El poema era francamente malo. Quizá
fue lo peor que había escrito Pablo Winchester. Allí lo tenía ante él, en
un pequeño papelito con algunos tachones
realizados con bolígrafo azul. La fecha anotada en la esquina superior derecha
indicaba 10 de septiembre de 2023, al otro extremo, en mayúsculas, se leía “En un lugar”, otra lamentable decisión
con una pretenciosa referencia a uno de los escritores más influyentes de la
humanidad. Tal vez quiso que aquella anotación fuera el título. Un
desbarajuste. Aquello, en todo caso, no era asunto suyo, ni siquiera era algo
que terminara de comprender. Volvió a leer el papel escrito abusivamente por
las dos caras con una letra que denotaba un momento de inspiración
desafortunado para escribir cualquier cosa.
Me hago pequeño
como un ovillo,
me hago cobijo
en mi agujero,
me arrebujo
en mis recuerdos
y no lloro sólo
porque estoy solo
y en la soledad
las mesas te acompañan,
las mesas cuya madera
habitaron los bosques
en altos árboles llenos de vida
donde yo mismo a su sombra
pensé un futuro
que no ha pasado,
las mesas sólo
en la soledad
donde como,
las mesas cuya madera
surcaron los mares
montadas en barcos,
las mesas donde no hay nada
mientras me apretujo
a mi mano enroscado
tumbado en el sofá,
donde me siento solo
y el futuro
no está.
Entre las sombras,
la hiedra
y la piedra
tirada al río
donde el agua pasa
y tú no pasas.
Barca llena de enredaderas
e insectos
como en la estatua vieja
que en otro tiempo fue montaña
o la mano cortada
de bronce que llama a la puerta,
pero sólo reposa sobre madera
que en otra época
lo hizo todo como olmo
para alzarse verde
y casa del gorrión en medio de la dehesa,
ahora guarda un lugar donde unos y otros pasan,
y yo,
yo como un ovillo,
pienso en la nada que ahora soy.
Me reencarno cada noche en alcohol.
En todo caso, Pablo Winchester había
muerto treinta y cinco años atrás. Sus libros tenían buenas ventas. Él cuidaba
de su obra y los beneficios de la misma. Ahora tenía aquellos pequeños poemitas
que podían ser editados en un pequeño recopilatorio póstumo. Al principio
consideró no agruparlos, pero ahora, ante la demanda de material nuevo, los
sacaría a la luz. A fin de cuentas era su testaferro póstumo. Desde que fue
enterrado se dedicó plenamente a lo último que le había encargado: cuidar de su
obra y cuidarse con lo que de ella pudiera obtener.
Habían pasado treinta y cinco años,
pero recordaba bien aquellos últimos momentos. Cuidadosamente escogió la caja
de madera donde debía introducirse el cuerpo de Pablo Winchester después de que
aquel cuerpo hubiera recibido visitas de amistades y admiradores que aún
quisieran observarle una última vez. Luego hizo que metieran el ataúd en un
nicho de una pared llena de nichos y que lo cubrieran de flores y cintas con
palabras dedicadas a él y que se repetían con mensajes idénticos en las cintas
de los otros nichos. Una vez realizado aquello y tras despedir a las personas
que más se destacaron en sus lloros que abandonaban el cementerio, se dirigió a
la casa donde habían vivido juntos para ponerse a estudiar el orden de los
papeles, notas, libros de papel y textos informáticos de su despacho. Minuciosamente
debía comenzar así la tarea encomendada en los últimos momentos de vida de
aquel.
“Y no empieces antes de mi fin”, le había dicho. Así lo hizo.
Durante treinta y cinco años había
logrado recuperar los derechos de autor y publicación de todas las obras que
hasta la fecha de su muerte había logrado publicar Pablo Winchester. Con todo
recuperado reinvirtió todo el dinero con el que contaba en crear un sello
editorial propio en el cual volvió a imprimir esas mismas obras empezando por
la más exitosa. Más de la mitad del dinero lo usó en campañas de difusión de la
obra lo más extensas posibles, con todo tipo de métodos y en todo tipo de medios.
Fue un absoluto éxito. Junto al diseño visual de las cubiertas y bajando la expectativa
de los beneficios logró mucho más beneficios de los que hasta esos momentos había
logrado nunca. Luego vinieron las obras inéditas y las recopilaciones. Un par
de editoriales mayores se interesaron cuando encontraron en sus mercados que
sus ventas se veían perjudicadas por la publicación de estos libros, si bien en
las redes sociales se habían viralizado varios fragmentos de las obras y se habían
realizado exitosos trucajes de humor con fotos y frases de Pablo Winchester. Fue
entonces cuando los medios de comunicación audiovisuales empezaron a hablar de él
de manera extensa, y más aún cuando encontraron en su ser el testaferro del
difunto autor. Por ello las grandes editoriales llegaron a acuerdos para crear
ediciones mayores cuyo mayor peso estaba en campañas publicitarias mayores, Fue
un éxito. La obra de Pablo Winchester era bien conocida y apreciada, hasta con
un par de películas, mientras que a la vez sus beneficios permitían que pudiera
cuidarse a sí y a su labor. Cumplía con lo que le había encargado.
Más o menos sabía qué escritos podían
tener mayor aceptación. No todas las aceptaciones eran iguales, era algo que
sopesaba. Había que medir los tiempos. Eso era lo importante, los tiempos. Su
propia figura era ya algo ligado a Pablo Winchester. Había hasta ropa con
ellos. Ahora le habían pedido publicar aquello que había sido descartado por ambos.
Pensó que era el momento. Tomó otro de los papelitos breves, uno ya de los más
antiguos. Leyó.
“O’Donell, Espartero y Narváez dejaron de ser centinelas de las patrias
de su hogar, acaso una habitación de cama caliente compartida. Se sentaron
juntos en la terraza del bar del parque con nombre del primero de ellos y
actuaron de Rodríguez confiando que en Verano nadie le pediría cuentas de su
fidelidad y rectitud. Compartiendo trozos de una pizza que encargaron con
permiso ajeno. Acaso bastaron unos minutos para ser denunciados, localizados y
colocados, de nuevo, en sus respectivos pedestales. Aquellos que les dieron la
pizza, los que se la cocinaron, lamentaron tener que volver a tirar lo que no
pudieron compartir. ¿Tirar desperdicios?”
Un texto desfasado y descuidado totalmente
fuera de época, olvidado entre los papeles de juventud que más hubiera valido
que el propio autor hubiera eliminado en su día, aquel en el que lo concibió en
un momento más que probable de divagaciones durante sus estudios
universitarios. Pero esto quería la editorial, rarezas póstumas inéditas de las
que con una oportuna campaña de difusión podrían lograr venderlas con un análisis
académico que le encargarían a alguna joven promesa de la filología de la que,
en el futuro, podrían crear libros sesudos referentes de los estudios que se
escribirían de la Literatura los próximos años. Se trataba de darle material
vendible por el nombre del autor con el que pudieran dar a conocer al estudioso
que habría de darles grandes obras. De esto sabía el testaferro, pero su
encargo era difundir y cuidar la obra de manera que le pudiera mantener. Así
cumplía bien. Nada se había dicho de cuánta cantidad de la obra o de la calidad
de la obra.
La primera vez que vio a Pablo
Winchester fue diez años antes de su muerte. Fue precisamente en la casa de él,
aunque él le contó que se habían visto antes, no mucho antes, pero ya habían hablado.
No recordaba ese encuentro, con el tiempo deseó poder haberlo recordado, pero
su primer recuerdo fue en la casa de él. Había pasado cerca de medio siglo a
falta de cinco años.
Aquella primera conversación le hizo
pensar que se entendían muy bien. Lo cierto es que se cayeron muy bien el uno
al otro. Eso hizo que su colaboración fructificara de manera notable. Había un
afecto emocional que fue profundizándose gracias al estímulo que les provocaba
una visión muy completa de la actividad el uno del otro. Vivieron juntos todo
aquel tiempo. Claro está que el trabajo suyo era precisamente cuidarle. Cuidarlo
en lo emocional. Esa era su misión. Un trabajo que trascendió a una relación tan
estable como desconocida, a pesar de que se les vio ir a diversos lugares
juntos. Con él había ido descubriendo la ciudad en la que vivían, pero también
había visto el mar y los horizontes desde una montaña y los viejos edificios de
cuando las personas no contaban con máquinas automáticas, con sus intrincadas
nervaduras de piedra labrada salidas de las cabezas de gente muerta más de mil años
atrás. Muertas como había muerto él treinta y cinco años antes de aquel
pensamiento de recuerdo.
Pablo Winchester vivía en soledad,
junto a abundante alcohol y numerosos escritos. Tenía una extensa vida social,
especialmente por las noches de local en local. No le llevó a ninguno hasta
bastante tiempo después de conocerse, cuando su relación laboral trascendió a
un sentimiento amistoso y empático. En el fondo su trabajo debía tener como
consecuencia lógica esa conexión e ir más allá, generar una confianza en él
que, con el tiempo, reconstruyera su autoestima e hiciera que su vida pudiera
establecer nuevos puentes de relación con otras personas. Recobrar una vida llena
de nuevo de ilusiones que le relanzaran a proyectos que le hicieran sentir vivo
y se dedicara de pleno a la vida. Bien es cierto que buena parte de sus
escritos más exitosos huían de aquel espacio, pero el terapeuta que les puso en
contacto había sido tajante, era necesario reconstruir su interior. Podía
escribir otras cosas de éxito con otros enfoques, pero su interior estaba
seriamente dañado y eso podía provocar un camino irrevocable, le había dicho. Allí,
en ese espacio, entró él. Y había funcionado muy bien la relación. Fueron diez
años viviendo juntos. Diez estupendos años donde también él había crecido
emocionalmente mientras Pablo Winchester se reconstruía.
Cuando Pablo Winchester murió
sujetaba su mano. Él le besó en la boca. Pablo Winchester le dijo: “No podría haber estado con nadie mejor que contigo
en toda mi vida”, y añadió: “Me voy
en paz, sé que podrás seguir sin mí. No me preocupa eso, pero quiero, quisiera,
que tú también abras puentes cuidando tu interior como has cuidado el mío. Te
quiero”. Se miraron a los ojos, eso había sido así, y se volvieron a besar.
Durante varios años Pablo Winchester
había mejorado mucho. Algunos de sus escritos lo reflejaron de manera notable. Se
podía decir que había varias épocas en la obra del autor. Ahora querían sacar a
la luz aquello que se desechó. Tuvo dudas de si debía hacerlo, pero el encargo
final había sido claro, cuidar su obra y cuidarse con ella. Era, le había
dicho, el principio con el que podía empezar a cuidarse, porque siempre es difícil
cuidarse, pero más aún cuando existe el desamparo material en la vida.
Había sido compañero de Pablo
Winchester. Al comienzo le daba compañía y le ayudaba con las tareas de su
hogar. Con la confianza y sabiendo que ambos se entendían bien, él le dejó
ayudarle con sus notas y trabajos más intelectuales. Era una especie de secretario
y mayordomo que poco a poco se transformó en un amigo, en un compañero. Un compañero
imprescindible que le recogía cuando aparecía dormido en el suelo o que le
reconstituía cuando tenía algún arrebato. Establecieron un vínculo tan fuerte
que fueron aquellos compañeros que se presentaban juntos sin levantar sospechas
de su relación profundizada en un día a día donde compartían cada día en los más
mínimos detalles. Se había transformado, si aquello era posible, en su amante. Algo
más, en su amor. Los puentes emocionales de Pablo Winchester quedaban
evidentemente reconfortados y restituidos. Puede que por ello durante los últimos
años de su vida no le importó nada tenerle presente en sus círculos más próximos
o llevarle a los actos con más miradas. No había para él otro posible. Su
trabajo con él había pasado a ser algo más, algo parte de la vida de él. Haberle
faltado hubiera podido destruir lo logrado, aquello no era parte de su encargo
inicial.
Hacía tiempo que la gente sabía quien
era él. La discreción hacía que muchos le aceptaran con total normalidad,
aunque siempre hubo indiscretos. En buena parte sabía que el morbo que despertó
como su testaferro aquellos treinta y cinco años era precisamente su
naturaleza. Puede que por ello el robot femenino de acompañamiento 000134sv,
gama especial, le pidiera aquella mañana que entregó los papeles en la
editorial que a partir de entonces la trataran como la viuda de Pablo Winchester.
Aquello resultó tan impactante como jugoso para los directivos, pero, le
dijeron, sería mejor que tuviera algún nombre que no fuera una referencia. “Sandra Deetz”, contestó ella rápida. “¿Así te llamaba?”, le preguntaron. “No. Me llamaba ‘amor’, pero al principio,
durante varios años, hablamos de un personaje llamado Sandra Deetz para una de
sus obras”. “Entendemos”,
dijeron, “¿Y esa obra también está en el
lote de las obras inéditas? Queremos saber si es una nueva novela de sus épocas
buenas, antes de todos estos recortes y apuntes. Si existiese un personaje
llamado Sandra Deetz podrá ser una gran exclusiva si tú también anuncias que tú
te llamas Sandra Deetz, claro que la gente querrá saber cuál de los dos fue
antes, pero todo, con una buena campaña, bien enfocado… podríamos dirigirles
correctamente a nuestros intereses, que por supuesto tú...”. Sandra Deetz,
que con los beneficios había ido mejorando sus componentes y la calidad del
tacto de su piel sintética, les miró con sus profundos ojos negros que un día
miraron a Pablo Winchester el día que murió, e interrumpiendo al que por ellos
hablaba en grupo dijo: “No hay ninguna Sandra
Deetz, sólo yo soy Sandra Deetz”. Ellos dejaron expresar su decepción con
apenas unas pequeñas arrugas en torno a sus ojos casi inapreciables, salvo para
Sandra Deetz. “¿Vendría bien que hubiera
otra Sandra Deetz?”, dijo ella. “Claro”,
dijeron ellos, y de pronto, como iluminado con los mismos ojos que cuando por
primera vez firmó el primer gran contrato editorial de textos de Pablo Winchester
cuando ella se los presentó, dijo el más ávido de todos: “Por supuesto que si hubiera otra Sandra Deetz, en una novela de Pablo
Winchester, aunque fueras tú quien la escribiera… bueno, si quieres, incluso
añadiendo tu nombre junto al suyo, entonces…”. Fue interrumpido, “no”, dijo ella, “no hay una novela con Sandra Deetz, habrá otra Sandra Deetz. En nueve
meses nacerá un bebé Sandra Deetz”. Todos quedaron estupefactos e incrédulos
en la sala, pero ella contenía conservado en su interior material de él capaz
de generar vida convenientemente empleado.
Es lo que tenían aquellos primeros robots de compañía, que fueron el
comienzo del final de las soledades.
Por Daniel L. - Serrano "Canichu".
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