sábado, febrero 13, 2010

NOTICIA 747ª DESDE EL BAR: BALADA TRISTE DE UNA DAMA (14)

Capítulo 14: camino de Miami.

Habían pasado dos meses antes de que el jesuita Alejandro García se decidiera a salir del poblado indio hacia el fuerte de Miami. Los días habían pasado tranquilos entre aquellos árboles. Patricia de Santamaría apenas se había separado de la pequeña Natalia. Habían adquirido entre ellas un gran afecto. La niña le confería a Patricia una especie de tranquilidad, de evasión. La dama española casi se sentía lejos de todo lo que la había ocurrido en aquel lugar, con aquella niña india, pero quería regresar con su padre. Sentía que sólo regresando con él podría acabar por siempre aquel mal sueño que constantemente le recordaba la presencia de aquel portugués… para su desgracia tan necesario en su regreso. Por ello, haciendo acopio de entereza, con cierta tristeza, se despidió de aquella niña durante horas el día que partieron del poblado. Casi se había relacionado sólo con ella en todo ese tiempo. Le había dedicado gran tiempo. Era su sosiego, su mundo alternativo a sus miserias. Pero debía regresar a Veracruz. Aquel fue otro sacrificio.

Habían partido hacía una semana, ella vestida con ropas de hombre. Con ella, el portugués, y el jesuita Alejandro, viajaba el indio Borja y tres tequestas más. Los espacios de vegetación se iban combinando con otros menos abundantes en árboles. Atravesaron numerosos espacios con pequeñas lagunas. Aquel lugar, lleno de flores enormes, era sin duda como un pequeño Paraíso. Sin embargo, eso mismo hacía del viaje a pie una dura prueba que superar. Paraban para descansar cada tanto de tiempo, pero aún con todo debían caminar y caminar en aquel ambiente húmedo y caluroso, lleno de ruidos de animales. Los indios sabían detectar si había peligros cercanos en su camino, como grandes serpientes y caimanes, incluso aquellos peligrosos pumas que podían saltar sobre ellos desde la maleza. Caminaban por delante y por detrás de ellos aquellos tequestas, a modo casi de escolta. Borja encabezaba todo el grupo, era sin duda el guía más experto de todos ellos. Los tequesta habían aprendido a fabricar y manejar los arcos y las flechas con la llegada de los españoles hacía muchas décadas. Ahora eran expertos arqueros. Era con aquellas armas, que solían usar para cazar, con las que pretendían defender a todo el grupo. Raramente conseguían tener alguna punta de metal, comprada por los jesuitas, así que su defensa estaba en manos de indios con puntas de piedra. David el portugués llevaba consigo el machete largo de hoja ancha que llevara siempre consigo, era esa la única arma de metal que la que podían contar en caso de algún encuentro con una animal salvaje que amenazara sus vidas. No obstante, el camino, aunque arduo, no había planteado mayores problemas que cierto cansancio y algunas ampollas en los pies del jesuita y de Patricia de Santamaría.

Todos los años uno de los dos jesuitas bajaban al fuerte del río Miami en busca de proveerse de algunas cosas necesarias. Sólo se proveían dos veces al año de objetos que no eran capaces de fabricar ellos. Una en aquellas expediciones y otra con la llegada de un barco a su zona. Con el barco solía venir algún otro jesuita para saber cómo iba la misión para poder informar a sus jerarquías, que era el principal objeto de aquellos barcos anuales. Las idas al fuerte de Miami solía servir más para adquirir cosas cotidianas, como ropa, vino para las liturgias, papel para escribir o tinta. De paso servía, indirectamente, para que las autoridades civiles de la zona supieran que la misión se encontraba bien. Ese año serviría también para ayudar a regresar a su casa a los que el jesuita creía un matrimonio.

Solían montar campamentos antes del atardecer, que entre aquella espesura a veces era demasiado pronto. Por las noches tenían más posibilidades de ser atacados por bestias salvajes. Los indios montaban guardias cuidando el campamento, que, al anochecer, tenía en su centro un fuego que ayudara a ahuyentar cuando menos a los pumas que tanto temían. Con un ancho capote montaban una especie de tienda como las que usaban los tercios en sus campañas, pero más pequeña y sencilla, donde podían descansar todos los miembros de la expedición, salvo el que le tocaba la guardia. Habían cenado frugalmente aquella noche. Patricia de Santamaría, que había permanecido en silencio aquellos días, hablando sólo lo justo, se fue a dormir pronto. David el portugués se quedó hablando con el jesuita sobre los viajes por mar. Una conversación intrascendente donde ambos encontraban un poco de descanso, al menos hasta que el jesuita mencionó algo que hasta entonces parecía haber flotado en el ambiente como si no existiese.

-Hay algo que no nos han contado –dijo aquel sacerdote.
-¿Perdón…? –contestó el portugués que se había sorprendido con aquella frase que cortaba en seco lo que él comentaba acerca de la vida en las islas del Caribe.
-Usted lo sabe.
-¿A qué se refiere?
-Ocurrió algo, ¿verdad? Algo que les ha cambiado.
-¿Cambiado?
-Me refiero a cuando llegaron, cuando les encontramos. No quisimos mencionarlo. Imaginamos que su naufragio debió ser muy duro, pero ya ha pasado un tiempo… y su esposa descansa en la tienda.
-¿Qué quiere saber del naufragio?
-Había otro naufrago, ¿no es cierto?

David el portugués al fin comenzó a comprender la intención de aquello. La favorable discreción y falta de interés de aquellos misioneros de la que habían disfrutado había llegado a su fin en ese momento. Pensó que debería haber previsto esta situación.

-Cuando les recogimos en la playa vimos el bote. Su fondo estaba cubierto de sangre, seca, pero sangre –dijo el jesuita ante el silencio momentáneo del portugués, que interpretó como afección y no como lo que era: la urdimbre de un modo de salir del paso-. ¿Había alguien más, verdad? Ustedes no tenían heridas como para sangrar así.
-Sí. Había alguien más.
-Cuénteme, ¿qué pasó?
-Murió desangrado.
-Desangrado…
-Sí. Desangrado.
-¿Cómo fue eso?
-Lo embarcamos vivo con nosotros en la lancha cuando ocurrió la terrible tragedia del hundimiento, pero estaba gravemente herido. El barco sufrió destrozos en una tormenta y le había caído parte de la verga encima. Le destrozó en gran parte.
-Pero su machete, también tenía sangre –dijo el jesuita bastante directamente.
-Sí, sí, la tenía… -el portugués trató de ganar tiempo fingiendo pesar en un pequeño silencio que hizo para buscar un nuevo escape, Alejandro García le miró y movió la cabeza para transferirle un sentimiento de comprensión trascendente por su parte-. Logramos que viviera varios días. Mi esposa supo hacerle unos vendajes que taponaron en principio la sangre, pero no pudimos evitar la gangrena. Le amputé una pierna.
-Le amputó una pierna… pero no tenían nada para cerrar el corte, no tenían fuego, ¿cómo lo cerraron?
-Bueno, no corte toda la pierna… Yo no soy médico, padre, la verdad es que le corté un buen trozo de su carne creyendo que así evitaría la expansión de la cangrena. Confiaba en que, vendando también aquello, la herida se cerraría.
-Desde luego usted no es cirujano. Pero le comprendo. ¿Murió de aquello?
-Sí… lo confieso. Creo que murió de aquello. Desangrado. Lo enterramos al estilo del mar, lo arrojamos al agua… la lancha era pequeña…
-Entiendo. ¿Rezaron?
-¿Por su alma?
-Claro… también por ustedes, por supuesto, pero ¿rezaron por su alma antes de enterrarlo en el mar?
-Sí, padre, rezamos por su alma –el portugués trató de ser lo más convincente que pudo en sus mentiras.

Alejandro García se levantó y le bendijo haciéndole el signo de la cruz con la mano.

-Ego te absolvo –dijo el jesuita sin convicción real de las palabras increíbles de aquel portugués-. Comprendo el drama vivido. A veces es mejor que el alma descanse de sus pesares. Dios lo quiere. Ahora, si me disculpa, voy a retirarme a dormir. Hemos andado mucho hoy, me encuentro realmente cansado. Necesito irme a soñar ya.

El jesuita Alejandro García se fue dentro de la tienda de campaña. El portugués intuía que su explicación de la sangre en la lancha había sido aceptada, pero no creída. No había sido una buena mentira. Él mismo lo sabía. Pero necesitaba al jesuita y a los indios para llegar a aquel fuerte español. Tal vez, cuando estuvieran cerca, debería plantearse la conveniencia de eliminarlo antes de que pudiera ser un problema ante las autoridades civiles de aquel lugar. Debería matarlo.

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