Capítulo
7: Septiembre de 1772.
La
Villa y Corte de Madrid había abandonado su urbanismo entre la zona con más
actividad y aquellas otras con construcciones y edificaciones de recreo del
conjunto palatino del Palacio del Buen Retiro. Carlos III, un rey acostumbrado
a las bellezas urbanísticas napolitanas, quería poner remedio a ello. El Conde
de Aranda llevaba años intentando responder a sus deseos de embellecimiento y
uso lúdico de la capital del reino español. Su idea era crear una serie de
pasillos ajardinados con estatuas y fuentes de antiguos dioses helenísticos,
con extensos parques y arboledas. Cuando Su Majestad había sido Rey de Nápoles
se habían descubierto por accidente, en el sitio elegido para uno de sus
palacios, los restos llenos de lava petrificada de las muy bellas ciudades
romanas de Pompeya y Herculano casi intactas. El Conde de Aranda conocía bien
lo mucho que le gustaba desde entonces a Su Majestad la arqueología del mundo
clásico, incluso se había traído a su Casita de la Granja varias esculturas de
aquellos restos en los cuales había desembolsado unas grandes sumas de dinero
para su excavación y restauración. Pensaba el conde, presidente del Consejo de
Castilla, que a lo largo de estos bulevares, con el tiempo, quizá se podrían
poner aquellos edificios para el ejercicio del conocimiento y la ciencia que
pudieran ser disfrutados por todos los ciudadanos. Aunque el Conde de Aranda
aún no tenía en su mente una idea definida definitiva, pensaba, en connivencia
con el Rey, en un jardín botánico, un gabinete de Historia Natural, una
platería y hasta un observatorio astronómico. Quizá incluso marcar la entrada
con una puerta monumental que diera dirección a Alcalá de Henares, y allí otra
con dirección a Madrid, como símbolo de poder y marcando una ruta comercial
importante hacia Zaragoza y Barcelona.
Todo
eran planes demasiado lejanos, aunque tuvieran prisa en hacer. Había que
empezar poco a poco. Construyendo primero el Salón del Prado que albergara
todas esas maravillas. Había que crear al menos un espacio longitudinal extenso
y circo-agonal. Elegir bien las alegorías de los dioses greco-romanos que
debían presidir las glorietas que lo enmarcasen, las fuentes que lo adornasen.
Plantar los árboles oportunos y las flores. Pero sobre todo, crear ese salón.
Una idea preciosa y útil para la calma de las almas que pasearan por allí. Así
llevaba construyéndose el proyecto nueve años. El arquitecto José de Hermosilla
había seleccionado a los dioses Neptuno, Cibeles, las Cuatro Estaciones y Apolo
para enmarcar su gran obra urbanística. Las estatuas, en su opinión, debían ser
entregadas como proyecto a Ventura Rodríguez, por su gran calidad artesanal y
artística, pero aún quedaba tiempo para ubicarlas. Había que crearlo todo de
modo que El Retiro, palacio y coto de caza del Rey, conectase bella y
adecuadamente con la villa. Hermosilla miraba los planos aquel día caluroso de
septiembre mientras los obreros y los capataces iban adoquinando la calle. Un
sirviente trataba de parar el sol sobre su cabeza con una sombrilla, mientras
un joven aprendiz universitario escuchaba sus explicaciones sobre el proyecto.
Veían allí un futuro urbano donde había tierra desaprovechada que bien valía
para las eras y que había estado llena de hierbas, pues hasta ese momento era
prado.
Aquel
lugar iba a ser idílico, puesto que ya en sí mismo, siendo prado y viendo la
belleza natural alcanzada en los jardines de El Retiro, su fertilidad iba a
proporcionar uno de los lugares de paseo más frescos de la Corte. Donde en esos
momentos había trabajadores sudorosos poniendo adoquines encorvados sobre sí,
mañana habría villanos y cortesanos disfrutando de paseos.
En
esos momentos había trabajadores. No todos eran contratados. Unos guardias
vigilaban las tareas de albañilería de un puñado de ellos, reos condenados a
trabajos forzados en obras públicas. Debían enmendar sus crímenes y faltas haciendo
algo útil para la sociedad. Aquellos trabajos de crear bellos paseos futuros
eran la redención presente y forzada de los presos. Allí estaban al sol de
septiembre, en ese verano breve que arde como el paso de julio a agosto,
preparando mortero y colocándolo donde otros colocaban adoquines que otros
portaban en carretillas. Había quien más allá iban desbrozando todavía algunas
hierbas. Otros preparaban y realizaban otras tareas en pro de la urbanización,
pero era entre estos reos que se oyó gritar:
-¡Adalai!
A
uno de ellos se le había caído unos cuantos adoquines de su carretilla a uno de
sus pies. Otro de los reos se apresuró a ayudarle quitándole los adoquines y
mirando su pie por si pudiera estar seriamente dañado. Unos guardias se les
acercaron. Vieron que quien le había ido a ayudar parecía saber de curas. El
pie no estaba dañado, pero sentía el dolor claro de aquel accidente. Sin duda
tendría hematomas, pero como los guardias les dejaran hacer entre ellos,
aprovecharon el momento para extender un poco aquel descanso fortuito fingiendo
que las atenciones debían ser mayores de las que realmente se necesitaban.
-¿Cómo
te llamas, hermano? –le preguntó el accidentado a su socorredor.
-Antonio
Blasi, del Piamonte.
-Yo,
Ramón Buñuel, de Albilla –ambos se estrecharon las manos.
-¿De
la villa Albilla? –dijo Blasi retórico-. A mí me tomaron preso cerca de allí,
en Alcalá de Henares, el corregimiento. Un año de condena en obras públicas en
El Prado.
-Yo
dos años, por tomar un pollino que no era mío. No lo robé, pero me denunciaron
por robarlo. Yo tengo claro que no lo robé, lo gané en unos dados.
-Juego
prohibido.
-Así
es, hermano. Pero el dueño me denunció antes que darme los papeles de que me
lo daba. El juez, Estremera, no lo tuvo muy claro si era robo o si era venta.
La verdad es que supe defenderme, le embrollé tanto que no supo cómo tratarme,
ante la duda me mandó a este lugar para embellecer de piedras el suelo que ha
de pisar Su Majestad y sus italianos... –el accidentado recapacitó de manera
súbita el origen de su rescatador y añadió- No lo digo por ti, hermano.
-No
te preocupes, yo también estuve en lo de Esquilache.
-¿Y
tú por qué estás aquí?
-Por
una mujer –Blasi seguía interpretando que le curaba el pie ante las miradas
lejanas de los guardias, que habían seguido su ronda vigilando a los presos-.
Me cogieron en un figón de la ciudad, uno que regenta un amigo y compatriota,
Pedro Bordari. Allí me atraparon amancebado con ella.
-Qué
truhán –rió Ramón Buñuel-. Pues poco te han echado.
-Y
doscientos veintitrés reales de vellón que debía pagar a la Justicia…
-Pues
no veo el final de tu sentencia.
-Soy
buhonero, hermano. Vendí joyas por valor de trescientos reales con ayuda de
mi amigo y ya pagué. El señor corregidor me debe las vueltas del dinero.
-Ya
las has visto tú…
-Se
las reclamé desde este presidio.
-Truhán
y altanero –rió de nuevo Ramón Buñuel-. ¿Y cómo resultó la cosa?
-Dice
el señor corregidor que no las pagué. Mi palabra ante la suya no vale gran
cosa. Aunque he reivindicado el pago, la respuesta siempre es la misma. Pero en
junio le vendí un reloj a mi amigo y espero que del dinero que me debe se pague
esa deuda… por segunda vez –Antonio Blasi hizo una pausa-. ¿Cuánto tiempo
llevas cumplido de tu condena?
-Un
año y pico, quizá un año y medio. No me queda ya mucho por aquí. En cuanto me
vea libre volveré a Villa Albilla, allí tengo una casa con una huerta familiar,
y plantaré una acacia.
-Harás
bien.
-Sí.
Será toda una ofrenda a la libertad. ¿Y tú qué harás?
-A
mí todavía me queda tiempo aquí. Pero la buscaré a ella. Sé que me quiere.
Vamos a tener un hijo. Pero está buscando a su esposo.
-¿Busca
a su esposo y te quiere?
-El
mundo de hoy ni es blanco ni es negro –respondió Antonio Blasi.
-Cierto
–contestó tocando su tobillo Ramón Buñuel-. Te deseo lo mejor. Hermano, si
necesitas ayuda cuando salgas, búscame.
-Gracias.
Uno
de los guardias se les acercó.
-¿Puedes
andar? –preguntó a Ramón Buñuel.
-Sí,
aunque dolorido.
-Pues
levántate. No es grave, ¿no? –preguntó ahora a Antonio Blasi.
-No,
pero será mejor que no lo fuerce –contestó exagerando el daño mientras su
compañero y él se levantaban.
-Entonces
puedes dejar de acarrear piedras, si quieres ve a hacer la masa del mortero.
Eso será mejor para ti –mientras Ramón Buñuel asentía y se iba hacia la zona
del mortero, el guardia paró por el codo a Antonio Blasi que se iba a su
tarea-. Espera, tú eres el piamontés, Antonio Blasi, ¿es así?
-Sí,
yo soy.
El
guardia se sacó un papel de la pechera y lo abrió ante él.
-Tus
reclamaciones legales han recibido respuesta. El señor Bordari ha declarado que
el dinero de la venta del reloj no puede devolvértelo porque no tiene tal
reloj. Dice que no se lo vendiste, embustero italiano, y que de tenerlo se lo
cobraría por lo que le debes de tu alojamiento y comida en su figón. Firma aquí
la sentencia, tu multa no ha sido pagada, la debes –el piamontés, sorprendido
por lo que acababa de escuchar firmó el documento aceptando que no había pagado
la multa, aunque pensaba reclamar la venta del reloj-. Ahora sigue trabajando
–le dijo el guardia.
Antonio
Blasi comprendía bien la traición de su amigo Pedro Bordari, pero necesitaba
repasarla mentalmente. Se atascaba en la incomprensión y no podía avanzar en su
pensamiento. Recogió los adoquines del accidente de Ramón Buñuel y los colocó
en la carretilla que los había transportado. Él mismo terminaría ese
transporte. Comprendía que había perdido trescientos reales de vellón pagando a
la Justicia que nunca registró el pago y también había perdido el importe del
reloj que le vendió Bordari. La libertad no tenía precio, pero la suya había
sido vendida. Habría de nacer su hijo sin estar él al lado de ella, su amada
María Viviel. Giraba el mundo como giraba, a veces como una moneda enloquecida.
Su libertad, depositada en aquel dinero, ya no era suya, y su dinero no sabía
de quién era. Todo lo que pudiera dar por abrazarla de nuevo y por tener al
fruto nacido de los dos entre sus brazos, sólo era ya penar en aquel penal.
Aquel dinero desaparecido era un crimen entre compatriotas. ¿Quién lo diría? La
Justicia era justa sólo para los que sabían comprender su valor. Al pasar al
lado de Ramón Buñuel este le dijo:
-¿Qué
te ha dicho, hermano?
-Que
quizá trabajaré más en estas obras de lo que tenía previsto.
Antonio
Blasi siguió su camino con la carretilla cargada de adoquines sin detenerse a
seguir la conversación. Había un Salón del Prado que construir, con arbolado y
jardines, edificios y espacios con grandes saberes, que tendría fuentes bellas
de mármol, estatuas de viejas deidades y una puerta monumental y alta que
apuntara en dirección a Alcalá de Henares. Allí estaban ellos construyéndolo,
adoquín a adoquín en el suelo, sepultando la naturaleza del prado, pagando a la
sociedad lo que les dijeron le debían.
No hay comentarios:
Publicar un comentario