La Octava Sinfonía de Beethoven (Sinfonía nª 8, en fa mayor, opus 93) fue compuesta, al igual que la Séptima Sinfonía, entre 1811 y 1812, de hecho, mientras la Séptima Sinfonía, como vimos, era la obra número 92, la Octava era su obra número 93 acabada y reconocida; por tanto, fueron compuestas juntas. En esta Octava Sinfonía volvió a tener un arrebato compositivo muy creativo, con lo que volvió a crear una sinfonía en apenas cuatro meses, como ya había ocurrido en el pasado. En concreto tuvo dos arrebatos creativos para esta obra, uno en los comienzos de 1811 y un segundo en octubre de 1812. Sin embargo, la obra no se estrenó en diciembre de 1813, como había ocurrido con la sinfonía anterior, aunque ya estaría preparada, sino que se estrenó en febrero de 1814, una vez más: en Viena.
Walter Krug llamó a esta Octava Sinfonía la "Sinfonía del buen humor", ya que al carecer de movimientos lentos y al tener algunas repeticiones entre sus partes, como pasó con la Tercera Sinfonía, le dotan a la obra de un sentido del humor alegre y de diversión. Además, Beethoven quiso "jugar", divertirse por así decirlo, con respeto pero con sentido del humor, de las sinfonías de Haydn, al que ya había superado, por lo que tendrá partes que recuerdan en parte a las formas de Haydn, pero que son inconfundiblemente de Beethoven, que de paso les quita transcendencia y peso, las vuelve: divertidas. Salvando enormemente las distancias, esta obra tendría tanta reverencia como irreverencia humorística a la música previa de la que venía, como las versiones del punk rock de los años 1970 de las canciones de rock precedentes o hasta de las de jazz de Frank Sinatra.
La alegría divertida de Beethoven se basa en una presunta candidez e indolencia de lo que sería una mañana de primavera en el campo por parte de una joven que se dispone a cantar inocentemente, aunque el mundo no es inocente. Hay tonos de burla al insinuarse un erotismo y una sexualidad más allá de la sensualidad que sobrepasaría a la cándida joven que canta inocente en un campo primaveral como si el mundo fuera un cuadro infantil para entender la vida. El ambiente dulzón que le imprime ayuda a que sea ciertamente divertida y una pequeña broma a la obra de Haydn que tanto le persiguió en sus inicios por muchos años, tan reverente como irreverente. Pero aún así, es una buena obra seria. Beethoven la consideró mejor que la Séptima para su gusto. De hecho, muchos de sus seguidores coetáneos, por algún tiempo, la prefirieron a la Novena, una vez que esta se creó, claro está.
Son cuatro movimientos que en conjunto duran de treinta a treinta y cinco minutos de media. Contiene caprichos sonoros en algunas de sus partes que son pequeños adornos que enriquecen el significado completo de la composición. El sentido armónico de Beethoven queda aquí totalmente asentado de manera evidente.
En buena parte el sentido final de la sinfonía surgió en la primavera de 1812, cuando se encontraba en una comida con amigos, estando de muy buen humor. Estaba presente Johann Mäzel, que acababa de inventar el metrónomo y se lo presentó a los músicos allí presentes. Les habló de su funcionamiento y uso, así como de lo beneficioso que sería para poder acompasar ritmicamente las composiciones musicales en cada una de sus partes, instrumentos e incluso voces de las y los cantantes que las interpretasen. Sería una herramienta de trabajo para los músicos, basado en un sonido pendular que podía variar su velocidad, y por tanto medir matemáticamente los tiempos de los sonidos, o sea: ayudando a crear ritmos de sonido estables, y por ello ayudando a crear melodías. A Beethoven le hizo gracia aquel invento, ya sea porque se tecnificaba la música, o porque él era un romántico amante de la libertad, e improvisó una canción que cuadró con el metrónomo, causando la gracia y diversión de los asistentes. De esa canción nacería el sentido total de la sinfonía ya citado, donde hay burla del estilo neoclásico y sus normas, personalizados en Haydn.
Sin embargo, una vez más en la vida de Beethoven, enfrentaba con una creación alegre lo que en su vida era un momento difícil. No sólo se estaba quedando totalmente sordo, como dijimos en la Séptima Sinfonía, su nuevo amor le había abandonado (probablemente ante su carácter iracundo) y a la vez, por aquel tiempo, también le daba por imposible su hermano. Beethoven casi se suicidó. Por la sordera total tuvo que dejar de dirigir sus composiciones, aunque siguió produciendo, y a pesar de que dirigió totalmente sordo algunas obras en un primer momento, como ya vimos en la anterior entrega.
Como ya dije, tengo la Octava Sinfonía en el mismo disco compacto que tengo la Séptima, comprado de segunda mano a un italiano. La dirige Wilhelm Furtwängler, al mando de la
Filarmónica de Viena en el concierto interpretado
el 30 de agosto de 1954 en Salzburgo. Furtwängler no sólo fue uno de los mejores autores del siglo XX, está considerado el director que mejor y más ha interpretado a Beethoven en toda la Historia, hasta el momento. Desde muy joven comenzó en el estudio de los cuartetos, sonatas, conciertos de piano y sinfonías de Beethoven. Sólo retiró una obra de Beethoven de sus repertorios, la Missa Solemnis, por considerarla la mejor obra de Beethoven y ser él incapaz de hacerla justicia por mucho que lo intentó.
Furtwängler entendía la obra de Beethoven como un conjunto, al estilo de las figuras de un drama humano. El destino y la historia de Beethoven se podía seguir por orden oyendo una detrás de otra sus composiciones.
"Para mí nunca son las mismas obras", dijo Furtwängler, que efectivamente dotaba de aires diferentes cada vez más perfectos cada una de las obras cada vez que interpretaba a Beethoven, su autor más admirado. Les daba además un sentido propio salido de su propia alma en un intento de conjunción con la de Beethoven. Ponía todo el corazón y pasión para entender la música más allá de ella, para entenderla desde la vivencia de Beethoven y a la vez sacar de dentro de él mismo lo que a él mismo le ocurría en cada momento de su vida. Cuando se produjo este último concierto en Salzburgo el 30 de agosto de 1954, Furtwängler comenzaba a tener otra característica que le apoximaba a Beethoven: se estaba quedando sordo, lo que le ocasionaba una gran angustia. En 5 de noviembre hizo un viaje en tren de Gastein a Clarens, en Suiza, durante el cual se vio afectado de neumonía. Esta no se curó bien y él, con la angustia por su sordera, se abandonó. La neumonía aumentó hasta el punto que el supo que se moría, tal como declaró a su esposa. El 30 de noviembre, murió.
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