lunes, junio 30, 2014

NOTICIA 1360ª DESDE EL BAR: LA DERIVA DE LA GUERRA

Como dije, siguiendo con el centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial, aquí publico otro relato especialmente escrito para esta ocasión. El Segundo Imperio Alemán terminó la guerra con su autodestrucción. El cambio de mentalidades de los alemanes en casi cuatro años de guerra había llevado desde la creencia ciega en la monarquía imperial a un montón de creencias alternativas, unas en el comunismo marxista, otras en la socialdemocracia, otras estrictamente republicanas, con pinceladas democristianas, otras en ideas nacionalistas que no eran monárquicas. Eso, unido a varios desastres bélicos al entrar en el continente las tropas norteamericanas, llevó a una desmoralización entre la ciudadanía alemana que paradójicamente creyó que perdían la guerra por inferioridad numérica, pero no por superioridad estratégica ni de valía. Los acontecimientos posteriores en tiempos de paz enfocaría todo esto cada vez más hacia la Segunda Guerra Mundial. El relato de ficción que os he escrito espero que os guste.


LA DERIVA DE LA GUERRA

El río bajaba rápido aunque parecía tranquilo. El cielo era gris. Posiblemente iba a llover en algún momento del día. Unos peces enormes se asomaban de vez en cuando a la superficie. Puede que después de todo aquel día pudiera ser un buen día de pesca. Pero él era aún pequeño para pescar esos peces. Su padre se lo había dicho muchas veces antes de irse al frente a combatir por aquel río y aquellos montes que rodeaban su pueblo. Él pescaba al borde de la orilla con una pequeña caña improvisada que le había sido muy útil en otras ocasiones. Su madre no quería que lo hiciera, pero ella estaría ahora mismo trabajando en la casa del doctor. Apenas solía atrapar pequeños pececitos despistados, aunque esa mañana ya se estaba aburriendo de no tener mucha suerte. Sacó la caña del agua y se limpió el trasero de la hojarasca caída por el otoño.

El camino de vuelta al pueblo era corto. Entre el Elba y las primeras casas apenas había un tramo breve en pendiente hacia arriba lleno de árboles muy altos. Pronto se llegaba a una pequeña explanada lisa en la que se había construido la carretera que daba entrada a aquel municipio donde siempre te recibía algún animal pastando cerca. Ahora había muchos menos que antes. La guerra se había llevado a la mayor parte de los ganados de Alemania como se había llevado a los hombres.

La población se había reducido a mujeres, ancianos, algunos hombres que no servían para la guerra o que tenían cargos necesarios en la vida diaria del pueblo alemán, y a otros niños y niñas como él. Aquellos niños que habían llegado a la adolescencia también se los habían llevado el año anterior. Las calles seguían teniendo actividad, aunque no era la misma actividad que antes. El bullicio de los quehaceres diarios era menor. La gente decía que ya no podía quedar mucho de todo aquello, porque tampoco quedaba mucho más del pueblo. Solían decirlo cuando estaban en la taberna los tertulianos de siempre, o cuando estaban en la confianza de unas paredes conocidas, como las del hogar o las de cualquier establecimiento donde las personas se conocían tanto que incluso se conocían antes de nacer, gracias a los lazos de unión de generaciones y generaciones de personas nacidas en aquel apacible rincón que se dedicaba a fabricar quesos y estupendas salchichas cuando eran los días de matanza.

Cuando pasó las primeras casas vio jugar a la comba a Katrin.

-¡Hola, Katrin! –le gritó levantando la mano que tenía libre de sujetar la endeble caña de pescar.

-¡Hola, Friedericke! –le contestó la niña de coletas rubias sin dejar de saltar.

Tenían la misma edad. Sus familias a veces habían bromeado con su posible matrimonio, porque ellos jugaban muy a menudo juntos. Sin embargo, esa mañana Friedericke no se detuvo, siguió su camino mientras Katrin saltaba. Ella estaba algo más delgada que el año anterior. Sus pómulos se le marcaban más. También a su madre, que había caído enferma hacía unos meses. Una carta desde el frente les había informado que el hijo mayor de aquella mujer había dado su vida en los campos de batalla cumpliendo con su deber, defendiendo la patria. En realidad la muerte le sobrevino durante una retirada más o menos apresurada. Iba montado en la parte trasera de un camión junto con otros soldados por una carretera llena de agujeros de mortero. Algunos postes eléctricos estaban casi derrumbados y los cables estaban casi caídos y tensos sobre la carretera entre el peso del poste que los arrastraba hacia el suelo y la elevación del siguiente poste que estaba en pie sin problemas. No escuchó a tiempo la voz de alarma del compañero que llevaba la horquilla para levantar esos cables cada vez que pasaban bajo alguno. Todos los que iban con él bajaron sus cuerpos mientras él apenas se volvió para preguntar algo que nadie escuchó jamás, fue decapitado de una forma no muy limpia casi al instante. Así se produjo la honorable muerte de aquel joven por su patria. Pero esto no lo sabía la madre de Katrin, ni nadie del pueblo. Las hermanas mayores de Katrin llevaban todo el peso del hogar con ayuda de sus tías. El padre había muerto el primer año de guerra. Katrin debería estar en esos momentos al cuidado de su madre, pero su madre, afectivamente, le había pedido que fuera a jugar un poco a la calle.

Todo el mundo en el pueblo tenía los pómulos más marcados que el año anterior, y las ropas más holgadas.

En la plaza del pueblo unos hombres hablaban de política. Friedericke no sabía nada de aquello, salvo lo que le había dicho el profesor y sus padres. Había que tener amor al emperador Guillermo, a la patria y al resto de los alemanes. Aquella guerra reivindicaba los derechos germanos en Europa, los cuales habían sido ultrajados por los países vecinos, envidiosos de los campos alemanes y de sus fábricas. Eso le habían dicho en la escuela. En su casa se habían limitado a decirle que no se metiera en los asuntos de los mayores porque eran muy complicados, todo lo que tenía que saber era que Alemania  era una nación grande que había que defender. Aquellos hombres de la plaza no hablaban de amor al emperador. Sólo les oía pronunciar irrepetibles veces los nombres de Liebktnecht y Rosa Luxemburgo, del hambre que había por todas las regiones y sobre la necesidad de que todo aquello acabara ya. Decían muchas veces la palabra “socialismo”, Friedericke no sabía muy bien a qué se referían o qué era aquello exactamente. Sólo les oía quejarse de unas y otras cosas, la mayoría de las cuales ni sabía qué eran. No le parecía que tuvieran amor al emperador, aquello no le gustaba, no sabía porqué, pero no le gustaba. Cada vez que les oía una queja le venía a la cabeza las largas explicaciones de su profesor sobre los hermanos austriacos y las cualidades de honor que todo hombre tenía que sostener, porque ellos eran un pueblo civilizado y los pueblos civilizados tenían cuestiones de honor irrenunciables. Aquellos hombres no debían tener honor. Como era un niño disciplinado no decía nada, pues no tenía que meterse en los asuntos de los mayores. Él escuchaba, pese a todo lo que le producía aquella conversación a la que consideraba desleal con el resto de alemanes y sobre todo con su padre, que estaba combatiendo por ellos como hermanos, muy lejos de él.

El pequeño Friedericke fue a su casa después de visitar a su viejo vecino, un hombrecito muy mayor que siempre se las apañaba para darle algo, a pesar de que en esos días casi nadie tenía algo. Su madre volvió justo para hacerle la comida y comer juntos. La casa se llenó rápidamente del olor del repollo del chucrut. A él le gustaba mucho la compañía de su madre, pero ella debía regresar pronto a la casa del doctor para seguir trabajando. Apenas tenían tiempo que compartir. En el que tenían ella venía muy cansada. Trabajaba muchas horas. Antes no era así. Su padre hacía casi todo el trabajo que alimentaba el hogar. Ella se fue y él volvió a quedarse solo. Su madre se fiaba de él. Le había dicho que debía ser un adulto, y le otorgaba una confianza como de adulto, aunque no en todas las cosas. Hacia el mediodía hubo algo nuevo y diferente en el pueblo. Un montón de ruido anunció la entrada de una columna de militares. Era raro, porque no se había anunciado la llegada. Friedericke corrió de nuevo a la plaza, quería verles antes de que rompieran filas. Se cruzó con ellos por las calles, mas no se detuvo del todo hasta llegar a la plaza. Le producía una emoción interior que le hacía latir el corazón con fuerza, lleno de alegría.

El capitán de la columna había descabalgado y se había ido con el alcalde al interior del ayuntamiento acompañados de un ordenanza y otros pocos oficiales. Los soldados formaban en la plaza con sus fusiles al hombro y sus mochilas en la espalda. Estaban al cargo de un teniente con un bigote fino y rubio, pálido como los mármoles de la iglesia. Este estaba montado sobre su caballo con las dos manos juntas sujetando las riendas apoyado en la parte delantera de la silla de montar. Su figura destacada parecía enfermiza. Friedericke y los demás del pueblo pensaron que debían estar cansados por los combates de los últimos días. Probablemente se desplazaban hacia algún lugar del frente después de haber combatido hacía poco en alguna gran batalla. Cuando el teniente se removió encima del caballo y terminó inclinándose hacia un lado para vomitar desde lo alto, algunos del pueblo creyeron que quizá habría salido hacía poco de alguna convalecencia de un ataque con gases, otros, que veían en esto algo improbable, pensaron que quizá era un síntoma de tifus, estos corrieron a encerrarse en sus casas. El teniente, que se limpió la boca con un pañuelo que le pasó su asistente, tenía una gran resaca. La noche anterior había bebido una botella entera de ginebra que había comprado en el mercado negro por medio del mismo asistente que le había pasado el pañuelo.

-¡Stockinger, venga! –le gritó a un cabo que formaba de pie junto a los soldados.

El tal Stockinger acudió a la llamada.

-Búsqueme un poco de café hecho.

-A sus órdenes, mi teniente. Pero tendremos que sacarlo y hacerlo, la marcha ha impedido que podamos tenerlo preparado.

-No me sea incompetente, Stockinger. Búsquelo rápido en algún lugar de aquí, entre los vecinos. Tráigalo antes de que termine el capitán su conferencia. No lo quiero tener en la mano cuando salga.

El eficiente Stockinger saludó marcialmente la orden del teniente y a paso ligero se dirigió hacia una taberna de la plaza. Al cabo de un rato regresó al mismo paso ligero hasta estar de nuevo debajo del caballo del teniente.

-Con su permiso, mi teniente. No hay café.

-¿Cómo que no hay café? –dijo el teniente con un pequeño dolor de cabeza a modo de zumbido-. Por el amor de Dios, es una taberna.

-El dueño, que es un judío, mi teniente, dice que no sirve café desde hace meses porque se lo requisó otra unidad.

-Miente. Seguro que tiene algo. Coja a dos hombres y vuelva a pedírselo.

El cabo eligió a dos hombres de la formación. Estos se quitaron sus mochilas y, fusil al hombro, le acompañaron al interior de la taberna. Tardaron más tiempo en salir. Algo de ruido salió del interior. También salieron unos pocos tertulianos de manera precipitada. El cabo regresó al lado del teniente junto a los dos soldados.

-Mi teniente, el judío insiste en que no hay café ni hecho ni sin hacer. Hemos hecho un registro y parece ser así.

-Lo tendrá oculto –el teniente mantuvo la mirada al frente-. Cabo, haga una inspección a fondo.

El cabo eligió a otros dos soldados más de la formación. Se quitaron sus mochilas e igualmente con sus fusiles al hombro marcharon con el cabo y los otros dos soldados hacia la taberna. Tardaron mucho más tiempo y se escuchó más ruido, incluso voces altas. El tabernero salió corriendo seguido de uno de los soldados. La carrera fue corta. El tabernero se chocó de bruces con el capitán, que salía junto con el resto de la comitiva del ayuntamiento, no muy lejano de la taberna.

-¿Qué está pasando aquí? –preguntó el capitán reponiéndose del choque.

El soldado contestó que tenía orden de atrapar a ese hombre mientras el teniente con un suspiro hondo descabalgaba del caballo ayudado por su asistente y se acercaba al capitán.

-Con su permiso, mi capitán. Andamos escasos de café y le pedí al cabo que le pidiera café a este tabernero. Se ha negado a dárnoslo y he ordenado que lo requisen.

-No estamos aquí para aprovisionarnos, teniente –dijo el capitán con sus largas patillas que se juntaban al bigote.

-Es cierto, mi capitán, pero consideré que era necesario tener café. Usted sabe la importancia de esta bebida en nuestros hombres. Este hombre, para mal nombre de los judíos como él, se ha resistido a avituallar a las tropas.

-Bien, bien. No era el momento de tomar avituallamiento, teniente. Ya hablaremos de eso en privado. Tampoco podemos permitir estas faltas de patriotismo entre nuestros compatriotas. Nosotros hemos combatido en las trincheras para que ellos estén aquí tan tranquilos. Arresten a este tabernero.

-Pero, capitán, Jens es civil –intervino el alcalde en un intento de salvaguardar a aquel hombre conocido de todo el pueblo.

-Pues le acuso de traición a la patria –resolvió el capitán de manera rápida, no le gustaba ser contrariado en sus decisiones-. Cabo, llévelo preso. Hay que acabar con estos comunistas.

El cabo, que se había acercado con los cuatro soldados que habían inspeccionado la taberna, se llevó al desdichado Jens.

La tropa comió su rancho y volvió a formar para marchar de nuevo. Friedericke no se había separado mucho de ellos. Le atraían los uniformes, sus colores, sus botones, la combinación de colores con las pistoleras y las bolsas de municiones, las palas de trinchera colgadas en el macuto, y las granadas colgando. Todos en fila de a dos con los fusiles al hombro se disponían a marchar. El pobre Jens iba dentro de un carro custodiado por dos guardias. El pueblo les veía irse en silencio. Friedericke les despedía a voces con la mano cuando se alejaban ya de las casas. Les había seguido hasta el cruce que llevaba a la carretera nueva unos kilómetros más allá. El último soldado de la formación volvió la cabeza hacia sus gritos alegres de despedida y le despidió con la mano, al asegurarse que no le veía su oficial al mando. Él era un chico joven, también judío como el desdichado Jens.

-¿A dónde van? -le preguntó uno de los hombres de la tertulia de la mañana al alcalde cuando ya no había ningún soldado en el pueblo.

-A Berlín –contestó.


Por Daniel L.-Serrano “Canichu”.
Alcalá de Henares, 30 de junio de 2014. Publicado con motivo del 100 aniversario del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

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