Capítulo 12: entre vizcaínos
Lo primero que vio David el portugués cuando abrió los ojos fue un techo de hojas de palmera. Un indio con cierta tripa y dos plumas en la cabeza medio caídas estaba en la puerta de aquella especie de cabaña, instalando una especie de estera en el hueco. El portugués se medio incorporó para observarle. Estaba en una hamaca colgada entre dos postes que sujetaban el techo de la estancia. El indio se volvió y le vio despierto. Sin mediar palabra salió de allí apartando la misma estera que acababa de colgar. David se levantó con un poco de esfuerzo de la hamaca. Caminó hacia la puerta. Tenía curiosidad de saber dónde estaba antes de que aquel indio regresara con otros indios. Apartó la estera con su antebrazo y miró desde el dintel el poblado que se veía desde allí. Era un poblado de cabañas de madera elevadas sobre una plataforma de palos, con techumbres de hojas de palmera. Estaba rodeado de abundante vegetación cercana a una pequeña laguna donde unas aves zancudas de color rosa caminaban cuidadosamente por el agua buscando peces con su enorme pico curvo. Había gran cantidad de ruidos selváticos. Montones de aves, y algún que otro animal, se dejaba oír por allí, aunque no tan alto como el montón de niños indios que vino corriendo a mirarle desde el suelo como observaba desde la puerta de su cabaña. Iban desnudos completamente. Con el pelo largo y negro como el azabache. Las mujeres del poblado, primeras personas adultas que vio después de aquel indio de la puerta, vestían una especie de falda confeccionada con lo que parecía una tupida alga marina de las que había oído llamarlas en el Caribe alga española. Llevaban sus pechos totalmente desnudos, el pelo recogido en coletas, o suelto las mujeres más jóvenes. Se acercaban como los niños, con los mismos ojos de curiosidad. Pronto aparecieron los hombres, vestidos tan sólo con taparrabos de cuero, encabezados por aquel indio que estuvo en la puerta y un sacerdote español, dos misioneros jesuitas que mantenían su cruz de madera en el cuello, pero vestían en camisas de lino blanco bastante usadas y viejas. Los hombres se abrieron paso entre las mujeres y los niños, se detuvieron ante él con una sonrisa. Tenían la cabeza a la altura de sus rodillas cuando el jesuita más alto y corpulento, de cabeza afeitada hacía al menos un par de semanas, le habló.
-Bienvenido. Nos alegra mucho que haya despertado. Usted y su esposa llegaron muy enfermos. Llevaban ya varios días sin despertar. Llegamos a temer por ustedes, pensamos que tal vez los mosquitos habían empeorado su situación, por aquí son endémicos. Tuvieron fiebres. ¿Cómo se encuentra?
-Mi… mi esposa… -dijo el portugués ordenando ideas en su cabeza confusa.
-Oh, sí, está viva, con nosotros, pero aún no ha despertado. No se preocupe, en los últimos días ha ido mejorando, como usted. Despertará también, pero cada persona tiene sus tiempos.
-Así es –dijo el otro jesuita, más bajo y de constitución más delgada que corpulenta, con el pelo sin rapar, aunque corto-. Disculpe a mi compañero, creo que nos debemos presentar. Yo me llamo Luis Abad.
-Cierto, discúlpeme –dijo el jesuita corpulento-. Alejandro García –y le tendió la mano.
-David –contestó comprendiendo la situación el portugués y dando la mano a los dos jesuitas mientras bajaba de la cabaña india para verse rodeado cara a cara por toda aquella gente.
-¿Son ustedes portugueses? –preguntó en afirmación Alejandro García.
-…Yo soy portugués… mi esposa es española –contestó David más o menos rápido manteniendo la confusión de los salesianos.
-Querrá verla, vamos a su choza –le comenzó a encaminar el paso el jesuita Alejandro.
- Hemos rezado por ustedes. Desde que llegaron hemos celebrado las misas rogando por ustedes –dijo Luis Abad en el breve camino-. ¿Le ha gustado la hamaca? Es cómoda, las fabricamos nosotros con ellos, yo tenía una en una misión en la que estuve en el río Paraná, hace años. Cuando llegué a Florida esta gente dormía casi en el suelo. Me pareció buena idea enseñarles a fabricar estas comodidades para dormir.
Llegaron a una cabaña cercana y subieron a ella los dos españoles y el portugués, los indios se quedaron a esperarles expectantes fuera. Una pequeña niña se encontraba mirando como seguía durmiendo en su hamaca Patricia de Santamaría, durmiendo desde que la encontraron, como él hasta ese momento.
-La niñita se llama Natalia… –dijo Alejandro García.
-La bauticé yo así –interrumpió Luis Abad.
-…Sí, el padre Luis la bautizó con ese nombre. Fue ella quien les encontró. Si no hubiera sido por ella tal vez hubieran muerto en la playa. Pero si se lo quiere agradecer no les entenderá nada. Le cuesta mucho comprender el castellano, sólo hemos logrado que sepa algunas palabras básicas, dudo mucho que su acento portugués…
-Comprendo –dijo David mientras se acercó a la hamaca de Patricia de Santamaría. Acarició la cabeza de la pequeña india, que desvió su mirada de Patricia sólo un par de segundos para mirarle a él.
-Su esposa le tiene fascinada –dijo Luis Abad-. Es por el pelo, ¿sabe? Nunca había visto a nadie con el pelo rojizo, nadie en este lugar lo había hecho. Su esposa se ha hecho sumamente popular en el poblado.
-Bueno –dijo ahora el jesuita Alejandro en este baile de interrupciones-, como ha visto su esposa está bien. Será mejor dejarla descansar. Salgamos. La pequeña Natalia la cuida bien.
Poniéndole la mano en la espalda volvió a encaminar los pasos del portugués fuera de la cabaña. Otra vez rodeado de indios David recibió un montón de frutas de manos de unas indias.
-Coma. Coma. Se las traen a usted. Las recogieron temprano hoy –le conminó Luis Abad. El portugués cogió una de las frutas y comenzó a comerla. El jesuita prosiguió-. En general estas gentes no hablan mucho castellano aún. Nos ha costado mucho hablar con ellos… a veces es como hablar con vizcaínos… por eso yo los llamo indios vizcaínos –Luis Abad se sonrió de su propia gracia que, por otra parte, era una realidad.
-Pero son tequestas, señor David. A mi compañero le gusta seguir la gracia del resto de españoles de esta región. Estos indios son tequestas. Nosotros hemos aprendido bastante de su idioma. A veces les damos la misa en él, dentro de lo que podemos, para que puedan salir de su paganismo. De hecho hemos adaptado algunas cosas hasta que podamos enseñarles bien la Palabra del Señor. Por ejemplo, cuando llegamos adoraban al Sol. Como no lográbamos que comprendieran que el Sol no era Dios si no parte de su Creación, al final optamos por hacerles comprender la idea del Sol como una manifestación de Dios. Esperamos poder progresar y hacerles comprender la Verdad. Vamos poco a poco. En la Obra del Señor no hay prisa si hay buena intención.
-Sí, es cierto. ¿Se puede creer, señor David, que también adoran los huesos? Cuando llegamos aquí acababa de morir uno de sus jefes y vimos como en su funeral, tras incinerarlo estos paganos, se quedaron los huesos, enterraron los más pequeños con sus cenizas y repartieron los más grandes por la cabaña principal. La tribu iba a rezarle. Rezaban a tal barbaridad. ¿Se lo puede creer? Ahora hemos instalado una cruz en el centro del poblado. Allí celebramos nuestras misas. Ahora pueden rezar frente a esa cruz, que es el símbolo de nuestra redención gracias al Señor, que murió por nosotros en ella –completó Luis Abad la información de su compañero con esto dicho-. Celebraremos ahora mismo una misa dando las gracias al Señor por haber despertado tras tan mal trance que ha pasado. Espero que no le sea precipitado.
-Está bien, está bien –contestó David el portugués con un tono que pretendía sonar a comprensivo, mientras ocultaba sus pensamientos creando un esquema sistemático de la delicada situación en la que se encontraba-. ¿Hay otros españoles aquí? –dijo a modo de curiosidad.
-No –contestó Alejandro García-. Pero está rodeado de buena gente. Son seres inocentes. Casi como recién salidos del Paraíso. Aún no tienden a la corrupción a la que hemos tendido nosotros.
-Sí, esta gente está retrasada, pero son buenos salvajes –comentó rápidamente Luis Abad.
-No son salvajes. Son como nosotros… pero de otra manera –defendió Alejandro-. Entre los hijos del Señor, padre Luis, no hay gente retrasada y gente que no. No hay entre sus hijos nadie que valga más que nadie. Todos somos sus hijos. Todos iguales. Igual el rey que el campesino. Igual el monje que el pecador.
-Sea como sea –apresuró a atajar el otro jesuita lo que se adivinaba una vieja discusión entre ellos-, me alegra oír una voz de acento familiar entre tanta voz pagana. Mire –acercó pasándole el brazo por el hombro al indio con cierta tripa que estuvo en la puerta de la cabaña donde despertó-, este vizcaíno se llama Borja, también lo bauticé yo. Es de entre todos el que más lengua cristiana habla.
-Bueno, bueno –interrumpió de nuevo el jesuita Alejandro algo molesto con lo que entendía puyas indirectas de su compañero, atajando así él también entrar en aquella que se intuía una discusión antigua entre los dos-, estamos cerca de la cruz del poblado. Reunámonos alrededor de ella. Hagamos una misa improvisada para dar gracias al Señor, luego podemos salir con los tequesta a pescar. ¿Le gusta pescar?
-He pescado con frecuencia últimamente –dijo David.
Reunidos en torno a la cruz de madera, todos los indios se sentaron de rodillas. David les imitó, mientras los dos jesuitas permanecieron de pie. El indio Borja les acercó unas sotanas jesuitas que se pusieron rápidamente por la cabeza, una copa, un pellejo de vino que los jesuitas custodiaban con gran recelo por su escasez hasta el próximo barco de aprovisionamiento, el cual solía ser anual, y una torta de maíz a modo de pan. Así mismo acercó una Biblia. Comenzó el ritual besando ambos la cruz de madera de sus pechos, a falta de otras cruces manejables, mostrando en alto la Biblia a todos los indios y haciendo todas las habituales gracias y ruegos al Señor.
David el portugués no prestaba atención a las palabras de la misa de gracias por su recuperación. Sólo pensaba en cómo podría huir de aquel lugar de Florida con su rescatada raptada Patricia de Santamaría. Apenas había despertado y ya tenía la cabeza volcada en esos asuntos. De momento las cosas no iban mal. Aquellos jesuitas les habían tomado por matrimonio. No habían realizado preguntas comprometedoras, como porqué habían aparecido en la playa. Pero debía irse del lugar con la dama española si quería cobrar su recompensa o su extorsión. Además, sabía que las misiones españolas podían tardar más de un año en recibir visitas, él tenía su negocio esclavista pendiente. Gamero le esperaría en Cartagena de Indias en la fecha convenida por medio de Trujillo. Era irónico. ¿Qué hubieran pensado aquellos jesuitas, o al menos el tal Alejandro García, si supieran que vivía de vender personas a las que trataba como animales? ¿Le hubieran acogido igual? ¿Hubieran sido igual de piadosos? Tal vez el padre Luis…
-Parece distraído… –interrumpió la liturgia el propio Luis Abad.
-Perdonen, continúen, son muchas cosas en poco tiempo… pero continúen por favor… les agradezco lo que hacen por mi alma -se excusó el portugués falsamente, de rodillas como el resto de los indios tequestas presentes en aquella misa oficiada por los jesuitas españoles.
- “Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra”, Jonás, 2, 10 –terminó de leer del Libro el jesuita Alejandro.
Luis Abad comenzó a preparar el vino y la torta de harina de maíz para realizar la comunión, mientras el portugués se volvió al indio Borja para hablarle bajo.
-¿Me entiendes bien? –el indio no quiso levantar la cabeza- ¿Eh, me entiendes? –le volvió a preguntar dándole ligeramente en el codo con su codo. Gabriel le miró de soslayo y regresó la mirada a tierra intentando seguir una misa que la mayor parte de los presentes no entendía- Oye, me han dicho que hablas bien el castellano. Sé que me entiendes.
El indio Borja volvió la cabeza hacia él y asintió con la cabeza para volver a agacharla mirando a tierra. El portugués quería informarse sobre la distancia que podría tener aquella misión con otros lugares poblados, sobre todo si había fuertes españoles cerca. Sentía cierta necesidad de actividad a cada instante que pasaba desde que despertó. Luis Abad se acercó a él y, sin apenas darle tiempo a verlo venir el portugués, le dio un bofetón que le volvió la cara.
-Cuando la palabra del Señor habla, sus hijos callan.
Debía irse del lugar con Patricia de Santamaría si quería cobrar su recompensa o su extorsión… pero también si quería seguir siendo libre y no uno de sus esclavos ante un amo.
Lo primero que vio David el portugués cuando abrió los ojos fue un techo de hojas de palmera. Un indio con cierta tripa y dos plumas en la cabeza medio caídas estaba en la puerta de aquella especie de cabaña, instalando una especie de estera en el hueco. El portugués se medio incorporó para observarle. Estaba en una hamaca colgada entre dos postes que sujetaban el techo de la estancia. El indio se volvió y le vio despierto. Sin mediar palabra salió de allí apartando la misma estera que acababa de colgar. David se levantó con un poco de esfuerzo de la hamaca. Caminó hacia la puerta. Tenía curiosidad de saber dónde estaba antes de que aquel indio regresara con otros indios. Apartó la estera con su antebrazo y miró desde el dintel el poblado que se veía desde allí. Era un poblado de cabañas de madera elevadas sobre una plataforma de palos, con techumbres de hojas de palmera. Estaba rodeado de abundante vegetación cercana a una pequeña laguna donde unas aves zancudas de color rosa caminaban cuidadosamente por el agua buscando peces con su enorme pico curvo. Había gran cantidad de ruidos selváticos. Montones de aves, y algún que otro animal, se dejaba oír por allí, aunque no tan alto como el montón de niños indios que vino corriendo a mirarle desde el suelo como observaba desde la puerta de su cabaña. Iban desnudos completamente. Con el pelo largo y negro como el azabache. Las mujeres del poblado, primeras personas adultas que vio después de aquel indio de la puerta, vestían una especie de falda confeccionada con lo que parecía una tupida alga marina de las que había oído llamarlas en el Caribe alga española. Llevaban sus pechos totalmente desnudos, el pelo recogido en coletas, o suelto las mujeres más jóvenes. Se acercaban como los niños, con los mismos ojos de curiosidad. Pronto aparecieron los hombres, vestidos tan sólo con taparrabos de cuero, encabezados por aquel indio que estuvo en la puerta y un sacerdote español, dos misioneros jesuitas que mantenían su cruz de madera en el cuello, pero vestían en camisas de lino blanco bastante usadas y viejas. Los hombres se abrieron paso entre las mujeres y los niños, se detuvieron ante él con una sonrisa. Tenían la cabeza a la altura de sus rodillas cuando el jesuita más alto y corpulento, de cabeza afeitada hacía al menos un par de semanas, le habló.
-Bienvenido. Nos alegra mucho que haya despertado. Usted y su esposa llegaron muy enfermos. Llevaban ya varios días sin despertar. Llegamos a temer por ustedes, pensamos que tal vez los mosquitos habían empeorado su situación, por aquí son endémicos. Tuvieron fiebres. ¿Cómo se encuentra?
-Mi… mi esposa… -dijo el portugués ordenando ideas en su cabeza confusa.
-Oh, sí, está viva, con nosotros, pero aún no ha despertado. No se preocupe, en los últimos días ha ido mejorando, como usted. Despertará también, pero cada persona tiene sus tiempos.
-Así es –dijo el otro jesuita, más bajo y de constitución más delgada que corpulenta, con el pelo sin rapar, aunque corto-. Disculpe a mi compañero, creo que nos debemos presentar. Yo me llamo Luis Abad.
-Cierto, discúlpeme –dijo el jesuita corpulento-. Alejandro García –y le tendió la mano.
-David –contestó comprendiendo la situación el portugués y dando la mano a los dos jesuitas mientras bajaba de la cabaña india para verse rodeado cara a cara por toda aquella gente.
-¿Son ustedes portugueses? –preguntó en afirmación Alejandro García.
-…Yo soy portugués… mi esposa es española –contestó David más o menos rápido manteniendo la confusión de los salesianos.
-Querrá verla, vamos a su choza –le comenzó a encaminar el paso el jesuita Alejandro.
- Hemos rezado por ustedes. Desde que llegaron hemos celebrado las misas rogando por ustedes –dijo Luis Abad en el breve camino-. ¿Le ha gustado la hamaca? Es cómoda, las fabricamos nosotros con ellos, yo tenía una en una misión en la que estuve en el río Paraná, hace años. Cuando llegué a Florida esta gente dormía casi en el suelo. Me pareció buena idea enseñarles a fabricar estas comodidades para dormir.
Llegaron a una cabaña cercana y subieron a ella los dos españoles y el portugués, los indios se quedaron a esperarles expectantes fuera. Una pequeña niña se encontraba mirando como seguía durmiendo en su hamaca Patricia de Santamaría, durmiendo desde que la encontraron, como él hasta ese momento.
-La niñita se llama Natalia… –dijo Alejandro García.
-La bauticé yo así –interrumpió Luis Abad.
-…Sí, el padre Luis la bautizó con ese nombre. Fue ella quien les encontró. Si no hubiera sido por ella tal vez hubieran muerto en la playa. Pero si se lo quiere agradecer no les entenderá nada. Le cuesta mucho comprender el castellano, sólo hemos logrado que sepa algunas palabras básicas, dudo mucho que su acento portugués…
-Comprendo –dijo David mientras se acercó a la hamaca de Patricia de Santamaría. Acarició la cabeza de la pequeña india, que desvió su mirada de Patricia sólo un par de segundos para mirarle a él.
-Su esposa le tiene fascinada –dijo Luis Abad-. Es por el pelo, ¿sabe? Nunca había visto a nadie con el pelo rojizo, nadie en este lugar lo había hecho. Su esposa se ha hecho sumamente popular en el poblado.
-Bueno –dijo ahora el jesuita Alejandro en este baile de interrupciones-, como ha visto su esposa está bien. Será mejor dejarla descansar. Salgamos. La pequeña Natalia la cuida bien.
Poniéndole la mano en la espalda volvió a encaminar los pasos del portugués fuera de la cabaña. Otra vez rodeado de indios David recibió un montón de frutas de manos de unas indias.
-Coma. Coma. Se las traen a usted. Las recogieron temprano hoy –le conminó Luis Abad. El portugués cogió una de las frutas y comenzó a comerla. El jesuita prosiguió-. En general estas gentes no hablan mucho castellano aún. Nos ha costado mucho hablar con ellos… a veces es como hablar con vizcaínos… por eso yo los llamo indios vizcaínos –Luis Abad se sonrió de su propia gracia que, por otra parte, era una realidad.
-Pero son tequestas, señor David. A mi compañero le gusta seguir la gracia del resto de españoles de esta región. Estos indios son tequestas. Nosotros hemos aprendido bastante de su idioma. A veces les damos la misa en él, dentro de lo que podemos, para que puedan salir de su paganismo. De hecho hemos adaptado algunas cosas hasta que podamos enseñarles bien la Palabra del Señor. Por ejemplo, cuando llegamos adoraban al Sol. Como no lográbamos que comprendieran que el Sol no era Dios si no parte de su Creación, al final optamos por hacerles comprender la idea del Sol como una manifestación de Dios. Esperamos poder progresar y hacerles comprender la Verdad. Vamos poco a poco. En la Obra del Señor no hay prisa si hay buena intención.
-Sí, es cierto. ¿Se puede creer, señor David, que también adoran los huesos? Cuando llegamos aquí acababa de morir uno de sus jefes y vimos como en su funeral, tras incinerarlo estos paganos, se quedaron los huesos, enterraron los más pequeños con sus cenizas y repartieron los más grandes por la cabaña principal. La tribu iba a rezarle. Rezaban a tal barbaridad. ¿Se lo puede creer? Ahora hemos instalado una cruz en el centro del poblado. Allí celebramos nuestras misas. Ahora pueden rezar frente a esa cruz, que es el símbolo de nuestra redención gracias al Señor, que murió por nosotros en ella –completó Luis Abad la información de su compañero con esto dicho-. Celebraremos ahora mismo una misa dando las gracias al Señor por haber despertado tras tan mal trance que ha pasado. Espero que no le sea precipitado.
-Está bien, está bien –contestó David el portugués con un tono que pretendía sonar a comprensivo, mientras ocultaba sus pensamientos creando un esquema sistemático de la delicada situación en la que se encontraba-. ¿Hay otros españoles aquí? –dijo a modo de curiosidad.
-No –contestó Alejandro García-. Pero está rodeado de buena gente. Son seres inocentes. Casi como recién salidos del Paraíso. Aún no tienden a la corrupción a la que hemos tendido nosotros.
-Sí, esta gente está retrasada, pero son buenos salvajes –comentó rápidamente Luis Abad.
-No son salvajes. Son como nosotros… pero de otra manera –defendió Alejandro-. Entre los hijos del Señor, padre Luis, no hay gente retrasada y gente que no. No hay entre sus hijos nadie que valga más que nadie. Todos somos sus hijos. Todos iguales. Igual el rey que el campesino. Igual el monje que el pecador.
-Sea como sea –apresuró a atajar el otro jesuita lo que se adivinaba una vieja discusión entre ellos-, me alegra oír una voz de acento familiar entre tanta voz pagana. Mire –acercó pasándole el brazo por el hombro al indio con cierta tripa que estuvo en la puerta de la cabaña donde despertó-, este vizcaíno se llama Borja, también lo bauticé yo. Es de entre todos el que más lengua cristiana habla.
-Bueno, bueno –interrumpió de nuevo el jesuita Alejandro algo molesto con lo que entendía puyas indirectas de su compañero, atajando así él también entrar en aquella que se intuía una discusión antigua entre los dos-, estamos cerca de la cruz del poblado. Reunámonos alrededor de ella. Hagamos una misa improvisada para dar gracias al Señor, luego podemos salir con los tequesta a pescar. ¿Le gusta pescar?
-He pescado con frecuencia últimamente –dijo David.
Reunidos en torno a la cruz de madera, todos los indios se sentaron de rodillas. David les imitó, mientras los dos jesuitas permanecieron de pie. El indio Borja les acercó unas sotanas jesuitas que se pusieron rápidamente por la cabeza, una copa, un pellejo de vino que los jesuitas custodiaban con gran recelo por su escasez hasta el próximo barco de aprovisionamiento, el cual solía ser anual, y una torta de maíz a modo de pan. Así mismo acercó una Biblia. Comenzó el ritual besando ambos la cruz de madera de sus pechos, a falta de otras cruces manejables, mostrando en alto la Biblia a todos los indios y haciendo todas las habituales gracias y ruegos al Señor.
David el portugués no prestaba atención a las palabras de la misa de gracias por su recuperación. Sólo pensaba en cómo podría huir de aquel lugar de Florida con su rescatada raptada Patricia de Santamaría. Apenas había despertado y ya tenía la cabeza volcada en esos asuntos. De momento las cosas no iban mal. Aquellos jesuitas les habían tomado por matrimonio. No habían realizado preguntas comprometedoras, como porqué habían aparecido en la playa. Pero debía irse del lugar con la dama española si quería cobrar su recompensa o su extorsión. Además, sabía que las misiones españolas podían tardar más de un año en recibir visitas, él tenía su negocio esclavista pendiente. Gamero le esperaría en Cartagena de Indias en la fecha convenida por medio de Trujillo. Era irónico. ¿Qué hubieran pensado aquellos jesuitas, o al menos el tal Alejandro García, si supieran que vivía de vender personas a las que trataba como animales? ¿Le hubieran acogido igual? ¿Hubieran sido igual de piadosos? Tal vez el padre Luis…
-Parece distraído… –interrumpió la liturgia el propio Luis Abad.
-Perdonen, continúen, son muchas cosas en poco tiempo… pero continúen por favor… les agradezco lo que hacen por mi alma -se excusó el portugués falsamente, de rodillas como el resto de los indios tequestas presentes en aquella misa oficiada por los jesuitas españoles.
- “Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra”, Jonás, 2, 10 –terminó de leer del Libro el jesuita Alejandro.
Luis Abad comenzó a preparar el vino y la torta de harina de maíz para realizar la comunión, mientras el portugués se volvió al indio Borja para hablarle bajo.
-¿Me entiendes bien? –el indio no quiso levantar la cabeza- ¿Eh, me entiendes? –le volvió a preguntar dándole ligeramente en el codo con su codo. Gabriel le miró de soslayo y regresó la mirada a tierra intentando seguir una misa que la mayor parte de los presentes no entendía- Oye, me han dicho que hablas bien el castellano. Sé que me entiendes.
El indio Borja volvió la cabeza hacia él y asintió con la cabeza para volver a agacharla mirando a tierra. El portugués quería informarse sobre la distancia que podría tener aquella misión con otros lugares poblados, sobre todo si había fuertes españoles cerca. Sentía cierta necesidad de actividad a cada instante que pasaba desde que despertó. Luis Abad se acercó a él y, sin apenas darle tiempo a verlo venir el portugués, le dio un bofetón que le volvió la cara.
-Cuando la palabra del Señor habla, sus hijos callan.
Debía irse del lugar con Patricia de Santamaría si quería cobrar su recompensa o su extorsión… pero también si quería seguir siendo libre y no uno de sus esclavos ante un amo.
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