El sexto relato por el cien aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial lo he situado en el África Subsahariana. Un lugar de combate poco conocido, pero que resultó de vital importancia en el cambio de mentalidad de la población autóctona, ya que a partir de ahí nació el panafricanismo, el movimiento llamado la negritud, un montón de promesas incumplidas, y el acercamiento de muchas personas de las tribus a la alfabetización occidental, a sus sindicatos, a sus trabajos vacantes a costa de que los blancos se iban a combatir a los frentes de combate, al socialismo, sobre todo de corte socialdemócrata y comunista, y a una formación militar a la manera occidental que les hizo comprender de sí mismos que los blancos por ser blancos no eran superiores.
LOS
GUERREROS DE LOS RIFLES
Los
rebaños de gacelas, con sus elevados cuernos paralelos y sus finas patas,
estaban tranquilamente tumbadas o pastando. Muy cerca un grupo de ñúes, con sus
barbas y sus cuernos torcidos, caminaban hacia el Este, hacia el agua del lago
Victoria. Otro grupo de cebras, con sus rayas negras y blancas y su aspecto de
pequeños caballos, estaban como deliberando entre hacer una cosa u otra. Los
tres grandes grupos habían hecho la emigración juntos a aquel lugar. Habían
llegado a los pastos cercanos al lago hacía unos dos meses. La emigración
conjunta permitía más posibilidades de salir indemnes de los ataques de las
leonas y las hienas o de recibir la lanza de algún grupo de cazadores humanos.
Una nube de mosquitos importunaba a las gacelas que se habían tumbado. No
tardaron en levantarse y vagar tranquilamente mordisqueando por diferentes
lados algo de la vegetación de aquel prado. A lo lejos una familia de elefantes
se desplazaba también hacia el lago, pero esto no les inquietaba. También por
el cielo se veían diversas aves volando en esa dirección. Sin duda era la
época. No era extraño que todos aquellos enormes grupos hubieran sido seguidos
por pequeños grupos de leones, guepardos, leopardos, hienas, buitres y perros
salvajes de las praderas. Eran un manjar andante. Además, por el camino podían
encontrar grandes serpientes que tampoco les ponían las cosas fáciles. Llegar
al enorme lago Victoria no era tampoco una garantía de tranquilidad, aunque sin
duda era el premio final de aquel enorme camino. Allí había cocodrilos y
caimanes en las aguas, pero a la vez se reunían con otros rebaños pacíficos
para ellos como eran los de onix, antílopes y okapis, o bien grupos de aves
grandes. También encontraban a veces pequeñas familias de monos que bajaban
raramente para beber, de hipopótamos a los que no había que acercarse mucho, o
de rinocerontes, con los que había que guardar aún más las distancias.
Su
extraña comunidad migratoria formada entre gacelas, ñúes y cebras parecía una
especie de acuerdo implícito para ir o irse al lago Victoria en las épocas del
año correspondientes. Era verano y estarían allí hasta el comienzo de octubre. Era
necesaria la convivencia con los innumerables animales de otras especies que se
acercaran a beber y a pasar los grandes calores, pero esos tres grupos, cada
uno sin revolverse con el otro, parecían tener una especie de pacto para
moverse por África juntos. Como si fueran una confederación de animales. Era
inevitable que tarde o temprano alguno de ellos, de cualquiera de las tres
especies, cayera bajo el ataque de algún depredador, pero la unidad podía
permitirles mejor que por variedad y cantidad de individuos tuvieran más
posibilidades de salir con vida o salvar a sus crías. Bien es cierto que a la
hora de defender a sus pequeños era más efectiva la táctica de los elefantes,
rinocerontes e hipopótamos, pues no basaban su estrategia en salir corriendo en
huida, sino en rodear a sus crías para protegerlas y arremeter en un ataque
contra su agresor. Quizá por eso todo carnívoro africano prefería a aquellos
grandes grupos de rumiantes. Había tantos reunidos que siempre podían cazar a
alguno. Se asustaban con facilidad y rara vez se defendían conjuntamente.
Corrían y sus crías también debían correr si querían salvar la vida. Muy rara
vez eran defendidos por sus familias, que a lo sumo o trataban de esconderles o
hacían algún aspaviento de defensa. Los guepardos, que eran los que más
corrían, solían siempre saltar sobre los cuartos traseros de algún ejemplar
joven, después lo derribaban mordiéndole el cuello. Lo estrangulaban con sus
mandíbulas, a la vez que lo desangraban. Aquel corredor ya no tenía salida. La
gueparda, pues era normal que los felinos dejaran la caza a las hembras, tenía
así comida para sus cachorros, y siempre quedaba algo para el macho, que
simplemente lo tomaba para sí, sin esperar ofrenda alguna y sin importarle
mucho la cantidad que dejaba para la gueparda y sus pequeños. Aquello era la
selva.
Había
muchos grupos en verano en torno a los prados del lago Victoria. Sin embargo,
los depredadores marcaban sus territorios, eso permitía que allá donde hubiera
leones, los leopardos no se adentraban, por ejemplo. No era algo matemático.
Por supuesto que los intentos de ocupar territorios, las desorientaciones, las
migraciones o simplemente el hambre, provocaban incursiones en unos y otros
territorios marcados de modo habitual con los olores de sus segregaciones,
tales como orines o defecaciones. Bien es cierto que las hienas tenían por
costumbre adentrarse en manadas en los territorios que querían y robar la caza
de las leonas más desdichadas, y, si se descuidaban, incluso de comerse a sus
cachorros más pequeños. A veces estos se perdían y lloraban por la noche muy
lastimeramente, su madre les llamaba con un rugido agónico, parecían auténticas
madres humanas llorando al comprender la gran tragedia que podía suponer la
indefensión de su pequeño. Afortunadamente solían reencontrarse de modo
habitual por las mañanas. Otras veces no era así, para fortuna de las hienas.
Si lo encontraba un guepardo o un leopardo la situación no era mejor. Ellos no
se comerían la cría de un león, pero sí lo mataban para evitar un futuro
competidor en aquel lugar cuando se hiciera adulto. Los buitres eran entonces
los más afortunados, acostumbrados a bajar de los cielos para alimentarse de la
carroña de los más desdichados. Daba igual que animal muriera a la intemperie,
tenían una capacidad de visión de tal calibre que ellos divisaban cualquier
animal muerto, por pequeño que fuera y por muy lejos que estuvieran volando.
Las
aguas del lago Victoria eran otra cosa. Serpientes, cocodrilos y caimanes se lo
disputaban. Las serpientes fingían ramas y hojas caídas en la orilla, y si
alguna gacela joven se acercaba a beber cerca de ellos, reptaban con gran
sigilo y saltaban para inyectarles su veneno de un mordisco. Era cuestión de
tiempo que aquel pequeño cayera mientras sus padres no podían hacer nada y se
mantenían a distancia horrorizados viendo actuar al reptil. Normalmente esto
ocurría por las noches, ya que por el día las orillas del lago eran
aprovechadas por los felinos para cazar igualmente, ocultos entre la maleza,
esperando pacientemente en los lugares que por observación habían concluido que
era el más obvio para que una gacela se acercara a beber. Y beber también era
un acto de prudencia, pues del agua podía saltar lo que antes era un tronco de
un árbol caído y ahora era un cocodrilo saltando atrapándote con sus fauces,
que eran como unos resortes imposibles de abrir para escaparte. Su hilera de
dientes te enganchaban y te arrastraban al interior del agua, donde morirías
ahogado en mitad de la violencia que se te hacía. Ibas a ser devorado con
seguridad. Los cocodrilos y los caimanes no hacían distinciones, carnívoros y herbívoros,
todos eran una pieza ideal para comer. A los únicos que respetaban era a los
elefantes adultos, a los hipopótamos con sus pajarillos pequeños sobre ellos y
a los rinocerontes. Sus pieles eran duras como corazas de metal humanas y se
defendían con gran fuerza y violencia. A un cocodrilo esos animales no les
venían bien, más que para su dieta, para su salud en general. Además, que un
hipopótamo se bañara en una orilla del lago podía hacer creer a una gacela, a
un antílope o a cualquier herbívoro que allí no había peligro para beber,
entonces ya estaba planteada la trampa.
Hacía
tiempo que en el lago había otro tipo de animal para ellos, se trataba de
pequeños barcos de vapor de los humanos y otras embarcaciones. Estaban
acostumbrados a barcas de madera de las poblaciones negras que por milenios
siempre convivieron con ellos, cuya carne era blanda y exquisita, pero cuya
caza entrañaba peligros especiales, pues un animal tan aparentemente indefenso,
sin fuerza ni velocidad, se las ingeniaba de todo tipo de trampas que podían
acabar con uno. Se vestían con telas, pero también con pieles de animales como
ellos. Los hombres de aquellos otros barcos con piezas de metal, movidos por el
vapor de unas calderas, eran blancos y daban órdenes a aquellos negros, que
vestían similar a aquellos blancos. Al Sur del lago eran alemanes, al Norte
eran ingleses. Muchos animales además emigraban al lago Victoria desde las
selvas al Oeste del lugar. En ese extenso territorio de selva tupida, con sus
hormigas, arañas y telarañas gigantes, estaban los belgas, justo donde vivían
los grandes gorilas y las tribus africanas más cercanas a la prehistoria de la
Humanidad. Tribus apegadas aún a las hachas de mano hechas de piedra, mientras
los belgas, alemanes e ingleses tenían rifles y fusiles que provocaban un
estruendo que terminaba en la muerte de algún ser.
En
las orillas del Noroeste del lago Victoria estaba nuestro grupo de gacelas,
ñúes y cebras. Allí estaban entre su actividad de pastar apaciblemente y sus
indecisiones sobre si acercarse ya al lago, o esperar a que bajara un poco más
el sol en esa tarde. Aún quedaban dos o tres horas para que comenzara a
anochecer en aquel lugar del mundo. Un poco de ruido les alertó, pero no lo
suficiente para salir despavoridos corriendo por la pradera. Pusieron
prudentemente algo de distancia entre los humanos nuba que se acercaban a aquel
lugar y ellos.
Aquellos
nuba llevaban el uniforme inglés de las tropas coloniales con sus emblemas distintivos
donde se veían claramente algunos elementos definitorios estrictamente
africanos. Aquellos nuba eran unos hombres negros muy fornidos. Tenían la cara,
sobre todo sus frentes, decoradas con gordas cicatrices redondas en filas que
formaban dibujos geométricos sobre ellos. Eran cuatro y algunos de ellos tenían
algunas de esas decoraciones personales por sus brazos, sobresaliendo su visión
por debajo de las mangas cortas de sus camisas. Uno de ellos llevaba en los
alerones de su nariz unos hierros a modo de tachuelas que le decoraban la cara,
al mismo modo que le daba cierto aspecto de ferocidad. Todos llevaban unos
rifles reglamentarios. Seguían las órdenes de un sargento blanco y delgado
cuyos brazos y piernas eran todo fibra. Su pelo era negro y corto, y tenía un
bigote como una raya horizontal y recta. Sus ojos eran azules y sudaba todo
aquello que sus soldados nuba no sudaban en ese momento. Su gorro como un plato
tampoco eliminaba demasiado el sol sobre su cabeza. El sargento llevaba en su
cinto una simple pistola reglamentaria. Tenían como prisioneros a dos altísimos
masai de pelo tan rizado que era imposible de traspasar con los dedos, cosa que
no pasaba con los nuba, pues ellos iban totalmente rapados al cero. Los masai
llevaban uniformes alemanes y eran dos. Estaban desarmados. Estaban tan
estilizados que la visión en conjunto de todos aquellos hombres parecía una
farsa en medio de tal ambiente paradisíaco de las manadas tranquilas en mitad
de la pradera.
Aquellos
masai estaban muy lejos de su territorio original, ellos eran más que de la
zona de Kenia, de la zona de Tanzania, que estaba dentro del África Alemana
Occidental, al Sureste del gran lago Victoria. Pero tampoco los nuba estaban en
su territorio tribal. Ellos eran de un lugar al Noroeste de aquella zona
Noroeste del lago. Eran de donde probablemente eran aquellas gacelas, ñúes y
cebras que les miraban. Los nuba eran un pueblo que había conservado su Historia
de modo oral, por lo que esta estaba llena de fábulas imprecisas igual que la
vieja Historia de griegos y mesopotámicos. Sus poblados estaban en las montañas
que daban fin a la sabana africana y se solían colocar en las elevaciones de
terreno que encontraban agrupando sus chozas cada cuatro de ellas. Tenían su
base de piedra, paredes de adobe y techos de paja y ramas. Según los nuba anakin
más ancianos eso se remontaba siete generaciones atrás como remedio para
defenderse de los innumerables pueblos que viniendo del Este y del Oeste les
hacían saqueos y les secuestraban para venderlos en los mercados de esclavos.
De este modo los nuba vivían como en fortalezas y combinaban sus labores
agrícolas y pastoriles con numerosas tareas guerreras. Se consideraban a sí
mismos los señores del Alto Nilo. Tenían toda una cultura en torno a la idea
guerrera como defensa de su pueblo. Los guerreros eran admirados, pero estos
debían tener una serie de códigos, por ello los mejores y más fuertes guerreros
debían ser además los más virtuosos músicos de la tribu. Los nuba eran
apasionados de la música y los rituales del baile.
Los
nuba en sus poblados solían ir prácticamente en total desnudez, sobre todo las
mujeres, salvo aquellos que habían recibido a misioneros cristianos protestantes ingleses. Sin embargo los masai, lejos de los territorios nuba, en su Kenia
natal, eran unos guerreros bastante pacificados. Se dedicaban sobre todo a la
ganadería de especies bóvidas. Vestían con telas, normalmente largas faldas que
les cubrían desde el comienzo de la boca del estómago hasta las rodillas.
También tenían como mantos a modo de capotes. Solían decorarse con grandes collares
muy amplios y diademas. Los guerreros se pintaban de ocre y bailaban dando
saltos mientras ululaban. Sus lanzas de puntas larguísimas eran realmente
temibles. Los británicos ya habían probado otras como esas, las de los zulúes,
en Sudáfrica, hacía ya muchos años, en 1879, pero todavía lo recordaban, pues
la modernidad de su ejército había sido más que cuestionada por tribus que
todavía vivían en las épocas más antiguas del hombre.
Tanto
los cuatro nuba como los dos masai vestían las ropas de los ejércitos europeos
correspondientes, eran por ello: askaris. El sargento inglés paró en aquel
lugar tan apacible para consultar su mapa. Los masai se acuclillaron para
descansar, rodeados por los cuatro nuba y sus rifles.
-Sigo
sin entender porqué seguimos a estos blancos –dijo en su lengua natal uno de
los nuba al resto.
-Porque
son nuestros amos –le contestó otro mirando a los masai que estaban agachados.
-¡Callad!
Los ingleses son nuestros amigos. Gracias a ellos nuestro pueblo ha logrado que
paren los ataques que por generaciones hemos sufrido –dijo el más fornido de
los cuatro fornidos.
-Pero
mi madre sigue viviendo en una cabaña de adobe rodeada de estiércol mientras
ellos viven en ciudades en la costa –dijo el primero que había hablado.
-Una
vez conocí a un guerrero dankali –dijo el cuarto que aún no había hablado-.
Esos viven entre la sabana y el desierto, pero no son blancos. Su piel es más
clara que la nuestra, pero es como la nuestra. Ellos luchan con los ingleses
contra los turcos mucho más al Noreste de África, pero no están en sus
ejércitos con uniformes como los nuestros. Dicen que se tienen a sí mismos por
aliados y no por súbditos.
-¿Y
qué diferencia hay si al final luchan por ellos? –dijo el segundo que había
hablado.
Los
masai tenían la cabeza levantada, pero no les miraban directamente. Los nuba
les rodeaban con sus caras hacia ellos, pero los masai no se atrevían a
mirarles directamente a la cara.
-Me
habló de la existencia de un dios poderoso diferente al de los blancos, Alá. Me
dijo que ese dios le había dicho a su profeta “tu Señor no te ha olvidado ni
te ha aborrecido. Tu vida futura tiene más valor para ti que la vida presente”.
Dijo que todos los africanos éramos hermanos y que si ellos estaban con los
ingleses era porque los preferían a los turcos o los alemanes, pero que
llegaría un día que habría que reclamar África para los africanos. Ese es el
futuro de África.
-¿Una
África sin blancos? Eso es imposible –dijo el tercero que había intervenido.
-No.
Una África con ellos, pero nuestra –prosiguió el cuarto.
-¿Y
qué más da ingleses, franceses, portugueses alemanes o turcos? Yo he trabajado
en los puertos de El Cairo antes de la guerra –dijo el primero que había
hablado-. Era un estibador más. Se cargaban y descargaban grandes cantidades de
todo tipo de productos que salían de África. Allí conocí a unos hombres blancos
que me dijeron que el color de la piel no importa. Realmente creo que estos
hombres nunca habían vivido el trato que hemos vivido nosotros. Sí importa.
Pero llevaban razón en una cosa. Las diferencias las imponen los hombres con
dinero. Los que no tenemos nada somos débiles mientras andemos divididos.
Nuestra riqueza es nuestra unión. Los ingleses tienen mucho dinero, y nuestras
madres, como dije, siguen viviendo muriéndose de hambre si hay sequía. El
dinero de nuestros amos sale de nosotros. Tendríamos que unirnos los pueblos de
África para reclamar lo que nos corresponde y poder organizarnos para que nunca
jamás nos falte nada.
-Tu
hermano estudió en Europa, ¿no? –preguntó el tercero que había hablado.
-Sí,
y me manda libros. Y te aseguro que esos libros dicen cosas que no nos dicen
los sacerdotes que nos mandan a nuestros poblados.
-Entonces
hablas como los blancos –sentencio el tercero.
-Pero
lo que dice a mí me gusta –dijo el segundo.
-Yo
no creo que los que no tenemos nada podamos gobernar sobre estos que tienen
hasta aviones –dijo el cuarto-. Creo que el dankali llevaba razón, tenemos que
vivir con ellos, pero África debe ser nuestra y no suya.
-¿Quieres
que te explote un rey negro en lugar de uno blanco? –le dijo el primero que
había iniciado aquello.
Los
masai los miraban discretamente con giros de sus ojos, en silencio. Sumisos a
su condición de prisioneros de aquellos hombres nuba.
-Estamos
combatiendo con ellos por su supervivencia –dijo el tercero-. Los ingleses nos
recompensarán. Cuando acabe todo nos miraran de igual a igual. Podremos tener
nuestras escuelas como las suyas, nuestras universidades… yo no sé mucho de las
cosas que decís, pero creo que ahora somos hermanos.
El
sargento terminó de consultar el mapa y se acercó a los nuba con cara de
complacencia al haber encontrado el camino de regreso a su fuerte. Llevaba
colgando sus prismáticos de campaña.
-Chicos
–les dijo en inglés-, creo que llegaremos en una hora. No estamos muy lejos,
afortunadamente. No sé qué hacían estos alemanes negros tan lejos de su
territorio pero creo que nos van a dar un par de días de permiso por esta
captura.
Luego,
mirando a los masai, añadió:
-Si
averiguan que erais espías ya sabéis vuestro destino. Aunque con el uniforme
puesto es poco probable que lo seáis.
Los
masai entendieron su inglés, pues su pueblo se hallaba dividido entre
territorios alemanes e ingleses, pero hicieron como si no le hubieran
entendido.
-Pobres
diablos, no entienden nada de lo que digo. No saben nada de lo que les espera
cuando lleguemos –dijo el sargento. Luego miró al más fornido de los nuba y
dijo-. Vamos a seguir. No quiero que por descansar nos coja la noche entre las
fieras.
Los
nuba levantaron a los masai y el grupo siguió su camino ante la mirada de las
gacelas. Delante del sargento los nuba hablaban en inglés.
Sólo
había pasado un año de guerra. Al principio los ingleses y los alemanes de
aquella región africana habían decidido respetar el tratado de 1885, por el
cual en caso de guerra europea los territorios africanos mantendrían una
tregua. Fueron los ingleses los que rompieron la tregua africana en aquel
rincón tras pasar los primeros meses del conflicto. Otros lugares de África ya
habían visto escaramuzas alemanas, inglesas y francesas. El control de los
territorios y sus riquezas iban a ser vitales cuando todo acabara. ¿Acaso la
guerra no se hacía para eso? Los industriales alemanes lo ansiaban, y el resto
querían mantenerlos. Grandes firmas mercantiles de Londres pagaban parte de los
materiales que necesitaban las tropas, siempre insuficientes. Pero entre tanto
los alemanes se habían adentrado siguiendo los caminos paralelos a los ríos y
habían asaltado y quemado varios poblados africanos con misiones cristianas
inglesas, belgas y francesas. Se habían llevado a todos sus hombres para
hacerles militares y, en algunos casos, habían quemado vivas en sus chozas a
mujeres y niños. El Alto Mando inglés en África pensaba que quizá debían
contraatacar con un gran ataque en las zonas ricas en minerales de Ruanda y
Burundi, en la tierra de los hutus y los tutsis, pero eso aún tardaría un año
en ocurrir. En aquel 1915 los combates aún eran pequeñas escaramuzas y tanteos
de fuerza donde la peor parte se lo llevaban los moradores de los poblados
negros. Cuando no destruían sus casas y sus vidas, se llevaban sus ganados o se
lo mataban, lo que suponía la muerte de sus bebés. Los distintos pueblos
africanos se posicionaban del lado de uno o de otros siguiendo ancestrales
tradiciones de lealtades guerreras y alianzas. Los ingleses y los franceses les
reportaban más libertades que los alemanes, y estas no eran muchas. Pero sus
trabajos en los puertos marítimos, la educación básica que recibían y su
incorporación como askalis en sus ejércitos les estaban dando a conocer unas
ideas innovadoras para ellos que plantaban la semilla de un nuevo mundo, una
nueva África imaginaba que no quería ser sumisa.
Sus
ancianos, sus mujeres y sus hijos morían en sus pueblos natales mientras ellos
se lanzaban con armas nuevas contra los enemigos. Matar blancos no era
imposible, pero su lealtad a los otros blancos que se lo permitían les hacía
creer en una hermandad, en un África diferente a la vivida hasta entonces. Los
penachos de humo de las destrucciones se combinaba de vez en cuando con los
tambores de guerra que en tum-tum anunciaban que algunos pueblos de las
profundidades se habían lanzado con sus lanzas y flechas a combatir a los
diablos blancos. Habían matado a dos de ellos, decían los tambores, y eso era
una gran victoria. Mientras, en los cuarteles, un grupo de askalis aprendía
a manejar ametralladoras pesadas.
Cuando
el grupo salió de aquel lugar, tres borana salieron de su escondite detrás de
unas matas. Iban a su poblado, sin dar mayor importancia a aquellos hombres que
se pararon allí para mirar el mapa que dividía África en un montón de líneas
fronterizas entre europeos. Hacía unos días había muerto uno de sus venerables
ancianos y lo habían enterrado con todos los honores en el corral de sus
animales, tal como correspondía hacer con los hombres mejores de entre ellos.
Ellos eran principalmente de Etiopía, pero habían llegado hasta aquel lugar,
pues eran nómadas respetando las necesidades de sus ganados. Era un pueblo
ganadero muy estructurado socialmente. Cada uno tenía un deber de acuerdo a su
edad figurada según su nacimiento. Se podía nacer como adulto, y ser adulto y
ser tratado como un niño. Un niño recién nacido podía ser tratado como un guerrero
adulto, y un adulto podía ser ya tratado como alguien que no se valiera por sí.
Eran cosas de su religión gada, que dividía sus vidas en periodos de diez años.
Según el periodo de diez años en el que nacías serías una cosa u otra, sin
distinción de la edad real que tuvieras. Comerciaban con sal entre ellos sólo.
Sus chozas eran pobres y no muy fuertes. Conocían pozos de agua que custodiaban
como propios, aunque su cultura oral hablaba de que los hicieron otros
pueblos anteriores a ellos. Cuando los tres hombres llegaron a su poblado una
choza tenía un báculo a su puerta, símbolo de que en esos momentos la mujer de la choza estaba dentro con su amante, cosa que era algo permitido y normalizado. No
había problema. Los hombres dentro de las chozas no tenían ninguna capacidad de
disponer sobre nada ni nadie. Un anciano les saludó al llegar. Ellos le
saludaron. Despreocupadamente sacaron de unas bolsas hechas de cuero de cuello
de jirafa lo que habían recogido para la cena y se dispusieron a ayudar a hacer la
cena de la tribu, mientras otros guardaban las reses en las cercas. Lejos de
allí, guiados por aquel mapa lleno de líneas fronterizas dibujadas a lapicero,
el sargento inglés llegaba con los nuba y los masai a su fuerte con viejos
cañones del siglo anterior.
La
selva y la sabana se llenaban de ruidos animales según bajaba el sol. Las
gacelas, ñúes y cebras se acercaron a beber agua al lago Victoria, donde muy
lejos de allí patrullaba un barco alemán y otro inglés. Tan lejos que ellas
bebían tranquilas y ajenas a su existencia, mientras los cocodrilos se lanzaban
al agua y las leonas se movían con sigilo.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá de Henares, 4 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
Alcalá de Henares, 4 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar, con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).
1 comentario:
¿Y el África Subsahariana qué papel tuvo en la Primera Guerra Mundial? Porque a Lawrence de Arabia, Jartum, y estas cosas todos lo conocemos, pero ¿y el África negra? El África negra tuvo combates en 1916 en torno a Ruanda, Burundi, Kenia y algunas zonas francesas. Pero desde 1917 los británicos decidieron apoyar a un holandes boer que sería el que pusiera las bases del futuro estado racista de Sudáfrica. Ahora bien, ¿qué ocurrió al comienzo, entre 1914 y 1915? Con un relato de ficción, el sexto en esta serie de relatos por el aniversario del centenario, os lo cuento. Espero que os guste.
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