Capítulo 2: un contratiempo.
Buenos Aires rebosaba vida. Ese día la brisa dotaba al soleado día una agradable sensación. La ciudad más lejana del Virreinato de Perú llevaba varios años en crecimiento. La población no tenía casi de nada, pero se las apañaba con el contrabando con los portugueses. Pedro Maza era un hombre que conocía bien esos negocios. Venía de los altos de San Pedro de cerrar un negocio fraudulento de venta de pieles. Por el camino paró por un horno de ladrillos de los arrabales y por el mercado de abastos. Cada vez que llegaba un barco había numerosas posibilidades de negocio y de noticias que conocer. Los primeros en enterarse eran aquellos barrios cercanos al puerto.
Pedro Maza era un hombre de mediana edad, de pelo negro fuerte y una barba que nunca había terminado de aparecer en su rostro, como si su cara hubiera decidido permanecer en una adolescencia barbilampiña. Había llegado desde Cuzco hacía muchos años como un hombre de guerra. Había combatido contra los indios y contra ingleses y franceses sin haber medrado nada en su vida. Se hizo a sí mismo poco a poco. Empeñado en un dar un paso atrás en ninguna decisión de su vida, se estableció en Buenos Aires trabajando en aquel horno de ladrillos en el que había parado. El patrón de allí, José Torreglosa, le había prestado dinero para comprar apenas unas pocas cabezas de ganado. Pedro Maza logró que ese ganado aumentara. Con gran dedicación sacaba ganancias del negocio que resultaba ser intentar abastecer a la ciudad, necesitada de todo para sobrevivir. Vendía pieles, carnes y leche y ya tenía empleados a varias personas en el mercado de abastos. Los barcos españoles tardaban mucho en llegar, se sacaba más ganancia del comercio con los portugueses. Un comercio ilegal a través del río, mas, al fin y al cabo, portugueses y españoles eran todos súbditos de un mismo Rey, las prohibiciones de comercio entre españoles y portugueses eran absurdas e injustas en aquel rincón apartado del Imperio. Con la connivencia implícita de las autoridades portuarias, que apenas le habían molestado a cambio de una parte de los beneficios, Vendía allí buena parte de sus pieles y usaba parte del dinero ganado en comprar toda clase de objetos cotidianos que revendía en la necesitada Buenos Aires a mayor precio.
José Torreglosa andaba cociendo barro y argamasa cuando él entró a saludarle.
-Ha llegado esta noche un barco portugués –dijo Torreglosa mientras avivaba el fuego del horno.
-Buenos días, José.
-Buenos días. Ese barco traía noticias que no te van a gustar.
-¿Viene un nuevo gobernador?
-No.
-¿Tienen nuevos peruleros con los que tenga que competir?
-No
-Entonces, no creo que me disgusten demasiado las noticias portuguesas.
-Es sobre un galeón español hundido hace un par de semanas.
-¿Venía a Buenos Aires? –Pedro observaba como unos jóvenes aprendices iban amasando barro usando sus piernas.
-Sí, Pedro, venía a Buenos Aires. ¿Cuánto tardarán en mandar otro? Hemos perdido aprovisionamiento –José Torreglosa hablaba con pesadumbre.
-¿Y eso te preocupa? –Pedro Maza le hablaba de costado a él, con confianza en sí mismo, esbozando una fina sonrisa casi imperceptible, sin mostrar la mayor preocupación por la falta de la llegada de barcos españoles a la ciudad-. Si no vienen ya nos las apañaremos con los portugueses. Incluso con los holandeses. A mí me da igual… y a ellos. Míranos, estamos en guerra y no le hacen ascos a venir por la noche a vendernos lo que necesitamos. La plata peruana hace milagros, tú ya deberías saberlo. La cuestión es que seamos nosotros los primeros en acercarnos con nuestro barco al suyo para poder vender nosotros lo que traigan. De todos modos, creo que es mejor que sigamos los negocios de pieles con los portugueses. No debes preocuparte nada más que de tus ladrillos, déjame nuestro negocio comercial a mí y…
-No es eso –le interrumpió José Torreglosa cogiéndole del brazo y volteándole para mirarse de frente-. Era el Madre de Dios.
-El Madre de Dios… ¿y ella…?
-Ella está en poder de Paul Muys. Esos perros desembarcaron en las playas de Recife. Desde que los holandeses andan por allí son un problema… deberíamos ir con una gran escuadra y barrerlo a cañonazos. Ataría yo mismo a Paul Muys a la boca del cañón más grande que…
-José, ¿dónde está ella?
-En Recife intentaron informarse de quién era ella y lo lograron. Saben quien es. Se la llevan a Curaçao. Dejaron allí a un viejo que parece ser que es un pintor de Nueva España. Un contrabandista portugués pagó un rescate por él. Intento pagarlo por Patricia de Santamaría y sus damas, pero Paul Muys calculó que le ofrecía poco dinero por ellas. Todo lo que sabemos lo dijo el viejo, que ahora está en Río de Janeiro. ¿Qué vas a hacer?
Pedro Maza se mantuvo un instante pensativo, en silencio frente a su amigo. Había concertado el matrimonio con Patricia de Santamaría con el padre de esta. Deseaba de este modo acceder a la hidalguía y con ella a su prestigio social y la evasión de tener que pagar impuestos. Los Santamaría ganaban a la vez con ello aumentar sus arcas, ya que los negocios de Pedro Maza eran cada vez de mayores beneficios. Ya había comprado varias fincas de Buenos Aires y se estaba construyendo hasta una pequeña mansión en la ciudad. El secuestro de Patricia de Santamaría era para él más que doloroso un contratiempo. Nunca la había visto en persona, tan sólo en un pequeño retrato que le enviaron, el cual había colocado en su salón a la espera de la venida de ella en carne y hueso.
-Nada, no voy a hacer nada –contestó seguro y triste Pedro Maza.
-Pero…
-No voy a pagar un rescate ni a intentar que alguien se enfrente a Paul Muys. Nunca la conocí. Que sea su padre quien pague por ella. Si este matrimonio no ha podido ser seguro que podrá ser otro con otra familia noble que no tenga más que deudas pero mucha respetabilidad. Y si no siempre podemos esperar a otra generosa venta de títulos nobiliarios de su Graciosa Majestad, el mayor endeudado del reino.
-Pero ella…
-Sigue cociendo ladrillos, José, y déjame a mí llevar nuestros negocios comerciales.
Y dándole una palmada en el hombro, como denotando una incomprensible condescendencia sin sentido, Pedro Maza salió de aquella fábrica de ladrillos.
Buenos Aires rebosaba vida. Ese día la brisa dotaba al soleado día una agradable sensación. La ciudad más lejana del Virreinato de Perú llevaba varios años en crecimiento. La población no tenía casi de nada, pero se las apañaba con el contrabando con los portugueses. Pedro Maza era un hombre que conocía bien esos negocios. Venía de los altos de San Pedro de cerrar un negocio fraudulento de venta de pieles. Por el camino paró por un horno de ladrillos de los arrabales y por el mercado de abastos. Cada vez que llegaba un barco había numerosas posibilidades de negocio y de noticias que conocer. Los primeros en enterarse eran aquellos barrios cercanos al puerto.
Pedro Maza era un hombre de mediana edad, de pelo negro fuerte y una barba que nunca había terminado de aparecer en su rostro, como si su cara hubiera decidido permanecer en una adolescencia barbilampiña. Había llegado desde Cuzco hacía muchos años como un hombre de guerra. Había combatido contra los indios y contra ingleses y franceses sin haber medrado nada en su vida. Se hizo a sí mismo poco a poco. Empeñado en un dar un paso atrás en ninguna decisión de su vida, se estableció en Buenos Aires trabajando en aquel horno de ladrillos en el que había parado. El patrón de allí, José Torreglosa, le había prestado dinero para comprar apenas unas pocas cabezas de ganado. Pedro Maza logró que ese ganado aumentara. Con gran dedicación sacaba ganancias del negocio que resultaba ser intentar abastecer a la ciudad, necesitada de todo para sobrevivir. Vendía pieles, carnes y leche y ya tenía empleados a varias personas en el mercado de abastos. Los barcos españoles tardaban mucho en llegar, se sacaba más ganancia del comercio con los portugueses. Un comercio ilegal a través del río, mas, al fin y al cabo, portugueses y españoles eran todos súbditos de un mismo Rey, las prohibiciones de comercio entre españoles y portugueses eran absurdas e injustas en aquel rincón apartado del Imperio. Con la connivencia implícita de las autoridades portuarias, que apenas le habían molestado a cambio de una parte de los beneficios, Vendía allí buena parte de sus pieles y usaba parte del dinero ganado en comprar toda clase de objetos cotidianos que revendía en la necesitada Buenos Aires a mayor precio.
José Torreglosa andaba cociendo barro y argamasa cuando él entró a saludarle.
-Ha llegado esta noche un barco portugués –dijo Torreglosa mientras avivaba el fuego del horno.
-Buenos días, José.
-Buenos días. Ese barco traía noticias que no te van a gustar.
-¿Viene un nuevo gobernador?
-No.
-¿Tienen nuevos peruleros con los que tenga que competir?
-No
-Entonces, no creo que me disgusten demasiado las noticias portuguesas.
-Es sobre un galeón español hundido hace un par de semanas.
-¿Venía a Buenos Aires? –Pedro observaba como unos jóvenes aprendices iban amasando barro usando sus piernas.
-Sí, Pedro, venía a Buenos Aires. ¿Cuánto tardarán en mandar otro? Hemos perdido aprovisionamiento –José Torreglosa hablaba con pesadumbre.
-¿Y eso te preocupa? –Pedro Maza le hablaba de costado a él, con confianza en sí mismo, esbozando una fina sonrisa casi imperceptible, sin mostrar la mayor preocupación por la falta de la llegada de barcos españoles a la ciudad-. Si no vienen ya nos las apañaremos con los portugueses. Incluso con los holandeses. A mí me da igual… y a ellos. Míranos, estamos en guerra y no le hacen ascos a venir por la noche a vendernos lo que necesitamos. La plata peruana hace milagros, tú ya deberías saberlo. La cuestión es que seamos nosotros los primeros en acercarnos con nuestro barco al suyo para poder vender nosotros lo que traigan. De todos modos, creo que es mejor que sigamos los negocios de pieles con los portugueses. No debes preocuparte nada más que de tus ladrillos, déjame nuestro negocio comercial a mí y…
-No es eso –le interrumpió José Torreglosa cogiéndole del brazo y volteándole para mirarse de frente-. Era el Madre de Dios.
-El Madre de Dios… ¿y ella…?
-Ella está en poder de Paul Muys. Esos perros desembarcaron en las playas de Recife. Desde que los holandeses andan por allí son un problema… deberíamos ir con una gran escuadra y barrerlo a cañonazos. Ataría yo mismo a Paul Muys a la boca del cañón más grande que…
-José, ¿dónde está ella?
-En Recife intentaron informarse de quién era ella y lo lograron. Saben quien es. Se la llevan a Curaçao. Dejaron allí a un viejo que parece ser que es un pintor de Nueva España. Un contrabandista portugués pagó un rescate por él. Intento pagarlo por Patricia de Santamaría y sus damas, pero Paul Muys calculó que le ofrecía poco dinero por ellas. Todo lo que sabemos lo dijo el viejo, que ahora está en Río de Janeiro. ¿Qué vas a hacer?
Pedro Maza se mantuvo un instante pensativo, en silencio frente a su amigo. Había concertado el matrimonio con Patricia de Santamaría con el padre de esta. Deseaba de este modo acceder a la hidalguía y con ella a su prestigio social y la evasión de tener que pagar impuestos. Los Santamaría ganaban a la vez con ello aumentar sus arcas, ya que los negocios de Pedro Maza eran cada vez de mayores beneficios. Ya había comprado varias fincas de Buenos Aires y se estaba construyendo hasta una pequeña mansión en la ciudad. El secuestro de Patricia de Santamaría era para él más que doloroso un contratiempo. Nunca la había visto en persona, tan sólo en un pequeño retrato que le enviaron, el cual había colocado en su salón a la espera de la venida de ella en carne y hueso.
-Nada, no voy a hacer nada –contestó seguro y triste Pedro Maza.
-Pero…
-No voy a pagar un rescate ni a intentar que alguien se enfrente a Paul Muys. Nunca la conocí. Que sea su padre quien pague por ella. Si este matrimonio no ha podido ser seguro que podrá ser otro con otra familia noble que no tenga más que deudas pero mucha respetabilidad. Y si no siempre podemos esperar a otra generosa venta de títulos nobiliarios de su Graciosa Majestad, el mayor endeudado del reino.
-Pero ella…
-Sigue cociendo ladrillos, José, y déjame a mí llevar nuestros negocios comerciales.
Y dándole una palmada en el hombro, como denotando una incomprensible condescendencia sin sentido, Pedro Maza salió de aquella fábrica de ladrillos.
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