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Unos negros habían
quitado la aguja del percutor de unas granadas de mano la noche anterior.
Fueron a una cantina llena de soldados blancos y arrancaron las anillas de
las granadas mientras las lanzaban al interior gritando: "¡os vamos a
matar a todos!". Todo el mundo se puso muy nervioso. Saltaron como
resortes de sus asientos tratando de correr fuera del lugar, algunos se
refugiaban malamente debajo de los taburetes y las mesas de donde se caían con
estrépito las bebidas y cigarros. Cuando el lugar quedó súbitamente vacío sólo se
oían las risas de los soldados negros, a sabiendas de que ningún oficial andaba
cerca con aquella broma. Algunos blancos volvieron malhumorados a la cantina,
otros se lo tomaron como una broma más de compañeros de armas que trataban de
matar lo que allí se vivía.
Aquellos negros
ahora estaban colocados. El médico de campaña les había pasado algo de morfina.
No lo consideraba un desperdicio. A veces los soldados más indemnes tenían
heridas que iban más allá de lo físico. Los negros estaban en la ribera del río por donde llegaban las barcas techadas de paja de los vietnamitas que traían
sus productos para vender en el pueblo que ocupaba aquel destacamento
norteamericano. A unos diez metros unos soldados de Tennessee habían colocado
una bandera confederada en su camión. Querían reafirmar su pertenencia al Sur
estadounidense. No parecía que tuvieran nada concreto contra los negros, estos
entendían aquello y no les tenían en cuenta aquella bandera, salvo cuando
volvían de algún combate en el que les habían colocado en la primera linea de
fuego o haciendo la cobertura en las evacuaciones por helicóptero. Entonces,
cuando veían aquella bandera, solían tener fuertes discusiones con los soldados
de Tennessee, pero al cabo del día las heridas se guardaban y se sacaba como
mínimo la camaradería de los compañeros de armas.
Aquellos negros eran
algo más. Eran compañeros de sangre. Combatían juntos y trataban de no morir.
Unos eran de Michigan, otros de Louisiana, alguno de Vermont, allí todos eran
de Vietnam. Pertenecían al ejército y a una guerra de blancos que habían ido al
país de los amarillos. En una fábrica de Detroit podían trabajar un par de
negros juntos y morir uno de ellos. El jefe podía darle un par de días de
permiso al amigo vivo y así se podía tratar de recomponer un orden de vida. En
Vietnam los compañeros eran amigos y podían reír juntos, emborracharse o colocarse con
la morfina o la marihuana, pero cuando ibas a la jungla una bala podía atravesar
el pecho de tu amigo y llenarte de su sangre. Tu oficial no te daría ningún día
de descanso, porque había que avanzar. Había que avanzar en una linea de frente
inexistente, porque toda la jungla, todo Vietnam, era un frente de vietcongs
que aparecían de la nada a través de túneles excavados en el barro o de
frondosas vegetaciones de los arrozales llenos de mosquitos y agente naranja
lanzado semanas atrás desde un avión amigo tras salir de las fábricas de
Monsanto Corporation y Dow Chemical a miles de kilómetros de donde la gente
moría.
Unos días atrás unos
doce soldados blancos de otro batallón habían bajado de una lancha para
aprovisionarse en el pueblo. Encontraron a un vietnamita comiéndose una lata de
peras en conserva. Le preguntaron de dónde la había sacado. Él les contestó que
se lo había dado uno de los americanos de la intendencia. Los nuevos no le
creyeron, le acusaron de robo y le dieron una paliza. Acudió en su ayuda una
niña de catorce años. La chica era menuda. En un mal inglés trataba de pedir
que dejaran en paz a su padre. El que parecía ser un cabo que no guardaba el
más correcto orden en su vestimenta decidió que sería mejor dejarle la lata de
peras si le cobraban un precio. Entre los doce hombres violaron a la niña por
turnos mientras se pedían permiso entre ellos, impacientes. El padre lloró
cuando vio a su hija sangrando después de todo aquello. Uno de los soldados
sacó su pistola y le disparó en la cabeza. La niña, que aún no había roto a
llorar, por mucho que gritó, lloró entonces. El artillero de la lancha desenganchó
su cañón más potente y disparó contra la cara de la niña. Decía que no le
gustaba ver sufrir a la gente, que sería una crueldad dejarla sola en el mundo
en medio de aquella guerra. La cabeza de la niña prácticamente había quedado
esparcida por el lugar. Luego, los doce hombres saltaron sobre los restos. Ese
fue el panorama que se encontró el destacamento cuando todos los que lo componían regresaron al pueblo. Ya
había ocurrido todo para cuando ellos estuvieron de vuelta de una misión de
reconocimiento. Lo cierto es que entre aquellos doce soldados blancos había uno
que era negro. Lo sabían porque los vieron alejarse yéndose en la lancha río
abajo justo cuando ellos entraban a su base.
"¿Cómo pudieron
hacer aquello?", preguntó en voz alta Paul Winchester al resto de los
negros colocados que esa mañana estaban al lado de la ribera del río mientras
ondeaba la bandera confederada en el camión de sus compañeros de armas. No
esperaba respuesta. Nadie respondería, porque todos sabían la respuesta.
Sandra, la enfermera de la Cruz Roja, volvió a acercarse a ellos de parte del
médico y les pasó un par de dosis más de morfina. Los soldados andaban
adormilados con aquello, sólo de vez en cuando fumaban un cigarrillo.
Daniel L.-Serrano "Canichu"
22 de agosto de 2018
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