Capítulo 4: caballeros de fortuna.
El Sol llegaría a su ocaso en Veracruz en unas pocas horas. Luis Martín caminaba por calles poco concurridas. Los hermanos se habían separado después de salir del palacio de los Santamaría para poder arreglar sus asuntos antes de partir.
Luis Martín se dirigía a un convento de monjas de clausura donde quería despedirse de dos hermanas llamadas Quirós. Siempre que podía las visitaba, pues las tenía un gran cariño. Mayormente antes de realizar viajes largos. Su madre le había abandonado en la inclusa de aquellas monjas cuando aún no tenía uso de razón. Su condición de criollo mestizo y a la vez hijo bastardo, siendo su madre descendiente de aztecas y su padre un castellano asentado en Nueva España, con esposa e hijo nacidos allí, pero ella igualmente castellana y por tanto su hermano criollo de raza hispana, hacía de su nacimiento para su madre india una difícil carga. Imposibilitada de criarle en lo económico, y no pudiendo soportar una dura lucha contra prejuicios hacia su raza y hacia su condición de madre sin esposo, decidió abandonarle allí. Su padre nunca le reconoció, aunque supo de su existencia, ni siquiera llegó a verle más que una vez en su vida, en brazos de su madre antes de abandonarle. Entre aquellas monjas se apiadaron de él sobre todo estas hermanas Quirós, que hacía muchos años se habían apartado de otro mundo que no fuera su mundo. Así, lo criaron en aquel convento. Fueron ellas como sus madres ambas de entre todas las monjas del convento. Aunque había otros niños y niñas en la inclusa, separados en distintas habitaciones, eligieron a Luis Martín por razones inexplicables como el favorito entre aquellos niños expósitos que criaron y vieron crecer dentro de aquellas tapias donde el mundo era remansado entre un huerto, una iglesia, unas celdas y unos rezos. Le enseñaron a leer y a escribir y cuando se acercó a su edad adolescente le quisieron encaminar al mundo, tal vez hacerle diácono y de ahí sacerdote. Pero bien sabían ellas que el callado Luis Martín nunca llevó bien ni tan siquiera la vida de monaguillo. Su vida, a pesar de ellas, era una vida para el mundo. Para ese mundo extramuros al que ellas dejaron para vivir en su mundo.
Un día llegó otro joven al convento, mayor que Luis, con bagaje en la vida entre espadas y jarras de vino, y otras mujeres que no eran monjas. Le buscaba a él, pues se llamaba Rubén Martín. Las hermanas Quirós les presentaron como hermanos que eran y le pidieron que le cuidase, pues, aunque veían en él no muy buena apariencia de buena fortuna, eran familia de sangre. Si Dios había querido que viniera a conocerle, Dios sabría, en sus caminos inescrutables, el porqué.
Luis con su hermano no tuvieron la vida santa a la que hubieran querido las Quirós que aspiraran, ni siquiera la vida honesta con la que se hubieran conformado que tuvieran. El mestizo y callado Luis, de espada fácil, había matado en peleas de taberna a tantas vidas jóvenes que estaba tan curtido en armas como su hermano Rubén siendo veterano de guerra. Los mundos que son diferentes, al darse la espalda el uno al otro, provocan grandes impactos en las personas que se animan a pasar de uno al otro sin apenas tratar de habituarse poco a poco. Así le ocurrió a Luis. Pero era su forma de ser, nueva, aunque sacada de su más profundo y oscuro ser con el que había crecido calladamente en palabras y actos, muy útil en los negocios que habitualmente trataba con su hermano para ganarse la vida.
Ahora debían pagar el rescate de Patricia de Santamaría para traerla de vuelta a su padre. Alana Chamorro había ofrecido incluso más dinero por traer la noticia de su muerte, pero su hermano consideraba que había más honor y más justicia en ser fieles a Patricio de Santamaría y a no matar a aquella joven inocente. Estas ideas las estaba haciendo suyas Luis por las callejuelas del camino que llevaba al convento donde estaban las hermanas Quirós. Tan absorto estaba en sus pensamientos que apenas notó que dos hombres salieron a su paso y con gran fuerza y violencia le cogieron por los brazos desde la espalda, inmovilizándole. Apareció frente a él de una esquina otro hombre, embozado. Era obvio que los tres personajes le habían rodeado en una calle estrecha aprovechando dar la vuelta a un edificio en sentidos contrarios. El hombre frente a Luis Martín se quitó la capa de la cara, descubriendo su rostro, y sacando su espada se acercó al criollo.
-Palou, abusador de ovejas, ¿desde cuándo habéis salido de presidio? –dijo altivo Luis Martín mirándole a los ojos.
-Desde que he de mataros –Palou clavó en un gesto rápido la punta de su espada en el pecho de Luis Martín, presionando lentamente clavó aún más su hoja de tal modo que le salió el hierro por la espalda y la sangre roja se deslizaba por la hoja, la cual Palou clavó hasta casi la empuñadura. Desfallecido en un último aliento, con un resoplido y unos ojos que languidecieron, tras haberse abierto viendo el rostro de su asesino como última imagen del mundo, Luis... expiró.
Un rápido ademán de Palou sacó la espada y soltaron el cuerpo inerte aquellos dos hombres que lo habían sujetado vivo. La sangre roja comenzaba a formar un charco de sangre espesa y negruzca alrededor del cuerpo caído, mientras Palou se alejaba con sus hombres por aquellas calles en dirección contraria al convento de las hermanas Quirós.
Rubén Martín, por otras calles de Veracruz, llegaba con tonos naranjas en un cielo de donde el Sol se iba retirando, a una casa encalada de la cual salió a asomarse a un balcón con celosía la figura de una doncella.
-Alejandra –dijo en voz alta con un tono que mal disimulaba un mal intento de parecer ser un tono bajo- Alejandra, salid, soy Rubén.
Alejandra no salió, en su lugar salió un sonido de disparo de mosquete que atravesó el corazón de Rubén Martín.
Caído al suelo con la mano en el pecho tratando de parar la hemorragia, aún vio acercarse a su lado unas botas de cuero negro.
-Hoy es domingo, Martín –dijo una voz-. Todo puede ocurrir en domingo.
Rubén Martín murió. Sin más segundos de tardanza. Una mujer salió en grito vivo de dolor. Era un llanto desesperado. Alejandra se tiró al cuerpo muerto de Rubén Martín, abrazándole y llamándole, como si con su llamada él pudiera decidir regresar a la vida junto a ella. Corrían sus lágrimas y su llanto en grito, abrazada al ido, manchándose de la sangre que salía de su corazón, cuando una bolsita cayó junto a ellos con sonido metálico.
-La Señora os comunica que os acompaña en vuestro dolor –dijo la voz.
Otras botas negras salieron de la casa portando un mosquete.
-Somos caballeros de fortuna. Hay que saber elegir dónde ubicarse para encontrarla. Vámonos –dijo la voz del mosquete.
-Caballeros de infortuna, no os confundáis, Javier Oliver, no os confundáis. Rubén Martín era una buena espada y nosotros combatimos a su lado hasta ayer mismo –dijo la voz que dejó caer la bolsa de sonido metálico.
Y ambas botas negras se alejaron de la doncella que lloraba abrazada a aquel hombre que teñía el suelo de sangre. Un perro ladraba y comenzaban a llegar los curiosos, mientras los vecinos habían cerrado las ventanas.
Anochecía en Veracruz y no había en su puerto ningún barco ni tripulación esperando a los Martín, ni dispuesto a zarpar al rescate de Patricia de Santamaría.
El Sol llegaría a su ocaso en Veracruz en unas pocas horas. Luis Martín caminaba por calles poco concurridas. Los hermanos se habían separado después de salir del palacio de los Santamaría para poder arreglar sus asuntos antes de partir.
Luis Martín se dirigía a un convento de monjas de clausura donde quería despedirse de dos hermanas llamadas Quirós. Siempre que podía las visitaba, pues las tenía un gran cariño. Mayormente antes de realizar viajes largos. Su madre le había abandonado en la inclusa de aquellas monjas cuando aún no tenía uso de razón. Su condición de criollo mestizo y a la vez hijo bastardo, siendo su madre descendiente de aztecas y su padre un castellano asentado en Nueva España, con esposa e hijo nacidos allí, pero ella igualmente castellana y por tanto su hermano criollo de raza hispana, hacía de su nacimiento para su madre india una difícil carga. Imposibilitada de criarle en lo económico, y no pudiendo soportar una dura lucha contra prejuicios hacia su raza y hacia su condición de madre sin esposo, decidió abandonarle allí. Su padre nunca le reconoció, aunque supo de su existencia, ni siquiera llegó a verle más que una vez en su vida, en brazos de su madre antes de abandonarle. Entre aquellas monjas se apiadaron de él sobre todo estas hermanas Quirós, que hacía muchos años se habían apartado de otro mundo que no fuera su mundo. Así, lo criaron en aquel convento. Fueron ellas como sus madres ambas de entre todas las monjas del convento. Aunque había otros niños y niñas en la inclusa, separados en distintas habitaciones, eligieron a Luis Martín por razones inexplicables como el favorito entre aquellos niños expósitos que criaron y vieron crecer dentro de aquellas tapias donde el mundo era remansado entre un huerto, una iglesia, unas celdas y unos rezos. Le enseñaron a leer y a escribir y cuando se acercó a su edad adolescente le quisieron encaminar al mundo, tal vez hacerle diácono y de ahí sacerdote. Pero bien sabían ellas que el callado Luis Martín nunca llevó bien ni tan siquiera la vida de monaguillo. Su vida, a pesar de ellas, era una vida para el mundo. Para ese mundo extramuros al que ellas dejaron para vivir en su mundo.
Un día llegó otro joven al convento, mayor que Luis, con bagaje en la vida entre espadas y jarras de vino, y otras mujeres que no eran monjas. Le buscaba a él, pues se llamaba Rubén Martín. Las hermanas Quirós les presentaron como hermanos que eran y le pidieron que le cuidase, pues, aunque veían en él no muy buena apariencia de buena fortuna, eran familia de sangre. Si Dios había querido que viniera a conocerle, Dios sabría, en sus caminos inescrutables, el porqué.
Luis con su hermano no tuvieron la vida santa a la que hubieran querido las Quirós que aspiraran, ni siquiera la vida honesta con la que se hubieran conformado que tuvieran. El mestizo y callado Luis, de espada fácil, había matado en peleas de taberna a tantas vidas jóvenes que estaba tan curtido en armas como su hermano Rubén siendo veterano de guerra. Los mundos que son diferentes, al darse la espalda el uno al otro, provocan grandes impactos en las personas que se animan a pasar de uno al otro sin apenas tratar de habituarse poco a poco. Así le ocurrió a Luis. Pero era su forma de ser, nueva, aunque sacada de su más profundo y oscuro ser con el que había crecido calladamente en palabras y actos, muy útil en los negocios que habitualmente trataba con su hermano para ganarse la vida.
Ahora debían pagar el rescate de Patricia de Santamaría para traerla de vuelta a su padre. Alana Chamorro había ofrecido incluso más dinero por traer la noticia de su muerte, pero su hermano consideraba que había más honor y más justicia en ser fieles a Patricio de Santamaría y a no matar a aquella joven inocente. Estas ideas las estaba haciendo suyas Luis por las callejuelas del camino que llevaba al convento donde estaban las hermanas Quirós. Tan absorto estaba en sus pensamientos que apenas notó que dos hombres salieron a su paso y con gran fuerza y violencia le cogieron por los brazos desde la espalda, inmovilizándole. Apareció frente a él de una esquina otro hombre, embozado. Era obvio que los tres personajes le habían rodeado en una calle estrecha aprovechando dar la vuelta a un edificio en sentidos contrarios. El hombre frente a Luis Martín se quitó la capa de la cara, descubriendo su rostro, y sacando su espada se acercó al criollo.
-Palou, abusador de ovejas, ¿desde cuándo habéis salido de presidio? –dijo altivo Luis Martín mirándole a los ojos.
-Desde que he de mataros –Palou clavó en un gesto rápido la punta de su espada en el pecho de Luis Martín, presionando lentamente clavó aún más su hoja de tal modo que le salió el hierro por la espalda y la sangre roja se deslizaba por la hoja, la cual Palou clavó hasta casi la empuñadura. Desfallecido en un último aliento, con un resoplido y unos ojos que languidecieron, tras haberse abierto viendo el rostro de su asesino como última imagen del mundo, Luis... expiró.
Un rápido ademán de Palou sacó la espada y soltaron el cuerpo inerte aquellos dos hombres que lo habían sujetado vivo. La sangre roja comenzaba a formar un charco de sangre espesa y negruzca alrededor del cuerpo caído, mientras Palou se alejaba con sus hombres por aquellas calles en dirección contraria al convento de las hermanas Quirós.
Rubén Martín, por otras calles de Veracruz, llegaba con tonos naranjas en un cielo de donde el Sol se iba retirando, a una casa encalada de la cual salió a asomarse a un balcón con celosía la figura de una doncella.
-Alejandra –dijo en voz alta con un tono que mal disimulaba un mal intento de parecer ser un tono bajo- Alejandra, salid, soy Rubén.
Alejandra no salió, en su lugar salió un sonido de disparo de mosquete que atravesó el corazón de Rubén Martín.
Caído al suelo con la mano en el pecho tratando de parar la hemorragia, aún vio acercarse a su lado unas botas de cuero negro.
-Hoy es domingo, Martín –dijo una voz-. Todo puede ocurrir en domingo.
Rubén Martín murió. Sin más segundos de tardanza. Una mujer salió en grito vivo de dolor. Era un llanto desesperado. Alejandra se tiró al cuerpo muerto de Rubén Martín, abrazándole y llamándole, como si con su llamada él pudiera decidir regresar a la vida junto a ella. Corrían sus lágrimas y su llanto en grito, abrazada al ido, manchándose de la sangre que salía de su corazón, cuando una bolsita cayó junto a ellos con sonido metálico.
-La Señora os comunica que os acompaña en vuestro dolor –dijo la voz.
Otras botas negras salieron de la casa portando un mosquete.
-Somos caballeros de fortuna. Hay que saber elegir dónde ubicarse para encontrarla. Vámonos –dijo la voz del mosquete.
-Caballeros de infortuna, no os confundáis, Javier Oliver, no os confundáis. Rubén Martín era una buena espada y nosotros combatimos a su lado hasta ayer mismo –dijo la voz que dejó caer la bolsa de sonido metálico.
Y ambas botas negras se alejaron de la doncella que lloraba abrazada a aquel hombre que teñía el suelo de sangre. Un perro ladraba y comenzaban a llegar los curiosos, mientras los vecinos habían cerrado las ventanas.
Anochecía en Veracruz y no había en su puerto ningún barco ni tripulación esperando a los Martín, ni dispuesto a zarpar al rescate de Patricia de Santamaría.
1 comentario:
compañero. alucino todo lo que te lo estas currando. enhorabuena de verdad.
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