lunes, enero 03, 2011

NOTICIA 878ª DESDE EL BAR: LAS HISTORIAS QUE NOS ENTRETIENEN

Aquí dejo al Alto Mando del Servicio de Espionaje de Bares un relato para comenzar enero:

LAS HISTORIAS QUE NOS ENTRETIENEN

-Trabaja como un chino, folla como un negro y es respetado como un blanco.

Estefanía sabía bien lo que decía. Su rubia melena rizada lo afirmaba con un ligero bamboleo al ritmo de sus pequeños movimientos de cabeza al decirlo. Su hermana la escuchaba atentamente encantada del lenguaje obsceno que tenía. Quizá les habría escuchado alguien de las mesas de alrededor de la suya, pero eso sólo aumentaba un mayor interés por dejarla hablar. El racismo tópico de sus frases le creaba una extraña sensación de recuerdo que más tarde, cuando se separaban, le creaba pensamientos que la empujaban a una sensualidad ardiente. Una sensualidad que sólo la dejaba en paz transformándose en un estallido de sexualidad en los rozamientos contra todos aquellos objetos duros y rígidos que podían satisfacer la explosión del explosivo que cada conversación con su hermana colocaba en su cabeza.

-Tenía los dedos tan enredados en mi gatillo –seguía diciendo Estefanía- que cuando quería desenredarlos no podía menos que apretarlo y disparar las balas. Y las balas estaban tan dispuestas y ansiosas por salir raudas, que no podían menos que estamparse en su carrera contra él.

Su lenguaje era muy poético, pero la realidad de las historias que contaba eran muy claramente de la carne sobre la carne, de la carne entre la carne, de la carne en la carne. Cuando llegaba a su casa, alquilada a un precio bajo para mucha gente, pero caro para ella que apenas cobraba de sueldo lo que la casa se llevaba, no se dejaba llevar inmediatamente por la hoguera encendida. Encendía el ordenador, tecleaba su contraseña para entrar en su página personal, y escribía eróticas historias que imaginaba. Luego las compartía inmediatamente con todo el mundo cuando pulsaba la opción de “publicar”. Se había creado todo un personaje que acumulaba cientos de visitas diarias de cualquier lugar del planeta donde hablaran su mismo idioma, aunque cuando ponía fotografías sólo ese era el idioma.

Su hermana era un poco mayor que ella. Ambas eran jóvenes. Siempre había sido preciosa. La escuchaba. Escuchaba cada una de sus historias. Posiblemente, con seguridad, idealizaba y se inventaba muchas de las partes. En ese momento acababa de pronunciar: “dieciocho centímetros es lo de siempre, pero este tiene veintiséis centímetros, lo medimos… y lo pasamos muy, muy, bien haciéndolo”. Eran frases descabelladas, de una suciedad lúbrica, probablemente mentira. Hablaba acumulando tanta humedad en su boca que la saliva hacía que cada vez que realizaba una pequeña pausa, al volver a abrir sus labios sonaba un pequeño chasquido de ellos, a veces de su propia lengua, como despegándose de la humedad de las paredes de su paladar.

Su casa no era muy grande. Apenas era una sala que servía de salón y de cocina, un pequeño dormitorio y aún un más pequeño lavabo y servicio. Pero la recibía con su media luz procedente de las farolas de la calle que entraba por las ventanas. La recibía con su modestia y su desorden cada una de esas noches que regresaba de tomar algo en una cafetería con su hermana. Su hermana paró de hablar momentáneamente para sonreír mientras sacaba un cigarro falso que debía ayudarla a dejar de fumar. Ella miró los posos de sus vasos de café.

Pagaron sus cuentas y se despidieron. Ella regresó a aquel pequeño piso cargada de las frases de Estefanía. Encendió su ordenador. Escribió. Publicó. Compartió. Pero no hubo nada más esa noche. Simplemente una ducha. Su ducha le contaba otras historias. Su casa le contaba otras historias. Estaban escritas en las cartas del banco que se acumulaban en las últimas semanas sobre su mesa. En una carta de empresa de un trabajo acabado. En unas pequeñas letras que le mandaban a plazos.

Por Daniel L.-Serrano (Canichu).

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