Por el cien aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, aún otro relato más de los que ya os escribí este año:
EN
EL CANAL DE LA MANCHA
El
frío era grande, tanto como las ondulaciones grisáceas del mar, que cada vez
eran más grandes. Cada una de ellas nacía poco a poco del profundo hueco de un
valle de agua que duraba poco tiempo. Se despertaba y lo inflaba como si fuera
un corazón latiendo, o un pecho respirando cada vez más profundo, o tal vez una
sábana tendida al viento que iba pasando sus movimientos de uno a otro lado. El
cielo estaba blanco, gris quizá, estaba, cuando menos, confundiéndose con el
mar. Iba a haber tormenta con certeza. El mar Cantábrico lo habrían dejado atrás
hacia unas horas, o quizá aún estaba despidiéndose en la boca del Canal de la
Mancha. Aquel era un lugar de aguas enfadadizas. Hacía siglos aquel sitio, en
unas circunstancias parecidas, se había tragado de golpe una escuadra de barcos
españoles. Con sus velas rasgadas y sus mástiles derribados jamás pudieron
desembarcar en Inglaterra.
Sobre
el pabellón del barco ondeaba la bandera holandesa. Sus colores eran los mismos
que los de Francia. Flameaba muy agitadamente haciendo un ruido como de recordatorio.
Algunos marinos estaban terminando de preparar las cosas en la cubierta por si
la tormenta terminaba por estallar. Pero un par de hombres embutidos en sus
gabardinas gruesas y bajo sus sombreros umbríos miraban al mar desde la borda
de proa. Miraban pensativos el subir y bajar del mar que mecía el barco. Un
viejo barco pesquero comprado a unos gallegos de El Ferrol. Habían sido un par
de años en tierra, lejos de aquello.
-La
barba le sienta bien –le dijo el que tenía la suya sin afeitar desde hacía días.
-Nació
sola.
-Quizá
debiéramos resguardarnos, capitán.
-¿No
lo estamos haciendo ya, teniente? –el capitán miraba a lo lejos, hacia un
horizonte inalcanzable.
-Me
refiero a que deberíamos ir al interior.
Un
par de peces tuvieron el valor de dar un salto por encima del agua a pesar de
intuir el temporal. Los ojos del teniente los siguieron mientras estuvieron
jugando en la superficie.
-Se
sumergen –dijo el teniente.
El
capitán asintió sin fijarse en los peces que se perdían en las profundidades. Su
mente imaginaba el viaje de esos peces. Por debajo de las aguas, frías, cada
vez más frías y oscuras. Aguas con su poderosa fuerza que hacía zozobrar a los que
nadaban, incluso a los hombres buceando y a los barcos. Viajar por su interior era como estar a merced del
interior de un ser con vida propia. Incluso la estructura más formidable y
fuerte apenas era una hoja, una ramita, en la corriente de aquel ser. Porque el
mar, aunque muchos no lo supieran, tenía corrientes internas, fuertes y
poderosas, como ríos a veces torrenciales que eran capaces de cambiar el rumbo
del mejor de los nadadores. Esos peces lo sabían y vivían en ese medio con sus
propios músculos, que eran aún de mayor admiración, siempre en constante ejercicio
para lograr sumergirse y desenvolverse entre los demás peces. La gente creía
que los peces bebían, pero no, no lo hacían. Los peces compensaban a través de
sus escamas todas sus necesidades de temperatura y de agua. Su cuerpo era una
digna construcción que no podía hacer agua ni tener vías ni grietas. Eran
cuerpos hechos para el mar, a veces hechos para la rapidez y el giro inesperado,
a veces hechos para la caza, para el ataque, para su defensa. Los ojos del capitán
no estaban en la pérdida de la visión de aquellos peces en el mar que subía y
bajaba.
-El
U-39 era un buen barco sumergible, capitán.
El
capitán asintió recordando la avería de sus baterías.
-Londres
fue bombardeado con las aeronaves hinchables –dijo el teniente acompañando con
su visión la trayectoria de la visión del capitán.
-Cállese.
España
había sido un buen lugar para estar internados. Hubo quien se casó allí. Pero
había que volver, aunque fuera desobedeciendo los acuerdos internacionales. El
sol, los toros… no había sido un presidio. Quien pudo incluso vivió en una
habitación en una casa por su cuenta. Él lo había hecho. Los toros, aquellos
hombres de trajes dorados saliendo a enfrentarse a aquellos animales de una
tonelada de peso. El mero roce de sus astas podía ser una herida letal, un
desgarramiento sutil que desangrara una arteria, un dolor como un trozo de
metal ardiendo que hubiera saltado a tu carne y la quemara y desgarrara. Los
toreros salían frente a los toros con un simple capote encarnado de un rojo
pasional y hacían que los toros arremetiesen contra ellos. Ellos los esquivaban
engañándoles, con unos giros oportunos. Unos giros oportunos, rápidos, fáciles
para huir en mitad del peligro, pero los toros, como un torpedo negro
atravesando el abiso entre ambos, podían ser peligrosos.
-Teniente.
¿Ve mi abrigo?
-Sí,
capitán.
-Bien,
yo también veo el suyo. No tiene insignias. Es el abrigo de un pescador más.
Uno muy usado, así que este abrigo ha visto muchas tormentas en el mar y ha
tenido muchos viajes pescando peces, engañándoles para que caigan en sus redes.
No me llame capitán.
-Como
mande...
-Otto,
llámeme Otto, es mi nombre. Usted tampoco será ya mi teniente, ¿entiende Lowie?
-Sí.
-Dígame,
¿existe alguna Marieke o algo así esperándole?
-Sí,
cap… Otto –contestó Lowie mirando un poco más hacia su capitán, que no paraba
de mirar el mar.
-Bien.
Serán ustedes muy felices.
-Hace
años que no la veo. La última carta que me llegó de ella la recibí en Pamplona.
Si me lo permite, y usted, ¿le espera alguien?
El
capitán pensó un poco su respuesta mientras el barco subía y bajaba. Algunas
gotas de agua llegaban hasta sus caras, pero no eran del cielo, que pronto
rompería a llover, sino del viento que lo levantaba de aquellas ondulaciones.
Su sabor salado chocaba en las comisuras de sus labios.
-Sí –dijo
el capitán-, creo que me espera alguien en tierra.
-Es
una suerte poder regresar.
-Si
regresamos, Lowie. Hemos hundido muchos barcos por la patria. Seremos héroes y
nos habremos ganado nuestro descanso sólo si pisamos tierra. Con estas ropas,
si ahora nos pararan seríamos espías y nos condenarían a muerte sin ningún
honor. Recuerde que además hemos abandonado España sin permiso ni siquiera de
nuestros superiores.
-Pero
ellos querrían que…
-Calle.
Usted sólo ha visto el mar. Es joven, amigo Lowie, aún tiene que ver el mundo.
-Capitán…
-Lowie había visto algo más que mundo, a pesar del viento que ondulaba el agua
cada vez en montes más altos que se desplomaban en valles huecos, vio acercarse
dos barcos cañoneros con pabellones británicos.
El capitán
miró a los ingleses. Mandó al teniente al castillo de mando para dar las órdenes
pertinentes a sus compañeros. Él se quedó allí, agarrado a la barandilla de la
proa, observando. El teniente Lowie avanzó rápido hacia el castillo resbalando
apenas un par de veces por la cubierta, sujetándose el sombrero. El viento
soplaba fuerte ahora y elevaba gotas de agua hasta donde el mar no hubiera
imaginado si no fuera por los muchos siglos que llevaba viéndolo ocurrir.
-Teniente
–dijo un marinero que estaba sentado frente a la radio de comunicaciones dentro
del castillo de mando-, dos barcos de la Marina Británica se aproximan. Dicen
que pasarán la tormenta junto a nosotros y luego nos escoltarán hasta puerto
franco. Quieren conocer a la tripulación y nuestra mercancía.
-Respóndale
que somos un barco de pesca holandés.
-Ya
lo hice, mi teniente, pero dicen que lo harán de todos modos.
El
teniente salió del puente de mando y corrió a los camarotes. Allí estaba la
bandera del Káiser, la bandera imperial alemana que habían jurado defender.
Plegada dentro de un pequeño cofre. Tomó el cofre y varios papeles y fue
corriendo con ellos a la proa, donde, imperturbable, el capitán agarrado a la
barandilla observaba acercarse a los barcos ingleses.
-Capitán,
los ingleses pretenden inspeccionarnos. He traído el diario de a bordo del…
-Está
bien, está bien, Lowie –le interrumpió con una sonrisa amarga-. Vaya a estribor
y húndalo todo en el agua. No le verán.
-Señor…
-Vaya.
Y luego vuelva al castillo de mando.
El teniente Lowie, azotado por el viento,
golpeó sus talones poniéndose firme, asintiendo con la cabeza. Andando como un
pato en un barco que apostaba por derribarlo y lanzarle a las profundidades de
las aguas donde, en un pasado reciente, él navegó, llegó hasta estribor. Con
todos los honores y toda la brevedad de tan peligrosos momentos, el teniente
Lowie hizo un paquete con todo ello usando un trozo de cabo que cortó con un
cuchillo y lo lanzó al mar. El peso del cofrecillo era suficiente. Se quedó allí
observando como se perdía en las fauces del agua oscura, en las fauces inmensas
que todo lo tragaban hacia el olvido y la noche, entre los peces y las algas.
Hizo un saludo militar a la bandera que se perdía para siempre metida dentro de
aquel cofre de madera, aquella bandera por la que algunos compañeros habían
sido sumergidos en la tierra en otros cofres. Lowie lanzó su gorra al agua y en
zancadas que tratan de asirse a suelo llegó a la escalera que le llevaba al
puente de mando.
-Teniente…
-le llamó el radio operador.
-No
me llame teniente. Dígales a toda la tripulación que todos nos llamemos por
nuestros nombres, somos pescadores holandeses.
-A
sus órdenes, teniente.
Lowie
miró por la cristalera. El capitán aún seguía agarrado a la barandilla de proa.
Parecía increíble, sobrenatural, su resistencia. Le azotaba las ropas el
viento, hasta se voló su gorra, pero él seguía allí inmutable, mirando el mar.
Debía volver ya al castillo de mando antes de que el regreso se hiciera
altamente peligroso y un golpe de mar se lo llevase a las profundidades con
aquel cofre. El capitán les volvió la espalda. Lowie se asomó por la puerta y
le llamó. El capitán le hizo un gesto con la mano.
-Teniente…
-le volvió a llamar el radio operador, atento a las transmisiones.
-Ese
hombre…
-Teniente…
El
capitán se inclinó sobre la barandilla. Sacó un revólver de su bolsillo derecho
y disparó contra sus sienes. El cuerpo cayó al agua con rapidez. Todo había
sido rápido. El barco subía y bajaba a merced del mar. Comenzaban a caer las
primeras gotas de tormenta. Los ingleses estaban a medio camino de ellos. El
teniente Lowie estaba pétreo en el castillo.
-Teniente,
nos dicen que ha terminado la guerra.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 13 de diciembre de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el
Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra
Mundial (1914-1918).
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