EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL
Capítulo
2: La Gota.
El
sacerdote Mario Bádenas estaba en un ¡ay! En su casa. Antonio Blasi le acababa
de poner una cataplasma y se encontraba ahora preparándole agua hervida con una
cebolla dentro para que se la bebiera con un poco de miel. Hacía años que aquel
cura padecía de gota. Aún podía caminar algo, aunque prefería no tener que
hacerlo demasiado ya. El sólo roce de sus pies en el suelo le suponía un
suplicio tan insoportable que su mayor deseo era no tener que volver a ponerlos
en uso para levantarle y caminar. El Señor había tenido a bien mandarle aquella
enfermedad, pensaba, pero como aún vivía en la tierra aún encontraba consuelo
en los alivios que le sabía procurar aquel buhonero piamontés. Cada día se
acercaba a su casa para curarle la gota. Su llegada a Valencia había sido
providencial para él y sus padecimientos. Si estaba allí, también Dios lo
habría tenido a bien que ocurriera. Nada malo pudiera haber en que cada atardecer,
antes del toque de queda, viniese a su casa si no a curarle la enfermedad por
completo, si a quitarle temporalmente sus dolores.
Había
logrado que el hijo del carpintero de su parroquia le pagase la deuda del
funeral de su padre fabricándole una butaca adaptada a sus actuales necesidades
provocadas por sus dolores. Aquella silla casi era una obra de artesanía, y una
bendición para él. Tenía unas ruedas en las patas traseras que estaban siendo
muy útiles cuando quería moverse por su casa con ayuda de su sirvienta. Pero no
sólo eso, de uno de los reposabrazos salía una tabla móvil que servía de mesita
delante de él. En ella podía comer fácilmente sin sentarse a una mesa, como
igualmente podía redactar sus misas, amonestaciones y otras cuestiones necesarias
en el servicio sacerdotal a Dios. Pero lo que realmente le alegraba de aquella
silla era el mecanismo que tenía para poder desplegar un reposa piernas en
alto.
Antonio
Blasi estaba siendo sumamente benéfico para sus dolores ese anochecer. Momentos
antes de que entrara por la puerta aquel piamontés sus alaridos de dolor se
hubieran podido dejar oír a través de su puerta cerrada en la calle. Le había
hecho llamar y le había logrado hasta un pase nocturno para el toque de queda.
De otro modo el italiano no hubiera podido aliviarle sin correr el riesgo de
acabar en el calabozo por andar fuera de su casa a horas prohibidas. Todo en el
sacerdote era ese día un lamento, un quejido, un delicado roce hacia el dolor
más intenso. Quizá por ello cuando Antonio Blasi entró y le planteó una extraña
petición, no pudo menos que aceptarla deseoso de que comenzara la cura y
acabara la molesta conversación que prolongaba su tiempo de sufrimiento.
Le
había pedido, ni más ni menos, un certificado matrimonial con María Viviel.
Aquello era en todo punto inaceptable. Ambos no estaban casados y ella, lo
sabía él, estaba casada con un militar. Permitir aquello era ir contra sus
votos y creencias religiosas, incurrir en un pecado de grandes dimensiones. No
quería ser quien permitiera un amancebamiento como aquel, una ofensa tan grande
a Dios. Sin embargo, Antonio Blasi, que mantenía un papel y pluma delante de
él, no le curaba, pese a sus quejas de dolor y contra aquel chantaje basado en
ese mismo dolor. Sus pies le estaban haciendo lagrimar y casi suplicar a aquel
hombre de largos bigotes negros. Blasi, impasible, desplegó la mesita de
aquella silla y colocó el papel y la pluma entintada allí. Se retiró un paso y
cogió con sus dos manos el sombrero que hacía un rato había soltado para mirar
a aquel religioso cara a cara desde su posición superior estando de pie frente
a la silla donde se sentaba aquel. Mario Bádenas estaba siendo franqueado por
el dolor. Estaba transformándose cada vez en un ser más débil y necesitado de
un poco de descanso y sosiego. Aquel dolor era como un perro rabioso
mordiéndole los pies tratando de desgarrarlos para llevárselo aparte y poder
comérselos. El pulso tenso que el italiano le había lanzado era una especie de
tortura cuando el propio piamontés hizo ademán de irse chocando levemente
contra uno de los pies del cura. El alarido quejumbroso de Mario Bádenas se
hizo sentir profundamente. Detuvo a Blasi cogiéndole de uno de sus brazos y,
con la boca bien apretada para retener sus lamentaciones, asintió con la
cabeza.
Lentamente
cogió el papel y la pluma y comenzó a escribir un acta de matrimonio falsa
entre Antonio Blasi y María Viviel. Lo firmó, tras acercarle el propio Blasi el
lacre y el sello, y la selló. Sólo entonces el piamontés comenzó a aplicarle
aquella cataplasma que tanto le había comenzado a aliviar esa noche. Sólo
cuando había pasado un rato de alivio y el italiano había comenzado a hervir la
cebolla, Mario Bádenas dijo:
-Aunque
tengas este papel, para irte de Valencia necesitarás salvoconductos del
gobernador. Él sabe que eres soltero.
Antonio
Blasi siguió preparando lo que el sacerdote necesitaba de forma tranquila. De
ese modo, reposado, preguntó con franca confianza en sí:
-¿El
gobernador al que le peino la peluca?
-El
gobernador al que le peinas la peluca, sí.
-Él
nos dará el salvoconducto para viajar.
-No
lo creo –dijo el sacerdote.
-Yo
sí –contestó el italiano mientras mezclaba la miel en su preparado-. Esta noche
le peina la peluca María.
El
sacerdote se recostó en su silla cerrando los ojos. Los abrió para recibir de
las manos del italiano la bebida de su cura.
-¿Por
qué queréis pecar de esta manera tan aborrecible? –le preguntó misericorde.
-Porque
es la cataplasma de mi gota –Antonio Blasi se volvió a seguir preparando más brebajes
que dejarle tras su partida de Valencia.
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