En 2007 escribí la novela "Un pedagogo", en ella incluí mi cuento "El Faro" de modo adaptado en su principio y en su final para seguir de modo integrado el desarrollo del capítulo al que pertenecía. Hoy quiero compartir ese fragmento de la novela con los lectores de esta bitácora que no hayan leído el libro, aunque con el principio y el final original del cuento en sí para que no le quede la sensación a quien lo lea de estar leyendo un jirón de una historia mayor. Espero que os guste. Que la cerveza os acompañe.
EL FARO
El faro era de piedras recubiertas de cal blanca. Estaba en una costa llena de riscos y arrecifes, pero había un camino de tierra que permitía llegar cómodamente a él. Emitía una luz potente que se perdía sobre el mar en las noches oscuras. Ningún barco ignoraba nunca aquel faro, como a ningún otro faro, pero lo excepcional era que este no se encontraba en ningún cabo, ni en una isla, ni en ningún lugar realmente relevante para que hubiera un faro. De hecho, tras el faro no había ni ciudad ni pueblo que le hiciera compañía. Quizá esa fue la razón por la que un buen día el faro decidió irse de allí. Lento y quejumbroso se levantó del lugar estirando sus tres patas mecánicas que hasta entonces habían estado dobladas bajo él. La verdad es que ningún barco le echó de menos, excepto uno años después, el del capitán Reficio, el cual le prometió volver cuando muriese para intentar volver a nacer.
El faro caminó por los caminos por no pisar los campos sembrados en aquella época del año. Además, es bien sabido que los caminos siempre te hacen caminar hacia algún sitio. Unas veces hacia delante y otras hacia atrás. No suelen tener pérdida. Nuestro faro en cuestión llegó a la ciudad llamada Maereo Sibi, una ciudad ni grande ni pequeña, más o menos con casas bonitas, ni grandes ni pequeñas. El faro buscó donde establecerse, pero no digo nada nuevo si os digo que no existen hoteles para faros, bueno una vez construyeron uno, pero era tan enorme que lo llamaron rascacielos y lo usaron para rascar los cielos. Nuestro faro optó por asentarse en la Plaza Mayor, frente al ayuntamiento y la estatua del hombre ilustre. Allí recogió su patas mecánicas y, otra vez quejumbroso, volvió a estar estático erigiéndose con su foco de luz, esta vez sobre la ciudad en la noche. Los ciudadanos, cuando vieron aquello, se desesperaron porque ellos no tenían mar y no sabían que podrían hacer con un faro. Ni siquiera el río donde solían verter sus residuos necesitaba de la guía de un faro, porque los residuos ya sabían que sólo debían seguir la corriente al resto de residuos e ir a donde todos iban.
Los ciudadanos hicieron asambleas y reuniones, excepto la señora Dolenter, que se fue angustiada pensando qué sería de los gatos. Aunque a los gatos nada les pasaba, ni les pasaría, a ella siempre le preocupaban los gatos. Los gatos eran un asunto serio. Lo que no sabían los ciudadanos, mientras ellos andaban ocupados en estas cosas, es que Inerro, el vagabundo de la ciudad, había entrado en el faro y subido sus ciento sesenta y tres escalones en forma de caracol hasta llegar a la sala de luz. Allí el farolero, un anciano ocupado en atar sabanas a cuerdas y cuerdas a camisas y camisas a pañuelos, le miró, le sonrió, se rió y tiró un extremo de su tarea por una ventana, descolgándose luego él de un brinco por aquel entramado de atados. Cuando llegó al suelo le gritó a Inerro, que le veía correr: "¡ahora tú eres el farolero!".
Como farolero Inerro no sabía qué hacer, pero supuso que lo mejor sería proyectar la luz dando vueltas para que guiase a los barcos, pese a que ningún barco la podría ver a tantos kilómetros de la costa. Inerro cambió la luz por música. Al principio la cantaba él con voz alta. Luego llegó a lograr que el proyector de luz pudiera ser útil como altavoz. La ciudad se llenó de canciones populares y, con el tiempo, fueron llegando canciones de soul, sonidos de jazz, algo de rock, e incluso sinfonías clásicas en las noches más inspiradas de Inerro. La ciudad se estaba volviendo insomne a la fuerza. Las personas dejaron de ir a trabajar poco a poco a causa de su cansancio acumulado. Los niños se pasaban los días durmiendo y las noches por las calles. Los policías dejaban hacer a los ladrones, pero los ladrones no tenían las noches con calles vacías para trabajar. Los gatos, los gatos maullaban en torno al faro y la señora Dolenter les traía leche, pero los gatos no querían leche, sólo querían maullar.
Fel le dijo a Fenestra que con su ayuda ellos podrían subir a la sala de música del faro y echar a Inerro. Fenestra estaba de acuerdo y fue él quien abrió la puerta de los ciento sesenta y tres escalones con forma de caracol. Fel iba detrás de él. Pero cientos de gatos se avalanzaron al hueco abierto entre los dinteles amontonándose unos sobre otros creando un muro gatuno lleno de maullidos y rebufos. Fel le dijo a Fenestra que abriera un agujero apartando a un par de gatos. Fenestra fue a hacerlo y los gatos le enseñaron los dientes. Fue a coger un gatito pardo pequeño cuando sus compañeros gatunos le arañaron los brazos. Fenestra se retiró, pero Fel le empujó para que abriera el agujero. Los gatos se enzarzaron con Fenestra casi sacándole un ojo. Fenestra se fue corriendo dejando a Fel solo. Fel encontró a la señora Dolenter buscando a los gatos. Pensó que Dolenter les podría dar leche suficiente como para que varios gatos se fueran y él pudiera pasar. Pero sus pensamientos se llenaron de gatos, no sabiendo muy bien cómo, y cada frase y palabra creados en su mente fueron arañados y mordidos. Sus pensamientos en poco tiempo fueron pasto de los gatos que aparecieron en su mente. Se bebieron, para colmo, la leche que imaginó les podría dar Dolenter. Dolenter vio a Fel en el suelo con las manos en la cara y se lo llevó a su casa para darle sopa caliente. Los gatos maullaron al ritmo nuevo de otra canción que emitía el faro gracias a Inerro.
La música no dejaba dormir a los ciudadanos. Pasaban los días y aquello era desesperante. Muchos ciudadanos se habían marchado de la ciudad. Otros se habían quedado, pero se estaban desquiciando y ahora en sus pensamientos tenían montones de gatos rondando. Algunos hombres del ayuntamiento decidieron dinamitar el faro, pero el faro se levantaba y se cambiaba de plaza cada vez que iban a hacerlo. Alguien intentó escalar las paredes para entrar por uno de los ventanales y atrapar a Inerro, acabando con su música. Pero entonces los adoquines del suelo que iba camino del faro se agitaban y le hacían caerse. Tuvo tantas magulladoras antes de empezar a escalar que no pudo escalar.
Así, un día, apareció el flautista de los faros. El flautista de los faros era un hombre famoso por lograr llevarse de las ciudades a los faros molestos. El flautista de los faros tocaba su flauta y los faros se embelesaban y le seguían cual niños y ratas. El flautista pidió abundante comida y una suma de monedas de oro que el alcalde le llevó reuniéndolas de entre todos los vecinos. Fue Dolenter quien decidió llevarle algo de leche, pues de todos es sabido que la leche es una gran comida con la que se hacen fuertes todos los seres que son nacidos de un vientre. El flautista de los faros fue a la plaza del faro y tocó su flauta bien fuerte como si no hubiera visto al faro. El faro también le ignoró, porque era un faro acostumbrado a llamar la atención. El flautista tocó más fuerte y más rápido y se le unió el tamborilero del pueblo y las chicas bailaron solas alrededor de ellos. El faro tocó sus canciones sin acompasarse de aquel flautista que le hacía sombra. Pero al flautista le acompañó el tamborilero y el que toca el banjo, y al rato el hojalatero, el panadero, el carnicero y el embustero del pueblo. El faro tocó más fuerte aún sus canciones e incluso Inerro se puso a cantar con una voz grave y afectada de un resfriado. Pero al flautista se le unieron el tamborilero, el que toca el banjo, el del ukelele, el del trombón y el del bombo, las chicas bailando alrededor, el hojalatero, el panadero, el carnicero, el embustero del pueblo, que bailó con el alcalde, los niños y las ratas, que hicieron una gran cadena humana que fue recogiendo en baile a todos los del pueblo. Así, de modo rápido, el flautista comenzó a bailar a la cabeza de la cadena humana y fueron saliendo del pueblo todos en dirección a otro pueblo al que llamarían desde entonces ciudad.
Los gatos se quedaron a solas con el faro y con Inerro. Maullaron todas las canciones que se oían en aquel pueblo, que lentamente se comía la soledad con sus dientes de hierbas y enredaderas. Era tanta la quietud dentro de las casas abandonadas que los muebles se quejaban como chasquidos de castañas al fuego. Algún techo se durmió con tanta quietud, y las músicas del faro, y se cayó al suelo en medio de sus sueños. Un príncipe azul pasó de largo en busca de una princesa dormida durante mil años mientras su reino dormía. Las hormigas soñolientas hicieron fiestas con las cigarras. Un grupo de rock no incluyó en sus giras al pueblo. Los gatos envejecieron y se hubieron de ir todos a la residencia de los gatos, aunque por el camino encontraron otro camino a la ciudad de los gatos eternos y se fueron todos allá para envejecer nunca jamás. Así se quedó solo otra vez el faro, con la única compañía de Inerro. Inerro también envejecía y un día dejó de poner música y salió a la calle, que estaba cubierta de tanta vegetación que se había adaptado a las formas de las construcciones que tenía el pueblo. Inerro se instaló en la casa del alcalde. Todos los días iba a ver al faro y el faro ponía música para agradarle, aunque por las noches volvió a poner sólo un foco de luz para no molestarle, aunque nunca enfocó a la casa del alcalde, para que, así, su envejecido amigo pudiera dormir.
Pasaban los días y pasaban las noches, que siempre han acompasado a los días, y no sucedía nada nuevo. El faro, a veces, se levantaba de su plaza y se iba a dar una vuelta por el campo, pero regresaba, porque su amigo Inerro estaba viejo y no quería abandonarle. No podía traerle leña para confortarle, porque era un faro y todo el mundo sabe que los faros no pueden hacer las mismas cosas que hacen los humanos. La leña la cogía Inerro de las mismas calles del pueblo, a veces de una farola, a veces de una señal de tráfico, muy pocas veces de un árbol del que fuera el parque. Un día Inerro sólo pudo comer sopas y comió montones de sopas. Otro día sólo pudo andar apoyándose y andó apoyado en todo lo que veía hasta que se hizo con un buen palo a modo de bastón. Otro día perdió sus recuerdos y el faro se los traía con las músicas más relevantes de su pasado. Un día dejó de ver, y vio que ya lo había visto todo bastante bien. Un día Inerro desapareció y voló como un pájaro.
El faro volvía a estar solo. Pensó que quizá debía volver a la costa. Buscarse un buen pueblo con mar, o quizá una ciudad. No le gustaba estar solo.
"El Faro" es un fragmento de la novela "Un Pedagogo", por Daniel L.-Serrano, 2007.
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