Capítulo 11: tierra firme.
Una alargada línea de costa repleta de árboles atravesaba de norte a sur el horizonte. No había duda de que tras muchos días remando, con la misma sensación de que ir a la deriva sería lo mismo, no habían llegado a una isla. Aquello era tierra firme. Florida. El lugar donde debía estar la Fuente de la Eterna Juventud que creyó encontrar en vano Ponce de León un siglo atrás. David el portugués lanzó el rapiñado cuerpo de Jason Steinman al mar nada más ver aquella masa de tierra salvadora. Aunque algo había pescado con sus entrañas, no siempre hubo comida. Los peces sólo habían comenzado a abundar en la pesca en los últimos días. Como si fueran indios caníbales de las selvas de Venezuela, habían llegado a comer de la putrefacta carne del inglés maloliente. Incluso la dama criada en bordadas sábanas caras, Patricia de Santamaría hubo de rendirse al hambre y luchar contra su repugnancia y sus miedos religiosos. Allí en el mar no parecía que Dios diese señales de vida. Había vomitado los primeros días, pero hasta el cuerpo humano, que lucha por la supervivencia, logra acostumbrarse a lo que le es necesario, el alimento, venga de dónde venga. Peor problema fue poder beber. El agua llena de salitre del mar era insalubre. Dentro de la lancha de madera no tenían medios para poder sanearla calentándola y lograr así disolverla y para diluirla potable en otro recipiente. Aunque alguna vez bebieron de aquella agua marina que corrompía las ideas, el portugués decidió que debían beber de su orín. A veces había visto hacerlo a los negros de su barco negrero, cuando les faltaba el agua en el viaje. Pensó que si mucha de su mercancía esclava era capaz de sobrevivir de aquella manera el largo trayecto de África a América, ellos, blancos, también podrían hacerlo. Con tan repugnantes usos sobrevivieron en aquella lancha donde la sangre de Jason Steinman se había solidificado en el fondo tras haber manchado de costras negruzcas todo lo que tocaron. Sus ropas estaban llenas de sangre de Steinman. Eran como cuervos de rapiña en un cementerio esperando que echasen los cuerpos de los sin dinero a una fosa común. Dos cuervos alimentados de la muerte viajando en una lancha.
Patricia de Santamaría había luchado por su supervivencia. En más de un año privada de su libertad no había dado fin a su vida, aunque hubo un tiempo que estuvo tentada. Tenía tanto miedo a la muerte, que se aferraba a la vida como podía. No había resistido tantas penurias para morir. Sentía un contradictorio sentimiento de repulsa y vergüenza hacia sí misma. Culpaba en su interior a aquel portugués de haber cometido todas aquellas aberraciones contra natura, pero en el fondo se culpaba a ella por no haber afrontado un destino muy distinto a manos del Señor, evitando cometer el pecado de comerse a un semejante. Ahora que se acercaban a tierra existía la posibilidad de reencontrarse con otras personas civilizadas, no deseaba, no quería, no debía, hablar nunca jamás de lo que en aquella lancha había ocurrido. Sin embargo, la oscura personalidad afable por fuera, terrible por dentro, de David el portugués, consideraba que todo lo ocurrido era muy propio de la naturaleza humana. Había observado a lo largo de su vida y sus viajes como todos los seres vivos trataban de seguir viviendo. Para él todo lo ocurrido en la lancha respondía a algo normal y lógico, necesario. Tan común en el orden de cosas de la vida, que si no hablaría de ello sería porque era algo de sentido común. No todo el mundo, por otra parte, comprendería de las necesidades del uso del cuerpo de otra persona para las situaciones extremas de supervivencia. Pudiendo peligrar su integridad era también de sentido común no mencionarlo para seguir garantizando su propia vida, sobre todo su propia vida en libertad.
Así pues se produjo un pacto de silencio implícito en la mirada que Patricia de Santamaría le echó cuando le vio tirar por la borda el cuerpo del inglés. Su expresión era una extraña confluencia de sensaciones y sentimientos contradictorios hacia el portugués, pero sus ojos pedían en el fondo que lo lanzase al mar para poder seguir viviendo como si aquel inglés ni siquiera hubiera nacido, como si jamás hubiera existido, como si nunca hubiera estado su cuerpo en la lancha.
David el portugués se acercó a ella y colocó su cara delante de la suya para decirla mirándola a los ojos.
-Ahora voy a soltarte. Vas remar conmigo con todas tus fuerzas hacia tierra. Lo vas a hacer porque si me das algún problema te lanzo al mar como al inglés. Eso de ahí enfrente tiene que ser Florida. Si cuando lleguemos a tierra hay algún español y dices algo que no sea conveniente te juro que te mato en el acto. Me da igual que un montón de españoles me maten después, lo prefiero antes que pudrirme en un calabozo maloliente lleno de ratas –El portugués la volteó y liberé las manos de Patricia de Santamaría de sus sogas-. A fin de cuentas –añadió volviéndola a mirar a la cara- soy tu libertador. Yo no soy uno de esos piratas, ¿recuerdas? Quiero llevarte ante tu padre.
-Quieres su dinero, quieres extorsionarle.
-Toda persona quiere algo en esta vida –dijo poniendo media sonrisa, luego la sentó a su lado en uno de los bancos del barco-. Ahora empecemos a remar. Hazlo fuerte o acabaremos de nuevo en el océano y demasiado cansados para volverlo a intentar. Es ahora o nunca. Si quieres vivir, sabes la elección, si no quieres vivir yo sé cual será mi elección. Sé que estarás cansada, yo lo estoy. El orín nos ha enfermado, lo sé. Pero este es el momento de que demuestres de qué estás hecha, española, de vida o de mediocridad.
Ambos remaron con gran fuerza. La costa parecía cercana pero no lo estaba. Remaron durante cerca de dos horas. Remaron con gran fuerza. Sin mediar apenas palabra. Si acaso alguna palabra del portugués para provocar a Patricia de Santamaría, para herirla en su orgullo de mujer nacida en una vida acomodada, tras tantas tribulaciones, con el objetivo de que no desfalleciera y continuara remando sin parar. Cuando llegaron a la playa estaban tan extenuados que salieron de la lancha para chapotear con paso torpe por el agua para dejarse caer en una fina arena blanca. La negruzca costra de sangre seca de Steinman que cubría todo el fondo de la lancha había atraído a una nube de mosquitos. Ellos, manchados también de la sangre de Steinman, llenos además de capas de sudor seco de varios días, rociadas por una intensa capa nueva de sudor pegajoso de las dos horas de remar con fuerza, superando el empuje de la corriente continental hacia el interior de la mar océana, pronto fueron acosados por otra intensa nube de mosquitos. Estaban tan cansados que ambos, caídos en la arena de la playa, no se defendieron de los mosquitos. Inmóviles cayeron en un profundo sueño.
La playa de arena blanca estaba siendo bañada por un sol brillante. El océano se veía azul turquesa, mientras el cielo era de un bonito azul claro. Ellos eran la mancha oscura del panorama, recubierta de la trepidante nube de mosquitos que trataba de alimentarse de su hedionda suciedad, así como de su sangre enfermada de haber comido carne humana putrefacta y de haber bebido orines durante días. El cansancio del que ahora eran víctimas sin movimiento en aquel lugar, rodeado de un manto verde y espeso de vegetación selvática, era producto no sólo del último sobreesfuerzo y de todas las penurias, era sobre todo producto de la enfermedad que desde hacía días les había golpeado y flaqueado en fuerzas.
A uno de los extremos de aquella playa salía a desembocar un río rodeado de diferentes tonalidades de verde esmeralda. Un vocerío de niños salió de allí corriendo por la playa. Con unos palos a modo de lanza y portando una caracola se perseguían unos a otros desnudos a modo de juego. Sus risotadas interrumpían los sonidos de exóticas aves desde el interior de la selva. Una de ellas, un enorme loro rojo y azul salió de la tupida vegetación sobrevolando la playa. Una niñita del grupo la siguió corriendo. Le gustaba mucho aquel tipo de ave. Las había visto imitar sonidos de otros animales, desde entonces le cautivaban. Corría tras ella cuando, bajando un poco la vista de su vuelo para poder ver por donde corría, vio a dos extrañas personas sucias caídas en la arena de la playa. La pequeña niña era más curiosa que cautelosa. Pasito a pasito se acercó a ellos. Cuando llegó a dos metros del cuerpo de Patricia de Santamaría la observó detenidamente. Nunca había visto una mujer tan alta, de piel tan blanca y, sobre todo, de pelo rojo. El pelo rojo era para ella una novedad maravillosa y portentosa. Caminó hacia el centro de los dos cuerpos, pero se retiró enseguida. Aquella mujer y aquel hombre tumbados no olían bien, estaban sucios, atraían a tantos mosquitos que era molesto estar muy cerca de ellos. El niño que portaba la caracola la gritó desde el extremo de la playa cercano al río para que volviera con el grupo. Ella le devolvió gritando la respuesta de que en la playa había alguien que necesitaba ayuda. Pronto los inamovibles cuerpos de Patricia de Santamaría y David el portugués fueron rodeados de un grupo grande de niños indios.
Una alargada línea de costa repleta de árboles atravesaba de norte a sur el horizonte. No había duda de que tras muchos días remando, con la misma sensación de que ir a la deriva sería lo mismo, no habían llegado a una isla. Aquello era tierra firme. Florida. El lugar donde debía estar la Fuente de la Eterna Juventud que creyó encontrar en vano Ponce de León un siglo atrás. David el portugués lanzó el rapiñado cuerpo de Jason Steinman al mar nada más ver aquella masa de tierra salvadora. Aunque algo había pescado con sus entrañas, no siempre hubo comida. Los peces sólo habían comenzado a abundar en la pesca en los últimos días. Como si fueran indios caníbales de las selvas de Venezuela, habían llegado a comer de la putrefacta carne del inglés maloliente. Incluso la dama criada en bordadas sábanas caras, Patricia de Santamaría hubo de rendirse al hambre y luchar contra su repugnancia y sus miedos religiosos. Allí en el mar no parecía que Dios diese señales de vida. Había vomitado los primeros días, pero hasta el cuerpo humano, que lucha por la supervivencia, logra acostumbrarse a lo que le es necesario, el alimento, venga de dónde venga. Peor problema fue poder beber. El agua llena de salitre del mar era insalubre. Dentro de la lancha de madera no tenían medios para poder sanearla calentándola y lograr así disolverla y para diluirla potable en otro recipiente. Aunque alguna vez bebieron de aquella agua marina que corrompía las ideas, el portugués decidió que debían beber de su orín. A veces había visto hacerlo a los negros de su barco negrero, cuando les faltaba el agua en el viaje. Pensó que si mucha de su mercancía esclava era capaz de sobrevivir de aquella manera el largo trayecto de África a América, ellos, blancos, también podrían hacerlo. Con tan repugnantes usos sobrevivieron en aquella lancha donde la sangre de Jason Steinman se había solidificado en el fondo tras haber manchado de costras negruzcas todo lo que tocaron. Sus ropas estaban llenas de sangre de Steinman. Eran como cuervos de rapiña en un cementerio esperando que echasen los cuerpos de los sin dinero a una fosa común. Dos cuervos alimentados de la muerte viajando en una lancha.
Patricia de Santamaría había luchado por su supervivencia. En más de un año privada de su libertad no había dado fin a su vida, aunque hubo un tiempo que estuvo tentada. Tenía tanto miedo a la muerte, que se aferraba a la vida como podía. No había resistido tantas penurias para morir. Sentía un contradictorio sentimiento de repulsa y vergüenza hacia sí misma. Culpaba en su interior a aquel portugués de haber cometido todas aquellas aberraciones contra natura, pero en el fondo se culpaba a ella por no haber afrontado un destino muy distinto a manos del Señor, evitando cometer el pecado de comerse a un semejante. Ahora que se acercaban a tierra existía la posibilidad de reencontrarse con otras personas civilizadas, no deseaba, no quería, no debía, hablar nunca jamás de lo que en aquella lancha había ocurrido. Sin embargo, la oscura personalidad afable por fuera, terrible por dentro, de David el portugués, consideraba que todo lo ocurrido era muy propio de la naturaleza humana. Había observado a lo largo de su vida y sus viajes como todos los seres vivos trataban de seguir viviendo. Para él todo lo ocurrido en la lancha respondía a algo normal y lógico, necesario. Tan común en el orden de cosas de la vida, que si no hablaría de ello sería porque era algo de sentido común. No todo el mundo, por otra parte, comprendería de las necesidades del uso del cuerpo de otra persona para las situaciones extremas de supervivencia. Pudiendo peligrar su integridad era también de sentido común no mencionarlo para seguir garantizando su propia vida, sobre todo su propia vida en libertad.
Así pues se produjo un pacto de silencio implícito en la mirada que Patricia de Santamaría le echó cuando le vio tirar por la borda el cuerpo del inglés. Su expresión era una extraña confluencia de sensaciones y sentimientos contradictorios hacia el portugués, pero sus ojos pedían en el fondo que lo lanzase al mar para poder seguir viviendo como si aquel inglés ni siquiera hubiera nacido, como si jamás hubiera existido, como si nunca hubiera estado su cuerpo en la lancha.
David el portugués se acercó a ella y colocó su cara delante de la suya para decirla mirándola a los ojos.
-Ahora voy a soltarte. Vas remar conmigo con todas tus fuerzas hacia tierra. Lo vas a hacer porque si me das algún problema te lanzo al mar como al inglés. Eso de ahí enfrente tiene que ser Florida. Si cuando lleguemos a tierra hay algún español y dices algo que no sea conveniente te juro que te mato en el acto. Me da igual que un montón de españoles me maten después, lo prefiero antes que pudrirme en un calabozo maloliente lleno de ratas –El portugués la volteó y liberé las manos de Patricia de Santamaría de sus sogas-. A fin de cuentas –añadió volviéndola a mirar a la cara- soy tu libertador. Yo no soy uno de esos piratas, ¿recuerdas? Quiero llevarte ante tu padre.
-Quieres su dinero, quieres extorsionarle.
-Toda persona quiere algo en esta vida –dijo poniendo media sonrisa, luego la sentó a su lado en uno de los bancos del barco-. Ahora empecemos a remar. Hazlo fuerte o acabaremos de nuevo en el océano y demasiado cansados para volverlo a intentar. Es ahora o nunca. Si quieres vivir, sabes la elección, si no quieres vivir yo sé cual será mi elección. Sé que estarás cansada, yo lo estoy. El orín nos ha enfermado, lo sé. Pero este es el momento de que demuestres de qué estás hecha, española, de vida o de mediocridad.
Ambos remaron con gran fuerza. La costa parecía cercana pero no lo estaba. Remaron durante cerca de dos horas. Remaron con gran fuerza. Sin mediar apenas palabra. Si acaso alguna palabra del portugués para provocar a Patricia de Santamaría, para herirla en su orgullo de mujer nacida en una vida acomodada, tras tantas tribulaciones, con el objetivo de que no desfalleciera y continuara remando sin parar. Cuando llegaron a la playa estaban tan extenuados que salieron de la lancha para chapotear con paso torpe por el agua para dejarse caer en una fina arena blanca. La negruzca costra de sangre seca de Steinman que cubría todo el fondo de la lancha había atraído a una nube de mosquitos. Ellos, manchados también de la sangre de Steinman, llenos además de capas de sudor seco de varios días, rociadas por una intensa capa nueva de sudor pegajoso de las dos horas de remar con fuerza, superando el empuje de la corriente continental hacia el interior de la mar océana, pronto fueron acosados por otra intensa nube de mosquitos. Estaban tan cansados que ambos, caídos en la arena de la playa, no se defendieron de los mosquitos. Inmóviles cayeron en un profundo sueño.
La playa de arena blanca estaba siendo bañada por un sol brillante. El océano se veía azul turquesa, mientras el cielo era de un bonito azul claro. Ellos eran la mancha oscura del panorama, recubierta de la trepidante nube de mosquitos que trataba de alimentarse de su hedionda suciedad, así como de su sangre enfermada de haber comido carne humana putrefacta y de haber bebido orines durante días. El cansancio del que ahora eran víctimas sin movimiento en aquel lugar, rodeado de un manto verde y espeso de vegetación selvática, era producto no sólo del último sobreesfuerzo y de todas las penurias, era sobre todo producto de la enfermedad que desde hacía días les había golpeado y flaqueado en fuerzas.
A uno de los extremos de aquella playa salía a desembocar un río rodeado de diferentes tonalidades de verde esmeralda. Un vocerío de niños salió de allí corriendo por la playa. Con unos palos a modo de lanza y portando una caracola se perseguían unos a otros desnudos a modo de juego. Sus risotadas interrumpían los sonidos de exóticas aves desde el interior de la selva. Una de ellas, un enorme loro rojo y azul salió de la tupida vegetación sobrevolando la playa. Una niñita del grupo la siguió corriendo. Le gustaba mucho aquel tipo de ave. Las había visto imitar sonidos de otros animales, desde entonces le cautivaban. Corría tras ella cuando, bajando un poco la vista de su vuelo para poder ver por donde corría, vio a dos extrañas personas sucias caídas en la arena de la playa. La pequeña niña era más curiosa que cautelosa. Pasito a pasito se acercó a ellos. Cuando llegó a dos metros del cuerpo de Patricia de Santamaría la observó detenidamente. Nunca había visto una mujer tan alta, de piel tan blanca y, sobre todo, de pelo rojo. El pelo rojo era para ella una novedad maravillosa y portentosa. Caminó hacia el centro de los dos cuerpos, pero se retiró enseguida. Aquella mujer y aquel hombre tumbados no olían bien, estaban sucios, atraían a tantos mosquitos que era molesto estar muy cerca de ellos. El niño que portaba la caracola la gritó desde el extremo de la playa cercano al río para que volviera con el grupo. Ella le devolvió gritando la respuesta de que en la playa había alguien que necesitaba ayuda. Pronto los inamovibles cuerpos de Patricia de Santamaría y David el portugués fueron rodeados de un grupo grande de niños indios.
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