Capítulo 16: un problema en Miami.
Raúl Armenteros, el Comandante del fuerte de Miami, llevaba un tiempo escuchando las explicaciones del teniente Daniel Andrinal de porqué había regresado antes que su capitán a la plaza fuerte de la zona. Le dolía la cabeza de soportar además al jesuita Alejandro García con toda clase de razonamientos en defensa de proteger a unos indios tequestas que, probablemente a esa hora, según lo que el teniente había informado que ocurrió, se habrían sumado a la rebelión con el resto de tequestas y miamis del lugar. No le gustaba aquel destino. Pensaba que le habían mandado custodiar el interior de un avispero y no un emplazamiento que protegiera la costa de acceso al Caribe. Estaba ya cansado ya de tantos blablablá, verborrea repetitiva. El teniente parecía repetir una y otra vez las mismas frases, mientras el jesuita parecía tener una frase diferente para toda clase de objeción cada vez que él mismo le preguntaba. Estaba cansado y ya sólo les escuchaba dándoles la espalda. Mirando a través de un ventanuco hacia una de las empalizadas de madera, mientras algunos civiles trataban de realizar varios trabajos manuales.
-Déjenlo ya, esos vizcaínos probablemente ya le estén causando problemas al capitán Casquete –dijo hastiado.
-Comandante, no lo creo –dijo el jesuita-. Debería conocer a la gente de ese poblado. Son mansos. Se defendieron porque creyeron que les íbamos a agredir, pero si ni tan siquiera usaron sus armas…
-Nos apuntaron con sus armas –interrumpió el teniente.
-Porque vos se les acercó con las suyas propias –replicó el jesuita-. Créame, señor Armenteros, mi compañero, el padre Luis, les ha debido explicar ya la situación y seguro que ellos, que nos son fieles, habrán…
-Habrán… habrán… habrán… -cortó el comandante dándose la vuelta para volverles a mirar mostrándoles su oscuro pelo rizado ya con alguna cana solitaria-. Sólo habla de hipótesis, padre. Por lo que a mí respecta me atendré a lo que informe el capitán Casquete cuando regrese… pero no creo que le guste. ¿Sabe que mis informadores indios me hablan de la llegada de otros indios del norte para apoyar la rebelión? Sí, de indios de mucho más al norte de Florida. ¿Sabe quiénes hay al norte de Florida? Los mismos con los que se enfrentó Hernando de Soto, y si estos no han cambiado vendrán a miles a combatirnos.
-Pero…
-Padre, basta, no me atosigue más. Me va hacer estallar la cabeza… Díganme otra vez lo de aquella mujer.
-Cuando estábamos en plena algarada –comenzó a relatar el teniente- la señora mató a su esposo, señor. No había razón aparente. No pudimos hacer nada, ya tenía los sesos fuera cuando nos dimos cuenta.
-Perdió la razón… -dijo el jesuita-. Cuando estaban en el campamento no parecía que esto pudiera ocurrir… Nunca pensamos que…
-No intuyeron esto y quiere que le haga caso con lo de los vizcaínos –dijo el comandante.
-Pero eso es distinto, vos no lo entiende, eso… -quiso defenderse el jesuita.
-Basta, padre. Quiero saber sobre el asunto de la mujer.
-Creo que debe estar trastornada desde su naufragio –dijo el jesuita.
-Vaya, no sospechaban nada y ahora dice que pudo estar trastornada desde el naufragio.
-Bueno, eso creo –reafirmó el jesuita cruzando sus brazos y metiendo las manos por debajo de sus mangas anchas-. No les preguntamos nada, nos parecía una situación delicada, pero en el bote donde se salvaron había mucha sangre. Ellos no estaban tan heridos, hubieran muerto, debía haber alguien más…
-¿Y había alguien más?
-No. No en la barca. Cuando veníamos al fuerte tuve ocasión de hablar sobre el asunto con el difunto, que a estas horas goce de Dios. Confirmó mis sospechas, había una tercera persona. Dijo que estaba malherida por la tragedia que les hizo naufragar. También dijo que trataron de salvarle, pero que no pudieron evitar la muerte. Sin embargo…
-¿Sin embargo…?
-Sin embargo… no importa, le absolví.
-¿Es secreto de confesión, padre?
-No. No lo es.
-Entonces…
-Creo que pudieron matarlo, no sé porqué… Pero pudieron… Tenían un machete manchado de sangre.
-¿Los dos?
-No lo sé… tal vez no. Él hablaba más en el poblado, ella parecía ausente, siempre con una niña india, y luego aquel asesinato tan horrible...
-¿Qué quiere decir, padre? Sea claro. ¿Cree que fueron los dos o uno de ellos?
-No lo sé. Tal vez fue ella… mató a su marido, tal vez mató al tercero en la barca. Él hablaba bastante, parecía agradable, pero ella…
-¿Y quién pudiera ser ese tercero para tener que matarlo?
-No lo sé, hay algo que no entiendo… pero –prosiguió el jesuita- si tuviera que señalar a alguien la señalaría a ella… mató a su marido tan fríamente… y no lloró… se quedó sentada a su lado cuando la descubrimos en tan… en tan horrible escena –el jesuita bajó la cabeza compungido y afectado.
-Y sin embargo no hay pruebas de nada de lo que ocurriera en aquel bote –el comandante volvió a darles la espalda.
-Señor –se aventuró a expresar su opinión el teniente-, sabemos que mató a su esposo con frialdad.
-Sí, lo hizo, está trastornada… incluso cuando la estaban arrestando dijo que ella no había matado a su marido –dijo el jesuita aún afectado-. Pero allí estaba el cuerpo inerte de él… con aquella cabeza tan… se le veían los… estaban una parte por el suelo, pero salían de su cabeza…
-Ya, ya, padre –dijo el comandante paseando por la sala, pensando-. Me han ido a traer un problema al fuerte justo en el momento en que todo el territorio va a estallar de un día a otro. ¿Qué debo hacer? ¿Meterla en un calabozo y malgastar hombres de guardia cuando probablemente necesite a todos disparando desde la empalizada? ¡Pero si hasta creo que vamos a tener que abandonar de nuevo esta posición! ¿Padre, sabe cuántas veces hemos abandonado el río Miami y vuelto sobre él por culpa de estos indios? Ni una ni dos, se lo aseguro. Por mí el Rey se podría olvidar de una vez de esta plaza. Ya tenemos otras plazas bien asentadas en Florida… ¡y se empeña en este lugar!... Me duele la cabeza. Todo esto me está levantando jaqueca. Sólo me han traído problemas.
-Comprendo sus problemas, comandante –dijo el jesuita-, tal vez pudiera meterla en un calabozo hasta celebrar un juicio o tal vez podría celebrar un juicio rápido… solventar este problema sin perjuicio para la defensa de esta plaza para su Majestad, y a la vez tener más tiempo y la cabeza más despejada para volver sobre el asunto de los tequestas de la misión…
-Padre, no vuelva sobre eso, me cansa… No voy a celebrar un juicio rápido… Creo que es un caso delicado. Salgan de aquí, necesito pensar.
El teniente y el jesuita salieron de la estancia despidiéndose cada uno a su forma, una militar y otra religiosa. Al abrir la puerta para salir entró un soldado que esperaba poder hacerlo desde hacía rato. Era un veterano de piel curtida, flaco como si hubiera pasado varios años seguidos de hambre y sólo se hubiera alimentado de vino. Con la voz extraña a las voces de las personas serenas se presentó ante el comandante con un saludo debido.
-¿Qué ocurre, Luengo? -le preguntó el comandante lleno de hastío.
-Su esposa quiere verle –contestó de modo que se delató en su ebriedad.
-¿Ha estado bebiendo en la guardia de mi despacho? –preguntó Raúl Armenteros confirmando en realidad lo que preguntaba.
-No señor –respondió el soldado volviéndose a delatar.
-¡Teniente Andrinal, vuelva! –llamó a voz el comandante al teniente, que volvió a entrar en la sala-. Haga pasar a mi esposa y arreste a Luengo un día en el calabozo… si hubiera problemas con los vizcaínos indúltele en ese momento para incorporarle a la empalizada. Luengo, le estimo, le tengo en mi tropa desde hace años, pero siempre tenemos este problema. Le quiero sereno estos días. Despéjese en el calabozo.
El teniente Andrinal cumplió las órdenes. La esposa del comandante Raúl Armenteros era una mujer vasca, Marta Iraola, de cuya fama se decía que tenía un carácter más fuerte que cualquiera de los veteranos de las guerras en Holanda. Nunca se conformó en quedarse en una casa esperando a su marido. Le había seguido en cada uno de sus destinos, así como había hecho en Europa algunas personas de oficio y un ejército de mujeres, no tan señoras como ella, habían seguido a muchos tercios. No era tan normal ver en las tropas profesionales, no mercenarias como los tercios, a esta caterva peregrina. No era normal que alguien quisiera seguir a las tropas más oficiales. Era esto lo que le hacía peculiar a Marta Iraola. Ella tomaba por sí sus decisiones. Sabía cómo hacer ver a la tropa que su marido tenía gran autoridad, aunque en numerosos asuntos, como el de permanecer a su lado, era su voluntad la que se cumplía en aquel matrimonio. A Raúl Armenteros nunca le pareció mal del todo. Mostraba cierta reticencia, pero lo cierto era que en el fondo para él era su esposa su descanso en sus peores días. Encontraba en ella el sosiego en los momentos más complicados y preocupantes. Era su estabilidad y una de las razones de resistir en el ejército profesional con la cabeza estable.
-Le he dado vestidos –fue lo primero que dijo aquella vasca de pelo fuerte y voz ronca, como si su timbre huyera de los tonos más femeninos.
-¿A quién? –preguntó Raúl Armenteros, que pensaba en algunos de los colonos civiles.
-A la prisionera.
-¿A la prisionera?
-Sí, a ella. Tenía curiosidad y fui a visitarla al calabozo.
-¿Que tenías curiosidad de conocer a una asesina?
-Sí. ¿De qué te extrañas? No es normal conocer a una mujer así. Además, necesitaba vestidos de mujer. Le he dado dos de los míos. El rojo y el verde con azules. No eran gran cosa, pero le vendrán bien –Marta Iraola se puso a mirar los papeles de la mesa de su marido.
-No tenías que haber ido a verla. Podría estar loca.
-¿Loca? No me hagas reír, amor. Esa mujer está muy cuerda.
-¿Hablaste con ella?
-Apenas.
-¿Qué te dijo? –el comandante estaba bastante interesado en esto, se acercó a su esposa, tal vez podría conseguir más pistas sobre qué hacer con ella.
-Que no mató a su marido.
-¡Qué no mató a su marido! Por el amor de Dios, Marta, esa mujer está loca. Toda una expedición de mis hombres vio como le machacaba la cabeza a ese pobre condenado.
-Bueno, ¿y qué? Es algo horrible, pero no creo que esté loca. No dijo mucho más. De hecho sólo dijo eso. Pero lo dijo convencida. Su silencio no me pareció de loca.
-Dejémoslo. ¿Qué querías?
-Nada, sólo decirte que fui a verla.
-Marta, tengo muchas cosas que pensar… Los indios pueden saltar sobre nosotros de un momento a otro.
-¿Y qué vas a hacer?
-¿Y qué voy a hacer? ¿Yo qué sé? Estoy pensando en desalojar la plaza.
-No.
-Soy yo el comandante.
-Y la plaza es de su Majestad. Te quedarás a defenderla, como te corresponde.
-Podrían ser miles…
-Pues muere como un hombre.
-Marta…
-¿O prefieres morir colgado del patíbulo por traición al Rey de España?
Raúl Armenteros tenía cada vez una jaqueca mayor. Sobre sus hombros pesaban muchas vidas, y la suya. Lo sabía bien, sin necesidad de aquel recordatorio.
-Te voy a desalojar. Tenemos un barco. Montaré a los civiles y os evacuaré a Cuba.
-Yo me quiero quedar.
-Marta, esta vez no.
-Soy tu esposa.
-Vendrán miles, tú no debes morir como un hombre –dijo el comandante parafraseando a su esposa con tono de amor. La abrazó. Era un abrazo intenso, profundo, cargado de tanto significado como de adiós. Se prolongó varios minutos en silencio, en un silencio que decía todas las cosas.
-Monta a la prisionera –deshizo el momento Marta Iraola sin dejar de abrazarse a su esposo-. Será un problema menos para ti. Que decida Cuba. No tendrás que preocuparte de nada más que de los indios.
El silencio volvió a inundar el despacho. Ellos se abrazaban. Todo estaba decidido en aquella despedida que envolvía el ambiente de “adiós”. Ninguno pensaba en “hasta el regreso”.
Raúl Armenteros, el Comandante del fuerte de Miami, llevaba un tiempo escuchando las explicaciones del teniente Daniel Andrinal de porqué había regresado antes que su capitán a la plaza fuerte de la zona. Le dolía la cabeza de soportar además al jesuita Alejandro García con toda clase de razonamientos en defensa de proteger a unos indios tequestas que, probablemente a esa hora, según lo que el teniente había informado que ocurrió, se habrían sumado a la rebelión con el resto de tequestas y miamis del lugar. No le gustaba aquel destino. Pensaba que le habían mandado custodiar el interior de un avispero y no un emplazamiento que protegiera la costa de acceso al Caribe. Estaba ya cansado ya de tantos blablablá, verborrea repetitiva. El teniente parecía repetir una y otra vez las mismas frases, mientras el jesuita parecía tener una frase diferente para toda clase de objeción cada vez que él mismo le preguntaba. Estaba cansado y ya sólo les escuchaba dándoles la espalda. Mirando a través de un ventanuco hacia una de las empalizadas de madera, mientras algunos civiles trataban de realizar varios trabajos manuales.
-Déjenlo ya, esos vizcaínos probablemente ya le estén causando problemas al capitán Casquete –dijo hastiado.
-Comandante, no lo creo –dijo el jesuita-. Debería conocer a la gente de ese poblado. Son mansos. Se defendieron porque creyeron que les íbamos a agredir, pero si ni tan siquiera usaron sus armas…
-Nos apuntaron con sus armas –interrumpió el teniente.
-Porque vos se les acercó con las suyas propias –replicó el jesuita-. Créame, señor Armenteros, mi compañero, el padre Luis, les ha debido explicar ya la situación y seguro que ellos, que nos son fieles, habrán…
-Habrán… habrán… habrán… -cortó el comandante dándose la vuelta para volverles a mirar mostrándoles su oscuro pelo rizado ya con alguna cana solitaria-. Sólo habla de hipótesis, padre. Por lo que a mí respecta me atendré a lo que informe el capitán Casquete cuando regrese… pero no creo que le guste. ¿Sabe que mis informadores indios me hablan de la llegada de otros indios del norte para apoyar la rebelión? Sí, de indios de mucho más al norte de Florida. ¿Sabe quiénes hay al norte de Florida? Los mismos con los que se enfrentó Hernando de Soto, y si estos no han cambiado vendrán a miles a combatirnos.
-Pero…
-Padre, basta, no me atosigue más. Me va hacer estallar la cabeza… Díganme otra vez lo de aquella mujer.
-Cuando estábamos en plena algarada –comenzó a relatar el teniente- la señora mató a su esposo, señor. No había razón aparente. No pudimos hacer nada, ya tenía los sesos fuera cuando nos dimos cuenta.
-Perdió la razón… -dijo el jesuita-. Cuando estaban en el campamento no parecía que esto pudiera ocurrir… Nunca pensamos que…
-No intuyeron esto y quiere que le haga caso con lo de los vizcaínos –dijo el comandante.
-Pero eso es distinto, vos no lo entiende, eso… -quiso defenderse el jesuita.
-Basta, padre. Quiero saber sobre el asunto de la mujer.
-Creo que debe estar trastornada desde su naufragio –dijo el jesuita.
-Vaya, no sospechaban nada y ahora dice que pudo estar trastornada desde el naufragio.
-Bueno, eso creo –reafirmó el jesuita cruzando sus brazos y metiendo las manos por debajo de sus mangas anchas-. No les preguntamos nada, nos parecía una situación delicada, pero en el bote donde se salvaron había mucha sangre. Ellos no estaban tan heridos, hubieran muerto, debía haber alguien más…
-¿Y había alguien más?
-No. No en la barca. Cuando veníamos al fuerte tuve ocasión de hablar sobre el asunto con el difunto, que a estas horas goce de Dios. Confirmó mis sospechas, había una tercera persona. Dijo que estaba malherida por la tragedia que les hizo naufragar. También dijo que trataron de salvarle, pero que no pudieron evitar la muerte. Sin embargo…
-¿Sin embargo…?
-Sin embargo… no importa, le absolví.
-¿Es secreto de confesión, padre?
-No. No lo es.
-Entonces…
-Creo que pudieron matarlo, no sé porqué… Pero pudieron… Tenían un machete manchado de sangre.
-¿Los dos?
-No lo sé… tal vez no. Él hablaba más en el poblado, ella parecía ausente, siempre con una niña india, y luego aquel asesinato tan horrible...
-¿Qué quiere decir, padre? Sea claro. ¿Cree que fueron los dos o uno de ellos?
-No lo sé. Tal vez fue ella… mató a su marido, tal vez mató al tercero en la barca. Él hablaba bastante, parecía agradable, pero ella…
-¿Y quién pudiera ser ese tercero para tener que matarlo?
-No lo sé, hay algo que no entiendo… pero –prosiguió el jesuita- si tuviera que señalar a alguien la señalaría a ella… mató a su marido tan fríamente… y no lloró… se quedó sentada a su lado cuando la descubrimos en tan… en tan horrible escena –el jesuita bajó la cabeza compungido y afectado.
-Y sin embargo no hay pruebas de nada de lo que ocurriera en aquel bote –el comandante volvió a darles la espalda.
-Señor –se aventuró a expresar su opinión el teniente-, sabemos que mató a su esposo con frialdad.
-Sí, lo hizo, está trastornada… incluso cuando la estaban arrestando dijo que ella no había matado a su marido –dijo el jesuita aún afectado-. Pero allí estaba el cuerpo inerte de él… con aquella cabeza tan… se le veían los… estaban una parte por el suelo, pero salían de su cabeza…
-Ya, ya, padre –dijo el comandante paseando por la sala, pensando-. Me han ido a traer un problema al fuerte justo en el momento en que todo el territorio va a estallar de un día a otro. ¿Qué debo hacer? ¿Meterla en un calabozo y malgastar hombres de guardia cuando probablemente necesite a todos disparando desde la empalizada? ¡Pero si hasta creo que vamos a tener que abandonar de nuevo esta posición! ¿Padre, sabe cuántas veces hemos abandonado el río Miami y vuelto sobre él por culpa de estos indios? Ni una ni dos, se lo aseguro. Por mí el Rey se podría olvidar de una vez de esta plaza. Ya tenemos otras plazas bien asentadas en Florida… ¡y se empeña en este lugar!... Me duele la cabeza. Todo esto me está levantando jaqueca. Sólo me han traído problemas.
-Comprendo sus problemas, comandante –dijo el jesuita-, tal vez pudiera meterla en un calabozo hasta celebrar un juicio o tal vez podría celebrar un juicio rápido… solventar este problema sin perjuicio para la defensa de esta plaza para su Majestad, y a la vez tener más tiempo y la cabeza más despejada para volver sobre el asunto de los tequestas de la misión…
-Padre, no vuelva sobre eso, me cansa… No voy a celebrar un juicio rápido… Creo que es un caso delicado. Salgan de aquí, necesito pensar.
El teniente y el jesuita salieron de la estancia despidiéndose cada uno a su forma, una militar y otra religiosa. Al abrir la puerta para salir entró un soldado que esperaba poder hacerlo desde hacía rato. Era un veterano de piel curtida, flaco como si hubiera pasado varios años seguidos de hambre y sólo se hubiera alimentado de vino. Con la voz extraña a las voces de las personas serenas se presentó ante el comandante con un saludo debido.
-¿Qué ocurre, Luengo? -le preguntó el comandante lleno de hastío.
-Su esposa quiere verle –contestó de modo que se delató en su ebriedad.
-¿Ha estado bebiendo en la guardia de mi despacho? –preguntó Raúl Armenteros confirmando en realidad lo que preguntaba.
-No señor –respondió el soldado volviéndose a delatar.
-¡Teniente Andrinal, vuelva! –llamó a voz el comandante al teniente, que volvió a entrar en la sala-. Haga pasar a mi esposa y arreste a Luengo un día en el calabozo… si hubiera problemas con los vizcaínos indúltele en ese momento para incorporarle a la empalizada. Luengo, le estimo, le tengo en mi tropa desde hace años, pero siempre tenemos este problema. Le quiero sereno estos días. Despéjese en el calabozo.
El teniente Andrinal cumplió las órdenes. La esposa del comandante Raúl Armenteros era una mujer vasca, Marta Iraola, de cuya fama se decía que tenía un carácter más fuerte que cualquiera de los veteranos de las guerras en Holanda. Nunca se conformó en quedarse en una casa esperando a su marido. Le había seguido en cada uno de sus destinos, así como había hecho en Europa algunas personas de oficio y un ejército de mujeres, no tan señoras como ella, habían seguido a muchos tercios. No era tan normal ver en las tropas profesionales, no mercenarias como los tercios, a esta caterva peregrina. No era normal que alguien quisiera seguir a las tropas más oficiales. Era esto lo que le hacía peculiar a Marta Iraola. Ella tomaba por sí sus decisiones. Sabía cómo hacer ver a la tropa que su marido tenía gran autoridad, aunque en numerosos asuntos, como el de permanecer a su lado, era su voluntad la que se cumplía en aquel matrimonio. A Raúl Armenteros nunca le pareció mal del todo. Mostraba cierta reticencia, pero lo cierto era que en el fondo para él era su esposa su descanso en sus peores días. Encontraba en ella el sosiego en los momentos más complicados y preocupantes. Era su estabilidad y una de las razones de resistir en el ejército profesional con la cabeza estable.
-Le he dado vestidos –fue lo primero que dijo aquella vasca de pelo fuerte y voz ronca, como si su timbre huyera de los tonos más femeninos.
-¿A quién? –preguntó Raúl Armenteros, que pensaba en algunos de los colonos civiles.
-A la prisionera.
-¿A la prisionera?
-Sí, a ella. Tenía curiosidad y fui a visitarla al calabozo.
-¿Que tenías curiosidad de conocer a una asesina?
-Sí. ¿De qué te extrañas? No es normal conocer a una mujer así. Además, necesitaba vestidos de mujer. Le he dado dos de los míos. El rojo y el verde con azules. No eran gran cosa, pero le vendrán bien –Marta Iraola se puso a mirar los papeles de la mesa de su marido.
-No tenías que haber ido a verla. Podría estar loca.
-¿Loca? No me hagas reír, amor. Esa mujer está muy cuerda.
-¿Hablaste con ella?
-Apenas.
-¿Qué te dijo? –el comandante estaba bastante interesado en esto, se acercó a su esposa, tal vez podría conseguir más pistas sobre qué hacer con ella.
-Que no mató a su marido.
-¡Qué no mató a su marido! Por el amor de Dios, Marta, esa mujer está loca. Toda una expedición de mis hombres vio como le machacaba la cabeza a ese pobre condenado.
-Bueno, ¿y qué? Es algo horrible, pero no creo que esté loca. No dijo mucho más. De hecho sólo dijo eso. Pero lo dijo convencida. Su silencio no me pareció de loca.
-Dejémoslo. ¿Qué querías?
-Nada, sólo decirte que fui a verla.
-Marta, tengo muchas cosas que pensar… Los indios pueden saltar sobre nosotros de un momento a otro.
-¿Y qué vas a hacer?
-¿Y qué voy a hacer? ¿Yo qué sé? Estoy pensando en desalojar la plaza.
-No.
-Soy yo el comandante.
-Y la plaza es de su Majestad. Te quedarás a defenderla, como te corresponde.
-Podrían ser miles…
-Pues muere como un hombre.
-Marta…
-¿O prefieres morir colgado del patíbulo por traición al Rey de España?
Raúl Armenteros tenía cada vez una jaqueca mayor. Sobre sus hombros pesaban muchas vidas, y la suya. Lo sabía bien, sin necesidad de aquel recordatorio.
-Te voy a desalojar. Tenemos un barco. Montaré a los civiles y os evacuaré a Cuba.
-Yo me quiero quedar.
-Marta, esta vez no.
-Soy tu esposa.
-Vendrán miles, tú no debes morir como un hombre –dijo el comandante parafraseando a su esposa con tono de amor. La abrazó. Era un abrazo intenso, profundo, cargado de tanto significado como de adiós. Se prolongó varios minutos en silencio, en un silencio que decía todas las cosas.
-Monta a la prisionera –deshizo el momento Marta Iraola sin dejar de abrazarse a su esposo-. Será un problema menos para ti. Que decida Cuba. No tendrás que preocuparte de nada más que de los indios.
El silencio volvió a inundar el despacho. Ellos se abrazaban. Todo estaba decidido en aquella despedida que envolvía el ambiente de “adiós”. Ninguno pensaba en “hasta el regreso”.
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