jueves, enero 22, 2015

NOTICIA 1435ª DESDE EL BAR: AÑO NUEVO DE 1915

Con motivo de haber terminado de leer Senderos de gloria (1935), de Humphrey Cobb, he querido escribiros otro relato por el primer centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Cobb, que estuvo destinado en Europa dentro del ejército canadiense entre 1917 y 1919, se indignó mucho al leer la noticia real de los juicios sumarísimos para dar ejemplo entre la tropa francesa durante la contienda. En concreto en 1934 había leído una noticia en The New York Times donde se informaba de una indemnización simbólica a dos de las viudas y una reparación de honor a otra viuda cuyos maridos habían sido fusilados como resultado de un proceso ejemplar a todo un regimiento de hombres que se habían negado a salir a combatir por la imposibilidad de poder hacerlo ante la potencia del fuego enemigo. La novela no fue muy vendida en un primer momento, pero fue llevada al teatro en torno a 1938, también sin éxito. Cobb se hizo comerciante de acciones de la Marina estadounidense y posteriormente agente de la Oficina de Información de Guerra (la OSS, posterior servicio secreto llamado CIA). Pero quizá se hizo famoso como guionista de películas de Hollywood, entre ellas varias protagonizadas por Humphrey Boggart. Cobb murió en 1944 con 45 años, no pudo ver la adaptación cinematográfica que hizo Stanley Kubrik en 1957 con dinero del actor Kirk Douglas, quien quiso a cambio ser el protagonista. En Francia no se pudo proyectar hasta 1975, y en España hasta 1986. El libro, reeditado en España por la editorial Capitán Swing con una introducción muy inteligentemente escrita por David Simon, cuenta, en esa edición, con un apéndice final que contiene el diario personal anotado del Cobb mientras fue soldado raso combatiente en la guerra. El autor fue antibelicista. Fue un gran descreído de las autoridades militares y los sacrificios que pedían. Precisamente su libro puso en contradicción todo el aparato burocrático y todas las razones de Estado para la guerra. En su escritura se intuye parte de la experimentación de la época al mezclar la narración clásica con cartas, informes, borradores y hasta con las actas del juicio final del proceso sumarísimo a los condenados, pero lo hace ne dosis pequeñas, lo que nos permite leerlo todo del tirón. No hay capítulos, aunque hay zonas acotadas en el texto a modo de tales, y se divide toda la narración en tres partes. El final del libro es diferente al final de la película. Stanley Kubrik añadió en su guión un par de escenas brillantes que posiblemente hubieran sido del gusto de Cobb. Así mismo, no son tres los acusados, como en la película, sino cuatro, merece la pena conocer los porqués del cuarto acusado. Además, a pesar del peso del coronel Dax en la película, interpretado por Douglas, el libro es una historia coral donde todos los personajes cobran importancia ya por sus dotes mezquinas, ya por sus dotes campechanas, ya por sus dotes nihilistas, religiosas, asesinas, ambiciosas u honorables. Si hubiera que hablar de un protagonista en el libro no sería tanto Dax, cuya personalidad es muy atractiva, si no  el del soldado raso Langlois, aunque en realidad cada una de las tres partes contiene un personaje diferente más destacado sobre los otros. El lenguaje es directo y conciso. Ataca directamente a toda la burocracia militar y a todo lo que se esconde de ella en forma de intereses personales disimulados en órdenes. El libro es asequible a 18 euros. Merece la pena tenerlo e la bilbioteca. Sin más, os dejo con el relato que os he escrito yo, que no tiene nada que ver con este libro. Saludos y que la cerveza os acompañe.



AÑO NUEVO DE 1915
 
El lago de los cisnes había sonado lento y aburrido. Chaikovski mismo hubiera bostezado de sueño y aburrimiento. La pequeña banda sinfónica comenzó a acometer La marcha Radetzky con más entusiasmo. Las notas de Strauss no sólo despertaron a los músicos de una abulia que habían logrado transmitir, también el público se reanimó y poco a poco se oían palmas acompañando la música. El viejo director de orquesta rejuveneció su espíritu aquel día de Año Nuevo de 1915 con una sonrisa que comenzó en las comisuras de sus labios no creyendo aún haber despertado al público asistente del pequeño teatro. Pronto fue una enorme sonrisa que incluso pintó un poco de rosa las pálidas mejillas del ya casi octogenario hombre de la batuta. El público entero al unísono daba palmas perfectamente sincronizadas con el tempo de la música, había quien daba pequeños taconazos en el suelo de debajo de su butaca. El director de vez en cuando, con una sonrisa formidable bien asentada en su cara, se daba la vuelta y se atrevía a dirigir a aquel público de ciudad pequeña austriaca que tan vigorosamente tocaban sus palmas al ritmo de La Marcha Radetzky. Parecían haber ensayado. Subían el sonido de sus palmas o lo bajaban al ritmo que les indicaba el viejo director, que se atrevió incluso a dirigirles por sectores de la sala. Aquella composición de Strauss sonó fuerte, rotunda, convencida, unísona, bien compenetrada sin que el público se hubiera puesto de acuerdo previamente, todo funcionaba perfectamente como un artilugio de relojería austriaca, como una máquina germana.

El público estaba entusiasmado con aquella marcha a pesar de que el resto del concierto había sido entre pasable y olvidable. Bien es cierto que para la gran mayoría de los presentes, si no para todos, un concierto de Año Nuevo sin El lago de los cisnes y sin La marcha Radetzky hubiera sido un engaño o una falsa esperanza, como la pasada tregua de Navidad en los frentes de combate. La ejecución de El lago de los cisnes era un auténtico destrozo por el carácter patético que le dio el director. Quien no se dormía recordaba a su hijo muerto o a su esposo muerto, o recordaban a quienes podían morir el día de mañana o ese mismo día. Los que estaban de permiso pensaban en su propia muerte. El lago de los cisnes no debería haber conferido esos pensamientos. Muchos los eludieron pensando en sus pequeñas tareas diarias o en las vivencias de la celebración de la noche vivida, pero en todos, aunque no se pensara directamente en ello, tenían en la cabeza el ambiente lóbrego que aquel director transmitió a Chaikovski. Pero La marcha Radetzky era otra cosa. Era energía pura. Era golpe de mano con golpe musical dirigiendo a todos unidos en una revancha emocional que no podía culminar en otra cosa más que en el convencimiento absoluto de que aquel concierto había merecido la pena, todo lo demás eran circunstancias de la guerra. La marcha Radetzky hacía que todos fueran parte de aquel concierto. Palmeaban a la vez con fuerza y entusiasmo como si a cada palmada amplificada por otros cientos de manos dando palmadas estuvieran acabando con todos los males de Austria como quien aplasta una mosca con contundencia marcial. Los corazones se agitaban más deprisa. Todos se sentían parte de algo. Después de todo, aquel teatro no era tan pequeño ni la orquesta sinfónica de aquella ciudad lo era tampoco. Estaba siendo una mañana estupenda justo en ese momento, en aquel tema musical que daba fin al concierto, cosa que no hubieran dicho un par de temas antes.

Cuando la música acabó se levantó de su asiento todo el mundo en el patio de butacas y en los palcos aplaudiendo desbordadamente como si sólo La marcha Radetzky y su ímpetu imperial hubieran sido todo el concierto. El director de la orquesta se volvió complacido tras dar la orden para que se levantaran primero las diferentes secciones de cuerda de su orquesta, luego las diferentes secciones de vientos y por último su sección de percusión. Se inclinó ligeramente en señal de respeto al público mientras le llovían los aplausos. Salió por un lateral hasta en dos ocasiones, pues hubo de salir a escena ante los aplausos interminables. Sin duda, a fin de cuentas, al final había sido mejor concierto de lo que él mismo hubiera esperado. Hacía días que el médico le había dictaminado una enfermedad que en breve le dejaría sin recuerdos hasta el día de su muerte, pero eso sólo lo sabía él y su médico. Aquel concierto expresaba su ser. Aquel final era una lucha personal de vitalidad frente a todo aquello que ahora le parecía una vida rociada de tristeza y ceniza por su condena al olvido. La marcha Radetzky era para él un estallido de rebeldía aquella mañana. Tras dejarse llevar por lúgubres pensamientos, la pasión musical le hizo dar aquel enérgico final que él no terminaba de comprender cómo había empatizado con el auditorio. Allí estaba la masa nebulosa compuesta por los diferentes colores de los trajes de gala de la gente, aplaudiéndole. También sus ojos hacía tiempo que no le mostraban una realidad nítida.

Poco a poco fue saliendo la gente del teatro. Algunas personas hacían grupitos en el recibidor del edificio hablando entre ellos. Otros esperaban o eran recogidos por coches de caballos. Había parejas que se iban dando un paseo calle abajo o calle arriba. El sargento Clemens Leisser se fue andando en soledad. Estaba agotando su tiempo de permiso. Una barrida de ametralladora había matado a todos los hombres a los que él mandaba en el momento de un intento de asalto a las posiciones enemigas. Apenas había ocurrido quince días atrás. Los cuerpos habían caído como muñecos de marioneta a los que les cortaron las cuerdas. Sus posturas fueron de lo más extrañas. Él había quedado sólo en tierra de nadie. Era el soldado que más había avanzado aquel día. No era de lo que más se enorgullecía. Se daba a sí mismo por muerto. En poco tiempo una ráfaga de ametralladora podía seccionarle la cabeza o sacarle las tripas, entonces todo hubiera acabado. Sólo esperaba que no fuera especialmente doloroso. La muerte en sí no le importaba tanto como el modo en el que se podría producir. A fin de cuentas él no era un soldado de chocolate, no era una persona que le gustara lucir su uniforme y sus medallas delante de los civiles, especialmente delante de las chicas, para luego derrumbarse y derretirse toda su estampa, como se derrite el chocolate con el calor, a la hora de enfrentarse a los combates. Se veía a sí mismo muerto en pocos minutos, quizá en segundos. Incluso si le acertaran las balas y quedara vivo era probable que muriera desangrado, quizá incluso viviera lo justo para ver como alguna rata se decidía por empezar a comérselo sin esperar a que fuera carroña. Empezaría por algún trozo inerte de su cuerpo aún caliente. Tal vez fue la idea insoportable de morir mientras unos dientecillos de rata le devoraban aquella cuando anocheciera que se decidió por quitarle las granadas de mano a un par de los soldados muertos a su lado y salir lanzándolas hacia delante corriendo hacia aquella ametralladora. Tiró todos los explosivos que tenía y disparó cuánto pudo. Estaría muerto antes de llegar a la alambrada enemiga, o quizá llegaría hasta allí justo a tiempo para quedar enganchado y morir quedando colgado de las púas metálicas. Fue algo instintivo y pasional. Si lo hubiera reflexionado bien, hubiera retrocedido arrastrándose y serpenteando hasta sus posiciones. Sin embargo, no pudo tener más fortuna en el lanzamiento de aquellas bombas de mano. La primera cayó cerca de la ametralladora enemiga, lo suficiente para aturdir con una lluvia de tierra a los soldados que la manejaban. La segunda bomba los mató. Las otras convirtieron aquel nido de ametralladora en un montón de agujeros. Habían caído todas tan cerca que nadie pudo hacer uso de aquel arma. Desde atrás de él aquello infundió ánimos al pelotón que les seguía, los cuáles ya se estaban retirando. Animados por la acción el capitán de aquellos hombres ordenó de nuevo el avance. No se tomó la posición. En apenas treinta minutos más volvieron a retroceder. Aquel día nadie avanzó nada en sus posiciones, pero el cabo Clemens Leisser fue ascendido a sargento y recibió veinte días de permiso. Así que allí estaba él. Era huérfano, no tenía familia, ni tampoco esposa, novia o alguien al cargo. Allí estaba él, paseando de vuelta a la habitación que alquiló en aquella ciudad pequeña del interior de un valle de Austria. Podría haber ido a Viena, pero prefirió aquel lugar. Le parecía más tranquilo, un lugar intermedio entre lo urbano y lo rural. Todo lo que había ocurrido esos días podría no haber ocurrido, pero había ocurrido y seguía vivo, había aplaudido La marcha Radetzky, se había puesto su gabardina militar y andaba por la calle cerca de la hora de comer. Comer era el principal motor para que los soldados se sintieran vivos. Más que una Marcha Radetzky.

Leisser había pasado el comienzo de la noche de Año Nuevo emborrachándose con cerveza negra en un bar donde conoció a una prostituta que dijo que se llamaba Nina. El resto de la noche la había pasado con esa chica en su habitación. Ella era joven y muy delgada. De pelo moreno. Tal vez era judía de nacimiento y educación, pero no parecía creyente, simplemente algo se notaba en algunos de sus modos de comportarse y de hablar, y en su nariz, ligeramente grande, ligeramente curva. Sus ojos eran grandes y negros. Sus piernas firmes. Sus pechos pequeños y duros. Su estómago estaba blindado al alcohol, pero sabía disimular. Sus movimientos tenían la precisión del conocimiento de su trabajo. Sumisa en apariencia, le había dirigido en todo lo que aquella deseaba aquella noche. Ganó su sueldo hora tras hora. Leisser gastó en ella la pequeña paga extraordinaria que le habían dado. Cuando volviera al frente podía morir segado por una ráfaga de balas, todo el dinero que tuviera daría igual. Mejor para aquella chica, que le había tratado sin rudezas ni órdenes ni nada que amenazara su ser. Habían hablado mucho en la madrugada. Él le había contado cosas de su infancia y los recuerdos borrosos de sus padres. Ella le había escuchado abrazada a su pecho de hombre en la cama. También ella le contó cosas de su infancia. Se habían gustado, aunque ambos sabían cómo funcionaba el mundo para que ellos se hubieran conocido. No había sido casualidad que se eligieran mutuamente aquel Año Nuevo. El frío unía a las personas, sobre todo a las personas con vidas amenazadas por lo salvaje. Se despidieron a la hora del desayuno, pero se habían prometido volver a verse. Leisser se proponía volver a verla en la próxima ocasión. De momento él había ido a aquel concierto, para el que había sacado su entrada días antes, y ahora debería buscar un lugar donde comer antes de partir de nuevo hacia el sector del frente donde estaba su compañía. Le quedaba muy poco tiempo de permiso. La volvería a ver, se dijo, ganaría otro permiso y volvería a aquel lugar, la vería, le pediría una dirección donde escribirla y nunca más se volvería a ir sin besarla, siempre que ella así lo quisiera. Necesitaba de aquel cobijo en su vida. Necesitaba de ella, único momento agradable que había vivido en muchos meses. No era un enamoramiento, sino una sensación de paz. Leisser asociaba la paz al bienestar junto a ella aquella noche, ni siquiera la relajación del esfuerzo físico era comparable a la relajación del esfuerzo físico que había vivido en cada combate. Probablemente si conociera a más chicas, chicas que no pagara y que le aceptaran, viviría similares o mayores sensaciones, pero hacía tanto tiempo que sólo recibía horrores de la guerra, que aquella chica era para él la culminación de la paz en su vida. Se proponía volver a verla, incluso vivir con ella si ella le aceptara. Pero todo esto eran pensamientos ligeros, cosas que se pensaban porque igualmente le mantenían lejos de los cañones. Unos cañones amenazantes, dispuestos a despedazar su cuerpo, a desvertebrarlo, a acabar aquel cuerpo que tan placenteramente había descansado aquel Año Nuevo en el lecho con ella.

En estas cosas pensaba caminando en busca de un lugar donde comer dentro de una o dos horas, lejos de la marcialidad unísona de los aplausos sincronizados de la multitud en La marcha Radetzky. Paseó varias calles secundarias hasta llegar al río que bordeaba la ciudad. Estuvo paseando por allí observando algunas aves no migratoria saltar de rama en rama de los árboles de la ribera. Un padre pasó en bicicleta seguido por su hija. Hacía sol y hacía frío. La nariz se le helaba cuando al fin se decidió por regresar hacia el centro de la ciudad. Conocía un mesón en el que servían una buena sopa de verduras seguida de un plato de carne asada que le podía valer como el mejor de los regalos para su estómago, que en los próximos meses volvería a alimentarse de comidas de rancho y conservas en escasas porciones. Sólo se comía algo más después de un ataque, si se lograba regresar de una pieza. Se solía atacar antes de comer, pues se evitaba así que los estómagos pesados por la digestión impidiera correr u otros ejercicios propios del combate. Aquellos que morían por la patria hacían un último acto de amistad a sus compañeros, pues su rancho aumentaba las raciones. El frente aún estaba lejos, tenía frente a sí un pernil pequeño de cordero que pagó haciendo un último derroche y reservando un poco más por si encontraba a Nina. La salsa se había compuesto con pocos ingredientes, pero combinados y usados con inteligencia. El tiempo que había estado en el horno le había dado a todo una ternura y un sabor como si fuera el mejor de los manjares del palacio imperial. Apenas había dos patatas, pero venían al cuerpo como si fueran un patatal entero. Era Año Nuevo y pese a la guerra, la vida.

Tras comer fue a su habitación. Se tumbó un poco en la cama, había que aprovechar el colchón y su recuerdo. Luego escribió un par de cartas a un par de amigos y las mandó por correo tras ir a sellarlas. Aquellas iban a ser las primeras cartas que escribía no iban a pasar la censura militar tras muchos meses en el ejército. Había que aprovechar también el servicio civil de correos. Cuando se puso a escribir se dio cuenta que tampoco sabía exactamente qué quería contar que mereciera la pena contar sin aquella censura militar. Se limitó a escribir sobre la tranquilidad que había recibido en aquella ciudad esos días. Sobre que tal vez debiera sentar la cabeza cuando se licenciara, pero que, si moría en combate, como era probable tarde o temprano, dejaba dicho a sus amigos todo aquello que debía hacerse con sus bienes y que quería que hicieran con el cuerpo si se recuperaba del campo de batalla. No escribió nada sobre Nina. Tan sólo cerró las cartas, fue a sellarlas y las envió.

Sobre las cinco tomó un café en la avenida principal. Habló con algunos clientes de la mesa de al lado sobre temas intrascendentes. A las seis el frío aumentaba. El cielo se ponía blanco. La gente comenzó a irse a sus casas poco a poco. Las chimeneas soltaban el humo de su calor. Para las siete hubo un gran movimiento en la ciudad, a pesar de que ya era de noche. La gente corría a sus casas. Algunas madres y padres llevaban casi a rastras a sus hijos. En esa zona del país no había peligro de que la guerra llegara, así que le parecía raro el alboroto. Leisser siguió su paseo sin darle gran importancia, pero extrañado. Habían comenzado a caer algunos copos de nieve, tal vez no querían ser sorprendidos por una gran nevada en la calle. A él le daba igual. Las trincheras endurecía los cuerpos de los que allí habían estado.

-¡Sargento! ¡Sargento! –le gritó un soldado que viajaba agarrado al lateral exterior de un camión que se paró al otro lado de la calle.
-¿Qué ocurre soldado? –le gritó Clemens Leisser.
-¡Venga al camión sargento! ¡Ha habido un accidente con el camión que iba al matadero y se han escapado las vacas, las terneras y los toros!
-¡Pues que formen una familia! –le gritó Leisser jocoso sin estar dispuesto a interrumpir su paseo.

Un coche de policía llegó hasta aquella calle y paró junto al camión militar.

-¡Oigan!, ¿es que no saben lo del matadero? Los animales están asustados y vienen hacia acá desbocados. Vayan a refugiarse –les ordenó un oficial de policía.

La puerta delantera del acompañante del conductor del camión militar se abrió y bajó un capitán.

-¿Y qué hacen ustedes? –le dijo el capitán al oficial de policía.
-Intentamos avisar a la población.
-Señores, ustedes están huyendo. Hagamos frente a los toros.
-No tenemos medios para atraparlos, queremos que se concentren en una plaza para poderlos encerrar y meterlos de nuevo en otro camión –dijo el policía.
-Idioteces. Ustedes están huyendo –contestó el capitán que rápidamente tomó el control de la situación aunque no estaba dentro de su potestad-. Esos animales iban al matadero, hagamos el trabajo ahora y será más fácil hacer que monten en el camión.
-Pero… -intentó replicar el policía, el capitán le hizo callar con un gesto autoritario.
-¡Sargento, venga aquí! –ordenó el capitán a Leisser, que se acercó a desgana-. ¿Está de permiso?
-Sí, señor –contestó Leisser saludando militarmente.
-Bueno, pues una poco de práctica disparando no le vendrá mal. ¿Tiene su pistola?
-Sí, señor.
-Bien. Móntela. ¡Soldados, bajen del camión con sus fusiles y cárguenlos! Y ustedes dos –les dijo a los policías-, sigan avisando a la población y corten las calles en un perímetro de dos manzanas a la redonda.

Todos obedecieron las órdenes, aunque los policías lo hicieron disconformes con obedecer a un mando militar ajeno a la ciudad, sin embargo, pese a todo, preferían dejar en otras manos aquel asunto.

-Sargento, esto será rápido, incluso divertido, como unos ejercicios de tiro, o una cacería. Siento estropearle su permiso pero las circunstancias son las circunstancias. Mejor esto que los italianos, los serbios o los franceses.

A continuación el capitán apostó a los soldados en determinados lugares estratégicos de la calle y dividió en patrullas de a dos a unos pocos hombres para buscar a los animales y tratar de azuzarlos hacia la zona donde les esperaba la balacera. Leisser era uno de los exploradores. Sólo tenía su pistola, en el camión no tenían fusiles de sobra, pero le acompañaba un soldado con uno. La orden era arriesgada y fuera de toda ordenanza militar. Aquel capitán tenía fama de dar órdenes controvertidas. Nunca le había salido mal una jugada, aunque nunca era tarde para que un día alguna de sus osadías tuviera un mal final y acabara con su brillante carrera. Se había alistado como soldado raso antes del estallido de la guerra. Había ascendido por méritos corriendo todo tipo de riesgos que a otras personas, por menos, les había llevado a la tumba, o a mejor decir, a la sepultura del barro de la tierra de nadie entre las trincheras. Sus osadías y el uso nulo que hacía a menudo de las ordenanzas no le habían llevado nunca al calabozo. Corría el rumor de que su apellido coincidía con el de un conocido diputado, y por su edad había quien juraba sin saber que ese capitán era sobrino de alguien importante en Austria. Su temeridad había llevado a la tumba a mucha gente a la que había mandado, pero a él le había dado muchos honores. Estaba convencido de su predestinación a la gloria militar de una manera casi levítica. De él, pensaba, dependía el ejemplo a cundir entre los austriacos que esos días empuñaban las armas. Leisser era ajeno a esa forma de ser. Para él bien valía ya firmar un armisticio.

El sargento y el soldado avanzaron por la calle por la que habían aparecido el camión militar y el coche de policía y se desviaron en la primera bocacalle que encontraron a su izquierda. Se trataba de una pequeña calle que se dividía en otras dos. Tomaron el camino de la calle más estrecha de esa nueva bifurcación. El soldado avanzaba pegado a la pared del edificio de la derecha, mientras que el sargento lo hacía por le de la izquierda. Trataban de no hacer mucho ruido para no alertar a los animales, por si estuvieran justo al otro lado de la próxima esquina. La nieve comenzaba a ser más abundante.

Leisser temía que aquello le fuera a retrasar mucho más tiempo del que esperaba gastar. No sabía cuánto tardarían en dar con los animales escapados del matadero, pero temía sobre todo al posible formulismo militar posterior o a los caprichos de aquel capitán. Con todo, esperaba acabar con suficiente tiempo como para poder encontrar a Nina y pedirle una dirección postal, si había suerte, para dar un trago juntos. Tras las esquinas de aquellas calles no había nada. Vieron pasar a otros dos soldados como ellos al otro extremo de la calle, así que volvieron y tomaron la calle que habían dejado atrás sin explorar. Ni el soldado ni él estaban contentos de tener que afrontar aquella misión estúpida. Todos estaban de permiso. Los soldados habían sufrido un duro bombardeo manteniendo sus posiciones en Los Alpes, después de aquello los habían mandado al combate sin darles un tiempo de refresco gracias a aquel capitán de mandíbula cuadrada. Buena parte de ellos habían muerto. Recibieron algunos hombres nuevos que renovaran las pérdidas y tras aquello al fin se decidieron los mandos a darles un  descanso. Ninguno de ellos se imaginaba que incluso en su descanso aquel capitán les iba a seguir manteniendo en activo, aunque fuera en algo tan estúpido como aquello. Estaban cansados y su capitán parecía un niño jugando a la guerra.

Avanzar por las calles con la sensación de que en cualquier momento apareciera alguno de los animales recordaba en cierto modo al avance por la trinchera enemiga, donde no se sabe dónde los enemigos. En cualquier momento, de improviso, podía salir de la nada lo inesperado, a pesar de haberle estado esperando, y acabar de bruces contigo. Nevaba. Aquellos animales tendrían frío y miedo en el cuerpo. Se volverían más peligrosos si resbalaban. Se les oía correr y mugir. Un par de disparos sonaron de lejos. El grito de una mujer asustada cerrando una ventana de golpe rebotó por cada calle. Un tercer disparó fue seguido de lo que parecía el desplome de uno de aquellos animales. Unos gritos de los soldados informaban que habían abatido a uno, pero varios se les habían escapado rápidamente doblando la calle hacia su izquierda. Leisser y el soldado se volvieron hacia la calle por donde creyeron que venía el sonido más fuerte. Leisser le hizo un gesto al soldado

-Pásame el fúsil –le dijo.
-¿Qué?
-Que me pases el fúsil -le pidió Leisser.
-Ni hablar, no pienso hacerlo –contestó el soldado desde el otro lado de la calle aferrándose más al cañón del fúsil como si así estuviera más seguro en sus manos.
-Soy un sargento, dame el fúsil –le ordenó.
-No voy a pasarle el fúsil, sargento. Usted tiene la pistola.
-Te estas insubordinando.
-Lo siento, sargento, pero el capitán me ordenó patrullar con el fúsil.
-El capitán no está aquí y yo soy un sargento. Dame el fúsil –Lessier se impacientaba, estaban al lado de la esquina de la calle y el animal se aproximaba.
-Sargento, con todos mis respetos, creo que el animal entrará por este lado y me será más útil a mí.
-Desde donde estás no tendrás tiempo a apuntar el arma, dame el fúsil y quítate de esa esquina, estúpido.
-No, sargento – el soldado se agarró más fuerte, movió la cabeza hacía un lado como si estuviera pendiente de Leisser y del posible toro a la vez, aunque en realidad pretendía evitar el enfrentamiento directo con las miradas.

Sonaron varios disparos en otras calles sucedidos de algunos gritos de euforia. El animal que se les aproximaba sonaba cada vez más fuerte cuando apareció de súbito arrollando al soldado. Se trataba de una vaquilla bastante corpulenta marrón y blanca que levantó por los aires al soldado. El fusil salió por los aires y cayó bastante lejos de donde estaban, aunque el soldado no lo hubiera podido recuperar. El soldado no terminó de caer al suelo cuando la vaquilla le volvió a enganchar por el interior de uno de sus muslos casi a la altura de la entrepierna. Aquel hombre dio otra voltereta en el aire antes de caer con la cabeza por delante al suelo. Ya había comenzado a aparecer un reguero de sangre bastante grande cuando la vaquilla se fue por el otro lado de la calle a toda velocidad huyendo del matadero.

Leisser se acercó corriendo al hombre caído. La primera cornada apenas le había rasgado uno de sus costados. Quizá tuviera alguna costilla rota, prácticamente le había levantado de un cabezazo. Ni siquiera la vaquilla se había planteado al aparecer que allí hubiera alguien. Pero la segunda cornada le había atravesado la pierna, tal vez le había cortado el sartorio, posiblemente también alguna arteria, que era la que debía estar desangrándose. Cuando le alzó en el aire por segunda vez el peso del cuerpo del soldado había provocado un desgarro bastante grande, tanto que uno de sus testículos estaba fuera del escroto. Para remate, el golpe en la cabeza contra el asfalto parecía grave, también sangraba por allí, pero Leisser había visto muchas heridas por caídas en la cabeza, puede que aquello fuera más aparente que lo de la pierna. Trató de taponarle la salida de sangre usando la tela del propio abrigo del soldado, cuyo faldón en esos momentos estaba justo al lado de la hemorragia. La sangre no paraba de salir. Leisser gritó pidiendo auxilio. La vida de aquel hombre se le iba entre las manos. La sangre le manchó las puñetas de su gabardina, ya había impregnado toda la superficie de sus manos. Cuando aparecieron los primeros compañeros de aquel hombre, aquel ya había muerto. Estaba, según el capitán que mandó aquella operación, en un lugar mejor que en el que ellos estaban.

Leisser había visto morir a muchos hombres, pero nunca de aquella manera. Aquel capitán apenas tuvo unas palabras marciales sobre el deber cumplido, ignorando que no era el deber de aquel hombre de permiso controlar una desbandada de vacas y toros. Verdaderamente aquel capitán era un niño jugando a la guerra como si aquellos hombres fueran peones de ajedrez o soldaditos de plomo. Leisser deseó darle un puñetazo bien fuerte en el mentón. Sólo hubiera servido para meterle en problemas. Temió que aquel puñetazo pudiera darle muy graves consecuencias. Se contuvo mucho de no destrozarle a golpes la mandíbula cuando dejó de hacer presión en la herida abierta. Un río de sangre salió a presión como un surtidor, para después salir sosegadamente formando un charco junto al hombre muerto al que aquella sangre apenas unos segundos antes daba vida. Un soldado le invitó a levantarse con una suave palmada en el hombro. El capitán se agachó para certificar él mismo la muerte de aquel hombre, a pesar de que ya había sido corroborada por el propio Leisser y otro soldado. Se levantó y les ordenó terminar el trabajo iniciado antes de hacerse cargo del cuerpo, como si del campo de batalla se tratara.

Una hora más tarde habían abatido a todos los animales. El cuerpo de aquel soldado había sido envuelto en una manta y montado en el camión. El capitán les ordenó quitarse las gorras y dijo unas palabras como si fuera el capellán militar. Si por este hombre hubiera sido, él lo hubiera sido todo en aquella guerra. Pero en ese gesto que le repugnaba a Leisser, los soldados a su mando encontraban en él algo respetable, por extraño que pareciera. Como la persona que simpatiza con su raptor cuando su vida depende del raptor.

Apenas habían hecho aquello por controlar realmente a cuatro vaquillas.

Era ya muy tarde, las diez de la noche, cuando Leisser llegó al bar de mala reputación donde encontró a Nina la noche anterior. No había cenado, pero quería encontrarla. Un desasosiego le recorría su interior después de lo de aquel hombre. Tenía las manos limpias, se las había lavado en su habitación. El capitán le proporcionó una gabardina nueva como recompensa por la que estaba manchada de sangre, ya que estaba de permiso. Aquello fue extraño, un acto teatral de cortesía después del trágico suceso. Era como si aquel hombre no sintiera. En el bar no estaba Nina.

-¿Eres uno de los militares que ha quitado de la calle a esos toros? –le preguntó el dueño del local acercándose a la mesa con un plato de comida humeante.
-Sí –contestó Clemens Leisser sin ningún orgullo ni pasión.
-Muchas gracias, muchacho, toma esto de parte de la casa –le dijo dejándole el plato delante suya y dándole una gran palmada en la espalda que le hizo inclinarse hacia delante.

Leisser aceptó el plato metiendo la cuchara dentro para comenzar a cenar. No estaba nada mal cocinado. A fin de cuentas así había sido su vida los últimos meses. Pensaba en aquel chico, pero sobre todo en lo fortuito de la vida. Un vaso de vino después de comer y después otro y otro. Pasó otra hora antes de que Nina apareciera en el local. Sin duda venía de haber acompañado a algún cliente un rato, pero también ella se alegró de verle. Fue directa a sentarse a su lado.

-Nina –le dijo-, mañana por la mañana vuelvo al frente.
-Aún tenemos la noche.
-Pero quiero volver. Volveré en cuanto pueda. Mientras, si tú quieres…
-¿Has oído lo de los toros? Dicen que se escaparon lo menos diez.
-Si tú quieres podríamos escribirnos.

Nina tomó un trago de vino del vaso de Clemens.

-¡Camarero, trae otro vaso! –ordenó desde su mesa Leisser, lo trajeron rápido y se sirvieron dos vasos de una jarra nueva de vino-. ¿Qué me dices?
-Hay que ser muy valientes para enfrentarse a los toros. Dicen que hirieron a uno de los soldados. Pobrecito, pero ahora quizá pueda ver a su mamá.
-Sólo nos queda esta noche, Nina. Necesito saber si…
-Sí. Escríbeme –contestó pasándole el brazo por los hombros, él la besó.
-¿Dónde…?
-¿Sabes escribir?
-Sí.
-Yo no. Sólo sé hacer mi marca.

Leisser sacó una libreta y una pluma estilográfica muy barata y algo vieja. Anotó la dirección que le dijo Nina y volvieron a beber juntos antes de besarse.

-¿Quieres pasar esta noche conmigo, es tu última noche? –le preguntó Nina tocándole el interior de sus muslos.
-Nuestra última noche.
-Sí.
-Sí, quiero.
-Entonces paga y vámonos.

Leisser sacó su cartera y pidió la cuenta, que pagó de inmediato. Cuando se levantaron apareció de nuevo el dueño del local dándole de nuevo las gracias por lo de las vaquillas que él mismo confundía con toros. Estaba notablemente bebido lo justo como para valorar como algo muy positivo cada cosa que le contaban que le gustaba.

-Entonces, ¿tú estuviste en lo de los toros? –le preguntó Nina con los ojos iluminados de una forma novedosa y admirativa.
-Sí, yo estuve allí –le contestó sin orgullo Leisser.
-¡Qué callado lo has guardado! ¡Bésame, héroe!

Leisser la besó en un beso más húmedo y más pasional que todos los besos anteriores.

-Hay otras cosas que no te he contado, cosas vergonzosas –le dijo tras besarla.
-¿Ah, sí? ¿Cómo qué? Si vas a escribirme no debemos tener secretos, mi héroe.
-Pues por ejemplo, esta mañana estuve en el concierto de Año Nuevo –dijo Leisser sonriendo con su broma.

Ella sonrió con una pequeña risita. El dueño del local, que estaba al lado, estalló de entusiasmo:

-¿Habéis oído todos? ¡Este hombre ha estado en el concierto de Año Nuevo!

Todos los presentes hicieron reverencias mientras Nina reía falsamente llevada por el vino.

-Cántala, Jakob –le pidió Nina al dueño del local sujeta al brazo del sargento Clemens Leisser.

El dueño del local se sintió animado por todos y comenzó a entonar el comienzo de las notas más conocidas de La marcha Radetzky. Poco a poco todos los presentes le acompañaron con sus voces cada vez más altas. Y con sus palmas, también cada vez más altas. Y con sus tacones en el suelo. Cantaban igualmente unísonos, casi marciales, como una máquina germana, todos acompasados como marchando juntos de verdad, como pudiendo hacer frente en ese momento a cualquier adversidad. Nina reía agarrada a Clemens, y Clemens, con una sonrisa tiraba de ella hacia la puerta. La marcha Radetzky llenaba todo el lugar, como lo había llenado la vaquilla al arrollar a aquel soldado. Como lo había llenado la sangre del desgarro de su pierna. La situación parecía cómica, pero todo el local parecía pasar del humor de las borracheras a la compenetración unísona de voces, palmas y taconazos sincronizados. Como una marcha maquinal y férrea. Como algo imparable. Como si Austria entera se estuviera movilizando en aquel local entre jarras de vino a medio beber, vasos vacíos y vasos llenos. Incluso el director de la orquesta de la mañana podría haberse sumado el tanto de aquella noche sin estar allí, y probablemente con seguridad sin que allí hubiera alguien que hubiera estado en el concierto, salvo Leisser. Los austriacos de aquella ciudad parecían encantados con La marcha Radetzky.

La noche continuaba. Por la mañana el sargento Clemens Leisser marcharía al frente.


Por Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 22 de enero de 2015. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

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