En los últimos tiempos me vienen recuerdos de la infancia y mis padres, de toda una época. A la vez, por casualidad en redes sociales me ha saltado ya varias veces páginas de fotografías y videos de objetos y fragmentos de programas de televisión y anuncios de la década de 1980. Varias de las cosas que salen las he vivido y se ha reanimado y revivido en mí toda aquella época y sus recuerdos. En cierto modo ha estimulado alguna zona de mi mente donde además aún están algunas de las sensaciones de aquellas épocas, y detalles. Imagino que tal vez me detuve en algún momento a observar alguna cosa de esa década que me recordase algo de mi infancia y ahora la red social me manda montones de esas imágenes. Me devuelve a domingos por la tarde o a las tardes entre semana. A paseos, juguetes y juegos, o a diversos momentos más personales donde alguna de las cosas que me salen en pantalla estuvieron presentes o eran parte de todo aquello. Es como la magdalena de Proust, ese dulce que en su novela En busca del tiempo perdido su sabor mojado en té le devuelve al protagonista toda una serie de recuerdos que estaban ahí, en su cabeza, pero dormidos, como si no estuvieran, sin embargo, están.
En mis pensamientos a veces me detengo a pensar qué hubiera sido si ninguno de mis dos padres hubieran fallecido. Cuando murió mi padre era el momento de la juventud mía donde, como casi todos los jóvenes del mundo, tienes tu propia actitud, lo que hace que a menudo hijos e hijas choquen con el padre o/y la madre. Me pregunto cómo hubiera sido si nos hubiéramos llegado a conocer (y vivir) en estos momentos adulto, claro que él estaría ya en tercera edad.
Cuando era niño pensaba que tendría yo una vida adulta con cosas similares a mis padres, como una familia, vacaciones, visitas en fin de semana a mi padres con sus nietos, llevar a los hijos al cine, compartir, cosas así. Pero no hay nada de todo ello. Ni familia, ni hijos, ni una vida como aquella. De hecho el mundo ha cambiado, ni siquiera la forma de relacionarse la gente es como antes, ni los trabajos, ni los objetos, hasta ni las formas de hacer cine. Entonces uno piensa en ese pasado y se retrotrae a la infancia, a los cocidos del domingo o a estar en la cama con unos tebeos de Mortadelo y Filemón, o a las meriendas con bocadillo de paté, o las visitas a los abuelos, o los paseos familiares por la Calle Mayor. También pienso en mi gata. Con estos fríos solía sentarse justo conmigo, muy pegada, los dos con manta y televisión.
Todo el mundo sabe que las cosas pasadas no volverán y más o menos todo el mundo dice aquello de aprovechar el tiempo, de disfrutar de tal o cual persona o de tal o cual cosa, pero creo que hasta que no ocurren las desapariciones de personas, de momentos, de cosas asociadas a todo ello, hasta que el tiempo no te da lo que viene a ser el comienzo de la desaparición, no cobra todo el peso profundo que ello conlleva. Saber que jamás vendrá determinado sabor, nunca más una forma de pasar la tarde determinada, una voz, nunca más tampoco el mundo que rodeó todo aquello, va creando un surco profundo en el ser y el alma.
Mucha gente, la gran mayoría en esta parte del mundo, lo descubre cuando ellos mismos ya son de una edad ya avanzada, a veces no lo notan al verse rodeados de su propio núcleo familiar, hasta que este va tomando su propio rumbo. Yo lo he ido descubriendo a edades jóvenes, y sé que no se puede explicar a amistades de edades similares, pero sé que lo descubrirán algún día. Descubrirán lo que en algún momento quizá le oyeron a sus abuelos y abuelas. Y será un descubrimiento más allá del pensamiento, será sobre todo emocional. Profundamente emocional. A veces dolerá, profundamente dolerá, otras veces no, será otra cosa más grata. Y la soledad, la soledad ante un mundo diferente.
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