EL AMANCEBAMIENTO DE BLASI Y VIVIEL
Capítulo
8: Febrero de 1774.
Había
sido mucho tiempo de condena para Antonio Blasi. Sus manos llenas de callos y
sus pies eran testigos mudos de un cierto embrutecimiento de su ser. Había
perdido sus mercancías y le había costado mucho recuperar su carromato. Volver
a la vida de buhonero le proporcionaría la libertad de movimientos que antes
tenía, aunque sabía que ahora le costaría más obtener las cédulas de paso entre
las diferentes regiones y poblaciones de España. Deseaba irse lejos de aquel
centro peninsular. Quizá a algún lugar costero, más salubre y alegre. O tal vez
al norte, a las montañas, que en parte le recordaban las de su niñez. Había que
irse de aquel lugar. Empezar de nuevo. Pero ante todo estaba también su hijo, o
su hija, no sabía qué era. Su nacimiento le era un misterio, como le era un
misterio el paradero de la madre. María Viviel mantenía su lejana presencia muy
cercana y dentro de su ser. Su recuerdo vívido estaba fresco, había permanecido
fresco, como si fuera ayer su forzada separación, a lo largo de aquel año y
medio de empedrados y cargas de piedras. Su vientre ligeramente curvo, el
aliento de su boca, su talle alegre moviéndose, su voz afectada por la vida, y
sin embargo llena de rotunda vida, y su rostro, siempre en su mente en los
trabajos más duros y en las noches más largas, su rostro enrevesado en tantos
recuerdos de momentos conjuntos que difícilmente no se podía estar enredado en
esa red.
La
buscó al salir. Preguntó por ella. Por muchos sitios. Empezando por Alcalá de
Henares. Supo que su marido había sido encontrado sirviendo en Ávila. Pero no
hizo falta ir a buscarle. Estaba dispuesto a ir. Encontrarle. Enfrentarle.
Arrebatársela si era necesario. Sacar la albaceteña, todo le era igual, salvo
ella. Ella no le era igual. Ella era para él y él para ella. Como si fuera una
posesión regalada en pecado por Dios, y si era regalada por Dios, no había
pecado, mayor pecado el de su marido y su repudio, y si había pecado, en
pecado. También el pecado para él y para ella. Para ambos el pecado. Fuese el
pecado en ambos. Pues ella y él, y él y ella, tenían mucho camino juntos desde
Valencia al empedrado. Nunca, ninguna noche, se había ausentado ella de su
cabeza. De este modo, buscando sin descanso, con sus recursos de buhonero y
todos sus conocidos, supo de su destino. Siempre había estado cercana. En la Villa
y Corte de Madrid, en un enorme edificio no muy viejo de dos plantas altas, con
grandes ventanales y dos especies de torres a sus lados y una puerta monumental
de frontón roto y retorcidas columnas que rompía la horizontalidad de la gran
fachada, ayudada de una estatua blanca y alta como una persona: el Real
Hospicio de San Fernando.
Estaban
en la puerta una gran cantidad de mendigos entrando y saliendo, otros tantos
parados. Aquel era su hogar, por refugio y recogida de ellos que hacían los
religiosos con ayuda de la Iglesia y del Estado. Hombres con hábitos blancos de
la Congregación de los Esclavos del Dulcísimo nombre de María pululaban también
por allí, su edificio. Gente tullida, algún perrillo, gente desdentada,
deforme, o con las marcas del hambre aferrada a su sola presencia, sus almas
mortificadas por las miserias de la vida afloraban a sus ojos, que miraban sin
juzgar a los que pasaban con más fortuna cerca de ellos, denunciando la realidad
del mundo que a ellos solos les concernía. Alguna que otra capa raída y mal
cortada, calzados con agujeros y camisas que parecía medias camisas. Iban
limpios, y muchas de las roturas de sus ropajes iban con esmerados remiendos de
monjas, los religiosos procuraban darles esas reparaciones y sopas para comer,
también un techo, y enmienda, mucha enmienda. Allí les ofrecían tareas para
mantenerles ocupados lejos de tener que recurrir a la caridad de pedir en las
calles. Las leyes contra la mendicidad se habían endurecido, podían ser
tratados como vagos y maleantes, a pesar de que muchos de ellos no tenían
fuerzas para poder malear en ningún sentido. La picaresca siempre fue algo
extendido entre estas clases populares, era idea de aquella congregación
alejarles de la tentación del robo y el engaño, de la prostitución y del abuso
de gente con medios para vivir por sí. Les buscaban, si podían, empleo. Si
llegaban gitanos, los religiosos sabían que se irían de allí casi en el acto de
entrar. Eran gentes nómadas, de mercadeo. Pero muchos otros se quedaban entre
ellos, si bien es cierto que la gran mayoría entraba y salía periódicamente sin
remedio. Solían ir a las calles de Madrid a pedir, a pesar de no ser ese el
objetivo de la congregación. Mas, ¿quién se lo podría impedir? No eran presos,
sino ovejas de Dios. Por preso allí sólo había, y no en esa condición exacta,
los que la Justicia traía para reeducarles socialmente por sus graves faltas y
desarreglos en la conducción moral de sus vidas. Allí estaban también estos, al
menos todo el tiempo obligado que la Justicia en nombre del Rey había
considerado que debían estar. Por las puertas de ese lugar pasó Antonio Blasi
una mañana tras María Viviel, quien había llegado allí por designio de su
esposo.
Lo
cierto es que a Antonio Blasi no le fue muy difícil convencer a sacerdotes,
monjes y monjas de una unión de amistad que le unía a aquella mujer. En cierto
modo no era falso, aunque tampoco exactamente cierto. Le condujeron a un patio interior
grande y porticado donde algunas personas tomaban el aire esperando
concretamente nada novedoso más allá de sus rutinas diarias en aquel hospicio. Unos
niños jugaban corriendo tras de sí, bajo la mirada disimulada de un congregado
que refugiaba la dirección de su cabeza hacia un libro. Unas monjas paseaban
juntas. Unos ancianos sentados balbuceaban palabras sin dientes en una
conversación sobre la sopa que estaba por venir dentro de unas horas. Alguien
hacía algún oficio necesario para esa comunidad. Entre la gente de aquel gran
patio vio venir Antonio Blasi a Maria Viviel acompañada de una monja. La
religiosa le señaló y ella se encaminó hacia él, la monja se quedó quieta en la
distancia. María vestía de manera humilde, pero limpia, recatada. Su rostro
sereno no tenía en sus ojos todas las llamas de un año y medio atrás, aunque aún
conservaba alguna. Sus caderas parecían ligeramente más anchas, aunque no
demasiado más, expresión viva de que en aquel reencuentro faltaba alguien. Blasi
hubiera deseado recibirla con un abrazo y un beso largo y cálido, sin embargo,
sus señas de identidad en aquel lugar y los ojos religiosos que observaban sin
mirar directos le contrajeron sus impulsos. Fue la llegada de ella, que se
quedo quieta ante él, lo que más le persuadió de reprimir lo que
irreprimiblemente deseaba abrazarla. Ni una lágrima en ninguno tras tantas
noches en ambos del uno por el otro. Blasi extendió su brazo a María Viviel
para que se lo tomara y pasearan circunvalando el patio, único lugar por donde
podían pasear. Ella se lo tomó y comenzaron a caminar a la par, sin que
hicieran falta palabras. Como si ayer fuera hoy aún.
-No
pude encontraros antes –comenzó a hablar Antonio Blasi.
-Ahora
me llamáis de vos –dijo ella.
-Para
mí eres mi dama.
-Para
vos soy tu mujer.
-Y
la madre de mi…
-…hija.
Nació muy sana y muy guapa dentro de estos muros.
-¿Es
tan bella como su madre?
-Y
como su padre. No conoce todavía el mundo, ni la calle. No conoce nada más que
estas paredes.
-Entonces
está contigo…
-Sí.
Ahora duerme en su cuna. Las monjas querían hacerla expósita –dijo compungiendo
su voz-, pero me negué a que me la arrebataran. La apreté contra mí con todo mi
amor. Ella es todo lo que tenía de ti. Lograron arrancármela de mi seno. Decían
que era lo mejor para que tuviera una buena vida porque la mía era un ejemplo
de impudicia. Las pataleé y arañé… Me desgañité gritando… Me negué a comer…
Estuve varios días sin comer. Me puse tan enferma… tan, tan enferma… Los padres
querían darme los oficios. Tuvo que venir un médico durante bastante tiempo.
Ahora vuelve a estar conmigo, las monjas me la devolvieron… Me hubiera muerto
si me hubieran separado de ti, de ella.
-Ahora
estamos juntos de nuevo.
-Sí,
hoy sí.
-¿Podré
verla? –preguntó Antonio que puso su mano libre sobre la de ella sobre su brazo
mientras seguían caminando.
-No –dijo
suave pero firmemente María Viviel-. No quiero arriesgarme a que me la quiten.
No quiero sospechas. Te has atrevido mucho a venir. Si mi esposo…
-Tu
esposo no está aquí –le cortó la frase Blasi.
-Me
dijiste eso hace mucho tiempo –contestó María suspirando hacia dentro-, en
aquel carromato.
-Sigo
teniéndolo.
-¿Sigues
siendo buhonero?
-Sí,
voy a intentar volver a serlo. No quiero seguir en esta capital. Yo también he
padecido aquí… -Blasi guardó un breve silencio y siguió-. Puedo esperarte,
cuando salgas podemos irnos, recomenzar en otro lugar donde no nos conozcan. De
una forma más honesta. Podría comprar una casa, poner un negocio…
-No –dijo
ella parándole frente a una columna del patio-. No podemos. Estoy casada y se
lo juré a mi padre por mi madre.
-Pero
él no está, no te quiere… ni tú a él.
-Francisco
Desancourt es mi esposo. Ahora me están educando. Mi hija debe crecer con un
padre en el santo matrimonio. No puedo embargar su futuro con la gente de su
alrededor. ¿Qué sería de ella si supieran que nosotros no somos casados?
-¿Y
qué será de nosotros si tú te vas con él?
Una
respiración honda en ambos intensificó una mirada de sus ojos a sus ojos. Por
un momento las llamas de ella refulgieron. Se apretaron las manos entre sus
manos y se apartaron un par de pasos por detrás de la columna. Ella, con pasión
contenida y ocultando lo que realmente deseaba decir, dijo:
-Aquí
estoy bien. Me dedico a amasar el pan. Él me aceptará y…
-…Te
aceptará y te tendrá por siempre mal mirada. Si vivís juntos no será por amor,
quién sabe si habrá respeto. Conmigo…
Se
miraron más de cerca.
-Bésame
–dijo ella- Bésame ahora.
Él la
beso profundamente enamorado. Ella le mordió el labio, le abofeteó con gran
fuerza dejando que resonase. La monja vino rápido a su lado para ayudarla a
irse de su lado. Antonio Blasi tenía el labio sangrando y la sangre era un
pequeño reguero que se deslizaba por la comisura.
-¿Cómo
se llama ella? –alzó levemente la voz Antonio Blasi mientras se iban.
María
Viviel se alejaba con la monja mientras unos hombres venían a echarle a él del
hospicio.
-¿Cómo
se llama? –gritó él zarandeado.
María
Viviel se perdió por una puerta atendida por las monjas. Fue lo último que vio
de ella en el resto de su vida. El errante buhonero habría de errar por
aquellos mundos de Dios sin nada más que recuerdos.
Cada
noche ella se fustigaba con una fusta por sus pecados. Luego, María Viviel iba a la cuna a
levantar a su pequeña para darla de comer de su seno. La pequeña se llamaba
Antonia.
Relato completo por Daniel L.-Serrano "Canichu"
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