¿Te
imaginas cuándo seamos abuelos y le digamos a nuestra enfermera: “una vez
escribí un post en el que dije que…”, y la enfermera simplemente nos lleve a
comer? Y quién sabe si luego, tras acostarnos a la hora de la siesta, aún quede
algún rastro en las redes cibernéticas y lea lo que de jóvenes le dejamos
dicho.
A veces uno mira para atrás, buscando la infancia, el paraíso perdido; los paraísos se pierden porque no tenemos el conocimiento necesario para apreciarlos y cuando lo tenemos reaparecen como sueños, sueños lejanos y utópicos, más que utópicos, fantásticos, reconstruidos, mejorados, y siempre con un sustrato anhelado que aunque en realidad su realidad es más imperfecta, su imperfección real es la belleza que nos hace pensar en el sueño por alcanzar, alcanzado. Dice una importante cocinera, una chef francesa de renombre, que las mejores recetas son las de la madre porque ellas cuentan con un ingrediente imposible de conseguir: el sabor típico de sus comidas desde que somos niños, el recuerdo de ese sabor a lo largo de nuestra infancia.
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