jueves, marzo 12, 2020

NOTICIA 1946ª DESDE EL BAR: LARRA EN TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

LARRA EN TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

El pobrecito hablador desayunó de madrugada con la televisión de su salón puesta. Las noticias del telediario matinal eran repetitivamente las de ayer, los argumentos los de los últimos tres días, el tema el de las últimas tres semanas. La expansión de la enfermedad del coronavirus COVID-19 por España tratada agotando todos los segundos televisivos. El presidente del gobierno, ministros y autoridades sanitarias llamaban a la calma. Todo estaba controlado y todas las medidas eran meramente preventivas. A la vez anunciaban lotes de medidas económicas para ayudar a los empresarios afectados por las medidas que iban a tomar y a continuación el anuncio de cierre de colegios y universidades, de centros para mayores, de residencias, la petición de trabajar desde casa a los que podían, medidas extraordinarias para la higiene del transporte público y las consiguientes peticiones de no acercarse los ciudadanos a menos de uno a dos metros de otro ciudadano, por supuesto aderezado de peticiones para que no hubiera besos ni saludos con la mano. Cualquier salivazo o sudor rozado era una amenaza no amenazante en la normalidad que el gobierno aseguraba que existía en todo. En esa tranquilidad tan apacible y normal que usaba el gobierno salió a su trabajo.

La madrugada era fresca, pero no tenía el frío del invierno que debía tener. Las luces anaranjadas de las farolas hacían bien su trabajo aún, mientras los coches salían hacia sus puestos de trabajo en Madrid. Unos jóvenes aún caminaban bajo los estertores del botellón que habían celebrado compartiendo tragos de las mismas bocas de las botellas de cerveza y alcohol esa misma noche, previa al día sin clases lectivas como medida preventiva para que no se propagase la enfermedad, a la espera de que se quedaran en sus casas.

En la cola de espera del autobús a Madrid un par de personas fumaban, ignorando las leyes de prohibición de fumar en tal lugar. Esto venía de años atrás, pero en las actuales circunstancias cobraba especial relevancia. Si bien la mayor parte de los enfermos del coronavirus sanaban por todo el mundo con patologías menores, eran las minorías las que podían verse gravemente afectadas, algunos hasta la muerte. Se había hablado mucho de los ancianos, pero estaban en esas minorías los diabéticos, los inmunodeprimidos, los de afecciones cardiorrespiratorias y los tabaquistas. No había pocos fumadores que exigían en las redes sociales y a sus más cercanos allegados el cumplimiento estricto de las cuarentenas en casa de todos aquellos de los mandados a casa, pero ellos no dejaban de fumar. Más valía un cigarrillo y su humo que el humo de no sentir una profunda concienciación de telediario y consigna.

Quedarse los sanos en las casas era una medida aceptada. Empezaron los ciudadanos chinos como medida de ejemplo, desautorizando a los descuidados españoles. Un día, antes que los españoles, todos decidieron a la vez tomarse veinte días de vacaciones. Las vacaciones que nunca se tomaron en todos los años que llevaban viviendo en España. Colgaron el cartel vacacional en el comienzo de marzo. Poco importaba que su aislamiento vacacional de poco serviría cuando salieran del mismo si se topaban con un auténtico enfermo. Pero era lo aceptado. A fin de cuentas, algún chino regresó a China, foco original y propagador de la enfermedad, alegando sentirse más seguros allí que en España.

De repente los escolares sanos debían quedarse en sus casas al cuidado de sus familias. Eran auténticos sospechosos a ojos de sus padres, que se negaban a dejarlos con los abuelos, ya que los ancianos eran los más susceptibles de caer enfermos. Los niños sanos, tratados como enfermos, no eran los únicos en ser observados de esa manera, a fin de cuentas los trabajadores sanos instados a trabajar desde sus casas eran cada vez más. Tener familiares y amigos, e incluso simplemente pasar de largo por una zona donde alguien tuvo la enfermedad, servía de causa suficiente para ir a la cuarentena. Quizá por eso a nadie le extraño demasiado cuando ante el anuncio del cierre de los colegios la gente se lanzó a comprar papel higiénico y comida como si fuera el comienzo de una de las peores guerras civiles por venir. De todos modos, los parques infantiles estaban llenos de nietos y nietas con sus abuelos, jugando todos juntos en los areneros y los columpios, corriendo, sudando y compartiendo todo contacto infantil. Los adultos abarrotaban las terrazas de los bares con tiempo primaveral en el final del invierno, y nadie de los destinados a estar confinados en sus casas por cierre de sus centros de estudios y trabajo se acordaba de la finalidad de las medidas a las que gobierno y jefes les habían intentado confinar.

El tráfico de la carretera era más rápido que otras veces. El autobús además no presentaba problemas para tener asientos libres esos días, menos ese primer día sin aulas en uso lectivo. Los telediarios dirían más tarde, poniendo los tintes fuertes en la histeria colectiva inexplicable, sin encontrar su explicación en su propio bombardeo sensacionalista y monotemático todas las horas del día, que la gente por miedo ya no usaba el transporte público. De poco servía informativamente saber que si los estudiantes no podían entrar en sus colegios, institutos y universidades, y si muchos trabajadores no podían acudir a su puesto de trabajo habitual, de nada servía desplazarse, por lo que los medios de transporte se vaciaban más que por miedo, por pragmatismo. Un hombre joven llevaba una mascarilla no muy lejos. Las autoridades no se habían cansado de decir que sólo las debían llevar los enfermos, pero a la vez habían pedido a los enfermos que se quedaran de quince a veinte días en casa. El hombre joven probablemente estaba sano y enmascarado en sí, muy a pesar de que llegara a levantarla varias veces quizá para respirar algo mejor en un trayecto que de tres cuartos de hora no bajaba en su duración.

En el suburbano de Madrid los coches del metro tenían un gran vacío en la hora punta de la línea que iba a la Ciudad Universitaria. Era justo la línea que debía tomar el pobrecito hablador para llegar a su propio puesto de trabajo en el archivo. La poca gente que viajaba se tomó en serio lo de guardar las distancias, cosa solo viable por las ausencias de los estudiantes. Quien estornudaba era mirado con recelo. Era mejor reventar por dentro que caer en la ignominia. Todo muy normal. Un par de personas se saludaron con el codo, los mismos codos que sudaban bajo abrigos y apoyaban en diferentes zonas del vagón y rozaban con otras personas. Al acabar el trayecto una mujer sacó un pañuelo de papel para pulsar con él el botón de la apertura de puertas, luego tal cual lo sacó lo volvió a guardar. ¿Cuántos botones y objetos públicos habría tocado aquel pañuelo a lo largo del día o de los días? Todo con total normalidad. Cuando hiciera el viaje de vuelta al final de la jornada laboral, aún vería a otra mujer que pararía la punta de su dedo índice a escaso centímetro del mismo botón, doblaría el mismo dedo y pulsaría con el reverso de la falange que quedaba por debajo de la uña, convencida de que aquello era la mejor prevención.

Antes de desayunar en alguna cafetería pasó por el kiosco de prensa. A pesar de que el 80% de los infectados en todo el mundo había sanado habiendo pasado apenas una sintomatología leve, en ningún lugar les daban voz para que contaran su experiencia y quitaran hierro. Sólo se hablaba de los muertos y de los graves, los muertos sólo eran el 5%. Evocó entonces muchos años atrás, cuando un día de 2002 contempló un mar gallego lleno de petróleo hasta el horizonte. Al comprar el periódico había visto en la portada de la sección de noticias de Madrid una fotografía de la estación de suburbano de Moncloa, donde se encontraba él, tal como cada semana, de lunes a viernes, dos veces al día para ir y volver del trabajo. La estación estaba vacía y el titular anunciaba que nadie usaba el transporte público. La foto era claramente tan real como irreal. La estación jamás había estado vacía, pero ese tipo de imagen la había visto alguna vez, incluso en las horas punta de entrada y salida de los trabajos como el suyo y los estudios de los universitarios. Solía ocurrir cuando coincidían los dos trenes de metro en salir de la estación a la vez cargados de pasajeros. El efecto de vacío duraba poco, porque enseguida llegaban nuevos pasajeros a los andenes. Sin duda la foto había sido tomada en el estratégico momento. Años atrás, en 2002, la prensa mostraba pequeñas "galletas" de petróleo en el mar y decía que sólo eran hilillos de petróleo. Recordaba su primera visión al llegar a las rías gallegas, con el petróleo llenando el mar hasta el horizonte. No faltarían situaciones similares el 15 de mayo de 2011, tan vividas también en sus recuerdos personales. No hacía mucho, el año anterior, en 2019, paseando un fin de semana por la Plaza del Sol, se encontró con una pequeña manifestación de venezolanos en contra de su jefe de Estado y en favor del líder de la oposición, elevado en sus voces a auténtico jefe de Estado, se acordó que al día siguiente salió en prensa la fotografía de aquellos manifestantes desde un ángulo que parecían ocupar todo el extenso espacio de la plaza, cuando en realidad apenas eran unos pocos que rodeaban a uno de ellos que hablaba por un megáfono por encima de sus cabezas. Y allí estaba el pobrecito hablador, pensando en estas cosas ese 2020 mientras sorteaba montones de personas, cada una siguiendo sus caminos, mientras se dirigía a desayunar.

El café de la mañana era el café de la mañana, nadie le hacía ascos a tomarlo en las mismas tazas que compartían con cientos o miles de madrileños que acudían a los cafés. Al pobrecito hablador le parecía todo exagerado y le daba igual. Eran las mismas costumbres de siempre, sin problemas. Un chico con mascarilla se la quitó sin problemas para beber. Las precauciones ante el café no tenían cabida. A fin de cuentas las fiestas de fallas valencianas o las de Semana Santa estaban a la vuelta de la esquina y había quien no quería renunciar a ellas, hasta el alcalde de Sevilla declaró por los medios y de forma solemne que la Organización Mundial de la Salud no podía tomar ninguna decisión sin hablar antes con él respecto a procesar a los Cristos a lo largo de miles de personas. Nunca faltaba la feligresa que se negaba a no besar los pies de su imagen preferida en el mismo sitio donde otros también deseaban besarla. La santidad era la santidad, razonaban, y debía ser lo que Dios quisiera.

El telediario había avanzado algo en su discurso a esa hora. La televisión de la cafetería comentaba la prohibición de concentraciones y espectáculos de más de mil personas, por lo que en varias regiones y ciudades habían comenzado a prohibir las de cien, en consecuencia, por la tarde en el regreso escuchó en el autobús a un dueño de bar suspender un acto donde esperaba reunir a unas treinta personas. Pero era aún por la mañana y el telediario hablaba también de los trabajadores que habían visto rescindidos sus contratos por los miedos de los empresarios, que a la vez pedían exenciones fiscales y ayudas económicas, sin que se anunciara nada para los trabajadores que a la desgracia le sumaban desgracia. Todo es normal, son sólo precauciones, volvía a oirse la voz del presidente del gobierno en el noticiario.

En el archivo se encendían los ordenadores para comenzar la jornada laboral mientras se oía desde el pasillo salir conversaciones en voz baja de las puertas de las oficinas. El tema era el problema del cuidado de los niños y de los ancianos mientras se tenía que ir a trabajar. Uno de los pabellones del archivo había decidido cerrar veinte días, pero los otros seguían en activo. Cada mando tenía sus decisiones. El pobrecito hablador se ubicó en su puesto y abrió la ventana para tener aire fresco. La calefacción estaba tan alta a pesar de las horas de la mañana que eran que hacía un calor asfixiante. Se sudaba en exceso y era aún invierno. A fin de cuentas, otra de las recomendaciones era que lo mejor para la cuarentena contra la enfermedad era airear los espacios cerrados. 

Por Daniel L.-Serrano "Canichu".

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