Capítulo
5: 13 de Julio de 1772.
El
cocinero del Colegio de Lugo era joven, algo altanero, de mirada pasional,
moreno de pelo y se adivinaba que era también de buen cuerpo desnudo. Allí
estaba entre las ropas de la cama. A la penumbra de unos pocos rayos de sol que
pasaban por la ventana entornada, María Viviel se subió a esa cama con él. Con
dulce suavidad desvistió sus miradas menos ingenuas, le quitó sus calcetines, y
el resto de la ropa, le desarmó. Le amasó como barro, le guió por sus arenas,
le otorgó la copa de sus senos, se apropió de sus fuerzas. Su piel era tersa,
escondía sus desgarros, mentía con sus roces, le hacía creer lo que no era. Y
la voz de ella tan fina, tan dulce, y la suya tan grave, tan profunda, pactaban
el pacto que todo lo funde, como la nieve que todo lo cubre y luego inunda. El
mundo era bien cierto que era bien falso el mundo. La historia de ellos era
toda parte de un mismo cuento. Las monedas descansaban en la mesita cercana a
la cama.
Esto
ocurría en aquella habitación del hostal de Pedro Bordari, mientras en su
planta baja había a esas horas de la tarde mucho alboroto. Bordari era un
italiano con cierto gusto por vestir con múltiples bordados en su ropa, algo
inusual en aquel lugar castellano. Su fondo de armario era como el muestrario
de una especie de tienda de bordados coloridos e imaginativos, una especie de “bordería”
o “bordaduría” en voz de sus clientes, que vestían menos finos, más del campo,
con telas más austeras, pero más fuertes para el sol, la lluvia, el viento y
los terruños. Claro que Pedro Bordari también era un experto bordador de
historias, bordaba todas aquellas que le hacían ganar dinero, sobre todo con su
vino, al que a veces se le podía creer con agua. Corría el vino en su negocio y
corrían más monedas aún cambiando de mano en mano. Una mujer bailaba mientras
alguien cantaba al ritmo de una guitarra. Había una comparsa de otros bebedores
en torno a ellos. Cerca sonaban las voces de unos juegos de dados, y no faltaba
un hombre que con unos cartoncillos pintados contaba una historia a la que
escuchaba alguna persona.
-El
Rey ahorcó a un hombre oscuro y negro, quedó tendido en el patíbulo según
quitaron la trampilla y cayó –recitaba mientras marcaba el dibujo
correspondiente-. Retiraron la mirada los viejos, los jóvenes le miraron en
círculo, él se retorcía, pero cayó. Era un hombre oscuro y feo, una desmigajada
venta de prostíbulo, un orín negro entre la sangre y la hez, que caía, y cayó
–y remarcaba el mismo dibujo inicial-, que cayó, que caía. Un resorte, eso era,
sin bisagra, perdida de sus pies, a su sombra el Rey ahorcó.
La
gente reía y le daban unas pocas monedas más. No paraban de circular.
Llegó
entonces de sus ventas Antonio Blasi. Entró por la puerta sudado y se alejó
pronto de las brasas que habían encendido por esa zona para asar unos pedazos
de carne. Fue directo a Pedro Bordari para pedirle un vino tinto. En ese breve
camino le cogió por el brazo uno de los jugadores de dados. Tanto le insistió
en jugar que se sentó con ellos. La noche anterior habían perdido algún dinero
contra él, pretendían recuperarlo. No eran los dados un juego permitido, pero
dentro del hostal aún se lo permitían ellos mismos. Hacía varios días que las
autoridades entraban y salían reclamándole orden en su casa a Bordari, pero eso
no les era obstáculo, también de los dados nacía el dinero para Bordari.
Eran
cuatro hombres a la mesa, y con Blasi cinco. El primero ya había lanzado sus
dados antes de que el piamontés se sentara con ellos. No había tenido mucha
fortuna, había sacado un uno y un dos, pero aceptó la llegada del italiano ante
la insistencia de sus compañeros de juego. El segundo jugador ya tenía los
dados en el cubilete cogido en su mano, las normas de cortesía en el juego no
escritas implicaban que se viese obligado a tirar él, pese a la llegada de
Blasi. Un ligero golpecito en la base del cubilete contra la mesa y dejó caer
los dados volcando un poco el mismo. Un cinco y un cuatro. No era mala jugada. Al
lanzar Blasi salieron dos seises. La partida y el dinero volvían a ser suyos.
La jugada fue recibida con humor, pero no así las siguientes. Indefectiblemente
Blasi ganaba. Los dados estaban con él. Tan con él estaban que el buen humor de
sus contrincantes dejaba de estar en la mesa con ellos. La partida iba subiendo
de tono al mismo nivel que la bolsa del piamontés iba creciendo de monedas.
Todas las combinaciones altas parecían estar del lado del italiano. También las
voces del juego subían de tono. El vino se caía cuando las manos nerviosas en
el perder se precipitaban sobre la mesa de juego y tropezaban con los vasos.
Pedro Bordari, el dueño del hostal, venía a limpiar la mesa y reponer el vino.
Las palmas sobre la mesa abrían más alboroto. Antonio Blasi parecía tener la
suerte totalmente de su parte. Ante el malestar de sus contrincantes, sus
risotadas eran como leña para el fuego.
-¡Italiano
del Diablo! ¡Haces trampas! –le gritó su oponente de la izquierda levantándose
de golpe y arrastrando la mesa bruscamente hacia su delantera derribando
definitivamente todo lo que había en ella.
-Calmaos
–dijo con una sonrisa Blasi.
-¡No
me calmo! ¡A mí nadie me hace trampas!
-A
mí nadie me llama tramposo –contestó sentado.
-Pues
parecéis un tramposo –le espetó otro jugador que se levantó seguido del resto
de los presentes.
-Tenéis
mal perder –Blasi estaba sentado ante ellos sin siquiera la mesa como
intermediaria.
-¡Devolvednos
el dinero! –le gritó el segundo que le había llamado tramposo.
-¡Tramposo!
–le gritó el primero que se lo había llamado.
Un
cuchillo de una palma de largo y tres dedos de ancho salió a relucir al aire de
la pechera de uno de los mal perdedores.
-Antonio,
ten cuidado que este por honor ya acuchilló al amante de su esposa cuando les
descubrió en su habitación al venir de la venta de aceitunas en Torrejón –le
dijo Bordari a su amigo, de italiano a italiano.
Antonio
Blasi se levantó lentamente.
-Señores…
-y no bien empezada la frase el piamontés en un rápido gesto le pegó una patada
en los cojones a quien sostenía el cuchillo-, damos por terminada la partida.
El
cuchillo fue recogido por Pedro Bordari con celeridad, mientras en el suelo se
retorcía el español que lo había blandido.
-Blasi
–le llamó apretando los labios el primero que le llamó tramposo-, tendrás
suerte en el juego, pero tu esposa es una puta. Vete a recaudar todo tu dinero
de hoy a su cuarto.
Antonio
Blasi le miró conteniéndose. El hombre escupió en el suelo manteniéndole la
mirada. El piamontés se volvió rápido
para subir las escaleras que llevaban a su cuarto. Se oía sin duda gemidos
profundos a través de la hoja de la puerta. Abrió con brusquedad para descubrir
con sus ojos lo que ya sabía con sus oídos. El cuerpo desnudo de su esposa,
apoyada sobre sus codos y rodillas sobre la cama, era embestida sexualmente por
un joven moreno de pie a sus espaldas con las manos sobre sus caderas.
Sorprendidos por el ruido abrupto del golpe de la madera de la puerta contra la
pared al abrirse súbita, pararon y se despegaron como un resorte. Ella trataba de cubrirse con las
sábanas, él trató de hacerse con sus pantalones. Blasi entró como un ciclón en
medio de los gritos y golpeó al joven con contundencia hasta hacerle salir
desnudo y a gatas de la estancia. Cerró el piamontés con un portazo y se
dirigió a ella. Tomó el dinero de la mesa de al lado de la cama y se lo arrojó
a la cara como si fueran piedras. La abofeteó.
-¡Puta!
¡Puta! ¡No necesitamos este dinero, puta! –le gritaba sin dejarla de abofetear.
-¡Déjame!
–trataba ella de parar sus golpes desde la cama.
-¡Puta!
-¿Con
qué vamos a vivir si no?
-¡Con
lo que yo vendo, puta!
-¡Déjame,
no eres mi esposo!
-¡Puta!
¡Puta! –seguía pegándola.
-¡No
eres mi esposo! ¡Déjame! ¡Basta! ¡No eres mi esposo! ¡No lo eres!
-¡Y
qué hay de nuestro hijo! ¡Estas premiada de mí, puta! ¡Puta!
-¡No
eres mi esposo! ¡No lo eres! –se trataba de defender ella agitando su vientre
ligeramente curvado por una nueva vida.
La
puerta se abrió de golpe de nuevo golpeando la pared. Dos agentes de la ley
armados entraron teniendo detrás de ellos a toda la gente del hostal. Agarraron
a Antonio Blasi de los brazos y le separaron de su mujer a quien le dieron un
vestido para vestirse. Las fuerzas de la ley ya habían atendido otros
escándalos públicos en aquel lugar recientemente. Comenzaba a ser un lugar
reincidente, lo que para Pedro Bordari era un problema. María Viviel y Antonio
Blasi, ambos detenidos, fueron sacados del lugar a la fuerza en medio de una
gran agitación mientras, en la parte baja del hostal, les vieron arrestados con
regocijo los que en aquello no tenían más parte que una partida de dados. Era verano
en la ciudad universitaria y algunas cigarras cantaban en la calle.
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