Tras un breve descanso vacacional de uno de nuestros ilustradores ya tenemos el octavo capítulo de Un mal buen inicio, el relato conjunto con Luis Abad, Chicha "ilustrísimo Chechu" y Ramón, de Ramonadas, que nos ilustra este capítulo. Que la cerveza os acompañe.
UN MAL BUEN INICIO
Capítulo VIII
Ruiz
iba a pedirle fuego para encender su cigarrillo a la mujer rubia que tiraba de
un carro de bebé. Pero se paró en seco cuando desde el otro lado de la calle
una chica gritó alzando la mano: “¡Valeria!” y la niña del coche asomó tan
rubia como su madre con una sonrisa dedicada a la chica que cruzaba la calle
para saludarlas de cerca. El mundo parecía inocente así. Hubiera sido fantástico
que el mundo fuera inocente. Las noticias de los asesinatos estaban en todos
los medios, aunque los medios locales eran monotemáticos con ellos. Nadie sabía
quien era el asesino, pero todos intuían un asesino en la ciudad. Nadie sabía
quién era ella, pero ella perseguía al asesino. En medio de todo aquello las
madres tiraban de los carros de sus bebés y sonreían cuando alguien les
saludaba en la calle. No había vacuna contra la sociedad, sólo ser la sociedad
misma te hacía inmune.
La
excesiva información en los medios de este caso enfermo y atroz se multiplicó
con la aparición de aquel actor muerto que interpretaba “Simón Boccanegra”.
Nadie puede vacunarse contra la malformación de una de las células del cuerpo
que era la sociedad. Una célula asesina que mataba a otras células, que
enrarecía a la sociedad misma, que hacía de la sociedad algo asocial. Y sin
embargo aún había esos días madres que paseaban con sus hijas y sonreían a la
gente, pese a los cadáveres mutilados, los colgados de los árboles o los
asfixiados tras la tortura de cientos de visitantes. Todos habían torturado a
aquel actor creyendo hacer algo divertido, arte, y sin embargo todos eran parte
de un asesinato al que jugaban y que no sabían que estaban cometiendo. Los no
vacunados en una sociedad suelen no adquirir las grandes enfermedades porque la
mayoría de la sociedad sí está vacunada.
Los virus no tienen por donde sobrevivir, no pueden propagarse. Eso no les hace
inmunes, pero les protege. No son individuos solidarios, menos cuando lo hacen
con todo su amor (confuso) a su hijo. No les vacunan dentro de su amor paternal
y maternal creyendo en la maldad de las vacunas, sin querer escuchar nada que
les aclare su error. Arremeten con crudeza contra aquellos que les explican que
las vacunas son beneficiosas y que los principales activistas médicos que
atacan las vacunas lo hacen porque ellos tienen patentados otros medios más
ineficaces que desean vender en masa por encima de las vacunas. La sociedad
estaba enferma y la vacuna para que la gente siguiera sus vidas era la
sobreinformación sobre la enfermedad. El abuso informativo de todo tipo de
detalles sobre los asesinatos transformaban la enfermedad en un espectáculo que
comenzaba a aburrir a los espectadores, como si pudieran no ser jamás víctimas
de la enfermedad. Tal como le pasa a la gran mayoría de las personas respecto a
la muerte, todos lamentan la muerte ajena, pero son muy pocos los que con
franca realidad son conscientes de que ellos algún día también morirán.
Había
un asesino trastornado suelto por la ciudad. Ruiz montó en su coche pensando en
estas cosas. Fabra decía que las tres notas pudieran hacer referencia a los
pecados del cristianismo. “¡Qué bella imagen; lástima que no tenga cerebro!”,
vanidad. “Si me engañas una vez, tuya es la culpa; si me engañas dos veces, la
culpa es mía”, mentira. “Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame
y lo aprendo”, soberbia. Luego estaban las posturas lujuriosas de los tres
cadáveres. Dos mujeres, de una sólo quedaba el torso desnudo, la otra estaba
atada con cuerdas con cabezas de serpiente y apoyada en un suppedaneum,
como Cristo en la cruz. Y un hombre, desnudo, maniatado, expuesto al escarnio
público con luces y bailes estridentes a modo de obra de teatro moderna, un
auténtico infierno de Dante colado en una obra de Verdi. Las víctimas ni
siquiera tenían algo en común. Jennifer Cebrián era dominicana. Olga Albescu
era rumana. Manuel Roncallo era español. Y luego estaba la única superviviente
del asesino, Helena Cobeño, una hija de papá, rica como pocas, que pese a su
evidente pánico traumático tenía algo de síndrome de Estocolmo en cada frase
justificativa de aquel hombre al que describió con rasgos tan comunes que
podría ser detenida cualquier persona de la Calle Mayor. Era la única liberada,
con un colgante trinitario. Una cristiana sin pecado, le había dicho Fabra.
Había que averiguar “por qué no tenía pecado” dentro de la mente de su asesino.
“Jennifer
Cebrián y Olga Albescu entregaron su carne como prenda”, había dicho Cobeño.
Fabra dijo que podía recordar al pasaje bíblico en el que Abraham iba a
entregar a su hijo Isaac en holocausto al Señor. Pero Isaac salvó la vida y
Jennifer y Olga, no. Aquello sólo fue una prueba y en este caso si el asesino
creía tener algo de mesiánico habría excedido lo probatorio. Las piezas seguían
muy desencajadas, decía Fabra.
Ruiz
estaba cansada. Pasó todo el día yendo de un lado a otro intentando reunir todo
tipo de información de los análisis de todos los elementos que tenían
disponibles. Por la noche simplemente quería relajarse. Lo solía lograr
metiendo sus pies descalzos en un barreño con agua templada. Con la habitación
en penumbra y la televisión puesta eso es lo que hizo con la cena descongelada
en la mesa. Su vecina le había recogido el correo. El pequeño paquetito
envuelto con cuerdas fue lo primero que abrió. Dentro había un muñeco de barro
con una línea negra que lo cruzaba. En una nota de papel se leía: “Esopo,
Anaxágoras, Benjamín Franklin”.
La
sociedad estaba enferma. La enfermedad llegó a su casa.