lunes, mayo 12, 2014

NOTICIA 1342ª DESDE EL BAR: EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL (capítulo 8, ÚLTIMO)



 EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL

Capítulo 8: Febrero de 1774.

Había sido mucho tiempo de condena para Antonio Blasi. Sus manos llenas de callos y sus pies eran testigos mudos de un cierto embrutecimiento de su ser. Había perdido sus mercancías y le había costado mucho recuperar su carromato. Volver a la vida de buhonero le proporcionaría la libertad de movimientos que antes tenía, aunque sabía que ahora le costaría más obtener las cédulas de paso entre las diferentes regiones y poblaciones de España. Deseaba irse lejos de aquel centro peninsular. Quizá a algún lugar costero, más salubre y alegre. O tal vez al norte, a las montañas, que en parte le recordaban las de su niñez. Había que irse de aquel lugar. Empezar de nuevo. Pero ante todo estaba también su hijo, o su hija, no sabía qué era. Su nacimiento le era un misterio, como le era un misterio el paradero de la madre. María Viviel mantenía su lejana presencia muy cercana y dentro de su ser. Su recuerdo vívido estaba fresco, había permanecido fresco, como si fuera ayer su forzada separación, a lo largo de aquel año y medio de empedrados y cargas de piedras. Su vientre ligeramente curvo, el aliento de su boca, su talle alegre moviéndose, su voz afectada por la vida, y sin embargo llena de rotunda vida, y su rostro, siempre en su mente en los trabajos más duros y en las noches más largas, su rostro enrevesado en tantos recuerdos de momentos conjuntos que difícilmente no se podía estar enredado en esa red.

La buscó al salir. Preguntó por ella. Por muchos sitios. Empezando por Alcalá de Henares. Supo que su marido había sido encontrado sirviendo en Ávila. Pero no hizo falta ir a buscarle. Estaba dispuesto a ir. Encontrarle. Enfrentarle. Arrebatársela si era necesario. Sacar la albaceteña, todo le era igual, salvo ella. Ella no le era igual. Ella era para él y él para ella. Como si fuera una posesión regalada en pecado por Dios, y si era regalada por Dios, no había pecado, mayor pecado el de su marido y su repudio, y si había pecado, en pecado. También el pecado para él y para ella. Para ambos el pecado. Fuese el pecado en ambos. Pues ella y él, y él y ella, tenían mucho camino juntos desde Valencia al empedrado. Nunca, ninguna noche, se había ausentado ella de su cabeza. De este modo, buscando sin descanso, con sus recursos de buhonero y todos sus conocidos, supo de su destino. Siempre había estado cercana. En la Villa y Corte de Madrid, en un enorme edificio no muy viejo de dos plantas altas, con grandes ventanales y dos especies de torres a sus lados y una puerta monumental de frontón roto y retorcidas columnas que rompía la horizontalidad de la gran fachada, ayudada de una estatua blanca y alta como una persona: el Real Hospicio de San Fernando.

Estaban en la puerta una gran cantidad de mendigos entrando y saliendo, otros tantos parados. Aquel era su hogar, por refugio y recogida de ellos que hacían los religiosos con ayuda de la Iglesia y del Estado. Hombres con hábitos blancos de la Congregación de los Esclavos del Dulcísimo nombre de María pululaban también por allí, su edificio. Gente tullida, algún perrillo, gente desdentada, deforme, o con las marcas del hambre aferrada a su sola presencia, sus almas mortificadas por las miserias de la vida afloraban a sus ojos, que miraban sin juzgar a los que pasaban con más fortuna cerca de ellos, denunciando la realidad del mundo que a ellos solos les concernía. Alguna que otra capa raída y mal cortada, calzados con agujeros y camisas que parecía medias camisas. Iban limpios, y muchas de las roturas de sus ropajes iban con esmerados remiendos de monjas, los religiosos procuraban darles esas reparaciones y sopas para comer, también un techo, y enmienda, mucha enmienda. Allí les ofrecían tareas para mantenerles ocupados lejos de tener que recurrir a la caridad de pedir en las calles. Las leyes contra la mendicidad se habían endurecido, podían ser tratados como vagos y maleantes, a pesar de que muchos de ellos no tenían fuerzas para poder malear en ningún sentido. La picaresca siempre fue algo extendido entre estas clases populares, era idea de aquella congregación alejarles de la tentación del robo y el engaño, de la prostitución y del abuso de gente con medios para vivir por sí. Les buscaban, si podían, empleo. Si llegaban gitanos, los religiosos sabían que se irían de allí casi en el acto de entrar. Eran gentes nómadas, de mercadeo. Pero muchos otros se quedaban entre ellos, si bien es cierto que la gran mayoría entraba y salía periódicamente sin remedio. Solían ir a las calles de Madrid a pedir, a pesar de no ser ese el objetivo de la congregación. Mas, ¿quién se lo podría impedir? No eran presos, sino ovejas de Dios. Por preso allí sólo había, y no en esa condición exacta, los que la Justicia traía para reeducarles socialmente por sus graves faltas y desarreglos en la conducción moral de sus vidas. Allí estaban también estos, al menos todo el tiempo obligado que la Justicia en nombre del Rey había considerado que debían estar. Por las puertas de ese lugar pasó Antonio Blasi una mañana tras María Viviel, quien había llegado allí por designio de su esposo.

Lo cierto es que a Antonio Blasi no le fue muy difícil convencer a sacerdotes, monjes y monjas de una unión de amistad que le unía a aquella mujer. En cierto modo no era falso, aunque tampoco exactamente cierto. Le condujeron a un patio interior grande y porticado donde algunas personas tomaban el aire esperando concretamente nada novedoso más allá de sus rutinas diarias en aquel hospicio. Unos niños jugaban corriendo tras de sí, bajo la mirada disimulada de un congregado que refugiaba la dirección de su cabeza hacia un libro. Unas monjas paseaban juntas. Unos ancianos sentados balbuceaban palabras sin dientes en una conversación sobre la sopa que estaba por venir dentro de unas horas. Alguien hacía algún oficio necesario para esa comunidad. Entre la gente de aquel gran patio vio venir Antonio Blasi a Maria Viviel acompañada de una monja. La religiosa le señaló y ella se encaminó hacia él, la monja se quedó quieta en la distancia. María vestía de manera humilde, pero limpia, recatada. Su rostro sereno no tenía en sus ojos todas las llamas de un año y medio atrás, aunque aún conservaba alguna. Sus caderas parecían ligeramente más anchas, aunque no demasiado más, expresión viva de que en aquel reencuentro faltaba alguien. Blasi hubiera deseado recibirla con un abrazo y un beso largo y cálido, sin embargo, sus señas de identidad en aquel lugar y los ojos religiosos que observaban sin mirar directos le contrajeron sus impulsos. Fue la llegada de ella, que se quedo quieta ante él, lo que más le persuadió de reprimir lo que irreprimiblemente deseaba abrazarla. Ni una lágrima en ninguno tras tantas noches en ambos del uno por el otro. Blasi extendió su brazo a María Viviel para que se lo tomara y pasearan circunvalando el patio, único lugar por donde podían pasear. Ella se lo tomó y comenzaron a caminar a la par, sin que hicieran falta palabras. Como si ayer fuera hoy aún.

-No pude encontraros antes –comenzó a hablar Antonio Blasi.
-Ahora me llamáis de vos –dijo ella.
-Para mí eres mi dama.
-Para vos soy tu mujer.
-Y la madre de mi…
-…hija. Nació muy sana y muy guapa dentro de estos muros.
-¿Es tan bella como su madre?
-Y como su padre. No conoce todavía el mundo, ni la calle. No conoce nada más que estas paredes.
-Entonces está contigo…
-Sí. Ahora duerme en su cuna. Las monjas querían hacerla expósita –dijo compungiendo su voz-, pero me negué a que me la arrebataran. La apreté contra mí con todo mi amor. Ella es todo lo que tenía de ti. Lograron arrancármela de mi seno. Decían que era lo mejor para que tuviera una buena vida porque la mía era un ejemplo de impudicia. Las pataleé y arañé… Me desgañité gritando… Me negué a comer… Estuve varios días sin comer. Me puse tan enferma… tan, tan enferma… Los padres querían darme los oficios. Tuvo que venir un médico durante bastante tiempo. Ahora vuelve a estar conmigo, las monjas me la devolvieron… Me hubiera muerto si me hubieran separado de ti, de ella.
-Ahora estamos juntos de nuevo.
-Sí, hoy sí.
-¿Podré verla? –preguntó Antonio que puso su mano libre sobre la de ella sobre su brazo mientras seguían caminando.
-No –dijo suave pero firmemente María Viviel-. No quiero arriesgarme a que me la quiten. No quiero sospechas. Te has atrevido mucho a venir. Si mi esposo…
-Tu esposo no está aquí –le cortó la frase Blasi.
-Me dijiste eso hace mucho tiempo –contestó María suspirando hacia dentro-, en aquel carromato.
-Sigo teniéndolo.
-¿Sigues siendo buhonero?
-Sí, voy a intentar volver a serlo. No quiero seguir en esta capital. Yo también he padecido aquí… -Blasi guardó un breve silencio y siguió-. Puedo esperarte, cuando salgas podemos irnos, recomenzar en otro lugar donde no nos conozcan. De una forma más honesta. Podría comprar una casa, poner un negocio…
-No –dijo ella parándole frente a una columna del patio-. No podemos. Estoy casada y se lo juré a mi padre por mi madre.
-Pero él no está, no te quiere… ni tú a él.
-Francisco Desancourt es mi esposo. Ahora me están educando. Mi hija debe crecer con un padre en el santo matrimonio. No puedo embargar su futuro con la gente de su alrededor. ¿Qué sería de ella si supieran que nosotros no somos casados?
-¿Y qué será de nosotros si tú te vas con él?

Una respiración honda en ambos intensificó una mirada de sus ojos a sus ojos. Por un momento las llamas de ella refulgieron. Se apretaron las manos entre sus manos y se apartaron un par de pasos por detrás de la columna. Ella, con pasión contenida y ocultando lo que realmente deseaba decir, dijo:

-Aquí estoy bien. Me dedico a amasar el pan. Él me aceptará y…
-…Te aceptará y te tendrá por siempre mal mirada. Si vivís juntos no será por amor, quién sabe si habrá respeto. Conmigo…

Se miraron más de cerca.

-Bésame –dijo ella- Bésame ahora.

Él la beso profundamente enamorado. Ella le mordió el labio, le abofeteó con gran fuerza dejando que resonase. La monja vino rápido a su lado para ayudarla a irse de su lado. Antonio Blasi tenía el labio sangrando y la sangre era un pequeño reguero que se deslizaba por la comisura.

-¿Cómo se llama ella? –alzó levemente la voz Antonio Blasi mientras se iban.

María Viviel se alejaba con la monja mientras unos hombres venían a echarle a él del hospicio.

-¿Cómo se llama? –gritó él zarandeado.

María Viviel se perdió por una puerta atendida por las monjas. Fue lo último que vio de ella en el resto de su vida. El errante buhonero habría de errar por aquellos mundos de Dios sin nada más que recuerdos.

Cada noche ella se fustigaba con una fusta por sus pecados. Luego, María Viviel iba a la cuna a levantar a su pequeña para darla de comer de su seno. La pequeña se llamaba Antonia.


Relato completo por Daniel L.-Serrano "Canichu"

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