Capítulo 11: Spes
El robot Sergio Pérez libraba una batalla interior. Sus
circuitos de empatía luchaban con un ataque exterior a su programación. Su
cuerpo recibía órdenes que debía cumplir. Los circuitos de sus procesadores a
los que se podría llamar cerebro estaban siendo asaltados, quizá se podría
afirmar que invadidos. Corría por las calles, pero no había en él
desesperación. Corría buscando cumplir órdenes ajenas a las que él mismo se
generaba. Eran sus circuitos empáticos, en buena parte generadores de su
memoria, los que discutían con las órdenes. A ráfagas unas órdenes iban contra
otras y se generaba en su interior una discusión. Pero no había desesperación.
Ni angustia. Sólo había procedimientos. Sus funciones locomotrices habían sido
conquistadas, aunque en algún momento, él lograba apoderarse por unos instantes
de las mismas. Su carrera tenía extraños giros, abruptos paros. Su mente era un
caos. Su cuerpo de robot tenía un virus humano generado por una humana, Doxa
Grey, cuyo cuerpo tenía muchos aparatos de robot.
La gente le dejaba paso en su carrera, le miraban en sus
frenos extraños. Nadie le preguntaba al conocido robot si le ocurría algo.
Llegó hasta la gran avenida Complutense que cruzaba la ciudad galáctica de lado
a lado. La cruzó sin preocupación alguna por el tráfico de vehículos, aunque
sus sistemas empáticos dispararon todo tipo de alarmas. Su precisión de máquina
evitó ser atropellado, algunos vehículos hicieron trombos. El robot Sergio
Pérez se perdió por las calles más allá del Parque de San Isidro, más allá de
la calle Goya, por detrás del Palacio de Laredo, pasando la Avenida del
Ferrocarril, que también cruzaba la ciudad de lado a lado. La cruzó también sin
preocupaciones, provocando otros tantos giros repentinos entre los conductores.
Más allá había más calles.
Algunos ciudadanos dieron un aviso del extraño
comportamiento del robot Sergio Pérez cruzando las avenidas. Código recibió el
aviso, pero se desentendió de él. Tenía a su cargo los dos vehículos
accidentados, precisamente por culpa del robot, eso ya de por sí le estaba
haciendo perder tiempo para encontrar a Esther Claudio, con el polvo sobre
ella.
Mientras unos circuitos batallaban contra otros, en otro
lugar de la ciudad, su amigo, el antiguo gestor Enrique Bermejo, estaba en los
baños públicos tranquilamente ignorante de los problemas del robot.
Los baños públicos tenían una gran sala rectangular como
sauna. La entrada a la sala de la sauna era única, por uno de sus laterales más
alargados, en realidad por una de sus esquinas. Claro que la sala era
excesivamente estrecha. El suelo, repartido en tres escalones que hacían de
asientos orientados hacia una pared, dejaba ver en la misma un paisaje de
atardecer marítimo por infografía. La gente, hombres y mujeres, estaban allí
totalmente desnudos. Observando como real aquel espectáculo. Estaban todos muy
relajados. Para acceder a la sala, un pasillo circulaba la misma, y en el
pasillo, unos guardias. Aquella sauna, siendo pública, era secreta. El edificio
tenía los baños públicos para toda la ciudadanía, pero el acceso a aquel
pasillo que rodeaba la sala de la sauna era restringido, y secretamente
ocultado a los ciudadanos comunes. Sólo iban allí determinadas personas, muy
selectas de entre un grupo de creyentes muy selectos. Entre ellos, Enrique
Bermejo, que se encontraba sentado en uno de los escalones, sudando por todo su
cuerpo mientras miraba la infinidad de un mar falsamente atardeciendo sobre una
pared infográfica.
Tenía el lugar algo de ceremonial, y un olor, decían,
como lo que debía ser el del eucalipto. Saneabas el cuerpo y el alma. Era ese
sitio un lugar donde poder eliminar la alienación que algunas personas vivían
episódicamente al vivir en la inmensidad del frío de la galaxia.
Allí Enrique Bermejo tomaba la “spes”, la droga de los
iniciados. Truji Garrido se la iba dando mientras ella también la tomaba.
Dentro de aquella sauna no estaba prohibida, era incluso razonable que aquel
fuera su lugar, entre los selectos. La palpitante Truji Garrido había
sintetizado su propia droga, su propio “spes”. Era unas hierbecillas mezcladas
con unos químicos sobre los que se debía aplicar una pequeña llama. El hilo de
humo blanco que provocaba debía ser inhalado directamente por la nariz. Por
eso, Enrique Bermejo se inclinaba a aspirar profundamente el humo que le
ofrecía Truji Garrido a una distancia no más superior que unos diez
centímetros. La paz subsiguiente no era exactamente paz, ni inmediata. La paz
que proporcionaba se basaba en la esperanza. La “spes” proporcionaba esperanza.
Las posibilidades las transformaba en creencias, las creencias en fe y la fe en
certeza; así se formaba la realidad: por medio de la esperanza depositada en la
certeza de los pensamientos propios.
Truji Garrido, formidablemente desnuda, con los ojos
dilatados, sudando en la sauna, aspiraba ahora ella su “spes”. Para ella aquel
acto religioso era una adicción.
Al fin llegó la persona que citó allí al antiguo gestor
Enrique Bermejo. El enorme “Oso” Yogui ante ellos dos fue recibido con una
reverencia de cabeza de ambos. Truji Garrido le ofreció inmediatamente “spes”.
Yogui no la aceptó con un movimiento de la mano, pero acarició la cabeza de la
mujer en señal de agradecimiento.
-No es legal a los ojos del mundo de la Federación –dijo
sentándose al lado de Enrique Bermejo-, pero es litúrgica para algunos de
nuestros creyentes. No sabía que vosotros la practicabais.
-Aunque no es parte de la liturgia reglada, así es –afirmó
Enrique Bermejo-. Truji Garrido me acompaña en cada uno de mis destinos. Sabe
sintetizarla bien. Pero sólo nos dejamos ver juntos en privado. Es de
confianza, mi señor.
-No me llames “mi señor” –dijo Yogui-. No aquí. Aunque os
vieran juntos y se supiera públicamente a qué se dedica ella no pasaría nada.
Muchos miembros de la casta política de la Federación practica el “spes”.
Enrique Bermejo no hizo gesto alguno ante la afirmación,
pues conocía el hecho, aunque tampoco quería aparentar que lo sabía. Yogui
siguió hablando.
-Has cortado todos tus contactos salvo con nosotros desde
que estoy en la ciudad.
-No he sido yo. Creo que he sido atacado.
-Y nos llegan textos tuyos que nos comprometen.
-No he sido yo.
-Tranquilo. ¿Quieres a nuestro Papa?
-Sí.
-Pues tengo algo de él para ti. Yo sólo soy su emisario.
El corpulento “Oso” Yogui hizo un gesto a un guardián de
la puerta de la sauna. Este les acercó un pequeño dispositivo de mensajes en
holograma. El guardián lo activó delante de ellos. La figura del Papa Galáctico
de la Iglesia Amalgamada se proyectó ante ellos. Truji Garrido reverenció su
figura. El actual pontífice, L. Abad Gutiérrez, había grabado el mensaje para
el antiguo gobernador desde que comenzó la problemática de la secesión federal
de Alcalá de Henares respecto a Madrid D.F.. Yogui sólo era su emisario más
secreto de entre todos sus emisarios para los asuntos más delicados y
complejos. La Iglesia Amalgamada era la religión oficial de la Federación, la
más extendida de todas las religiones. Tenía en su seno todas las grandes
creencias de la Humanidad, en un sincretismo perfecto. Era en buena parte la
espina dorsal de la unión de mundos tan lejanos en el espacio, y tan cercanos
en sus sentimientos de pertenencia cultural. Pero también las pequeñas
creencias tenían su cabida en ella. Algunas no muy promocionadas entre la gran
mayoría de los millones de sus seguidores. Como la rama de creyentes a la que
pertenecía Enrique Bermejo, la de la secta de los estigios, adoradores de la
muerte y su vida ulterior. Aquel sincretismo perfecto no era tan perfecto en la
absorción de estas pequeñas sectas y sus ritos, ya que si bien en la teoría
todo cuadraba y era aceptado, en la práctica muchos creyentes amalgamados
sentían rechazo ante estos creyentes. Pese a que todas las tendencias de la
Amalgama seguían unas líneas generales muy aceptadas y asumidas, que no
profundizaban demasiado en ninguna dirección, el Papado siempre supo que
algunas tendencias eran amadas, mas no proclamadas.
El holograma del Papa L. Abad habló:
-Bendito hijo, bendita tu creencia, bendita sea tu muerte
–el antiguo gestor correspondió con otra inclinación de cabeza-. La Federación
está muy satisfecha con tu labor como gestor de un área metropolitana de una de
sus ciudades galácticas. Sin embargo, la secesión de Alcalá de Henares como nuevo
distrito federal no debe ser interrumpida. El Consejo Federal no puede impedir
que en la legalidad Madrid D.F. lleve a los tribunales a Alcalá de Henares
D.F., pero me pide que interceda por el nuevo distrito. Su existencia nos es
conveniente. Como tu Señor temporal, y tu representante en lo Eterno, conozco cómo
en casos similares has logrado recuperar el control de las ciudades más díscolas.
Hijo, voy a ser franco: bajo ningún concepto la alcaldesa Anna Guillou debe
sufrir accidente o percance alguno. Hay poderosos intereses en la existencia de
un nuevo distrito federal. “Galaxia Eléctrica” no debe salir perjudicada por
una pelea de poderes de gobierno. Queda desautorizado desde el Consejo Federal
cualquier intento de Madrid D.F. por recuperar la ciudad como área metropolitana,
aunque nunca harán pública la desautorización. Si la desobedecieran los
madrileños deberán esperar un gran frío en sus vidas. El frío del abandono
hasta que todos quedemos complacidos. Por lo que a mí respecta como tu
autoridad moral superior, también te desautorizo. Nos han llegado noticias de
un intento de asesinato a la alcaldesa y su secretaria por vías confidenciales
desde el propio ayuntamiento alcalaíno. No nos pasa desapercibido. Es por ello,
querido hijo, que me dirijo en persona a ti por medio de mi emisario Yogui para
otorgarte un bien superior que te recompense de todos los males que te
proporciona nuestra desautorización. Sea Estigia contigo.
El holograma del Papa desapareció tras hacer un gesto
religioso de despida. Enrique Bermejo estaba contrariado. La “spes” comenzaba a
hacer efecto secundario ante las palabras del honorable Papa. Sus esperanzas
pasaban a ser perspectivas. ¿Iba a ser devuelto a Madrid D.F.? ¿Iba a ser
desembarcado en Indonesia? ¿Había pedido Anna Guillou su cabeza? Pero iba a ser
recompensado. Cualquier destino iba a tener en cuenta sus servicios. El guardián
se alejó con el dispositivo de hologramas. Yogui les invitó a vestirse y a
seguirle. Ambos, Enrique y Truji, le acompañaron. En un viaje en coche Yogui
les llevó hasta unas de las entradas al mundo subterráneo de la ciudad
flotante. Desde allí les llevó a uno de los muelles de carga, donde varias
naves de transporte trabajaban. Parece ser que a fin de cuentas, iba a ser
enviado a Indonesia.
-Creo que es aquí donde “Galaxia Eléctrica” enviará la
señal –les dijo Yogui.
-¿Trabajaré para Galaxia Eléctrica? –preguntó el antiguo
gestor.
-Nuestro amado Papa ya te ha dicho que ibas a ser
recompensado. Podrás permanecer en la ciudad –le contestó el magnate que en
secreto era emisario.
Ahora la “spes” hacía un efecto de euforia remarcando la
realidad de las creencias de Enrique
Bermejo. Puede que no pudiera hacer ya nada políticamente por evitar el estatus
nuevo de la ciudad, pero desde la empresa “Galaxia Eléctrica” podía satisfacer
gran parte de su ánimo de revancha contra la alcaldesa Anna Guillou. Podía,
quizá, traer frío o calor excesivo, a su conveniencia. Por supuesto, imaginaba,
el cónsul Miguel Ángel Rodríguez iba a ser su jefe, pero, habiendo trabajado
juntos cuando era un área metropolitana, estaba confiado en que sabría apreciar
sus consejos, e incluso tentarle para extorsionar de manera legal a la ciudad. Satisfacería
así su vil ser de gestor despojado de serlo y las ansias de dinero de aquel emporio.
Se le abrían las puertas a Enrique Bermejo en sus
percepciones mientras esperaban la señal de “Galaxia Eléctrica”. Truji Garrido,
la adicta feliz, soñaba también en un futuro más perfecto para ambos. Quizá en
una vida más cómoda, menos oculta. Una jeringa, su aguja metálica de micras de
grosor, deslizó en ella un frío líquido que en minutos debía paralizarla. El
corpulento “Oso” Yogui se lo había inyectado desde la espalda. Apenas pudo
verlo Enrique Bermejo, pues les daba la espalda en sus propios sueños de
esperanzas. Lo primero que vio fue llegar corriendo a su mejor amigo, un robot,
el robot Sergio Pérez, que se paró ante ellos.
-La señal ha llegado –dijo Yogui inyectando ahora a
Enrique Bermejo también desde su espalda.
El antiguo gestor dio unos pasos hacia delante y se volvió
hacia el emisario del Papa de la Iglesia Amalgamada.
-No entiendo…
-Has sido recompensado, hijo nuestro –le dijo el gran “Oso”
Yogui-. Siéntete gozoso de recibir la buena nueva.
Truji Garrido apenas se movía ya correctamente. Yogui la
cogió y aprovechó que aún podía caminar para introducirla dentro de un cajón de
cartón piedra de mediana altura estructurado en pisos. Enrique Bermejo aprovechó
para intentar irse, pero su mejor amigo se interponía, no le dejaba avanzar.
-Esta estructura –dijo Yogui-, la traje yo mismo para que
Patri S.G. nos haga una de esas maravillosas tartas que a veces cocina, para la
recepción con Borja Montero como epicentro. De aquí debía salir un imitador del
gran músico. Es una lástima que no veas esa fiesta. Pero estás llamado a
mayores alturas, querido hijo. Estaréis quizá un poco apretados, no contaba con
la hija Truji, pero cabréis. Es una lástima el destino final de esta
estructura, habrá que decir que se deterioró.
Yogui terminó de meter a Truji Garrido. Se despidió en la
distancia del antiguo gestor Enrique Bermejo, que era rodeado ahora por algunas
personas que no conocía. Sus piernas y sus brazos comenzaban a desobedecerle.
Ellos le llevaron al cajón y le metieron. Y les cerraron. El cajón por fuera
tenía pintada la forma de una tarta, de la tarta que nunca iba a ser. El cajón
por dentro, oscuro, tenía ahora los temores que también el “spes” proporcionaba
en un uso fallido.
-¡Sergio! ¡Sergio! ¡Ayúdanos, Sergio! –gritaba Enrique
Bermejo a su robot manumitido en la esperanza.
Pero los hombres desconocidos se apartaron, junto a la estructura de cartón piedra le dejaron al
robot un enorme sable. Los gritos se oían
desde fuera. El mejor amigo de Enrique Bermejo los oía. Sus circuitos luchaban
entre ellos. La tarta le hablaba, le confundían unas órdenes, las tartas no
hablan, decían otras. Y con la espada, de un golpe seco, cortó el robot el piso
superior. Dos cabezas seccionadas, y la sangre, que llenaba la caja. Así fueron
los estigios recompensados, pues no hay mayor recompensa que obtener lo
adorado.
Los hombres desconocidos se llevarían la caja.
En otro lugar de la ciudad Doxa Grey se veía satisfecha
en su venganza. El robot recibía señales de localización de su amigo. Lo había
descubierto no hacía mucho. La venganza contra Enrique Bermejo se podía
completar. No pudo paladearla. Acto seguido de culminarla los innumerables
complementos electrónicos de la blanquecina Doxa Grey, tan unidos a su
organismo, comenzaron a colapsar todas sus funciones. En apenas unos segundos,
mientras en el muelle aquel cortocircuitaba Sergio Pérez y se quemaban sus
circuitos, Doxa Grey sufría un paro cardiaco irreversible. Ya en el futuro sería
azul, y no sería.
Miguel Ángel Rodríguez, en su despacho, borró el rastro
de señales de rastreo y cerró su ordenador. Sus trabajadores hicieron lo mismo.
Juanca López lo daba por bueno.
En el centro de la ciudad, Anna Guillou observaba desde
la ventana a Fatima Littlefire pasear.
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