientras se acercaba con Sergio, que había recogido las herramientas.
-Volved en tres días –le dijo David “el Portugués” a Carlos Gómez al pasar a su altura.
-¿Y dónde estarás tú? –preguntó mirándole a la cara.
-No lo sé. Espero que yendo a Veracruz.
-¿Y qué se te ha perdido en Veracruz?
-Nada, pero tal vez podría encontrar algo allí.
-No sé nada de damas españolas, pero sé de piratas, y no son bucaneros. Cuídate y haznos llegar noticias.
Se dieron la mano cogiéndose a la altura de los antebrazos, Sergio le dio un abrazo, y los dos matrimonios, montados en el carro de las mulas, partieron hacia la zona oriental de la isla, al pueblo. David “el Portugués” se quedó allí esperando a los ingleses, “los Jimi”, que no tardaron en llegar para llevarse el bucán y la compañía del portugués, que fue aceptado en el viaje de regreso a la zona occidental de la misma isla. Aquella zona era otro mundo nuevo.
-Miras mucho el horizonte portugués –dijo Carlos continuando su tarea.
-Y tú estás organizando demasiado humo, debíamos haber ido más al oeste de la isla. A estas horas nos han tenido que ver ya todas las guardias de Santo Domingo –contestó el portugués.
-Y tú podrías ayudar.
-Sí, eso, tú podrías ayudar –replicó Sergio.
-Dejadle –dijo Yolanda, que junto a Alexandra, cuidaba a las mulas con el carro en el que habían llegado hasta allí-. David es un hombre de mundo.
-David es un negrero –Alzó la voz Carlos a su esposa en réplica llena de faena-. ¿Me has oído portugués? Sergio y yo nos estamos matando a trabajar y tú no estás haciendo nada. Aquí todos vamos a partes iguales, nosotros no somos los esclavos que vendes.
-Calla, español. Mi tarea es otra.
-¿Cuándo vamos a volver al pueblo? –preguntó cansada Alexandra.
-En cuanto destace esta vaca, ya está prácticamente bien ahumada –le contestó Sergio, su marido, que desde los tiempos de Grecia había desarrollado un gran amor hacia su esposa, por más que nunca habían podido tener hijos. El amor entre ellos era de gran cariño. Ella le completaba a él en todas sus carencias, pues era hombre rudo y no muy instruido, y él la completaba a ella, pues desde niña había estado indefensa, sirviendo en casas de oficiales turcos; servidumbre a la que le entregaron sus padres al no poder mantenerla por sí mismos.
-¿Y quién dices, David, que nos pagará esto? –preguntó Carlos apagando ya el humo mientras Sergio cargaba la vaca para colocarla y asestarla los primeros cortes.
-Son dos ingleses que han llegado hace poco.
-¿No son bucaneros? –preguntó Carlos secándose el sudor de la frente.
-Serán filibusteros, esa gente es organizada –dijo Sergio mientras de un tajo comenzaba a cortar una pata.
-¿Son filibusteros? –preguntó Yolanda- ¿Son de La Tortuga? ¿Has estado en La Tortuga? ¿Venden allí bonitos vestidos como e de aquella francesa que vimos en…?
-Calla –le dijo Carlos a su esposa-. ¿Por qué no cazan y hacen su propio bucán?
-Porque no son bucaneros –contestó David a Carlos-. Ni filibusteros –contestó a Sergio que seguía cortando la carne-. Pero tampoco son corsarios.
-Piratas… piratas sin ley… -susurró Yolanda con mirada perdida de anhelo.
-¿Nos harán algo los piratas? Preguntó con miedo Alexandra.
-No, mi niña, no nos harán nada –se apresuró a contestarla Sergio, su esposo.
-Cierto, no nos harán nada –dijo David “el Portugués”-. Vosotros volveréis al pueblo, yo me quedaré aquí con el bucán. No querían tratar con los franceses. Traen consigo algo… o a alguien. Les conozco… A veces he traído negros de contrabando para que ellos los revendan en las colonias inglesas…
-Dicen que allí también hay damas… –dijo Yolanda.
-Déjale hablar –interrumpió Carlos.
-Sí, también hay damas, Yolanda -contestó David-, pero no tan bella como vos, no os preocupéis –Yolanda sonrió mirando hacia sus pies para disimularlo.
-Bueno, bueno –dijo Carlos-, dejémonos de charlas. ¿Has terminado, Sergio?
-Acabo de empezar apenas.
Carlos Gómez se acercó a la res y con empuñando otro hacha comenzó a dar cortes a las articulaciones del animal sin tanto cuidado de carnicero como le ponía Sergio a su trabajo.
-Tenemos que irnos, vamos, no seas tan delicado, son piratas, y son ingleses, nos vamos, venga –dijo Carlos mientras golpeaba con rabia la carne con el hacha.
Alexandra comenzó a preparar el carro y los animales.
-¿Te dejamos una mula, David? –le preguntó Yolanda atusándose las ondas de su pelo negro con dos dedos.
-No. Me iré con ellos a la costa occidental de la isla. Tengo curiosidad. Ya entregué mis negros aquí y por este viaje ya he cumplido con nuestros comunes negocios. Los beneficios de esta venta os dará para vivir hasta que vuelva, siempre que no dejéis de pescar –esto lo dijo mirando a los que cortaban el cuerpo de la vaca-. Os los haré llegar por un bucanero de confianza. Aquí mismo dentro de tres días venid a por ello. Así se lo dejaré dicho.
-¿Y por qué quieres ir con los piratas ingleses? –le preguntó Sergio mientras iba terminando su trabajo tan rápido que los cortes no le gustaban como quedaban, se astillaban los huesos y la mayoría de los desperfectos los provocaban los golpes descontrolados de Carlos.
-No quiero irme con los piratas, Sergio… he oído historias… historias de una dama española.
-¿Una dama española? -preguntó Yolanda llena de curiosidad mezclada con recelo.
-La hija de un hidalgo de Veracruz.
-¿Y qué tienen que ver los hidalgos con los piratas? –continuó Yolanda en su actitud.
-En nuestra tierra los piratas que navegan para el sultán traen mujeres a los harenes. ¿Hay harenes en estas tierras? –preguntó ingenua Alexandra.
-No, en esta tierra los piratas no llevan a las mujeres a los harenes.
-Entonces, ¿qué pinta esa dama española con los piratas? –insistió Yolanda.
-Ya veremos.
-Ya está bien cortado –dijo de repente Carlos a Sergio-. Vámonos. ¡Yolanda, sube al carro con Alexandra! –la mandó mientras se acercaba con Sergio, que había recogido las herramientas.
-Volved en tres días –le dijo David “el Portugués” a Carlos Gómez al pasar a su altura.
-¿Y dónde estarás tú? –preguntó mirándole a la cara.
-No lo sé. Espero que yendo a Veracruz.
-¿Y qué se te ha perdido en Veracruz?
-Nada, pero tal vez podría encontrar algo allí.
-No sé nada de damas españolas, pero sé de piratas, y no son bucaneros. Cuídate y haznos llegar noticias.
Se dieron la mano cogiéndose a la altura de los antebrazos, Sergio le dio un abrazo, y los dos matrimonios, montados en el carro de las mulas, partieron hacia la zona oriental de la isla, al pueblo. David “el Portugués” se quedó allí esperando a los ingleses, “los Jimi”, que no tardaron en llegar para llevarse el bucán y la compañía del portugués, que fue aceptado en el viaje de regreso a la zona occidental de la misma isla. Aquella zona era otro mundo nuevo.
2 comentarios:
¡Caray! Buena historia. ¿Sigue, verdad?
Sí, sigue, cuando hago post con un número y paréntesis, la correlación sólo termina cuando el paréntesis indica el número diciendo "y" [(y nº)]. Saludos PCBCARP
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