El quinto relato que os he escrito con motivo del cien aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial tiene por referente la guerra aérea. Los aviones participaron de toda la guerra, pero en diferentes etapas. De 1914 a 1915 la guerra se intentó hacer con los cánones clásicos del siglo XIX, con movimientos rápidos por tierra y columnas, pero el estancamiento de las mismas y las nuevas armas pronto hicieron ver que el siglo XIX chocaba de bruces con el siglo XX y que los valores bélicos eran diferentes. Entre 1916 y 1917 se produjo una segunda etapa en la que la guerra era una guerra de desgaste. Con los frentes de combate estancados en Occidente, que no en el Oriente. Se trataba de crear las máximas bajas posibles con grandes bombas, grandes trincheras, gases letales, grandes asaltos, etcétera. Entre 1917 y 1918 la guerra pasó a una fase más mecánica. Aquí cobraron importancia las armas más elaboradas, los tanques, los submarinos, los aviones mejorados, los mejores barcos, los grandes cañones, los trenes acorazados... Los aviones habían empezado la guerra con misiones de reconocimiento, fotografía, espionaje, algún bombardeo manual y poca cosa más. Poco a poco cobraron protagonismo con grandes combates aéreos. Los ases de la aviación fueron además una vía para la propaganda, para subir la moral tanto de los civiles en la retaguardia como de los militares en el frente. Muchos se hicieron famosos. Sobre la historia de ellos, los nombres de los más destacados, y sobre el más famoso, el aleman conocido como Barón Rojo, ya hablé detalladamente en la Noticia 111ª, en 2006. por lo demás, espero que os guste el relato de hoy.
ALAS
ROTAS
Un
león totalmente negro con su lengua roja estaba levantado sobre sus dos patas
traseras montado en una barca, sujetando una alabarda. El fondo de aquel escudo
era de un amarillo muy vivo que hacía que destacase una cierta fiereza noble.
Era el escudo de Nieuport, en Bélgica. Desde el mismo año del comienzo de la
guerra había sufrido los combates en torno a la batalla de Ypres. Pero aquella
localidad ya sabía de guerras desde hacía mucho tiempo. En el año 1600 fue allí
donde Mauricio de Nassau combatió a los españoles en la primera Batalla de las
Dunas persiguiendo la independencia de las Provincias Unidas de los Países
Bajos del Imperio de la Monarquía Hispánica. Allí, por primera vez, las tropas
imperiales españolas sufrieron una derrota. Aquel lugar desde entonces tenía un
valor sentimental y moral que animaba a las tropas belgas al combate. Toda la
región de Vlaanderen se movilizaba patrióticamente contra los alemanes ahora.
En el escudo de la región aparecía el mismo león con fondo amarillo y la lengua
roja sacada, ya fuera de la barca y sin la alabarda.
Cuando
los alemanes invadieron Bélgica a traición en el verano de 1914 para atacar
Francia, los habitantes de Bruselas habían salido con sus escopetas de caza a
hacerles frente desde sus casas. Aquella sencilla milicia improvisada compuesta
por una ciudad en armas no se lo puso fácil a los primeros jóvenes soldados
alemanes que iniciaron todo aquello. Los germanos hubieron de conquistar calle
por calle, a pesar de que su superioridad armamentística y de formación de
combate era grande. Pero él, que se había parado a mirar el escudo de aquella
comuna belga, no había visto todo aquello. Él no entró en la guerra hasta dos
años después. Ni siquiera era belga, era francés. Había pasado por una breve
formación militar en los meses veraniegos de 1916. Como antes de entrar en el
ejército era conocido en su pueblo por su habilidad para arreglar motores de
coches y tractores, su fama local le precedió y fue asignado como aprendiz de
mecánico a un taller de reparación de aviones de combate. Así que allí estaba
él cerca del frente ascendido a mecánico de manera meteórica gracias a su
rapidez para aprender y su habilidad tan acertada para reparar todo caso de
estropicios aéreos. Su vida iba de verano en verano, pues ahora estaban en el
verano de 1917, y la guerra proseguía.
El
jovencísimo mecánico André Bury guardó aquella chapa con el león en su bolsa de
tela después de examinarla bien y siguió su camino hacia el hangar. Aquel
escudito se lo había traído una patrulla el día anterior. Por el camino habían
encontrado un avión Nieuport XXVIII del ejército francés derribado. El motor
parecía casi intacto, y también la hélice, aunque le faltaba casi todo el
revestimiento textil de una de sus alas y la mitad del armazón de la otra.
Además la cola estaba seccionada y tenía diversos impactos de bala a lo largo
de uno de sus laterales. El piloto no había sido encontrado en el aparato, había rastros de sangre sobre el asiento, no demasiada. Aquella patrulla
había tenido suerte aquel día, porque su misión les había alejado de la primera
línea de frente, debían recoger los restos útiles de aparatos como este caídos
en la retaguardia para los talleres de reparación. Habían cargado en el camión
las partes mecánicas más intactas y las ametralladoras Vickers de 7,7
milímetros que se debían sincronizar con el disco de la hélice del motor. Les
habían llevado aquel regalito en su hangar. Dentro de la cabina del piloto
encontraron unas fotos de una chica joven de pelo rizado manchadas de aceite
negro y aquella chapa con el escudo municipal de Nieuport desatornillada de
algún poste. El piloto había bajado a tierra en alguna de sus incursiones. No
era algo infrecuente. Era habitual que aquellos ases de la aviación trajeran a
veces todo tipo de recuerdos de guerra de sus aventuras más arriesgadas. Eran
trofeos inigualables. Les otorgaba un halo de mito o de fanfarronería, según el
caso, aunque fúnebremente para ellos, eran los más conocidos los del barón
alemán Von Richthofen. No había nadie de todos los ejércitos de la Triple
Entente que no quisieran derribar a aquel teutón del avión triplano que tantos
estragos les hacía.
Bury
llegó justo a tiempo cuando le devolvían su avión SPAD S.VII al capitán George
Marie Ludovic Jules Guynemer. Su escuadrilla, la Spa3, debía despegar en breve
de nuevo para realizar una serie de bombardeos sobre las líneas enemigas y a
ser posible derribar todos los aviones enemigos posibles, pues estos debían
estar fotografiando las galerías de trinchera que unían la primera línea de
defensa con la segunda, ya que la artillería alemana acertaba con bastante
precisión sobre ellas. El capitán Guynemer tenía una mirada penetrante,
infundía un respeto que iba tan lejos dentro del alma propia que normalmente
hacía que toda opinión dubitativa fuera callada antes siquiera de ser
pronunciada. Era un hombre serio y respetuoso que se tomaba la guerra de un
modo extrañamente profesional. Los enemigos le infundían un respeto entre
caballeros propio del siglo anterior. Nunca habló mal de ellos, ni se le
conoció ninguna muestra de rencor o de pasión desaforada ante el hecho de tener
que matarlos. No había en él rastro alguno de altivez heroica, ni tampoco de
dramática preocupación existencial. Sus enemigos lo eran porque lo eran de su
país, no consideraba que fueran enemigos personales de él. Estaba ahí el centro
de todo lo que movía su personalidad afable, de rostro lleno de autoridad.
Igual que un panadero se levantaba en las primeras horas de la madrugada con el
deber de amasar y cocer el pan, él creía en su deber de pilotar su “viejo
Charles” para derribar aviones enemigos. No tenía nada personal contra aquellas
personas que también volaban, y lo hacían contra él. Había sido herido
innumerables veces, su salud además era delicada, pero no había nada que le
separase de su deber. Se había hecho famoso en toda Francia gracias a haber
derribado decenas de pilotos enemigos. Las mujeres le solían rodear buscando en
él como mínimo un autógrafo, a pesar de que todas buscaban un beso, un baile,
un escarceo amoroso. Su valor aireado en la prensa se combinaba fácilmente con
sus 23 años. Pero él, con la misma autoridad ética con la que batía a aquellos
pilotos que morían en el aire achicharrados por el fuego prendido en sus carnes
gracias al aceite de los motores reventados, se las quitaba de encima sin
querer saber nada de ellas. Era sin duda un héroe extraño. Más que un hombre
era un código moral.
-¿Qué
hay, André? –le dijo el capitán al ver acercase a André Bury.
-Hola
–contestó el joven mecánico saludando militarmente, tenía permiso y orden de
Guynemer de no haber entre ellos ninguna otra formalidad-. Ya está ajustado el
estabilizador, tanto la riostra como los timones de profundidad. ¿Va a usarlo
hoy?
-Gracias,
ya me lo dijeron. Creía que ya no te vería por aquí. Sí, vamos a salir a hacer
una misión de reconocimiento.
-Cuando
vuelva me gustaría saber cómo ha respondido el avión con los nuevos ajustes. Si
pudiera venir, capitán.
-Claro.
No hay problema. El “viejo Charles” no sería el mismo sin vosotros. Sus horas
de vuelo os las debe en buena a parte a vuestros cuidados.
-He
leído en el periódico sobre su última hazaña, le llaman “cóndor entre las
cigüeñas”.
-Son
tonterías. Sin buenos mecánicos los ases no haríamos nada de lo que dicen. Un
mal mecánico puede significar que la próxima vez el derribado sea yo. Fíjate en
esos Fokker alemanes, son buenas máquinas, muchas veces allí arriba hacen cosas
sorprendentes. Yo les he visto maniobrar rápidamente en giros arriesgados sin
siquiera zozobrar, pero muchos de sus pilotos han cometido errores gravísimos.
No eran culpa de la máquina. Los periodistas no elogian a los mecánicos. Pero
la patria os debe tanto o más como a los pilotos.
-Es
un honor que diga eso, señor. A mí me admira su pericia. ¿Piensa que hará
derribos hoy?
-Es
probable. El frente está muy revuelto. La llegada de los americanos está
poniendo nerviosos a los alemanes, parece que quieren ganar la guerra antes de
que sean más.
-Ya
lo he notado. Últimamente hay más ajetreo. Pero el año pasado ya fue bastante
devastador.
-¿El
año pasado? Esta es una guerra nueva, joven Bury –al capitán le gustaba
confraternizar con la tropa más baja del escalafón que era parte del
mantenimiento de su avión-. Fíjese en los detalles. Ahora ellos y nosotros
usamos más aviones, más tanques, más máquinas de todo tipo, ya no es una
cuestión de comportarse como ratas en los agujeros cavados en el barro. Fíjese
en los detalles, porque la próxima guerra será algo desconocido hasta ahora.
-¿Otra
guerra, señor? –dijo André Bury algo contrariado.
-No
lo dudes. La Gran Guerra no será la última. Quizá no sea tan grande, pero habrá
otras.
-Pero
yo creía que aprenderíamos algo… Una vez conocí a un soldado que estuvo en la
tregua de Navidad de 1914, me contó que los alemanes de las trincheras parecían
tener los mismos padecimientos que nosotros. Al menos la gente de los pueblos
puede que digan en el futuro algo contra la guerra la próxima vez, y entonces
la guerra ya no se podría dar porque no habrá soldados en ella.
-Pareces
un socialista, Bury.
El
mecánico retiró la mirada para fijarla rápida pero ineficazmente en cualquier
cosa que le hiciera centrarse en cualquier asunto menor del avión de Guynemer.
El capitán se dio cuenta del nerviosismo que había provocado su comentario,
sonrió y respirando hondo por su ancha nariz, dijo fijándose en la placa de
chapa con el escudo de Nieuport que sobresalía de la bolsa que llevaba colgada
todavía el mecánico.
-Bonito
recuerdo, ¿de dónde lo has sacado?
-Me
lo dieron con los restos de un Nieuport XXVIII. El piloto debió dejarlo
olvidado, o quizá no pudo recogerlo cuando se lo llevaron.
-No
podía volar en un avión más apropiado. Es el escudo de la población de
Nieuport. Pero maniobra fatal. Su tela se desprende de las alas al primer giro
inesperado que tengas que hacer.
-Precisamente
algo así debió ocurrirle, por lo que me han contado que quedaba de él. Una de
las alas además estaba inservible –el joven mecánico volvía a mirarle a la
cara.
-¡Y
tuvo que aterrizar en su jodido avión con las alas sin tela porque no tenía un
jodido paracaídas! –dijo en voz muy alta un mayor inglés que se acercó a ellos.
Guynemer
y Bury se volvieron para ver quien venía. El inglés, de 30 años, pelo muy corto
y una mirada dura al margen de todo remordimiento moral, pero a la vez como si
cargara sobre sí una gran responsabilidad, se presentó al llegar a ellos.
-Hola,
señores –dijo con un saludo militar-. Descansen, estamos entre camaradas. Soy
el mayor Edward Mannock, del Real Cuerpo Aéreo Británico. Mi SE-5a ha sufrido
unos pequeños rasguños y he tenido que bajar para recibir su hospitalidad
francesa. Llevo meses en conflicto con mis mandos precisamente por lo que
estaban comentando. Mientras los alemanes tienen paracaídas para saltar de sus
aviones, nosotros tenemos que jugarnos la vida teniendo que aterrizar las
chatarras más inesperadas. Al comienzo volé en uno de esos Nieuport, su tela es
francamente mala. Deberían fusilar al que las instala. Llevo reclamando
paracaídas para los pilotos bastante tiempo. Así sólo se logra que los Fritz y
los Wilhem ganen la guerra. Nuestros mandos prefieren que mueran pilotos
expertos con sus aviones derribados antes que gastarse unas libras en
equipación básica. Los alemanes en esto demuestran su germanismo. Un piloto
experto vale más que el avión que será papilla cuando llegue al suelo.
-Sin
duda es un problema, mayor –dijo el capitán Guynemer-. Estoy seguro de que el
Alto Mando estará ya recapacitando en ello.
-No
sé cómo funcionará el Alto Mando francés, capitán –dijo el inglés con aplomo-,
pero el inglés no parece entender que los pilotos son los que ganan la guerra,
no el avión. A mi escuadrón lo entreno de manera tan precisa y especial que mi
entrenamiento no tiene otro igual en todo el Cuerpo Aéreo Británico. Ninguno de
mis hombres es atrapado por sorpresa por ninguna pirueta de esos
“comesalchichas”.
-Esos
hombres también son pilotos como nosotros –dijo el Guynemer molesto por la
expresión “comesalchichas” para referirse a los alemanes.
-Los
cabeza cuadrada serán pilotos, capitán, pero también son quesos agujereados
cuando alguno de mis hombres o yo mismo les encontramos en los cielos. Esos
carniceros se han divertido de lo lindo por aquí con nuestras tropas de
infantería hasta que hemos llegado nosotros.
-Algunos
de esos hombres son hijos de antiguas casas nobiliarias, mayor.
-Me
parece curioso que eso lo diga usted, capitán, que es un francés. Puede que mi
procedencia de Reino Unido haga creer que les debo mayor respeto, sin embargo
soy escocés, y aunque le soy leal al Rey creo en la igualdad de los hombres y
en los derechos de los individuos –Mannock realmente tenía una constitución de
su cuerpo fuerte, propia de los hombres del norte-. Fíjese en ese mecánico
–añadió mirando a Bury-, no es ningún barón, es un inferior en el escalafón y
sin embargo usted mismo, capitán, hablaba con él con total fraternidad. Incluso
ahora mismo él se siente tan entre amigos que no se ha ido hace rato a sus
trabajos, como si todos fuéramos civiles disfrutando de una cháchara
cualquiera.
Bury
se sonrojó, saludó con la mano en su frente y se dispuse a irse al interior del
hangar.
-Oh,
no, no se vaya, muchacho –dijo Mannock riendo-, quédese.
Bury
obedeció manteniendo ahora una pose más marcial, obedeciendo una orden.
-Ve.
Somos personas iguales, al fin y al cabo –añadió el inglés hablando con el
capitán francés.
-André
es un buen mecánico pese a su juventud –dijo Guynemer-. Es un chico que goza de
toda mi confianza. Tanta que no me importa hablar con él en privado de igual a
igual, con los debidos respetos del ejército. Precisamente ahora mismo hablaba
con él de un souvenir que se había traído el piloto del Nieuport derribado.
Sácalo, André, enséñaselo al mayor.
André
Bury obedeció y sacó la placa de chapa con el oso negro que sujetaba una
alabarda sobre una barca mientras sacaba su destacada lengua roja sobre fondo
amarillo. El mayor Edward Mannock la tomó en sus manos y la miró.
-Seguro
que el mayor tiene algún trofeo mejor que esté, André. ¿Es así, mayor?
–Guynemer, siendo del ejército francés, había olvidado el respeto que le
merecía el grado de mayor, pese a ser inglés. Le había animado a ello el último
giro de la conversación.
El
mayor inglés asintió con la cabeza.
-Así
es. Tengo alguna medalla de un piloto que derribé hace tiempo. Una Cruz de
Hierro. Ese cabeza cuadrada volaba con ella puesta. También una foto de una
germana con una gigantesca jarra de cerveza y esos trajes tiroleses, ya saben.
Y trozos pequeños del fuselaje de algunos biplanos. Una vez aterricé en una
aldea belga en territorio ocupado por los alemanes, bajé tan tranquilo y me
tomé una cerveza negra. La gente de aquel pueblo estaban muy sorprendidos. Me
cortaron unas lonchas de jamón y me las asaron para que las comiera. Las jóvenes
eran preciosas, pero eran las viejas las que me besaban –Mannock sonreía-. De
aquel escarceo me llevé la jarra de la que bebí. Seguro que creyeron que les
estábamos liberando ya y que por eso aterrizaba. Al menos les consolé
explicándoles como ardían esos asquerosos alemanes. Si les aciertas por detrás
de sus cabinas puedes tener suerte y acertarles en su depósito de combustible.
Explotará y el piloto verá entonces sus brazos amputados mientras arde. Si por
el contrario les aciertas en el motor, puede que veas como se llenan de grasa
que prende fuego fácilmente sobre su carne. Que ardan. Que se fundan como la
cera. Si les da tiempo a saltar en paracaídas, giro, vuelvo y los abato con la
ametralladora. Llegan al suelo muertos. Se retuercen como insectos patas arriba
a los que les acercas una cerilla. Creo que gritan con el mismo tono. Es
importante matar a los pilotos. En general a los alemanes. A veces lanzo bombas
de mano sobre ellos si sobrevuelo la retaguardia. Todo mal que les caiga encima
es insuficiente. ¿Y usted, capitán? ¿Qué trofeos ha recogido de sus triunfos?
Sé que usted es famoso. Sale en la prensa.
-Yo
no recojo trofeos. Sólo cumplo con mis misiones.
-Un
hombre austero –dijo Mannock-. Me sorprende. Calculo que usted es más joven que
yo. Algo habrá en su sangre. Seguro que al menos tiene grandes historias de sus
conocidos derribos. ¿Ha sido herido siete veces en combate, no?
-La
guerra es entre naciones, no entre personas.
-Pero
lo cierto es que nos matamos las personas. Piense que la próxima vez que le
hieran puede que le mate uno de esos alemanes. Yo no soportaría morir envuelto
en llamas. ¿O es que piensa acabar la guerra ascendiendo tan alto con su avión
en el cielo hasta no regresar jamás a tierra?
-Con
su permiso –el capitán Guynemer saludó inclinando levemente la cabeza ante
ambos y se alejó de allí perdiéndose al fondo del aeródromo.
Edward
Mannock se sintió algo molesto por aquella salida tan poco educada del capitán
francés, pero enseguida se le pasó haciéndole una oferta económica al joven
mecánico por la placa de chapa del león.
-No
puedo vendérsela –dijo el joven André Bury.
-¿Prefieres
quedártela a ganar algo de dinero con el que irte esta noche a la cantina?
-Creo
que decoraré con ella mi taquilla y la próxima vez que venga el capitán
Guynemer, me dijo que vendría después de su misión de hoy, le ofreceré decorar
su avión con ella. La chapa podría incluso proteger un poco uno de los
laterales de la zona del depósito de combustible. Creo que el león le puede
sentar bien.
-Chico,
ese hombre es del siglo pasado. No se ha enterado que esta guerra es del siglo
XX. Probablemente algún día desaparecerá, se disolverá en el aire y nadie sabrá
nada de él, como si fuera el personaje de algún cuento infantil, o como si
fuera un espectro.
-No habrá mejor muerte entonces. Nadie sabrá
si sigue vivo, en realidad. Así, siempre estará vivo.
-Eres
un poeta, chico, pero recuerda que también a ti podría caerte una gran bomba
sobre la cabeza sin oportunidad de defenderte y lanzada a kilómetros de aquí.
El
capitán Edward Mannock se alejó despidiéndose con la mano. Cuando ya estaba
algo distante aún movía la cabeza hacia los lados, en una desaprobación
aprobatoria de la que se intuía que debía estar sonriendo. Volvió ligeramente
la cabeza y le gritó como despedida final:
-¡Estamos
en el siglo XX, chico, no lo olvides cuando aparezcan los dragones y no tengas
un corcel!
Pocos
meses más tarde el joven André Bury leyó en la prensa que los alemanes
aseguraban haber derribado al capitán George Guynemer, pero nadie había
encontrado ni su cuerpo ni su avión. Había desaparecido. Más tarde el periódico
L’Illustration escribió: “No le vieron ni oyeron cuando cayó, su
cuerpo y su máquina no fueron encontrados. ¿Adónde se fue? ¿Qué alas usó para
ir a la inmortalidad? Nadie lo sabe: nada se sabe. Ascendió y no volvió, eso es
todo. Quizá nuestros descendientes digan: voló tan alto que ya no regresó”.
Bury sintió algo de pena. Fue a su taquilla, donde aún estaba la placa de chapa
y la colocó en un lugar visible del hangar. El capitán no tenía nada que ver
con ella, pero por alguna extraña razón él la había atado sentimentalmente a su
recuerdo. En el verano de 1918, unos nueve meses después de aquello, se enteró
que también había muerto el mayor Edward Mannock. Había sido derribado, pero no encontraron su cuerpo. Su compañero de misión ese día había sido un neozelandés llamado
Donald Inglis que juraba haber visto caer el avión de Mannock envuelto en llamas
cuando regresaban. Caía con estrépito a la tierra fundiéndose en un fuego irrenunciable como el del Infierno. Había derribado a setenta y seis aviones enemigos, pero
murió sin fama, nadie le recordaba. Ningún periódico se hizo eco de él.
Nadie
se hizo eco de él hasta muchos años después, en tiempos de paz, cuando el mundo
apuntaba hacia otra guerra mundial que debía ser más devastadora e inhumana,
con el siglo XIX sepultado hacía tiempo. Sólo cuando ya estaban listos los
nuevos aviones capaces de transportar tropas de asalto, carros blindados y
grandes bombas que se soltaban sobre las poblaciones civiles, los periódicos se
acordaron de Mannock, el as inglés que desde su biplano aún combatía en una
versión extraña y mecanizada del cuerpo a cuerpo. La nueva guerra no entendía
ya de aquello, era parte del horror preconizado.
Por
Daniel L.-Serrano “Canichu”
Alcalá
de Henares, 3 de julio de 2014. Publicado en Noticias de un Espía en el Bar,
con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial
(1914-1918).
No hay comentarios:
Publicar un comentario