DAME UNA FRASE Y TE DARÉ UN MUNDO
-¿Javier
Gil?
-Sí,
yo soy.
-Me
lo imaginaba más pequeño.
-Pues
ya ve que no. Podría tirar de un carro cargado yo sólo.
-Está
bien, sígame, pequeño Javito.
Los
dos hombres atravesaron el pasillo de la pintura gris en las paredes y las
manchas de tabaco en el suelo. La gente de aquel lugar fumaba tanto que una
ligera nube de humo cubría los espacios como si fuera una niebla. Las ventanas
estaban cerradas. Llovía ligeramente. Afuera los campos verdes olerían a hierba
húmeda. Pero eran campos de rugby, nada que ver con los campos de trigo de la
meseta castellana. Eran campos de rugby anglosajones que cultivaban hombres
altos y fornidos con balones oblongos en las manos, altos y fornidos como el
propio Javier Gil, que había sido forjado por el arado y los cultivos, su carne
morena tostada por el sol y curtida por otra lluvia, muy lejana de aquel lugar.
Al
fondo del pasillo había una única puerta de madera con una pequeña cristalera
que no dejaba ver nítidamente el interior, pero dentro de aquella nueva
habitación había un despacho iluminado cuya atención central era una gran mesa
de madera llena de papeles tras la que se sentaba un hombre obeso de ojos
pequeños y un fino bigote negro. Su bombín y su gabardina estaban en un
perchero muy por detrás de él. Una secretaria joven y rubia, de cuerpo más bien
breve, con una cintura que Javier Gil hubiera podido abarcar con una mano, se
sentaba en uno de los lados de aquel lugar, como si no quisiera molestar ni ser
percibida, como si fuera un mueble más con su máquina de escribir. El hombre
que le acompañó cerró la puerta tras de sí volviendo a su puesto original,
abandonando al joven Javier Gil ante aquel hombre a punto de entrar en los años
de su otoño más invernal.
-O
sea que usted es Javier Gil.
-Sí,
yo soy, buenos días.
-Buenos
días. Siéntese por favor.
Javier
Gil se sentó frente al hombre.
-Llámeme
Q –sacó unos papeles y una pluma y se los dejó extendido frente a él-. Firme
debajo de donde dice 19 de octubre de 1914.
Javier
Gil firmó sin hacer ninguna pregunta. Ya sabía lo que contenía aquel documento.
La secretaria se levantó de su sitio casi sin ruido. Le recogió los papeles
nada más terminar la rúbrica y los metió en una carpeta que se llevó consigo de
nuevo a su puesto junto a la máquina de escribir. Q miró a Javier Gil
lentamente antes de volver a romper el silencio.
-Europa
se desangra y Barcelona es el gatillo.
Javier
Gil escuchaba atentamente.
-Ahora
usted es de los nuestros. Su lealtad está con su Graciosa Majestad Jorge V.
Seguirá siendo un súbdito español, pero su lealtad está con el Reino Unido. ¿Lo
entiende?
-Sí.
-Alfonso
XIII es neutral, pero nos preocupa su germanofilia. Afortunadamente muchos
compatriotas suyos son aliadófilos. Sabemos que en Barcelona existe un tráfico
abundante de alemanes y austriacos. Hombres y mujeres de turismo que esconden
oscuras intenciones en realidad –el hombre gordo que se hacía llamar Q sacó un
puro de una cajita de madera tallada, le quitó la vitola y le cortó un extremo sin
parar de observar a Javier Gil, tras un breve silencio le ofreció la caja,
Javier Gil rehusó-. Fume –le ordenó.
Javier
Gil cogió uno de aquellos cigarrillos puros. Lo encendió con un elegante
encendedor que le pasó Q.
-Son
habanos –dijo Q soltando una voluta enorme de humo-. ¿Le gusta Cuba? Cuba fue
de ustedes. Podemos conseguirle una mansión allí si todo sale bien cuando acabe
toda esta guerra. Y si nos complace su trabajo, por supuesto.
Javier
Gil tenía ganas de toser con el humo del puro pasando por su garganta, pero se
contuvo. Su mueca le delató, Q ignoró aquello.
-¿Puedo
tutearle, señor Gil?
Javier
Gil asintió con la cabeza.
-Cuba
es un buen lugar que bien vale una lealtad. Dame una frase y te daré un mundo.
-Sí,
lo haré.
-¿El
qué harás?
-Conoceré
al empresario alemán que me han dicho y lo mataré como si fuera un crimen
común. Lo mataré con estas manos –dijo Javier Gil mientras enseñaba sus enormes
manos que podrían haber abarcado un coco entero-. No habrá problema.
Q
sonrió.
-Nosotros
nunca te hemos dicho nada.
-Sí.
-Pareces
buen chico. Quizá esta guerra sea lo mejor que te haya pasado.
-Una
guerra nunca es buena.
-Cierto,
pero nosotros somos otra clase de hombres.
Javier
Gil estrujó el cigarrillo puro en el cenicero y permaneció callado. Los hombres
eran hombres, ante la guerra sólo sabía que ninguno quería morir, ni que
mataran a sus padres y hermanos, que ninguno deseaba que violaran a su esposa
ni a su novia, ninguno deseaba vivir con la muerte al lado a cada momento, ni
tampoco quería ninguno perder su casa o sus campos.
-Piensas
–dijo Q-, pero ya tienes tu misión.
-Sí.
-Esperamos
mucho de usted. Miles de jóvenes están muriendo en Francia. Los campos se están
llenando de sus entrañas. Con una sola muerte, la que tiene usted encomendada,
puede usted ayudar a parar esto. Miles de jóvenes tienen su futuro en sus mano,
Javier. No les traicione. Cumpla con su deber. Puede irse.
Javier
Gil se levantó y cerró la puerta al salir de nuevo al pasillo. Q se quedó con
su secretaria y las volutas de humo. El pasillo gris y estrecho como un nicho
estaba vacío. El primer hombre estaba al otro extremo. La ventana que daba al
campo de rugby mostraba la llegada de los primeros jugadores. Unos jóvenes con
uniformes amarillos de franjas negras y cascos de cuero. Se quedó mirándoles un
rato. Algunos jóvenes bromeaban entre ellos mientras los organizaba el árbitro.
Al fin salieron del campo de juego los que debían esperar su salida en el
banquillo. Se colocaron un equipo frente a otro, el silbato sonó y ambos
equipos chocaron entre sí. Forcejeaban entre ellos con empujones violentos
mientras un lateral recibió de improviso el balón por los aires. Corrió con él
todo lo que pudo. Le derribaron dos jugadores contrarios, pronto fue aplastado
por otros tantos. Parecía que le habían pisado el gemelo de una de sus piernas.
Uno de aquellos tacos de metal de aquellas botas debió atravesarle nada más
comenzar el partido. Casi se podía oír el sonido de dolor a través del cristal.
Un alarido entre la llovizna y el barro, un alarido entre todos aquellos
hombres en disputa, un alarido que ni el árbitro había podido evitar con sus
normas, aún con todo el partido recién empezado no podía terminar, uno de
aquellos chicos del banquillo salió para sustituir al chico que se llevaban en
camilla. La guerra por el balón oblongo prosiguió.
-Me
deberás unos cuantos mundos, Q –murmuró Javier Gil mientras abandonaba el lugar
para salir a aquella lluvia.
Afuera se oían los alaridos sin final.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 19 de octubre de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el
Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra
Mundial (1914-1918).
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