miércoles, septiembre 09, 2015

NOTICIA 1520ª DESDE EL BAR: UN MAL BUEN INICIO (capítulo 12 de 13)

Estamos en la antesala del final del relato conjunto de Luis Abad conmigo, con los ilustradores Chicha "Excelentísimo Chechu", Ramón Sánchez y Zia Mei. Hoy Ramón, Ramonadas, nos trae su última ilustración para este proyecto, obra, conjunto. La imaginación onírica y surrealista mezclada con el realismo, dentro de sus grafismos propios de las viñetas, o de la pintura de cultura popular o Arte Pop, nos ha acompañado en sus ilustraciones. Entre tanto, Ruiz, Fabra y un asesino en serie. Que la cerveza os acompañe en el capítulo penúltimo.


UN MAL BUEN INICIO
Capítulo XII


-Tú sabes algo que yo debiera saber –sentenció Fabra a modo de saludo al sentarse en la mesa del bar donde se había sentado Helena Cobeño.

-¿Me ha seguido? –preguntó Helena Cobeño sorprendida por aquella invasión de su espacio.

-Creo que más bien estás siguiéndonos tú. Te he visto en la escena del crimen. Me pregunto que hacías tú allí. Qué hacías tú en muchos de los sitios de este caso. Me pregunto por qué nos estás ocultando algo. Pero sobre todo sé que eres algo más que una víctima. No sé si por tu mente confusa o por otra razón, pero no creo que fuera una casualidad que estuvieras en ese circo de vísceras de ahí fuera.

-Déjeme en paz.

Fabra sacó un pequeño sobre de papel de uno de sus bolsillos y lo puso sobre la mesa moviéndolo de vez en cuando con una de sus manos. Lo cogía y lo levantaba dando pequeños golpecitos con él en la mesa mientras el camarero les servía y ellos se dejaban servir. Ella pidió una cerveza. Él pidió un café sólo. El café llegó negro y oscuro dentro de su taza humeante. La cerveza resbalaba finas capas de hielo sobre el cristal de su vaso. Un pequeño plato de patatas bravas con un tenedor clavado acompañaba la bebida.  Dentro del sobre no había nada, pero Fabra jugueteaba con él, como si tuviera algo, algo incriminatorio. Helena Cobeño miraba el sobre intentando hacer que no se notara, cosa difícil cuando alguien se sienta enfrente de alguien, cara a cara.

-Antes de estar aquí he estado con tu padre –dijo Fabra con la taza a la altura de una de sus manos y el sobre bajo los dedos de la otra. 

-¿Y?

-Hemos hablado de Olga Albescu. Conocías a Olga Albescu.

-Sí.

-Lo sé, no era una pregunta.

-¿Y qué importa?

-Sabes que es una de las víctimas. Y creo que sabes las relaciones fraudulentas con tu padre, tanto como yo –Fabra arriesgó por el todo.

-Hubo una exoneración de cargos por aquello.

Fabra dio dos golpecitos a la mesa con el borde inferior del sobre. Helena bajó la mirada paseándola del sobre a la taza de café del policía.

-Dante. El asesinato de Olga evoca a Dante.

-Muy literario.

-Las cuerdas con serpientes son de la Divina Comedia, del foso de los ladrones. Como las que la ataban a ella.

-Se me antoja que sabes mucho, Helenita.

Ella intentó levantarse de la mesa. Él la paró tomándola suave pero firmemente de una de sus muñecas, como una esposa de carne.

-No hace falta que desperdicies esa cerveza. Bébetela conmigo. Me sigue apeteciendo hablar.

-Yo no quiero.

-Ya no importa lo que quieras. Y tu salvación depende de lo que yo desee hacer, y lo que yo desee hacer depende de lo que tú quieras hablar.

-Todo es una cuestión ética. Hay otro.

-¿Otro?

-Un capitán del ejército.

-¿Quién?

-No lo sé.

-¿Dónde está?

-No está.

-Has dicho que había otro, ¿dónde está?

-Ya no está –repitió Helena casi hablando a su cuello.

-Entiendo –dijo Fabra recapacitando la trascendencia del ya no estar de aquel capitán.

-Cinco asesinatos.

-Cuatro.

-Jennifer Cebrián, Olga Albescu, Manuel Roncallo, el capitán y quien quiera que sea el del coche, son cinco, más tu secuestro.

-No sé quién es el del coche, pero no ha sido él. Son cuatro.

-Sabes mucho. Creo que vas a tener que venir conmigo. Levántate con normalidad y acompáñame a la salida.

-En esta ciudad se han desbordado los asesinos.

-De eso ya hablaremos.

-Señor Fabra, ¿cree usted en el calentamiento global?

-¿Perdón?

-Ya sabe, en el cambio climático. Dicen que el mar engullirá islas y playas, que media España estará dentro del agua del mar, sin embargo dicen que el agua subirá cuatro centímetros. ¿Qué son cuatro centímetros? Apenas nada. El agua un poco más cerca de las toallas en verano.

Fabra se desconcertó con este giro de la conversación, pero no lo externalizó. Siguió tirando de aquel hilo, quizá fuera algo.

-Para que todos los océanos y mares de La Tierra aumenten cuatro centímetros de agua, ¿cuántos litros de agua crees que se necesita? ¿Y de dónde crees que salen? Salen de los casquetes polares, de la fundición de sus hielos. Se libera su agua y se llenan los mares, ese deshielo provoca un descenso de las temperaturas y las corrientes de aire buscan nuevos lugares por los que correr. Todo es una cadena de sucesos. ¿A dónde nos lleva esto?

-¡Aquí! –gritó la joven clavándose  de un solo golpe seco el tenedor de las patatas bravas justo en un lateral de la garganta.

Fabra saltó hacia atrás en un acto reflejo, tirando con gran estrépito su silla y cuánto había en la mesa. El resto de la clientela comenzó a gritar histérica mientras en otro acto reflejo Fabra recuperaba su frialdad casi instantáneamente para taponar el chorro de sangre que comenzaba a brotar de la herida profunda del tenedor retirado del cuello con rapidez por la propia Cobeño. Ordenó a gritos al camarero que trajera trapos limpios indicando que era policía. El camarero no reaccionaba. Estaba pálido, tanto como se estaba poniendo pálida la cara de la bella Helena. La sangre estaba taponada por la mano de Fabra, sin duda saldría toda si la retiraba. Probablemente el tenedor alcanzó alguna vena o, peor aún, la arteria. Unos pocos minutos después de desorden y escándalo, llegaron rápidos los servicios médicos que aún estaban trabajando en los restos del asesinado del aparcamiento. Helena Cobeño fue encamillada e introducida en la ambulancia que salía con estruendo hacia el Hospital Príncipe de Asturias.

Fabra salió del bar totalmente enfadado. Tampoco esto lo había visto venir. Este caso estaba escapando a todas sus lógicas. Nada respondía a nada.¿Y si todos eran el resultado del caos? Pero el asesino respondía a un perfil muy educado, casi un intelectual o un extraño ser ético con una moral confusa, como la del Diablo, cuando era un ángel que quería hacer cumplir la voluntad de Dios usando los caminos prohibidos de Dios.

La sangre de Helena Cobeño había brotado caliente como quien abre un grifo de agua y rompe el mando para cerrarlo. Sus manos y su traje estaban manchados de sangre. Ni siquiera le importó, no pensó en ello, no tenía conciencia de estar asustando a la gente que le veía caminar rápido hacia su coche. Quizá todo estuviera unido en una cadena de sucesos trágicos de consecuencias imprevisibles, como el calentamiento global del planeta, quizá una enfermedad había provocado otra creando un segundo asesino, o quizá todo fuera un refinado producto de asesinatos finamente lógicos desde unas ideas intelectuales deformes. Lo único que sabía mientras conducía su coche a toda velocidad por las avenidas que le llevaron hasta el otro extremo de la ciudad era que estaba furioso, aunque externamente parecía estar todo en calma, pese a la sangre que le manchaba.

Otra inocente podía morir. Una inocente equivocada, demasiado implicada con el culpable, en sus emociones o en sus pensamientos, pero una inocente. Una inocente envenenada del veneno del crimen. El crimen, como una plaga, que se extendía por la ciudad. Recibió una llamada en el manos libres, los de la ambulancia decían que había fallecido en el camino. Ahora él estaba allí, en medio del campo verde del campus universitario de las facultades de Ciencias. Aún había conejos asustados ocultos tras las matas más salvajes, mientras algunos estudiantes reían a lo lejos. Su coche aparcado cerca de las vías de tren, no muy lejos del viejo armazón de hormigón que en un pasado remoto fue el hangar de aviación militar del aeródromo más moderno de Europa. Ahora sólo era un esqueleto donde los jóvenes bebían alcohol los fines de semana y escuchaban música, a pesar de las vallas que la Universidad trató de poner en aquel lugar. Con los puños apretados, cesó su tensión física para acercarse a uno de los grupos de jóvenes que bebían no muy lejos.  Eran dos chicos y tres chicas. Tenían consigo un par de botellas de ron, varias más de cerveza y algo de refrescos de cola para mezclar con el ron en vasos de plástico de un litro, todo con su inseparable bolsa de hielo. Una compra fácil y barata en una tienda de ultramarinos regentado por chinos. Daba igual, también los españoles lo hubieran vendido antes de que esas tiendas fueran mayoritariamente de chinos. Sin embargo, las bolsas de plástico donde las habían traído tenían claramente el nombre de un supermercado español que tenía centros por todas las ciudades y pueblos de España.

Fabra, sin mediar palabra agarró uno de aquellos vasos recién llenados de ron y cola y bebió un trago que lo dejó por la mitad. Los jóvenes protestaron. Uno de ellos, el más vociferante, le había llamado viejo apestoso, parecía que iba a sacar una navaja. Fabra sacó su pistola reglamentaria de forma rápida y pegó un tiro que impactó al lado de los pies del joven. Tan cerca que le podría haber reventado el tobillo. No llevaba ninguna navaja. Fabra regresó a su coche. El mundo estaba enfermando.

Amanecía perezosamente. En esos momentos recibió un mensaje de Ruiz. “Los muñecos de barro, numeración azteca”, ponía. De acuerdo, los aztecas numeraban los muertos con sus puntos, pero ya sabía los que había, demasiados.

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