Un bebé descansa en su cuna pétreo y blanco, marmóreo en su dormitorio para siempre, retrato en piedra del hijo muerto que hicieron sus padres en el siglo XIX y que se guarda en el Museo del Romanticismo de Madrid, junto a las pistolas de pistón del general Palafox, varios cuadros de Valeriano Bécquer (el hermano de Gustavo Adolfo), la cinta negra que vistió Zorrilla en el entierro de Larra, innumerables pianos y cuando menos numerosos cuadernillos con tapas de nácar para las tarjetas de baile de las damas de la época. Con la cara tapada con una mascarilla de farmacia más como salvoconducto para ir andando por ahí por obligación de la ley que por sanidad real, he estado a solas en este museo de la calle San Mateo de Madrid. Fui al acabar mi breve jornada de trabajo, reducida a cuatro horas desde que regresé la semana pasada. Los museos abrían de nuevo en la Comunidad de Madrid poco a poco y para ser más atractivos, dado que no se puede hacer nada salvo deambular, sin guía de papel, sin postal, sin nada, estos días son gratuitos y con foro muy limitado. Había dos museos que aún no había visto de los que se me ocurrieron que podría ir hoy después de mi jornada, uno de ellos era este. Toda la vida lo he conocido como Museo Romántico de Madrid, pero al buscar su dirección he visto que en realidad se llama Museo del Romanticismo. Pregunté por la calle a un par de personas con ese nombre, pero no solo no sabían de qué les hablaba, sino que mi miraban que parecía que les había hecho una proposición amorosa, así que corregía y decía: "Museo Romántico", y ahí sí, todos de acuerdo, sabían de qué les hablaba.
Deambule por las salas yo solo. No había nadie más. Todo el pequeño museo para mí solo. Alguna voz de las vigilantes de sala hablando en habitaciones contiguas, pero poco más. Lo cierto es que como muestra del romanticismo del siglo XIX está mejor el Museo de la Fundación Lázaro Galdiano en Madrid, o la Casa Lis en Salamanca, pero es cierto que tiene una colección de cuadros muy destacados de varios autores, no sólo de Bécquer, también de los Madrazo o de Esquivel o de Esteve o del indiscutible y siempre genial Villamil, entre otros. Aunque lo mejor sin duda son su mobiliario y su ajuar. Objetos muertos que te permiten andar dentro de un bodegón burgués del siglo XIX. Alguna que otra cosa no me importaría tenerla por casa, me encantan los pequeños muebles con compartimentos privados y decoraciones que tienen cierta mística. impagable a quien se le ocurriera en su día tallar en mármol a un Napoleón para un reloj de salón. El pequeño carruaje negro para niños, el sillón reclinable con sedas aún vivas, los interminables retratos de Isabel II y los cuadros famosos de Fernando VII o de las burlas al suicidio romántico.
Anduve solo por las salas pensando en qué pasado vieron aquellos objetos, colocados unos junto a otros para buscar una coherencia estética para cada sala, en realidad amontonados como muestra de lo suntuario de aquel siglo. La sala de billar rodeada de cuadros con infinidad de mujeres de la familia, como si jugar al billar, cosa masculina en el siglo XIX, fuera cosa de hacerlo rodeado de las miradas al óleo de tu esposa, de tus hijas, de tus hermanas y de todas las mujeres cercanas a ti en la sangre que se te pudieran ocurrir. Chimenea tras chimenea decorada y ese dormitorio isabelino con cortina tan pesada para la noche, imaginé, mente sexuada, cómo fuera una noche de amor en aquella estancia, y una noche cálida en invierno con tremenda cortina alrededor.
Todo el museo para mí, que no lo había visto nunca, y los nácares y los camafeos. Paseé.
Momentos antes, horas antes, había estado en mi trabajo con los expedientes de los mutilados de guerra en la Cuba de 1895-1898. Al salir, allá por Moncloa, una tienda de ropa militar me sorprendió abierta a pie de calle teniendo en su escaparate una foto del actor Luis Tosar vestido con traje militar de 1898 para el rodaje de Los últimos de Filipinas. Su rúbrica estaba en la foto, enorme foto en tamaño. Todo parecía dispuesto para un paseo en una determinada melancolía que me depara este estado de irrealidad que nos da las normas sociales por ley del distanciamiento y la mascarilla. Una melancolía sobre la incertidumbre laboral propia, con un proyecto ya prácticamente completado.
La Posada del Diablo ha puesto el cartel de "se alquila" durante este estado de alarma, del mismo modo que anunció su cierre el Kingston Pub, o, por jubilación para el otoño la Librería de Javier. No es lo único que veo en cierre en esta Alcalá de Henares. Paseo y por el barrio veo una pollería de siempre con el mismo cartel, una tienda de repuestos de maquinaria, como ya dije anteriormente, y ahora, más aún una tienda de camas del barrio, varias tiendas de alimentación del Mercado de Santa Teresa, algún que otro comercio de los bajos de los edificios de estos barrios. Son los pequeños negocios los que quiebran y con ellos se llevan montones de puestos de trabajo y de vida normal y cotidiana. Y nos vamos sumergiendo en esa mal llamada "nueva normalidad" que persigue el gobierno y la oposición, ahora llamada "normalidad de transición", apuntando el mantenimiento de medidas que estrangulan vidas en nombre de la salud, sin que todo lo que se afirma realmente sea útil o como si no pudiera tener alternativas para bien de todo y todos.
El niño dormía en su cuna, hecho de mármol, perpetuamente. Me pregunto cómo sería la psicología de aquellos padres que al morírseles el bebé decidieron tenerle de ese modo eternamente suspendido en el tiempo dentro de su casa.
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